23

 

 

 

 

1

 

Salimos de Lincoln temprano y nos dirigimos al este por la I-80. Durante la primera hora o algo así apenas hablamos. Alice llevaba mi portátil abierto e iba leyendo todo lo que había escrito en la casa de veraneo. En las afueras de Council Bluffs, un coche tocó la bocina al adelantarnos; en el asiento de atrás viajaban un payaso y una bailarina, que nos miraron. El payaso saludó con la mano. Le devolví el saludo.

—¡Alice! —dije—. ¿Sabes qué día es hoy?

—¿Jueves? —No apartó la vista de la pantalla. Me recordó a Derek Ackerman y su amigo Danny Fazio, allá en Evergreen Street, hipnotizados por lo que fuese que miraban en sus móviles.

—No un jueves cualquiera. Es Halloween.

—Vale. —Siguió sin alzar la vista.

—¿Tú de qué te disfrazabas? ¿Cuál era tu disfraz preferido, quiero decir?

—Hummm… una vez fui de Princesa Leia. —Siguió sin apartar la vista de lo que estaba leyendo—. Mi hermana me llevó por todo el barrio.

—En Kingston, ¿no?

—Sí.

—¿Conseguiste un gran botín?

Por fin levantó la mirada.

—Déjame leer, Billy, ya casi he terminado.

Así que la dejé leer y continuamos adentrándonos en Iowa. Allí no había grandes cambios en el paisaje, solo kilómetros de llanura. Por fin cerró el ordenador. Le pregunté si lo había leído todo.

—Solo hasta el punto donde entré yo en la historia. La parte donde vomité y estuve a punto de asfixiarme. Me costaba leerlo, así que lo he dejado. Por cierto, te has olvidado de cambiarme el nombre.

—Tomo nota.

—Lo demás ya lo sé. —Sonríe—. ¿Recuerdas The Blacklist en Netflix? ¿Y cómo regábamos las plantas?

—Daphne y Walter.

—¿Crees que sobrevivieron?

—Seguro que sí.

—Anda ya. No sabes si sobrevivieron.

Reconocí que era cierto.

—Yo tampoco. Pero, si queremos, podemos creer que sobrevivieron, ¿no?

—Sí —dije—. Podemos.

—Esa es la ventaja de no saber. —Alice miraba por la ventanilla los kilómetros de maizales, todos parduzcos ya, esperando el invierno—. La gente puede optar por creer lo que le apetezca. Yo prefiero creer que llegaremos a Montauk Point y haremos lo que venimos a hacer y nos saldremos con la nuestra y viviremos felices para siempre.

—Vale —dije—, yo también prefiero creer eso.

—Al fin y al cabo, a ti aún no te han cogido nunca. Todos esos asesinatos, y has salido impune.

—Siento que hayas tenido que leer sobre eso. Pero dijiste que debía escribirlo todo.

Se encogió de hombros.

—Eran malas personas. Todas tenían eso en común. No mataste a ningún sacerdote ni médico ni… ni guardia en el cruce de un colegio.

Eso me hizo reír, y Alice sonrió un poco, pero advertí que estaba pensando. La dejé con lo suyo. Seguimos haciendo kilómetros.

—Volveré a las montañas —dijo por fin—. Incluso puede que viva un tiempo con Bucky. ¿Qué te parece eso?

—Creo que a él le gustaría.

—Solo al principio. Hasta que encuentre trabajo y consiga mi propia casa y empiece a ahorrar para volver a estudiar, porque puedes matricularte en la universidad siempre que quieras. A veces la gente no se matricula hasta pasados los cuarenta o incluso los sesenta, ¿no?

—Vi un programa en la tele sobre un hombre que empezó a los setenta y cinco años y se tituló a los ochenta. Mi intuición de Spiderman me dice que no es en gestión administrativa en lo que estás pensando.

—No, una carrera. Quizá incluso en la Universidad de Colorado. Podría vivir en Boulder. Esa ciudad me gustó.

—¿Tienes idea de lo que quieres estudiar?

Vaciló, como si se le hubiera ocurrido algo y hubiera cambiado de idea.

—Historia, creo. O Sociología. Quizá incluso Artes Dramáticas. —A continuación, como si me hubiera opuesto a la idea, añadió—: No para ser actriz, eso no me interesa, sino para lo demás: escenarios e iluminación y todo eso. Hay muchas cosas por las que siento curiosidad.

Dije que eso era bueno.

—¿Y tú, Billy? ¿Cómo harás para ser feliz para siempre?

Yo no tuve ni que pensarlo.

—Puestos a soñar, me gustaría escribir libros. —Toqué el portátil, que aún sostenía ella—. Hasta que escribí eso no supe si era capaz. Ahora ya lo sé.

—¿Y qué pasará con esta historia? Podrías retocarla, convertirla en ficción…

Negué con la cabeza.

—Aparte de ti, no la leerá nadie más, y ya me parece bien así. Ha cumplido su función. Ha abierto la puerta. Y no tengo por qué ponerte un alias.

Alice se quedó en silencio durante un rato. Luego dijo:

—Esto es Iowa, ¿no?

—Sí.

—Qué aburrido.

Me eché a reír.

—Seguro que la gente de Iowa no piensa lo mismo.

—Seguro que sí. Sobre todo los chavales.

Eso no podía discutírselo.

—Dime una cosa.

—Te lo diré si puedo.

—¿Por qué un hombre de sesenta años quiere estar con una chica tan joven como se supone que es Rosalie? No lo entiendo. Me parece… no sé… grotesco.

—¿Por inseguridad? ¿O quizá por conectar con la vitalidad que ha perdido? ¿Por tender la mano hacia su propia juventud e intentar conectar con ella?

Alice reflexionó sobre estas ideas, aunque apenas un momento.

—A mí todo eso me parecen chorradas.

A mí también me lo parecían, en realidad.

—O sea, piénsalo. ¿De qué le hablaría Klerke a una chica de dieciséis años? ¿De política? ¿La situación en el mundo? ¿Sus cadenas de televisión? ¿Y de qué le hablaría ella a él? ¿Sus experiencias como animadora y sus amigos de Facebook?

—No creo que busque una relación a largo plazo. El trato era ocho mil por una hora.

—Entonces es follar por follar. Apropiarse de algo por apropiarse. A mí me parece muy vacío. Mucho. Y esa niña de México…

Se quedó en silencio y vio pasar Iowa. A continuación dijo algo, pero en voz tan baja que no lo distinguí.

—¿Qué?

—Monstruo. —Seguía contemplando los kilómetros de maíz muerto—. He dicho monstruo.

 

 

Pasamos la noche de Halloween en South Bend, Indiana, y el primero de noviembre en Lock Haven, Pennsylvania. Cuando estábamos en recepción, sonó el aviso de un mensaje de texto de Giorgio.

GRusso: Petersen, el ayudante de RK, quiere una foto del primo de Darren Byrne para poder identificarlo. Envíala a judyb14455@aol.com. La hará llegar sin ningún coste. Le encantaría que RK tuviera un poco de mala suerte.

El hecho de que Petersen quisiera una foto era preocupante pero no sorprendente. Al fin y al cabo, ejercía como guardia de seguridad in situ de Klerke, además de como ayudante.

Alice me dijo que no me preocupara. Añadió que cortaría y remodelaría la peluca negra que me había puesto para ir a Promontory Point («A veces es bueno tener una hermana peluquera», dijo). Fuimos al Walmart. Alice encontró unas gafas de estilo aviador y una crema facial que, según ella, me daría una palidez irlandesa. También un pequeño pendiente de oro de clip, no demasiado ostentoso, para la oreja izquierda. De vuelta en el motel, me peinó la peluca negra hacia atrás desde la frente y me dijo que me la probara junto con las gafas de aviador.

—Como si pensaras que eres una estrella de cine —dijo—. Súbete el cuello de la camisa. Y recuerda que, que sepan Klerke y ese tal Petersen, Billy Summers ha muerto.

Tomó la foto contra un fondo neutro (la pared de ladrillo del Best Western donde nos alojábamos) y la examinamos juntos, y detenidamente.

—¿Te parece bastante buena? —preguntó Alice—. O sea, a mí no me pareces el mismo, y menos con esa sonrisa sarcástica, pero ojalá tuviéramos aquí a Bucky para ayudarnos.

—Yo creo que es buena. Como has dicho tú, ayuda el hecho de que piensen que estoy enterrado en las estribaciones de los montes Paiute.

—Tenemos en marcha toda una pequeña conspiración —comentó Alice mientras volvíamos a entrar—. Bucky, tu supuesto agente literario y ahora una madama de altos vuelos de Las Vegas.

—No te olvides de Nick —dije.

Se detuvo en el pasillo a medio camino de nuestras habitaciones con el entrecejo fruncido.

—Si cualquiera de ellos llamara a Klerke y le dijera lo que está pasando, seguramente sacaría un buen dinero. No Majarian o el señor Piglielli, y Bucky ni pensarlo, pero ¿y esa tal Blatner?

—Ella tampoco —dije—. En esencia, están todos hartos de él.

—Eso esperas.

—Lo sé —dije, y esperé no equivocarme.

En cualquier caso, iba a presentarme allí, y cada vez parecía más probable que Alice me acompañara.

 

 

Pasamos la noche del 2 de noviembre en New Jersey. La noche siguiente nos alojamos en el Riverhead Hyatt, a ochenta kilómetros de Montauk Point. Giorgio en efecto había reservado habitaciones desde su cárcel de adelgazamiento de Sudamérica. Como sabía que yo no tenía ningún documento de identidad a nombre de Steven Byrne, hizo la reserva a nombre de Dalton Smith. Y como ese sitio era bastante más elegante que los moteles donde nos habíamos hospedado anteriormente, Alice tuvo que enseñar su nuevo carnet de Elizabeth Anderson. Giorgio, quizá más delgado pero tan sagaz como siempre, había reser­vado también una habitación doble, pagada previamente, para Steven Byrne y Rosalie Forester. Klerke no lo comprobaría, esas tareas estaban por debajo de él, pero Petersen quizá sí. Si el recepcionista decía a Petersen que Byrne y Forester aún no habían ocupado la habitación, a Petersen no le preocuparía demasiado. Los chulos no se distinguían por ceñirse a rajatabla a un horario.

Antes de abandonar la recepción, pregunté si había llegado un paquete para mí. Resultó que sí, de Fun & Games Novelties de Las Vegas. Una empresa inexistente, sin duda. Giorgio lo había encargado a petición mía. Lo abrí en mi habitación delante de Alice. Contenía un pequeño aerosol sin marca del tamaño de un tubo de desodorante de bola. Esta vez nada de limpiador para hornos.

—¿Qué es?

—Carfentanil. En 2002, los rusos echaron una versión de esto en un teatro donde cuarenta o cincuenta rebeldes chechenos mantenían a setecientos rehenes. La intención era dormir a todo el mundo y poner fin así al asedio. Dio resultado, pero el gas era demasiado potente. Unos cien rehenes no solo se durmieron, sino que murieron. Dudo mucho que a Putin le importara un carajo. Se supone que esto es la mitad de potente. Es a Klerke a por quien vamos. No quiero matar a Petersen si no es necesario.

—¿Y si no le hace efecto?

—Entonces haré lo que tenga que hacer.

—Haremos —dijo Alice.

 

 

El 4 de noviembre fue un día largo. Los días de espera siempre lo son. Alice se había llevado el bañador y nadó en la piscina. Más tarde dimos un paseo y compramos comida en un puesto de perritos calientes. Alice dijo que quería echarse una siesta. Yo lo intenté también y no pude. Después, mientras ella arreglaba de nuevo la peluca para que quedara como en la foto, admitió que tampoco ella había podido dormir.

—Y anoche apenas pegué ojo. Ya dormiré cuando esto termine. Entonces dormiré mucho.

—A la mierda —dije—. Quédate aquí. Deja que me encargue yo.

Alice esbozó una sonrisa.

—¿Y qué le dirías a Petersen cuando te presentaras sin la chica valorada en ocho mil dólares?

—Ya se me ocurrirá algo.

—Puede que ni consiguieras entrar. Si entraras, tendrías que matar a Petersen. Eso no quieres hacerlo, y yo no quiero que lo hagas. Voy a ir.

Quedó decidido, pues.

 

 

Salimos a las seis. Alice tenía una foto de la finca sacada de Google Earth e indicaciones sobre cómo llegar allí en el GPS. Tan avanzado el año, el tráfico era fluido. Le pregunté si quería parar en algún sitio de comida rápida en las afueras de Riverhead, y ella dejó escapar una risa tensa.

—Si comiera, lo vomitaría todo encima de mi bonito vestido nuevo.

Era el de escote barco, morado con florecitas blancas. Llevaba la parka nueva pero con la cremallera baja, a fin de enseñar el nacimiento del pecho. Ahí delante no había mucho más que ver, porque se había puesto una banda de compresión elástica de tamaño medio en lugar de sujetador. Tenía el bolso en el regazo. Dentro estaba la Sig. Yo llevaba mi bomber nueva. Tenía la Glock en uno de los bolsillos interiores; el aerosol, en el otro.

—Montauk Highway forma un anillo —dijo Alice. Yo ya lo sabía. Había estudiado el trazado en mi portátil esa tarde al no poder dormir la siesta, pero dejé que hablara. Estaba combatiendo el nerviosismo, intentando aplacarlo—. Tienes que pasar por delante del Museo del Faro y doblar la primera a la izquierda. Eos no está en la orilla del mar. Debió de cambiar eso por la vista, supongo. Dudo que a su edad haga esquí acuático o bodysurfing, en todo caso. ¿Tienes miedo?

—No. —Al menos no por mí.

—Ya tendré miedo yo por los dos, entonces. Si no te importa. —Alice consultó otra vez el mapa en su móvil—. Parece que el número 775 está más o menos a un par de kilómetros tierra adentro, justo después de la Montauk Farm Store. Eso le queda a mano. Para comprar verduras frescas y demás. Se te ve bien, Billy, irlandés como el que más, ¿y puedes parar en algún sitio? Me muero de ganas de mear.

Paré en un restaurante llamado BreezeWay Diner, más o menos a medio camino entre Riverhead y Montauk. Alice entró a toda prisa y yo me planteé marcharme sin ella. Todo lo que Bucky había intentado disuadirme de hacer con ella —a ella— estaba haciéndolo. Pronto Alice sería cómplice del asesinato de un hombre rico y famoso, y eso solo si las cosas salían bien. Si no, podía acabar muerta. Pero me quedé. Porque necesitaba que ella participara, sí, pero también porque ella tenía derecho a decidir.

Salió sonriente.

—Esto ya está mucho mejor. —Y mientras yo me reincorporaba a la carretera, dijo—: Pensaba que igual me dejabas.

—Ni se me ha pasado por la cabeza —contesté.

A juzgar por la mirada que me lanzó, supo que mentía.

Se irguió en el asiento y se tiró del dobladillo del vestido hacia las rodillas. Tenía el aspecto de una alumna de instituto pudorosa y remilgada, de esas que, al parecer, ya no existen.

—Vamos allá.

 

 

Dejamos atrás el Museo del Faro y encontramos el desvío a la izquierda a menos de cien metros. Ya era de noche. En algún lugar a la derecha se oía el océano. Una luna en cuarto creciente titilaba entre los árboles. Alice se inclinó hacia mí, me retocó brevemente la peluca y volvió a recostarse en el asiento. No hablamos.

En Montauk Highway los números empezaban en el 600, por alguna razón que probablemente solo conocían unos urbanistas que se habían marchado ya hacía tiempo en busca de su recompensa final. Las casas, pese a verse bien conservadas, eran corrientes, cosa que me sorprendió. En su mayoría eran bungalows y construcciones de estilo Cape Cod que no habrían desentonado en Evergreen Street. Incluso había un parque de caravanas. Uno bonito, claro está, con farolas antiguas y caminos de grava, pero un parque de caravanas es un parque de caravanas.

Montauk Farm Store, en realidad poco más que un tenderete de frutas y verduras con pretensiones, estaba cerrado y a oscuras. Unas cuantas calabazas solitarias formaban una pirámide junto a la puerta y había algunas más en la parte de atrás de un camión de caja abierta con barandillas laterales en cuyo parabrisas se leía, a un lado, en venta y, al otro, funciona bien, escrito con jabón.

Alice señaló un buzón más allá de la tienda.

—Es ahí.

Reduje la marcha.

—Última oportunidad. ¿Estás segura? Si no, podemos dar media vuelta.

—Estoy segura. —Permanecía muy erguida en el asiento, con las rodillas juntas y las manos entrelazadas sobre la correa del bolso. La mirada al frente.

Torcí por un caminucho de mierda donde un cartel indicaba camino particular. Enseguida quedó claro que el caminucho era puro camuflaje para disuadir a turistas curiosos. Superada la primera cuesta, se convirtió en una carretera asfaltada con anchura suficiente para dos vehículos. Avancé despacio con ayuda de las largas, pensando que era mi segunda visita a la finca de un hombre malo. Confié en que esta fuese más rápida y eficiente.

Doblamos una curva. Más allá, una valla de lamas de madera de un metro ochenta o dos metros de altura impedía el paso. Había un intercomunicador en un poste de hormigón, iluminado por un plafón con rejilla metálica. Me detuve al lado, bajé la ventanilla y pulsé el botón.

—¿Hola?

Había pensado (Alice y Bucky coincidieron conmigo) que tratar de imitar un dejo irlandés podía tener consecuencias desastrosas. Y no había razón alguna para que Byrne tuviera acento, no si se había pasado toda la vida en Nueva York.

Entretanto el intercomunicador del poste no me contestaba.

—¿Hola? Soy Steve Byrne. El primo de Darren. ¿Eo? Traigo algo para el señor K.

Siguió el silencio, lo que me dio motivos —también a Alice, a juzgar por su expresión— para pensar que algo había salido mal y no íbamos a entrar. Al menos no de esa manera.

De pronto el intercomunicador crepitó y un hombre dijo:

—Salga del coche. —Voz monótona e inexpresiva. Podría haber sido la de un policía—. Los dos, usted y la joven. Verá una X en el suelo delante de la verja, justo en medio. Colóquense ahí y miren a la izquierda. Muy juntos.

Miré a Alice y ella me miró a mí con los ojos muy abiertos. Me encogí de hombros y asentí. Nos apeamos y nos acercamos a la verja. La X, quizá en otro tiempo azul pero para entonces gris de tan descolorida, se hallaba en un recuadro de hormigón. Nos apretujamos los dos encima y miramos a la izquierda.

—Arriba. Miren hacia arriba.

Alzamos la vista. Era una cámara, por supuesto.

Oí un leve murmullo de voces, y luego quienquiera que estuviese pulsando el botón del intercomunicador desde la casa —Petersen, supuse— lo soltó y se hizo el silencio. Sin viento, y ya demasiado avanzado el año para el canto de los grillos.

—¿Qué pasa? —preguntó Alice.

Yo no lo sabía, pero pensé que seguramente estaban escuchando, así que le dije que callara y esperara. Abrió mucho los ojos, pero enseguida comprendió y, con una vocecilla dócil, dijo:

—De acuerdo, señor.

El intercomunicador emitió un chasquido y la voz dijo:

—Veo un bulto en el lado izquierdo de su cazadora. ¿Va armado?

Aquella cámara era excelente. Si contestaba que no, con toda certeza la barrera permanecería cerrada, por más que Klerke deseara a la chica.

—Sí, llevo arma —dije—. Solo por protección.

—Sáquela y sosténgala en alto.

Saqué la Glock y la sostuve en alto ante la cámara.

—Déjela en la base del poste del intercomunicador. Aquí no necesita protección y nadie va a robársela. Puede recogerla cuando salga.

Obedecí. Como el aerosol era mucho más pequeño, ese lado de la cazadora no abultaba, y si lograba inmovilizar al hombre a quien pertenecía la voz del intercomunicador, Klerke no sería problema. O eso esperaba.

Empecé a retroceder hacia el recuadro de hormigón, pero la voz del intercomunicador me detuvo.

—No, señor Byrne. Quédese donde está, por favor. —Se produjo una pausa y luego la voz añadió—: De hecho, quiero que retroceda dos pasos. Por favor.

Di dos pasos atrás hacia el coche.

—Ahora uno más —dijo la voz, y comprendí. Me quería fuera del ángulo de visión de la cámara. Klerke deseaba evaluar la mercancía y decidir si de verdad le apetecía comprar, o si, por el contrario, nos despachaba. La cámara emitió un ligero zumbido. La observé y vi que asomaba el objetivo. Acercando la imagen.

Pensé que a continuación la voz pediría a Alice que enseñara a la cámara el contenido del bolso, y la Sig acabaría en la base del poste del intercomunicador junto a la Glock, pero no fue así.

—Levántese la falda, señorita.

Era la voz de Petersen, pero sería Klerke quien mirase. Unos ojos ávidos en unas cuencas arrugadas.

Con la vista fija en el suelo, no en la cámara, Alice se recogió la falda hasta los muslos. Los hematomas habían desaparecido hacía tiempo. Tenía las piernas tersas. Jóvenes. Detesté a esa voz. Los detesté a los dos.

—Más arriba, por favor.

Por un momento pensé que ella se negaría. Entonces se levan­tó la falda hasta la cintura, aún sin alzar la mirada. Su humi­lla­ción era inequívoca, y a mí no me cupo duda de que Klerke estaba regodeándose.

—Ahora mire a la cámara.

Alice obedeció.

—Manténgase la falda en alto. El señor Klerke quiere que se lama los labios.

—No —dije—. Ya basta.

Alice se bajó la falda y me lanzó una mirada como preguntándome qué demonios estaba haciendo.

Volví a colocarme ante la cámara y alcé la vista.

—Ya han visto suficiente, ¿vale? Lo demás tendrá que ser dentro. Aquí fuera hace un frío de cojones. —Pensé en lanzar otro Eo, pero lo descarté—. Y quiero el dinero en mi mano antes de que ella cruce la puerta. En cuanto entre, el tiempo empieza a correr. ¿Entendido?

Siguió un silencio de unos treinta segundos, quizá. Yo volví a recelar.

—Vámonos —dije a la vez que la cogía del brazo—. A la mierda, nos abrimos.

Pero entonces la verja comenzó a deslizarse sobre unas pequeñas ruedas de goma. La voz del intercomunicador dijo:

—Hay un kilómetro y cuarto, señor Byrne. Tendré su dinero.

Alice montó en su lado y yo en el mío. Ella tiritaba.

Subí la ventanilla antes de decirle, en poco más que un susurro, que lamentaba lo ocurrido.

—Me da igual que me hayan visto las bragas. Lo que temía era que me obligaran a abrir el bolso y vieran el arma con esa maldita cámara.

—Eres una cría —dije. Miré por el retrovisor y vi que la verja se cerraba lentamente a nuestra espalda—. Dudo que la posibilidad de que vayas armada se les haya pasado siquiera por la cabeza.

—Luego he pensado que no nos dejarían entrar. He pensado que ese hombre diría: «Tú no tienes dieciséis años, lárgate de aquí y no nos hagas perder el tiempo».

Farolas antiguas flanqueaban la carretera. Al frente vi las luces de la casa que el viejo había llamado Eos, por la diosa de dedos rosados del amanecer.

—Será mejor que me des el arma —dije.

Alice negó con la cabeza.

—La quiero yo. Tú aún tienes el espray.

No había tiempo para discutir. La casa —la mansión— ya estaba a la vista. Era una amplia estructura de piedra en un jardín de una hectárea por lo menos. El parque de juegos de un rico, sin lugar a dudas, pero de una elegancia con la que no podían competir los sitios que le gustaban a Nick. Delante había una rotonda. Me detuve frente a una escalinata de piedra que ascendía hasta una entrada circular. Alice tendió la mano hacia el tirador de la puerta.

—No. Déjame que dé la vuelta alrededor del coche y te abra yo, como un auténtico caballero.

Rodeé el capó del Mitsubishi, abrí la puerta y la cogí de la mano. Estaba muy fría. Tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados.

Mientras la ayudaba a bajarse, le musité al oído:

—Ponte detrás de mí y para a los pies de esa escalinata. Va a ser todo muy rápido.

—Tengo mucho miedo.

—No temas exteriorizarlo. Es probable que a él le guste.

Nos acercamos a la escalinata. Eran cuatro peldaños. Alice se detuvo en el primero. Se encendió la luz exterior y vi que su sombra se alargaba, con las manos aún aferradas al bolso. Sosteniéndolo ante sí como si pudiera protegerla de lo que iba a ocurrir en los siguientes trescientos segundos poco más o menos. La gran puerta se abrió y la luz interior proyectó un rectángulo a mi alrededor. El hombre que estaba allí de pie era alto y de complexión atlética. Con la luz a su espalda, no pude calcular su edad o distinguir su rostro siquiera, pero sí le vi la funda de un arma en la cadera. Una pistolera pequeña para un arma pequeña.

—¿Qué hace ella ahí abajo? —preguntó Petersen—. Dígale que suba.

—Primero el dinero —contesté. Y por encima del hombro—: No te muevas, chica.

Petersen se llevó la mano al bolsillo delantero —en el lado opuesto al de la pistolera, sin duda forrada de plástico para de­senfundar deprisa y con facilidad en caso necesario— y sacó un fajo. Me lo entregó y dijo:

—No tiene acento irlandés.

Me reí y empecé a contar los billetes pasándolos con el pulgar. Eran todos de cien.

—Tío, después de cuarenta años en Queens, eso espero. ¿Dónde está el gran hombre?

—No es asunto suyo. Haga venir a la chica, aparque allí junto al garaje y quédese en el coche.

—Sí, ya, pero ahora me ha hecho perder la cuenta, joder.

Empecé otra vez. A mi espalda, Alice dijo:

—¿Billy? Me está entrando frío.

Petersen se tensó un poco.

—¿Billy? ¿Por qué le llama Billy?

Me reí.

—Tío, lo hace continuamente. Así se llama su novio. —Le dirigí una sonrisa—. Él no sabe que está aquí, ¿entiende?

Petersen calló. No pareció convencido. Acercó la mano lentamente a la pistolera de extracción rápida.

—Esto cuadra, tío, es la guita acordada —dije.

Me metí el dinero en el bolsillo de la bomber y saqué el aerosol. Quizá él lo vio o quizá no, pero en todo caso hizo ademán de sacar la pequeña pistola. Cerré el puño de la mano libre y lo descargué contra la suya, como un niño jugando a piedra, papel o tijera. Acto seguido, lo rocié. Una nube blanca de gotitas lo alcanzó en la cara. Era una dosis mínima, pero el resultado fue satisfactorio. Se tambaleó dos veces y se desplomó. La pistola cayó ante la puerta y escapó un disparo, con una detonación similar a la de un pequeño petardo. Eso no suele ocurrir, así que debía de haberla manipulado de algún modo. Sentí que la bala me pasaba cerca del tobillo y me volví para asegurarme de que no había alcanzado a Alice.

Ella subió corriendo los escalones, visiblemente consternada.

—Perdona, perdona, ha sido una estupidez, me he olvidado de quién…

Desde el interior de la casa, una voz cascada de fumador exclamó:

—¿Bill? ¡Bill!

Estuve a punto de contestar, pero de pronto recordé que el hombre tendido en el vestíbulo también era un Billy. Es un nombre bastante corriente.

—¿Qué ha sido eso? —Una tos blanda y húmeda, seguida de un carraspeo para aclararse la garganta—. ¿Dónde está la chica?

Se abrió una puerta hacia la mitad del pasillo. Klerke salió por ella. Vestía un pijama de seda azul. Llevaba el cabello blanco peinado hacia atrás en un tupé que me recordó a Frank. Empuñaba un bastón en una mano.

—Bill, ¿dónde está la chi…?

Se detuvo y nos miró con los ojos entornados. Bajó la vista y vio a su hombre caído en el suelo. Se volvió de inmediato y, renqueante, se dirigió hacia la puerta por la que había salido, encorvado sobre su bastón, agarrándolo con las dos manos, casi como si lo usara a modo de pértiga. Para su edad y su estado, caminaba más rápido de lo que me habría esperado. Corrí tras él, recordando que debía contener la respiración al cruzar el vestíbulo, y lo alcancé cuando intentaba cerrar la puerta. La empujé contra él y lo derribé. El bastón salió despedido.

Se incorporó y me miró. Nos hallábamos en una sala de estar. La alfombra sobre la que se había desplomado parecía cara. Quizá turca, quizá una Aubusson. En las paredes colgaban cuadros que parecían igual de caros. Los muebles eran de madera maciza, tapizados con terciopelo. Una cubitera de pie cromada contenía una botella de un champán sin duda caro sobre un lecho de hielo.

Arrastrándose sobre el trasero, se apartó de mí y buscó a tientas el bastón. Su cuidadoso peinado comenzaba a deshacerse y el cabello le caía a mechones alrededor de la cara, fofa y arrugada. El labio inferior, reluciente por la saliva, le sobresalía como en un mohín. Olí su colonia.

—¿Qué le ha hecho a Bill? ¿Lo ha matado? ¿Eso ha sido un disparo?

Cogió el bastón y, allí sentado con las piernas separadas, lo blandió hacia mí. El pantalón del pijama se le había bajado parcialmente, dejando a la vista una cadera carnosa y un vello púbico gris.

—¡Quiero que se marche de aquí! Pero, por cierto, ¿quién es usted?

—Soy el hombre que mató al hombre que mató a su hijo —dije.

Abrió los ojos como platos y me lanzó un bastonazo. Agarré el bastón, se lo arranqué de la mano y lo tiré a la otra punta de la sala.

—Usted encargó a alguien que provocara aquel incendio en Cody. Lo organizó para que la unidad móvil de su canal de televisión fuera la única ante el juzgado cuando se realizara el trabajo. ¿Verdad?

Me miró fijamente mientras su labio superior subía y bajaba. Parecía un perro viejo malhumorado.

—No sé de qué me habla.

—A mí me parece que sí lo sabe. Esa táctica de distracción no era por mí, empezó demasiado pronto. ¿Por qué, pues?

Klerke se puso de rodillas y avanzó a gatas hacia el sofá, enseñándome la raja del culo con mucha más claridad de la que me habría gustado. Se tiró en vano de la cinturilla del pantalón. Casi sentí lástima por él. Solo que no llegué a sentirla. «El señor Klerke quiere verte las bragas. El señor Klerke quiere que te lamas los labios.»

—¿Por qué? —repetí, como si no lo supiera—. Tiene que contestarme.

Se agarró al brazo del sofá y tiró de él para levantarse. Respiraba con dificultad. Le vi el botón de color carne de un audífono en una oreja. Se sentó con un ruido sordo y una exclamación ahogada.

—Está bien. Allen intentó chantajearme y yo quería verlo morir.

No lo dudo, pensé. Y seguro que lo vio una y otra vez, tanto a velocidad normal como a cámara lenta.

—Usted es Summers. Majarian me aseguró que había muerto. —Acto seguido, con una indignación absurda y aterradora, añadió—: ¡Pagué una millonada! ¡Me ha robado!

—Debería haber pedido usted una fotografía. ¿Por qué no lo hizo?

No contestó, ni yo necesitaba respuesta. Había sido emperador durante tanto tiempo que no concebía la posibilidad de que lo desobedeciesen. «Graba la ejecución. Mata al verdugo. Levántate la falda y enséñame las bragas. Esta vez quiero una muy muy joven.»

—Le debo dinero. ¿Por eso ha venido?

—Dígame otra cosa. Dígame qué sintió al contratar a un asesino para que liquidara a alguien que era carne de su carne.

Volvió a levantar el labio, dejando a la vista unos dientes demasiado perfectos para el rostro que los enmarcaba.

—Se lo merecía. No iba a parar. Era un… —Klerke se interrumpió y miró por detrás de mí con los ojos entornados—. ¿Quién es esa? ¿Es la chica por la que he pagado?

Alice entró en la sala y se situó a mi lado. Sostenía el bolso en la mano izquierda. Empuñaba la Sig con la derecha.

—Quería saber cómo era, ¿no?

—¿Qué? No sé de…

—Violar a una niña. Quería saber cómo era.

—¡Estás loca! No tengo la menor idea…

—Probablemente le dolió. Como esto. —Alice disparó contra él. Creo que apuntaba a los huevos, pero le hirió en el estómago.

Klerke lanzó un grito. Un grito muy sonoro. Eso ahuyentó a la arpía que se había adueñado de Alice y había apretado el gatillo. Dejó caer el bolso y se llevó la mano a la boca.

¡Me duele! —exclamó Klerke. Se sujetaba el estómago. La sangre le manaba entre los dedos y corría por el regazo de su pijama de seda—. ¡Dios mío, me DUEEELE!

Alice se volvió hacia mí con los ojos desorbitados y llorosos, la boca abierta. Susurró algo que no alcancé a oír porque la detonación de la Sig Sauer había sido mucho más estruendosa que la de la pequeña pistola de Petersen. Tal vez dijera: «No lo sabía».

¡Necesito un médico, DUEEELE!

Para entonces sangraba a borbotones. Él mismo aceleraba la hemorragia con los gritos. Cogí el arma de la mano flácida de Alice, apoyé el cañón en la sien izquierda de Klerke y apreté el gatillo. Se desplomó contra el respaldo del sofá, estiró la pierna una vez y cayó al suelo. Sus días de violar a niñas, asesinar a hijos y sabe Dios qué más habían terminado.

—No he sido yo —dijo Alice—. Billy, no he sido yo quien ha apretado el gatillo, te lo juro.

Pero sí había sido ella. Algo en su interior había despertado, un ser desconocido, y tendría que convivir con su presencia, porque también era ella. Lo vería la próxima vez que se mirara en el espejo.

—Vamos. —Me deslicé la Sig bajo el cinturón y le colgué del hombro la correa del bolso—. Tenemos que irnos.

—Yo solo… ha sido como si estuviera fuera de mí, y…

—Ya lo sé. Tenemos que irnos, Alice.

—Ha sonado muy fuerte. ¿No ha sonado muy fuerte?

—Sí, muy fuerte. Vámonos.

La guie por el pasillo, y solo entonces me fijé en que se sucedían tapices de caballeros y bellas damas y, por alguna absurda razón, molinos de viento.

—¿Él también ha muerto? —Miraba a Petersen.

Me arrodillé junto a él, pero no necesité tomarle el pulso. Oí su respiración acompasada.

—Está vivo.

—¿Avisará a la policía?

—Llegado el momento, sí, pero aún tardará lo suyo en recobrar el conocimiento, y después pasará un buen rato hecho una mierda.

—Klerke lo merecía —dijo Alice mientras bajábamos los escalones de la entrada. Se tambaleó, tal vez porque había inhalado un poco de gas, tal vez porque estaba en shock, tal vez por ambas cosas. Le rodeé la cintura con un brazo. Ella alzó la vista y me miró—. ¿No?

—Creo que sí, pero la verdad es que ya no lo sé. Lo que sé es que los hombres como él están por encima de la justicia en la mayoría de los casos. Excepto la clase de justicia que le hemos administrado nosotros. Por la niña de México. Y por el asesinato de su propio hijo.

—Pero era un hombre malo.

—Sí —dije—. Muy malo.

 

 

Montamos en el coche y circundamos la rotonda. Me pregunté si el monitor desde el que los dos hombres habían estado observando también nos habría grabado. Si era así, las imágenes solo mostrarían a un hombre de cabello negro y a una chica joven que se había levantado la falda pero había alzado la cabeza solo dos veces, y brevemente. Cuando se deshiciera del pelo rubio, sería casi imposible identificarla. Me preocupaba más la verja. Si requería un código para abrirla, teníamos un problema. Pero cuando nos acercamos, el coche traspasó un rayo invisible y la verja se abrió lentamente. Paré después de cruzarla, dejé el coche en punto muerto y abrí la puerta.

—¿Por qué paras?

—Mi arma. Me ha obligado a dejarla al pie de ese poste. Tiene mis huellas.

—Dios mío, es verdad. Qué tonta.

—Tonta no, aturdida. Y en estado de shock. Se te pasará.

Alice se volvió hacia mí, aparentando entonces más años de los que tenía.

—¿De verdad? ¿Me lo prometes?

—Se te pasará, y sí, te lo prometo.

Salí del coche y lo rodeé por delante. Me hallaba aún bajo el resplandor de los faros, como un actor en un escenario, cuando la mujer salió de entre los árboles a tres metros de la verja. Vestía un pantalón y una cazadora de camuflaje en lugar de un vestido azul, sostenía en la mano una pistola en lugar de un desplantador, no tenía por qué estar en ese lado de los Estados Unidos continentales ni en ningún sitio salvo junto al lecho de su hijo con lesiones cerebrales, pero supe quién era. No lo dudé ni un segundo. Levanté la Sig, aunque ella fue más rápida.

—Puto capullo —dijo Marge, y disparó.

Yo disparé un segundo después, y ella echó atrás la cabeza con una sacudida. Cayó de espaldas, y sus zapatillas quedaron asomando en la carretera.

Alice gritaba y corría hacia mí.

—¿Estás herido? Billy, ¿estás herido?

—No. Ha fallado. —Entonces sentí el dolor en el costado. Así que no había fallado del todo.

—¿Quién era esa?

—Una mujer enfadada llamada Marge.

Se me antojó gracioso, porque sonaba como el título de una de esas películas que la gente culta va a ver a los cines de arte y ensayo. Me reí, y el costado me dolió aún más.

—¿Billy?

—Debió de adivinar adónde vendría. O quizá Nick le habló de Klerke, pero no lo creo. Me parece que simplemente sabía aguzar el oído mientras servía la comida y la cena.

—¿La mujer que hacía de jardinera cuando te acercaste a la entrada de servicio?

—Sí. Esa.

—¿Está muerta? —Alice se había llevado las manos a la boca—. Si no lo está, por favor, no la mates como has… como has…

—No voy a matarla si todavía está viva.

Pude asegurárselo porque sabía que no lo estaba. Era obvio por la forma en que había echado atrás la cabeza con una sacudida. Me arrodillé a su lado, aunque apenas un instante.

—Ha muerto. —Hice una mueca de dolor al levantarme. No pude evitarlo.

—¡Has dicho que no te había dado!

—Eso me ha parecido con la tensión del momento. Pero es una herida superficial.

—¡Quiero verla!

Yo también quería, pero no allí.

—Antes tenemos que marcharnos de aquí. Cinco disparos son cuatro de más. Ve a recoger mi Glock de donde la he dejado.

Mientras Alice se ocupaba de eso, cogí el arma que Marge había utilizado —una Smith & Wesson ACP— y la sustituí por la Sig Sauer, que antes limpié con la camisa; luego cerré los dedos muertos de Marge alrededor. Limpié el aerosol, grabé las huellas de Marge en él y se lo metí en un bolsillo de la cazadora. Cuando me erguí por segunda vez, el dolor en el costado era un poco más intenso. No atroz, pero notaba brotar la sangre que me manchaba la camisa de chulo de altos vuelos. Usada una sola vez y ya estropeada, pensé. Qué lástima. Quizá debería haberme quedado con la verde.

—Esto ya está —dije—. Larguémonos de aquí.

 

 

Regresamos a Riverhead, parando en el camino a comprar tiritas, un rollo de gasa, esparadrapo, agua oxigenada y Betadine en pomada. Alice entró en el Walgreens mientras yo esperaba en el coche. Para cuando llegamos al hotel, sentía un entumecimiento considerable en la cintura y el brazo izquierdo. Alice abrió la puerta lateral con su llave. En mi habitación, tuvo que ayudarme a quitarme la bomber. Examinó el orificio en la tela y luego el lado izquierdo de mi camisa.

—Dios mío.

Le dije que probablemente no era tan grave como parecía. La mayor parte de la sangre se había secado.

Me ayudó con la camisa e invocó a Dios de nuevo, pero esta vez con la voz algo apagada, porque se había tapado la boca con la mano.

—No es solo un rasguño.

Cierto. La bala me había abierto una brecha justo por encima del hueso de la cadera, separando la piel y la carne. La herida tendría algo más de un centímetro de profundidad. Manaba sangre nueva.

—Al cuarto de baño —dijo—. Si no quieres dejarlo todo manchado de sangre…

—Ya casi no sangra.

—¡Chorradas! Cada vez que te mueves empieza otra vez. Tienes que desnudarte y quedarte de pie en la bañera mientras te vendo la herida. Cosa que no he hecho en la vida, por si te interesa saberlo. Aunque mi hermana me vendó a mí una vez después de que estrellara la bici contra el buzón de los Simeckis.

Entramos en el cuarto de baño y me senté en la tapa del váter mientras ella me quitaba los zapatos y los calcetines. Al levantarme, la sangre manó otra vez, y ella me desabrochó el cinturón del pantalón. Quería quitármelo yo mismo, pero no me dejó. Me obligó a sentarme de nuevo en el váter y, arrodillándose, me lo quitó tirando de las perneras.

—Los calzoncillos también. El lado izquierdo está empapado.

—Alice…

—No discutas. Tú me has visto desnuda a mí, ¿no? Plantéatelo como una manera de equilibrar la balanza. Métete en la bañera.

Me levanté, dejé caer los calzoncillos y me metí en la bañera. Alice me sujetó por el codo para que no me cayera. La sangre me resbalaba por la pierna izquierda hasta la rodilla. Tendí la mano hacia la ducha y ella me la apartó.

—Quizá mañana. O pasado. Esta noche no.

Abrió el grifo de la bañera. Humedeció una toalla de tocador y me limpió con ella, evitando la herida. Sangre y pequeños coágulos se fueron por el desagüe.

—Dios santo, te ha hecho un buen tajo. Como una cuchillada.

—En Irak vi cosas peores —dije—, y al día siguiente los hombres estaban de nuevo despejando manzanas.

—¿Eso es verdad?

—Bueno… al cabo de dos días. Quizá tres.

Escurrió la toalla y la tiró a la papelera forrada de plástico. Luego me entregó otra para que me enjugara el sudor de la cara. La cogió y la tiró junto con la primera.

—Esas se vienen con nosotros.

Me secó con delicadeza usando una toalla de manos, que tiró también a la papelera, y me ayudó a salir de la bañera. Me costó más salir de lo que me había costado entrar.

Alice me acompañó a la cama, donde me senté con sumo cuidado intentando permanecer erguido de cintura para arriba. Me ayudó a ponerme mis últimos calzoncillos limpios; luego desinfectó la herida, lo que me dolió más que recibir el balazo. Las tiritas no servían de nada. Le herida era demasiado larga y los bordes se habían separado, con lo que se había creado una especie de surco con forma de cuña en mi costado. Para cubrirla, usó, pues, la gasa y el esparadrapo. Al acabar, se sentó en cuclillas. Tenía los dedos manchados de mi sangre.

—Esta noche procura quedarte quieto —dijo—. Túmbate boca arriba. No te des la vuelta o se te abrirá y mancharás las sábanas de sangre. Quizá deberías acostarte encima de una toalla.

—Puede que sea buena idea.

Fue a buscar una, esta vez de baño. También cogió la bolsa de plástico con las otras toallas.

—Llevo Tylenol en el bolso. Te daré dos y dejaré otros dos para más tarde, ¿vale?

—Sí. Gracias.

Me miró a la cara.

—No hay de qué. Haría cualquier cosa por ti, Billy.

Deseé pedirle que no dijera eso, pero me callé. Dije:

—Tenemos que marcharnos de aquí mañana. Temprano. Nos queda un largo viaje de vuelta hasta Sidewinder, y…

—Más de tres mil kilómetros —dijo Alice—. Lo he mirado en internet.

—… y no sé cuánto tiempo voy a poder conducir.

—Lo ideal es que no conduzcas, al menos al principio. A no ser que quieras que se te abra otra vez la herida. Necesitas unos puntos, pero con eso no me atrevo.

—No espero que lo hagas. Puedo vivir con alguna cicatriz. Cuatro o cinco centímetros más adentro, y habría tenido un verdadero problema. Marge. Por Dios. La puta Marge. No retires la colcha, Alice, dormiré encima. —Si podía dormir, claro. El escozor del agua oxigenada había pasado, y el dolor no era tan intenso, pero sí constante—. Solo extiende la toalla.

Alice la extendió y después se sentó donde poco antes estaba yo sentado.

—Quizá debería quedarme. Dormir al otro lado.

Negué con la cabeza.

—No. Tráeme el Tylenol y vete a dormir a tu habitación. Necesitas dormir si vas a conducir tú. —Consulté mi reloj y vi que eran las once y cuarto—. Me gustaría estar fuera de aquí a las ocho, como muy tarde.

 

 

Salimos a las siete. Alice condujo hasta el área metropolitana de Nueva York y allí, con alivio manifiesto, me cedió el volante. Cruzamos New Jersey y entramos en Pennsylvania. En el área de servicio de bienvenida situada nada más cruzar la línea divisoria del estado, cambiamos de asiento de nuevo. Volvía a sangrarme la herida, y antes de que parásemos a pasar la noche —en otro motel que no pertenecía a una cadena— tendríamos que conseguir más gasas. Me recuperaría, pero ya serían dos mis cicatrices de guerra: esa y el medio pulgar del pie perdido. Y esta vez no me concederían el Corazón Púrpura.

Esa noche nos alojamos en los «bungalows de carretera Jim and Melissa, con un diez por ciento de descuento por pagar en efectivo». Al día siguiente me encontraba mejor, con el costado menos rígido y dolorido, y pude conducir parte del camino. Paramos en las afueras de Davenport, en un motel destartalado llamado Bide-A-Wee.

Yo me había pasado la mayor parte del día pensando y decidiendo cuál era el paso siguiente. Tenía dinero repartido en tres cuentas, y a una solo podía acceder yo con mi identidad de Dalton Smith, que (gracias a Dios) seguía limpia. Al menos que yo supiera. Habría más en la cuenta de Woodley si Nick cumplía, y creía que cumpliría. Al fin y al cabo, se había resuelto su problema con Roger Klerke, y con un gran beneficio económico para él.

Antes de que Alice entrara en su habitación, la abracé y le besé las dos mejillas.

Me miró con esos ojos azul oscuro que yo había empezado a amar, tal como amaba los ojos de color castaño oscuro de Shan Ackerman.

—¿Y eso a qué ha venido?

—Me apetecía, sin más.

—Vale. —Se puso de puntillas y me besó en los labios, firme y prolongadamente—. Y a mí me apetecía esto.

No sé cuál fue mi expresión, pero le arrancó una sonrisa.

—No vas a dormir conmigo, eso lo entiendo, pero tienes que comprender que no soy tu hija, y mis sentimientos por ti no son ni mucho menos filiales.

Empezó a alejarse. No iba a volver a verla, pero necesitaba una cosa más de ella.

—Eh, ¿Alice? —Cuando se volvió, pregunté—: ¿Cómo lo llevas? ¿Lo de Klerke?

Alice se paró a pensarlo al tiempo que se deslizaba una mano por el cabello. Lo tenía negro otra vez.

—Estoy en ello —contestó—. Intentándolo.

Decidí que con eso bastaba.

Esa noche puse la alarma del teléfono a la una, cuando ya ella llevaría rato dormida. Al levantarme, me examiné la venda. No sangraba y apenas me dolía. El dolor había dado paso al intenso picor seco propio de la cicatrización. En el Bide-A-Wee no había material de papelería, naturalmente, pero yo llevaba en la maleta un cuaderno Staples de la Torre Gerard. Arranqué un par de hojas y escribí mi carta de despedida.

 

Querida Alice:

 

Para cuando leas esto, me habré ido. Una de las razones por las que quería hacer noche aquí es la parada de camiones, Happy Jack’s, que hay a poco menos de un kilómetro carretera adelante. Seguro que allí encuentro algún tráiler independiente que acceda a llevarme por cien dólares. Tiene que ser al oeste o al norte, me viene bien tanto lo uno como lo otro, pero no al sur ni al este. He estado allí y he hecho eso.

No te estoy abandonando. Créeme.

Te rescaté cuando aquellos tres hombres malos y estúpidos te dejaron tirada a un lado de Pearson Street, ¿no? Ahora te rescato otra vez. O al menos lo intento. Bucky me dijo algo que no he olvidado. Me advirtió de que me seguirías mientras yo te lo permitiera y de que, si te lo permito, te echaría a perder. Después de lo que hemos hecho en la finca de Klerke en Montauk Point, sé que tenía razón en cuanto a lo de seguirme. Creo que también tenía razón en lo de echarte a perder, pero me parece que aún no ha ocurrido. Al preguntarte cómo llevabas lo de Klerke, me has dicho que lo estabas intentando. Sé que es así, y estoy seguro de que con el tiempo conseguirás dejarlo atrás. Pero espero que no sea demasiado pronto. Klerke gritó, ¿verdad? Gritó que le dolía, y espero que esos gritos te persigan hasta mucho después de que hayas superado mi marcha. Puede que ese hombre mereciera el dolor después de lo que hizo a la niña de México. Y a su propio hijo. Y a las otras chicas, también a ellas. Pero el hecho de infligir dolor a alguien, no un poco de dolor, como el de mi herida a medio curar en el costado, sino un disparo mortal, deja una cicatriz. No en el cuerpo, sino en la mente y el espíritu. Así debe ser, porque no es un asunto menor.

Tengo que dejarte porque también yo soy un hombre malo. Es una idea que hasta ahora he apartado de mi corazón, casi siempre con la ayuda de los libros, pero no puedo apartarla más tiempo y no me arriesgaré a contaminarte más de lo que ya te he contaminado.

Ve con Bucky, pero no te quedes con Bucky. Cuidará de ti y te tratará bien, pero también él es un hombre malo. Te ayudará a empezar una vida nueva como Elizabeth Anderson, si es eso lo que quieres. Hay dinero en la cuenta de un hombre llamado Edward Woodley, y si Nick cumple, habrá más. También hay dinero en el Bank of Bimini, a nombre de James Lincoln. Bucky tiene las dos contraseñas y toda la información de las cuentas. Él te informará de cómo transferir el dinero a tu propia cuenta y te pondrá en contacto con un asesor fiscal. Esa parte es muy importante, porque el dinero que no puede justificarse es una trampilla que puede abrirse bajo tus pies cuando menos te lo esperas. Parte del dinero es para Bucky. El resto es para ti, para tus estudios y para iniciarte en la vida como una buena persona y una mujer independiente. Que es lo que eres, Alice, y lo que serás.

Quédate en las montañas si quieres. Boulder está bien. También Greeley y Fort Collins y Estes Park. Disfruta de la vida. En algún punto, quizá cuando rondes los cuarenta y yo los sesenta, puede que recibas una llamada mía. Podemos salir a tomar una copa. ¡Que sean dos! Puedes brindar por Daphne, yo brindaré por Walter.

He acabado queriéndote, Alice. Mucho. Si tú también me quieres a mí, como has dicho, aporta ese amor al mundo como algo real llevando una vida excelente y provechosa.

 

Tuyo,

 

BILLY

 

P. D.: Me llevo el portátil —es un viejo amigo— pero te dejo el lápiz USB con mi relato. Está en mi habitación, junto con las llaves del todoterreno. El relato termina cuando partimos hacia Montauk Point, pero quizá podrías acabarlo tú. ¡Sin duda a estas alturas debes de estar muy familiarizada con mi estilo! Haz con él lo que quieras, pero deja fuera el nombre de Dalton Smith. Y el tuyo.

 

Doblé la nota en torno a la llave de mi habitación, escribí su nombre en mayúsculas y la pasé por debajo de su puerta. Adiós, Alice.

Me colgué el portátil al hombro, cogí la bolsa de viaje con la mano derecha y salí por la puerta lateral. A menos de un kilómetro por la carretera, me detuve para descansar y para hacer otra cosa. Abrí la bolsa y saqué las dos armas: mi Glock y la ACP con la que me había disparado Marge. Las descargué y las arrojé tan lejos como pude. Las balas las tiraría a una de las papeleras de la parada de camiones.

Resuelto eso, seguí caminando hacia las luces, los grandes camiones y el resto de mi vida. Tal vez incluso hacia una especie de expiación, si no es mucho pedir. Probablemente lo sea.