4

 

 

 

 

1

 

Al día siguiente, Billy conecta el MacBook nuevo en el despacho de la cuarta planta y descarga una aplicación de solitario. Hay una decena de versiones distintas. Elige Canfield y lo programa para que intercale una pausa de cinco segundos entre movimientos. Si Nick o Giorgio deciden acceder a su ordenador y controlar sus actividades (o encargan la tarea a Frankie Elvis, quizá), no tendrán ni idea de que el aparato está jugando solo.

Billy se acerca a la ventana y echa un vistazo. Hay vehículos aparcados a ambos lados de Court Street; muchos son coches patrulla. En la terraza del Sunspot Café, bajo las sombrillas, las mesas están ocupadas por gente que come dónuts y brioches. Unas cuantas personas descienden por la ancha escalinata del juzgado, pero otras muchas suben, algunas al trote, exhibiendo su buena forma aeróbica; otras, despacio. La mayoría de estas últimas son abogados, reconocibles por los male­tines cuadrados y grandes. Pronto se iniciarán las sesiones.

Como para subrayarlo, un pequeño autobús —en otro tiempo rojo, ahora de un rosa desvaído— avanza despacio y con dificultad entre el denso tráfico de la calle, rebasa la escalinata y se detiene delante de la puerta más pequeña situada en el extremo derecho del gran edificio de piedra. Se pliega la puerta del autobús. Se apean primero un poli, luego un grupo de presos con uniformes de color naranja en fila india y después otro poli. Los reos rodean el morro chato del autobús. La puerta de personal se abre y los hombres de naranja entran en el edificio, donde esperarán su turno de comparecencia. Interesante, y digno de consideración, pero Billy cree que Nick tiene razón: cuando llegue Allen, subirá custodiado por la escalinata de la entrada principal. Aunque eso da igual. En ambos casos el disparo es casi idéntico. Lo importante es que, en días laborables, Court Street es una calle concurrida. Puede que por la tarde ronde menos gente por allí, pero la mayoría de las vistas se celebran por la mañana.

«Siempre has sido un puto Houdini a la hora de desaparecer después del disparo», dijo Nick. «Para cuando las cosas empiecen a calmarse, tú ya estarás muy lejos.»

Más le valía, porque desaparecer formaba parte del trabajo por el que le pagaban. Una parte importante. Nick sin duda sabe que recurrir a Billy conlleva ciertas ventajas en caso de que la pifie con la desaparición. No tiene amigos ni parientes que puedan presionarlo —o ser utilizados con ese fin— para que dé el nombre de quien lo ha contratado, y aunque Nick tal vez piense que Billy no es ninguna lumbrera, sabe que su francotirador a sueldo tiene inteligencia suficiente para comprender que puede facilitar un nombre a cambio de una rebaja de asesinato a homicidio o incluso a homicidio sin premeditación. Cuando uno dispara contra un hombre con un rifle de largo alcance desde la cuarta planta de un edificio donde llevaba apostado semanas o meses, está claro cuáles serán los cargos. Eso es premeditación en grandes letras rojas, y solo podrá interpretarse como asesinato.

Con todo, si detuvieran a Billy, el fiscal sí tendría algo que proponer, y Nick eso también lo sabría. En este estado se aplica la pena de muerte. Un fiscal inteligente bien podría ofrecer a Billy la posibilidad de conmutar la aguja por una cadena perpetua en el centro penitenciario de Rincon. Si hablase. Billy supone que, llegados a ese punto, en realidad podría dejar a Nick al margen. Podría delatar a Ken Hoff, porque Hoff no viviría mucho si la poli atrapaba a Billy Summers saliendo de la Torre Gerard. Quizá Hoff no viviera mucho en ningún caso. En los tratos con Nick Majarian, los chivos expiatorios tenían poco futuro.

Aun así, tal vez Billy tampoco viviera mucho, porque más vale prevenir que curar. Podría caerse por una escalera en la cárcel con las manos esposadas a la espalda. Podrían apuñalarlo en la ducha con un cepillo de dientes afilado o encajarle una pastilla de jabón en la garganta. Ante un hombre, quizá incluso dos, tendría posibilidades de defenderse, pero ¿frente a una panda de neonazis de los 88 o tres o cuatro tiarrones de People Nation? No. Y, en todo caso, ¿quiere pasarse la vida en la cárcel? Tampoco. Mejor muerto que enjaulado. Supone que Nick eso también lo sabe.

Todo eso no será un problema si no lo detienen. Nunca lo han cogido, ha salido impune diecisiete veces, pero nunca se ha hallado en una situación como esta. No es como disparar desde un callejón con un coche cerca para que te saque de ahí y la mejor ruta para salir de la ciudad ya meticulosamente trazada.

¿Cómo se desaparece después de abatir a un hombre desde la cuarta planta de un edificio de oficinas en el centro de una ciudad, justo enfrente de un enjambre de policías municipales y del condado? Billy sabe cómo iría en una película: el francotirador malo utilizaría un supresor de fogonazo y silenciador. Eso, en este caso, no es posible. Hay demasiada distancia, y si falla al primer intento, no tendrá una segunda oportunidad. Además, estará el inconfundible estampido de la bala al romper la barrera del sonido. Eso los silenciadores no pueden evitarlo. Por otra parte, Billy tiene una manía personal: nunca se ha fiado de los chupetes, sin más. Añade uno de esos artilugios al extremo de un buen rifle y te arriesgas a marrar el tiro. Así que será sonoro, y aunque quizá no se identifique de inmediato de dónde procede, cuando la gente supere el sobresalto inicial y alce la vista, verá una ventana en la cuarta planta a la que le falta un pequeño círculo de cristal. Porque esas ventanas no se abren.

Los problemas no amilanan a Billy. Al contrario, lo motivan. Tal como sin duda motivaba a Houdini la perspectiva de algunas fugas peligrosas: verse encadenado en el interior de una caja fuerte y lanzado al río East, o suspendido de un rascacielos con una camisa de fuerza. Billy todavía no ha concebido un plan completo, pero tiene un comienzo. Las dos primeras plantas del parking estaban algo más llenas de lo que Irv Dean había indicado, tal vez hoy el juzgado tenga una agenda especialmente apretada, pero cuando Billy ha llegado al tercer nivel, tenía plazas donde elegir. Dicho de otro modo, privacidad, y la privacidad es buena. Billy está seguro de que Houdini habría coincidido con él en eso.

Vuelve a la mesa, donde el caro Mac Pro sigue jugando a Canfield. Enciende su propio portátil y entra en Amazon. En Amazon puede comprarse cualquier cosa.

 

 

2

 

Delante de la Torre Gerard hay un tramo de bordillo en el que se lee: ZONA DE APARCAMIENTO SOLO PARA VEHÍCULOS AUTORIZADOS. A las once y cuarto, para ahí una furgoneta con un enorme sombrero mexicano pintado en el lateral. Debajo del sombrero se lee: LA MANDUCA DE JOSÉ. Y debajo, en español: ¡TODOS COMEN! La gente empieza a salir del edificio en dirección a ella como hormigas atraídas por el azúcar. Al cabo de cinco minutos, estaciona otra furgoneta detrás de la primera. En el lateral de esta se ve una caricatura de un niño sonriente que engulle una hamburguesa doble con queso. A las once y media, mientras la gente hace cola para comprar hamburguesas y patatas fritas y tacos y enchiladas, aparece un puesto ambulante de perritos calientes.

Hora de comer, piensa Billy. Y también de conocer a unos cuantos vecinos más.

Ante el ascensor esperan cuatro personas, tres hombres y una mujer. Todos visten de manera formal y todos rondan los treinta y tantos, la mujer quizá incluso tenga unos años menos. Billy se acerca a ellos. Uno le pregunta si es el nuevo escritor residente del edificio… como si Billy hubiera sustituido a uno anterior. Contesta que sí y se presenta. Los demás hacen lo propio: John, Jim, Harry, Phyllis. Billy pregunta dónde es mejor la comida. John y Harry sugieren el puesto mexicano.

—Unos tacos de pescado excelentes —asegura John.

Jim dice que las hamburguesas no están mal y que los aros de cebolla merecen un sobresaliente. Phyllis añade que ella tiene la mira puesta en uno de los perritos calientes con chili de Petie.

—Nada es alta cocina —comenta Harry—, pero siempre es mejor que traerlo de casa.

Billy pregunta por la cafetería de la acera de enfrente y los cuatro mueven la cabeza en gesto de negación. La unanimidad instantánea resulta cómica a Billy, que no puede contener una sonrisa.

—Ahí ni por asomo —dice Harry—. Al mediodía está hasta los topes.

—Y es cara —añade John—. No sé los escritores, pero cuando trabajas para un bufete emergente, tienes que apretarte el cinturón.

—¿Hay muchos abogados en el edificio? —pregunta Billy a Phyllis cuando se abren las puertas del ascensor.

—Pregúnteselo a ellos, no a mí —contesta—. Yo trabajo en Crescent Accounting, la asesoría contable. Atiendo el teléfono y verifico las declaraciones de renta.

—Los picapleitos abundamos —confirma Harry—. Hay unos cuantos en las plantas segunda y tercera, y algunos más en la quinta. Me parece que en la sexta hay un despacho de arquitectura recién abierto. Y me consta que en la séptima hay un estudio de fotografía. Material comercial para catálogos.

—Si este edificio fuera una serie de televisión —dice John—, la llamarían Los jóvenes abogados. Los bufetes importantes están en su mayoría a dos o tres calles de aquí, al otro lado del juzgado, en Holland Street y Emery Plaza. Nosotros nos quedamos cerca y recogemos las migajas de los peces gordos.

—Y esperamos a que los peces gordos se mueran —añade Jim—. Casi todos los abogados de los bufetes de solera son dinosaurios que visten trajes con chaleco y hablan como Boss Hogg.

Billy recuerda el letrero de la entrada: OFICINAS Y APARTAMENTOS DE LUJO DISPONIBLES. Daba la impresión de que llevaba ahí bastante tiempo y, al igual que Hoff, despedía cierto tufillo a desesperación.

—Imagino que el alquiler es una ganga.

Harry apunta a Billy con el dedo.

—Has dado en el blanco. Cuatro años a un precio que raya en lo increíble. Y el alquiler se mantendrá incluso si el dueño del edificio, Hoff, se llama, se va a la quiebra. Es un contrato blindado. Nos da tiempo a los principiantes para ir asentándonos.

—Además —dice Jim—, un abogado que pringa con su propio contrato de alquiler merece ir a la ruina.

Los jóvenes abogados se ríen. Phyllis sonríe. Las puertas se abren en el vestíbulo. Los tres hombres toman la delantera, con la mente puesta ya en la comida. Billy cruza el vestíbulo con Phyllis, sin tantas prisas. Es una mujer agraciada, pero no destaca, más margarita que peonía.

—Siento curiosidad… —dice él.

Ella sonríe.

—Es la herramienta del escritor, ¿no? ¿La curiosidad?

—Sí, supongo. Veo a mucha gente vestida de manera informal. Como aquellos. —Señala a una pareja que se acerca a la puerta. El hombre viste vaqueros negros y una camiseta de Sun Ra. La mujer que lo acompaña luce una blusa premamá que exhibe su vientre de embarazada más que ocultarlo. Lleva el pelo en una coleta descuidada recogida con una goma roja—. No me diga que esos dos son abogados o ayudantes de arquitecto. Imagino que podrían ser del estudio fotográfico, pero hay toda una multitud.

—Trabajan para Business Solutions, la empresa de la primera planta. Toda la primera planta. Es una agencia de cobro a morosos, uno de esos sitios que apestan. —Arruga la nariz como si en efecto percibiera un mal olor, pero Billy no pasa por alto un asomo de envidia en su voz. Vestirse para el éxito quizá tenga su encanto al principio, pero con el paso del tiempo debe de convertirse en una pesadez, sobre todo para las mujeres: bien peinadas, bien maquilladas, zapatos de tacón. Sin duda esta mujer agraciada de la asesoría contable de la cuarta planta piensa de vez en cuando que sería un gran alivio permitirse cierto descuido: unos vaqueros y una blusa sin mangas, un toque de carmín, y a correr.

—No hace falta ir de punta en blanco cuando uno se pasa el día al teléfono en una oficina sin tabiques —comenta Phyllis—. Los deudores no los ven cuando les dicen que aflojen la pasta o el banco les embargará la casa. —Se detiene justo antes de la puerta y se queda pensativa—. Me pregunto cuánto cobran.

—Supongo que no les llevan la contabilidad en la asesoría.

—Supone bien, señor Lockridge. Pero, si su libro es un éxito, ténganos en cuenta. Nosotros también somos una empresa nueva. Creo que llevo una tarjeta en el bolso…

—No se moleste —dice Billy, tocándole la muñeca antes de que empiece a rebuscar en serio—. Si el libro es un éxito, me limitaré a recorrer el pasillo y llamar a su puerta.

Ella le sonríe y lo evalúa con la mirada. No lleva anillo de compromiso ni de boda en el dedo anular de la mano izquierda, y Billy piensa que en otra vida ese sería el momento en que le propondría ir a tomar una copa después del trabajo. Ella podría decir que no, pero esa mirada, desde debajo de las pestañas, junto con la sonrisa, lo induce a pensar que diría que sí. En todo caso, no se lo propondrá. Conocer a la gente, sí. Inspirar y sentir simpatía a cambio, sí. Intimar, sin embargo, no. Intimar es mala idea. Intimar es peligroso. Quizá cuando se retire, eso cambie.

 

 

3

 

Billy pide una hamburguesa completa y va a sentarse a un banco de la plaza con Jim el Abogado, que en realidad se llama Jim Albright.

—Prueba uno de estos —ofrece al tiempo que le tiende un grueso aro de cebolla—. Están deliciosos, joder.

Así es. Billy dice que va a por una ración para él, y Jim Albright le responde que es lo mejor que puede hacer. Billy recibe sus aros en un pequeño recipiente de papel, junto con unas cuantas bolsas de kétchup, y vuelve a sentarse con Jim.

—¿Y de qué va el libro, Dave?

Billy se lleva un dedo a los labios.

—Es ultrasecreto.

—¿Aunque firmáramos un acuerdo de confidencialidad? Es la especialidad de Johnny Colton. —Señala a uno de sus colegas, que se encuentra junto a la furgoneta de comida mexicana.

—Ni por esas.

—Admiro tu discreción. Pensaba que a los escritores les encanta hablar de aquello en lo que están trabajando.

—Me parece que los escritores que hablan mucho seguramente escriben poco —dice Billy—, pero como en realidad soy el único escritor al que conozco, son solo conjeturas. —Acto seguido, y no solo por cambiar de tema, añade—: Fíjate en aquel tío, el que está delante del puesto de perritos calientes. Semejante indumentaria no se ve todos los días.

El hombre a quien señala se ha reunido con algunos colegas ante la furgoneta de comida mexicana. Llama la atención incluso entre los demás empleados de Business Solutions. Lleva un pantalón dorado de estilo paracaídas que devuelve a Billy a su infancia en Tennessee, cuando algunos aspirantes a listillo urbano se vestían así para ir al baile del viernes por la noche en la pista de patinaje. Por encima viste una camisa con estampado de cachemira, como las que llevaban los grupos de rock de la Invasión Británica en los vídeos antiguos de YouTube. Remata el conjunto un sombrero de copa baja y plana. Por debajo del mismo, asoma un exuberante cabello negro que le cae hasta los hombros.

Jim se ríe.

—Ese es Colin White. Todo un figurín, ¿eh? Gay hasta la mé­­dula y más alegre que una tarde de domingo en París. En ge­neral, los empleados de BS se relacionan solo entre ellos. Como se ganan las habichuelas exigiendo el pago de deudas a personas que están con la soga al cuello, no gozan de gran popularidad, y lo saben; a Colin, en cambio, le gusta mariposear. —Jim menea la cabeza—. Al menos a la hora de comer. No puedo evitar preguntarme cómo será después de fichar, cuando hostiga a viudas y a veteranos en la ruina para sacarles los últimos centavos. Debe de ser bueno en lo suyo, porque en esa empresa hay mucha rotación de personal y él lleva aquí más tiempo que yo.

—¿Y cuánto hace de eso?

—Dieciocho meses. A veces Col viene a trabajar con falda escocesa. ¡En serio! A veces con capa. También tiene un conjunto a lo Michael Jackson… Ya sabes, en plan oficial de caballería con charreteras y botones de latón.

Billy asiente con la cabeza. En estos momentos, Colin White sostiene una caja de cartón con un par de tacos dentro. Se para a hablar con Phyllis, y ella, al oír su comentario, echa la cabeza atrás y se ríe.

—Es un encanto —dice Jim, al parecer con afecto sincero.

Phyllis se aleja y va a sentarse con otras mujeres. A Colin White le hacen un hueco un par de compañeros suyos. Antes de sentarse, coloca un pie detrás del otro y ejecuta un rápido giro del que el Enguantado se habría enorgullecido. Billy le calcula una estatura de uno setenta y cinco, uno setenta y ocho como mucho. Otra pieza del plan. Tal vez. Nivel tres en el parking, quizá más ordenadores portátiles, y ahora Colin White. Un ave de raro plumaje.

 

 

4

 

Esta tarde pone el Mac Pro a jugar solo al cribbage, con un intervalo de cinco segundos entre cada movimiento del Jugador 1. También lo programa para que el Jugador 2 gane al Jugador 1 todas las veces. Eso debería entretener a cualquier curioso durante una hora o así. A continuación, enciende su Mac, vuelve a Amazon y compra dos pelucas: una rubia de pelo corto y una negra de pelo largo. En otras circunstancias, pediría que se las enviaran a un punto de recogida, pero en este trabajo no tiene sentido, en vista de que, el día del asesinato, identificarán a David Lockridge como el francotirador antes de que se ponga el sol.

Una vez resuelto el asunto de las pelucas, coloca uno de los cuadernos Staples en blanco junto a su portátil e inicia un recorrido virtual por casas y pisos en alquiler. Encuentra unas cuantas posibilidades, pero la investigación sobre el terreno tendrá que esperar hasta que le llegue el pedido de Amazon.

Son solo las dos cuando concluye su búsqueda virtual de casa, demasiado temprano para dar el día por terminado. Ha llegado el momento de empezar a escribir de verdad. Ha pensado mucho en eso. Al principio se dijo que utilizaría su propio ordenador para esa tarea. Usar el Pro podría implicar que su jefe —y posiblemente su «agente literario»— leyese por encima de su hombro, lo que lo lleva a pensar en las telepantallas de 1984. ¿Recelarían Nick y Giorgio si miraban y no veían ningún texto? Billy cree que quizá sí. No dirían nada, pero quizá intuyeran que Billy sabe más de espionaje y hackeo de lo que le conviene que sepan.

Y existe otra razón para escribir en el Pro, pese a que tal vez lleve instalado algún programa de vigilancia. Es un desafío. ¿De verdad puede escribir una versión novelada de su propia vida desde la perspectiva de su lado tonto? Arriesgado, pero cree que quizá sí. Faulkner adoptó el punto de vista de un tonto para escribir El ruido y la furia. Flores para Algernon, de Daniel Keyes, es otro ejemplo. Probablemente hay más.

Billy interrumpe el cribbage automatizado y crea un documento nuevo de Word. Lo titula La historia de Benjy Compson, un guiño a Faulkner que seguro que ni Nick ni Giorgio captan. Durante unos segundos permanece con la mirada fija en la pantalla en blanco mientras se tamborilea en el pecho con los dedos.

Este riesgo es absurdo, piensa.

Este es el último trabajo, piensa, y escribe la frase que ha estado reservando en su cabeza para esta ocasión.

El hombre con el que vivía mi madre llegó a casa con un brazo rompido.

La observa durante casi un minuto y después sigue escribiendo.

Ni recuerdo cómo se llamaba. Pero estaba muy enfadado. Supongo que fue antes al hospital porque llevaba un yeso. Mi hermana

Billy menea la cabeza y lo arregla para mejorarlo. O al menos eso cree.

El hombre con el que vivía mi madre llegó a casa con un brazo rompido. Supongo que fue antes al hospital porque llevaba un yeso. Mi hermana intentaba hacer unas galletas y las quemó. Supongo que se olvidó controlar el tiempo. Cuando el hombre llegó a casa estaba muy enfadado. Mató a mi hermana y ni recuerdo cómo se llamaba.

Mira lo que ha escrito y piensa que puede hacerlo. Es más, quiere hacerlo. Antes de empezar a escribir, habría dicho: «Recuerdo lo que pasó, pero solo un poco». Solo que ahora hay más. Incluso ese breve párrafo ha descorrido el cerrojo de una puerta y ha abierto una ventana. Recuerda el olor a azúcar quemado, y el humo que escapaba del horno, y el lado desportillado del fogón, y las flores en una taza de té encima de la mesa, y el canturreo de un niño fuera: «Una patata dos patatas tres patatas cuatro». Recuerda las sonoras pisadas de las botas de aquel hombre al subir los escalones de la entrada. Aquel hombre, aquel novio. Y ahora incluso recuerda cómo se llamaba. Era Bob Raines. Recuerda que cuando oyó al hombre golpear con los puños a su madre pensó: «Bob es una lluvia. Bob es una lluvia sobre mamá». Recuerda que más tarde ella sonrió y dijo: «Bob no quería hacerlo». Y: «Ha sido culpa mía».

Billy escribe durante una hora y media, deseando acelerar pero conteniéndose. Si Nick o Giorgio o incluso Elvis están mirando, deben ver al lado tonto avanzar despacio. Esforzarse en cada frase. Al menos no tiene que escribir las palabras mal adrede; las que el ordenador no corrige de manera automática las subraya en rojo.

A las cuatro guarda lo que ha escrito y apaga el ordenador. Descubre que espera con impaciencia el momento de retomar el hilo mañana.

Quizá, después de todo, sí sea un escritor.

 

 

5

 

Cuando Billy regresa a Midwood, encuentra una nota clavada en la puerta con una chincheta. Es una invitación a comer costillas, ensalada de col y tarta de cereza en casa de los Ragland, ahí al lado. Va porque no quiere que lo tomen por una persona poco sociable, pero sin gran entusiasmo ante la perspectiva de una conversación de sobremesa, acompañada de unas latas de birra, en torno a si los estudiantes comunistas tal y los sucios inmigrantes cual. Le sorprende descubrir que Paul y Denise Ragland votaron a Hillary Clinton y no soportan a Trump, a quien llaman «el Presidente Llorón». Lo cual demuestra una vez más, supone Billy mientras vuelve a casa, que no se puede juzgar a un hombre por su camiseta de tirantes.

Ya está absorto en una serie de Netflix titulada Ozark, a punto de ver el tercer episodio, cuando le suena el móvil —el móvil de David Lockridge— con un mensaje de texto. George Russo, el siempre solícito agente, quiere saber cómo le ha ido el primer día.

DLock: Bastante bien. He escrito un poco.

GRusso: Me alegra oírlo. Aún te convertiremos en un best seller. ¿Puedes pasarte el jue noche? A las 19 h, a cenar. N quiere hablar contigo.

Nick sigue en la ciudad, pues, y probablemente ya tiene mono de Las Vegas.

DLock: Claro. Pero sin H.

GRusso: Por supuesto.

Eso está bien. Billy piensa que podría vivir muchos años y morir feliz sin volver a ver a Ken Hoff. Apaga el televisor y se va a la cama. Concilia el sueño con facilidad y, en algún momento en la antesala del amanecer, se sume con la misma facilidad en una pesadilla. Que mañana plasmará por escrito, como Benjy Compson. Cambiando los nombres para proteger al culpable.

 

 

6

 

El hombre con el que vivía mi madre llegó a casa con un brazo rompido. Supongo que fue antes al hospital porque llevaba un yeso. Mi hermana intentaba hacer unas galletas y las quemó. Supongo que se olvidó controlar el tiempo. Cuando el hombre llegó a casa estaba muy enfadado. Mató a mi hermana y ni recuerdo cómo se llamaba. Empezó a gritar en cuanto entró. Yo estaba en el suelo de la caravana, montando un puzle de 500 piezas que una vez terminado serían 2 gatitos jugando con un ovillo. Olía el alcohol que él bebía a pesar del humo de las galletas y más tarde me enteré de que se metió en una pelea en la taberna de Wally. Debió de perder porque también tenía el ojo morado. Mi hermana

Catherine, se llamaba, aunque no es ese el nombre que escribirá… Casi, pero no. Catherine Ann Summers, que tenía apenas nueve años el día que murió. Rubia. Menuda.

Mi hermana Cassie estaba sentada en la mesa donde comíamos, coloreando su libro. Cumpliría 10 años en 2 o 3 meses y la hacía ilusión tener una edad con 2 números en lugar de solo 1. Yo tenía 11 y supongo que cuidaba de ella.

El novio gritaba y apartaba con las manos el humo que había empezado a salir justo antes de que él entrara, y preguntaba que hacéis que hacéis y Cathy

Billy se apresura a borrar eso con la esperanza de que en ese momento no haya nadie mirando.

Cassie dijo estaba haciendo galletas y se habrán quemado lo siento. Y él dijo eres una pequeña zorra estúpida me cuesta creer que seas tan estúpida.

Abre la puerta del horno y sale más humo. Si tuviéramos un detector de humo se dispararía pero en la caravana no teníamos. Cogió un trapo de cocina y empezó a sacudirlo hacia el humo. Yo me habría levantado para abrir la puerta de la calle pero ya estaba abierta. El novio metió la mano en el horno para sacar la bandeja de galletas. La cogió con la mano sana pero se le resbaló el trapo y se quemó y las galletas de distintas formas que yo ayudé a Cassie a recortar acabaron todas desparramadas por el suelo. Cassie se agachó para recogerlas y fue entonces cuando él empezó a matarla. O a lo mejor murió en el acto cuando él la pegó con el yeso en la cabeza y ella voló y se estampó contra la pared. Al menos cayó redonda aunque a lo mejor todavía estaba viva solo que entonces él empezó a darla patadas con aquellas botas que siempre llevaba botas de motero las llamaba mi madre.

Para la estás matando dije pero él no paró hasta que dije para hijo de puta matón gallina de mierda NO HAGAS DAÑO A MI HERMANA. Y me eché sobre él y me tumbó de un empujón

Billy se levanta y se acerca a la ventana del despacho que ahora es —supone— su estudio de escritura. La gente sube y baja por la escalinata del juzgado, pero él no los ve. Entra en la pequeña cocina a beber agua. Derrama un poco, porque le tiemblan las manos. No le tiemblan cuando va a disparar, entonces siempre tiene el pulso firme, pero ahora sí. No mucho, pero sí lo suficiente para derramar un poco de agua. Se nota la boca y la garganta secas, y apura el vaso.

Todo ha acudido de nuevo a él y todo lo avergüenza. Dejará lo que ha escrito acerca del intento de abalanzarse sobre Bob Raines, porque añade un barniz de fantasía heroica a la verdad, que es casi insoportable. No se abalanzó sobre Bob Raines mientras este asestaba puntapiés a su hermana y la pisoteaba y aplastaba aquel frágil torso suyo en el que ya nunca cobrarían forma unos pechos. Se suponía que Billy tenía que cuidar de ella. «Cuida de tu hermana» era lo último que su madre decía siempre antes de marcharse al trabajo en la lavandería, pero él no cuidó de ella. Echó a correr. Echó a correr para salvar la vida.

Pero en ese momento ya tenía la idea en la cabeza, piensa mientras vuelve a la mesa y al portátil. Debía de tenerla, porque no corrí hacia nuestra habitación.

—Corrí hacia la de ellos —dice Billy, y reanuda el relato por donde lo ha dejado.

Y me eché sobre él y me tumbó de un empujón y me levanté y corrí por la caravana hacia la habitación de ellos al fondo y cerré de un portazo al entrar. Él enseguida empezó a aporrear la puerta, insultándome de mil maneras y dijo si no abres esta puerta ahora mismo Benjy vas a arrepentirte cabronzuelo. Solo que yo sabía que daba igual si abría la puerta o no porque me haría lo mismo que a Cassie. Porque ella estaba muerta, eso lo sabía incluso un niño de 11 años.

El novio de mi madre antes era militar y tenía su baúl a los pies de la cama tapado con una manta. Aparté la manta y abrí el baúl. Él tenía un candado pero casi nunca lo usaba, puede que nunca. Si lo usara ahora yo no estaría escribiendo esto porque estaría muerto. Y si esa arma suya no estuviera cargada estaría muerto pero yo sabía que lo estaba porque él la guardaba cargada por si se presentaba lo que él llamaba algún atraca-matraca-dor.

Atraca-matraca-dor, piensa Billy. Por Dios, cómo vuelve todo.

Reventó la puerta como yo estaba casi seguro que haría

No casi seguro, piensa Billy; lo sabía. Porque era de conglomerado. Cathy y yo los oíamos trajinar casi todas las noches. También por la tarde, si mi madre llegaba a casa temprano. Pero eso era otro aspecto de la historia del que prescindiría.

y cuando entró yo estaba sentado con la espalda contra los pies de la cama y le apuntaba con su arma. Era una pistola de 9 mm con un cargador de 15 cartuchos Parabellum. Por entonces yo eso no lo sabía claro pero sabía que pesaba mucho y la sostuve con las dos manos contra el pecho. Dijo dame eso mierdecilla inútil no sabes que los niños no han de jugar con armas.

Entonces disparé, al centro de la masa. Se quedó allí plantado en la puerta como si no pasara nada pero yo sabía que sí pasaba porque vi saltar la sangre de su espalda. Noté el retroceso de la pistola contra el pecho

Billy recuerda que dejó escapar un oh. Y que eructó. Y más tarde tenía un cardenal encima del esternón.

y se desplomó. Me acerqué a él y me dije que a lo mejor tenía que pegarle otro tiro. Si tenía que hacerlo lo haría. Era el novio de mi madre pero se portaba mal. ¡Era un mal tipo!

—Solo que estaba muerto —dice Billy—. Bob Raines estaba muerto.

Por un momento se plantea borrar todo lo que ha escrito, es espantoso; sin embargo, opta por guardarlo. No sabe qué pensarían los demás, pero a él le parece bueno. Y le parece que está bien que sea espantoso, porque a veces la verdad es espantosa. Supone que ahora es un escritor de verdad, porque ese es un pensamiento de escritor. Émile Zola podría haber pensado lo mismo cuando escribió Thérèse Raquin, o cuando Nana enferma y toda su belleza se corrompe.

Se nota la cara caliente. Vuelve a la cocina y se la salpica con agua; luego se queda inclinado sobre el pequeño fregadero con los ojos cerrados. Rememorar el momento en que disparó a Bob Raines no lo altera, pero le duele acordarse de Cathy.

«Cuida de tu hermana.»

Escribir está bien. Siempre ha deseado hacerlo, y ahora lo hace. Está bien. Pero ¿quién iba a decir que dolía tanto?

Suena el teléfono fijo y se sobresalta. Es Irv Dean, para anunciarle que tiene un paquete de Amazon. Billy dice que bajará de inmediato a recogerlo.

—Oiga, esa empresa vende de todo —comenta Irv.

Billy coincide con él, y piensa: No sabe usted ni la mitad.

 

 

7

 

No son las pelucas, que, incluso con la entrega rápida de Amazon, no llegarán hasta mañana. Lo que ha recibido hoy cabría en el altillo situado sobre la puerta que comunica el despacho con la cocina, pero Billy no tiene intención de guardarlo ahí; todas sus compras de Amazon irán a la casa amarilla de Midwood.

Abre el paquete y saca uno por uno los objetos que ha pedido. Una caja de Fun Time Ltd., de Hong Kong, contiene un bigote confeccionado con vello humano real. Rubio, como una de las pelucas que ha encargado. Es un tanto poblado; cuando llegue el momento lo recortará. Quiere disfrazarse, no llamar la atención. Al lado hay unas gafas de montura de concha con las lentes sin graduar. Son asombrosamente difíciles de encontrar. Se pueden adquirir gafas de lectura en cualquier farmacia, pero Billy tiene una agudeza visual de 20/10 y las lentes graduadas, por mínimo que sea el aumento, le provocan dolores de cabeza. Se las prueba y advierte que le quedan ligeramente sueltas. Podría ajustar las patillas, pero no lo hará. Si le resbalan un poco por la nariz, le conferirán un aire intelectual.

Por último, el artículo más caro, el elemento esencial. Es una barriga de embarazada de silicona, vendida por Amazon pero fabricada por una empresa que se llama MomTime. Era cara porque es regulable, lo que permite a quien la lleva aparentar cualquier fase de gestación entre los seis y los nueve meses. Se acopla con velcro. Billy sabe que esas barrigas postizas son una herramienta conocida para robar en tiendas, se advierte al personal de seguridad de los grandes almacenes para que estén atentos. Pero Billy no ha venido a esta pequeña ciudad para robar en ninguna tienda, y cuando llegue el momento de usarla, no será una mujer quien se la ponga.

Eso le corresponderá a él.