5

 

 

 

 

1

 

Billy se presenta en la supermansión prestada de Nick un poco antes de las siete. Ha leído en algún sitio que los invitados bien educados llegan con cinco minutos de antelación, ni más ni menos. En esta ocasión, es Paulie quien se encarga del recibimiento. Una vez más, Nick espera en el vestíbulo, para no estar a la vista de algún dron de las fuerzas del orden que pudiera pasar por allí, cosa poco probable pero no imposible. Tiene la sonrisa a intensidad máxima y extiende los brazos para estrechar a Billy.

—Chateaubriand en el menú. Tengo cocinero, no sé qué hace en esta ciudad de mala muerte, pero es buenísimo. Te encantará. Y deja un hueco. —Mantiene a Billy a la distancia de un brazo y baja la voz para hablarle en un ronco susurro—. Me ha llegado el rumor de que hay suflé Alaska de postre. Debes de estar cansado de cenas de microondas, ¿no? ¿No?

—Pues sí —dice Billy.

Aparece Frank. Con su camisa rosa y su pañuelo ascot al cuello, y el pelo peinado en ondas y bucles resplandecientes que se elevan por encima de un pico entre las entradas a lo Eddie Munster, parece el matón que muere primero en una película de gángsters. Trae unas copas y una botella verde grande en una bandeja.

—Champi. Moé y Chandón.

Deja la bandeja y retira el corcho de la botella. Sin pop ni borboteo. Puede que Frankie Elvis no sepa francés, pero su técnica de descorche es magnífica. También su manera de servir.

Nick alza una copa. Los otros lo imitan.

—¡Por el éxito!

Billy, Paulie y Frank chocan sus copas y beben. El champán se le sube a Billy gratamente a la cabeza de inmediato, pero rechaza otra copa.

—Tengo que conducir. No quiero que me paren.

—Así es Billy —dice Nick a sus compinches—. Siempre dos pasos por delante.

—Tres —corrige Billy, y Nick se ríe como si fuera lo más gracioso que ha oído desde que murió el humorista Henny Youngman. Sus compinches lo emulan como corresponde.

—Muy bien —dice Nick—. Ya está bien de agua con burbujas. Mangiamo, mangiamo.

Es una buena cena: sopa de cebolla francesa para empezar, después ternera marinada en vino tinto y, para acabar, el prometido suflé Alaska. La sirve una mujer con uniforme blanco muy seria, excepto el postre, que lo trae personalmente el cocinero contratado en un carrito entre los aplausos y cumplidos de rigor. Él da las gracias con un gesto de asentimiento y se marcha.

Nick, Frank y Paulie llevan el peso de la conversación, que trata básicamente sobre Las Vegas: quién actúa allí, quién construye allí, quién busca una licencia para abrir un casino. Como si no entendieran que Las Vegas es un lugar obsoleto, piensa Billy. Es probable que no lo entiendan. No hay señales de Giorgio. Cuando la sirvienta entra con los licores de sobremesa, Billy los rehúsa con un gesto de negación. Nick también.

—Marge, Alan y tú ya podéis marcharos —dice Nick—. Ha sido una cena excelente.

—Gracias, pero acabamos de empezar a limpiar la…

—Ya nos preocuparemos mañana de eso. Ten. Dale esto a Alan. Para el viaje de vuelta, habría dicho mi viejo. —Le pone unos billetes en la mano. Ella dice entre dientes que así lo hará y se vuelve para marcharse—. Y otra cosa, Marge.

La mujer se vuelve.

—No has estado fumando en la casa, ¿verdad?

—No.

Nick asiente con la cabeza.

—No os entretengáis, ¿vale? Billy, tú y yo nos retiraremos al salón para un pequeño brindis de despedida. Vosotros, chicos, buscad algo que hacer.

Paul dice a Billy que ha sido un placer verlo y se encamina hacia la puerta de la calle. Frank sigue a Marge a la cocina. Nick deja caer la servilleta entre los restos esparcidos de su postre y conduce a Billy al salón. La chimenea, en un extremo, es lo bastante grande para asar al Minotauro dentro. Hay estatuas en hornacinas y un mural de techo que parece una versión porno de la Capilla Sixtina.

—Magnífico, ¿no? —comenta Nick mientras mira alrededor.

—Desde luego —conviene Billy, pensando que si tuviera que pasar mucho tiempo en ese salón, muy posiblemente enloquecería.

—Siéntate, Billy, tómate un respiro.

Billy se sienta.

—¿Dónde está Giorgio? ¿Ha vuelto a Las Vegas?

—Ah, puede que esté allí —dice Nick—, o puede que esté en Nueva York o en Hollywood hablando con gente del cine sobre el gran libro de un autor al que representa.

En otras palabras, no es asunto tuyo, piensa Billy. Lo que, en cierto modo, le parece bien. Al fin y al cabo, él no es más que un empleado. Lo que en las antiguas películas del Oeste que le gustaban al señor Stepenek llamaban «pistolero a sueldo».

Al pensar en el señor Stepenek, le viene a la cabeza una chatarrería con mil coches —a un niño le parecían mil, y quizá en realidad fueran tantos—, con sus parabrisas agrietados destellando bajo el sol. ¿Cuántos años hacía que no pensaba en un cementerio de automóviles? La puerta al pasado se ha abierto. Podría cerrarla y echar el cerrojo, pero no quiere. Que entre el viento. Es frío pero refrescante, y en la habitación en la que ha estado viviendo el ambiente está cargado.

—Eh, Billy. —Nick se hace crujir los dedos—. La Tierra llamando a Billy.

—Aquí me tienes.

—¿Ah, sí? Por un momento he pensado que te había perdido. Oye, ¿en serio estás escribiendo algo?

—Sí —dice Billy.

—¿Hechos reales o inventado?

—Inventado.

—No sobre Archie Andrews y sus amigos, ¿verdad? —dice con una sonrisa.

Billy niega con la cabeza, también sonriente.

—Dicen que mucha gente que escribe una novela por primera vez utiliza sus propias experiencias. «Escribe sobre lo que sabes», recuerdo eso de la clase de Lengua y Literatura del último año en el instituto, el de Paramus. Adelante, Espartanos, así se llamaba el equipo. ¿Es tu caso?

Billy mueve la mano en un gesto oscilante. Luego, como si acabara de ocurrírsele la idea, dice:

—Eh, no estaréis vigilando lo que escribo, ¿verdad? —Una pregunta peligrosa, pero no puede contenerse—. Porque no querría…

—¡No, por Dios! —dice Nick, aparentando no mera sorpresa, sino asombro, en realidad, y Billy sabe que miente—. ¿Por qué íbamos a hacerlo, aunque pudiéramos?

—No lo sé, es solo que… —Se encoge de hombros—. No me gustaría que nadie curioseara. Porque no soy escritor, solo pretendo hacer el papel. Y matar el tiempo. Me incomodaría que alguien lo viera.

—Has puesto contraseña en el portátil, ¿no?

Billy asiente.

—Entonces nadie lo verá. —Nick se inclina hacia delante y fija sus ojos castaños en los de Billy. Baja la voz como ha hecho al anunciarle lo del suflé Alaska—. ¿Es subido de tono? ¿Con tríos y tal?

—No, qué va. —Una pausa—. La verdad es que no.

—Mete un poco de sexo, te lo aconsejo. Porque el sexo vende. —Deja escapar una risita y se acerca a un mueble bar al otro lado del salón—. Voy a tomarme un trago de coñac. ¿Quieres?

—No, gracias. —Espera a que Nick vuelva—. ¿Se sabe algo de Joe?

—Seguimos en las mismas. Su abogado está apelando contra la extradición, como ya te dije, y todo está en suspenso, quizá porque el juez de Johnny se ha ido de vacaciones, quién sabe.

—Pero ¿no está contando lo que sabe?

—Si hablase, me enteraría.

—Tal vez podría tener un accidente en la cárcel. No llegar a ser extraditado siquiera.

—Lo tienen muy bien cuidado. Lo han apartado de la población general, ¿recuerdas?

—Ah, sí. Es verdad.

«Eso no podía ser más oportuno» es un comentario que Billy no hace. Quedaría un poco demasiado inteligente.

—Ten paciencia, Billy. Instálate. Dice Frankie que te relacionas con tus vecinos de Midwood.

Así es. Él no ha visto a Frank en el barrio, pero Frank sí lo ha visto a él. Nick controla a su antojo el flamante portátil de Billy y también lo vigila en su casa provisional. Billy vuelve a pensar en 1984.

—Pues sí.

—¿Y en el edificio?

—Allí también, claro. Sobre todo al mediodía. En las furgonetas de comida.

—Eso está muy bien. Ten paciencia. Intégrate en el paisaje. Pasa a formar parte del paisaje. Eso se te da de maravilla. Seguro que en Irak se te daba bien.

Se me da bien en todas partes, piensa Billy. Al menos desde que maté a Bob Raines.

Es hora de cambiar de tema.

—Dijiste que habría una táctica de distracción. Que ya hablaríamos de eso en otro momento. ¿Ha llegado el momento?

—Sí. —Nick toma un poco de coñac, se enjuaga la boca como si se tratase de un colutorio y traga—. Resulta que estoy dando vueltas a una idea que quería estudiar contigo. La táctica de distracción consistiría en un par de flashpots. ¿Sabes lo que son?

Billy lo sabe, pero niega con la cabeza.

—Los usan los grupos de rock. Hay un estallido y un gran destello de luz. Como un géiser. Cuando esté seguro de que Joe va a venir al este, colocaré un par cerca del juzgado. Uno en el callejón de detrás de esa cafetería de la esquina, eso lo tengo claro. Paulie propuso que colocáramos otro en el parking, pero está demasiado lejos. Además, ¿qué terrorista va a volar un puto parking?

Billy no intenta disimular su alarma.

—Poner esos artefactos no será trabajo de Hoff, ¿verdad?

Con el segundo trago de coñac, Nick no se molesta en enjuagarse; se limita a tragarlo de golpe. Tose, y la tos se convierte en risa.

—¿Cómo? ¿Crees que le encargaría un trabajo así a un grande figlio di puttana como ese? ¿Me tomas por tonto? Sería triste que tuvieras esa opinión de mí. No, vienen un par de mis hombres. Buenos chicos. De fiar.

Billy piensa: No quieres que Hoff coloque los flashpots, porque eso podría llevar hasta ti, pero no te importa que propor­cione el arma y la coloque en la guarida del francotirador, porque eso llevará hasta mí. ¿Tan tonto te piensas que soy?

—Cuando llegue el momento, yo es probable que esté en Las Vegas, pero Frankie Elvis y Paul Logan se quedarán aquí con los otros dos hombres que haré venir. Si necesitas algo, ellos se ocuparán. —Se inclina de nuevo hacia delante, firme y sonriente—. Va a ser todo un espectáculo. Suena la detonación del arma, que asusta a todo el mundo. Luego se disparan los flashpots… BUM, BUM… y en ese momento todo aquel que no estuviera ya corriendo echa a correr y a gritar como un poseso. ¡Hombre armado activo! ¡Atentados suicidas! ¡Al Qaeda! ¡Estado Islámico! ¡Lo que sea! Pero ¿qué es lo mejor de todo? A no ser que alguien se rompa una pierna al salir corriendo, no habrá más heridos que Joel Allen. Ese es su nombre verdadero. Cunde el pánico en Court Street, y eso me lleva al asunto del que quería hablarte.

—Vale.

—Ya sé que tienes por costumbre planear tus propias huidas, y siempre se te ha dado bien… un puto Houdini, como te dije… pero a Giorgio y a mí se nos ha ocurrido una idea. Porque… —Nick menea la cabeza—, tío, esta vez podría complicarse, incluso para ti e incluso si provocamos el pánico en la calle con la pirotecnia. Cosa que haremos. Si ya tienes algo pensado, adelante. Pero si no…

—No tengo nada previsto. —Aunque poco le falta. Billy exhibe la amplia sonrisa de su lado tonto—. Siempre dispuesto a escuchar, Nick.

 

 

2

 

Llega a su casa —ahora, supone, eso es para él la casa amarilla, al menos durante un tiempo— a las once. Todas las compras de Amazon están en el armario. Se habrían quedado ahí hasta que lo avisaran de que Allen partía hacia el este desde Los Ángeles, pero la situación ha cambiado. Billy no las tiene todas consigo.

La peluca negra puede seguir ahí de momento, pero se lleva lo demás al coche y lo guarda en el maletero. Mañana no pasará todo el día en el despacho de la cuarta planta, y eso no representa el menor problema. La ventaja de ser el escritor residente de la Torre Gerard es que no es el típico machaca con un horario fijo. Puede llegar tarde y marcharse temprano. Puede darse un paseo si le viene en gana. Si alguien le pregunta, puede contestar que está desarrollando una nueva idea. O investigando. O, sencillamente, tomándose un respiro de un par de horas. Mañana recorrerá a pie las nueve manzanas hasta el número 658 de Pearson Street. Es una casa de tres plantas situada en el límite del centro municipal. Billy ya la ha visto en la web de Zillow, pero no le basta con eso. Quiere verla con sus propios ojos.

Cierra el coche y vuelve a entrar. Ha traído el lustroso MacBook Pro nuevo del despacho y lo ha dejado en la mesa de la cocina. Lo abre y lee lo que ha escrito como Benjy Compson. Son solo un par de páginas, que terminan donde Benjy pega un tiro a Bob Raines. Lo lee tres veces e intenta ver el texto como debe de haberlo visto Nick. Porque Nick lo ha leído; después del comentario en broma sobre los escritores que utilizan sus propias experiencias, a Billy no le cabe ninguna duda.

Le da igual que Nick conozca su infancia; seguramente ya se ha informado al respecto. Lo que a Billy le preocupa es proteger su lado tonto, al menos de momento. No podrá dormir hasta que se asegure de que en esas dos o tres páginas no hay nada que lo presente como alguien demasiado inteligente. Así que lo repasa por cuarta vez.

Al final cierra el portátil. No cree que el texto contenga nada que no pudiera haber escrito un estudiante mediocre de Lengua y Literatura, partiendo del supuesto de que la mayor parte de eso ocurrió realmente. La ortografía es buena en general, y la puntuación en cierta medida aceptable, pero Nick atribuiría eso a la autocorrección. Aunque Word no es capaz de detectar la diferencia entre «ay» y «hay», el programa siempre marca «de el» y sugiere la sustitución por «del», subraya en rojo las erratas e incluso indica los errores gramaticales más clamorosos. Los tiempos verbales del texto son a veces inconsistentes, lo cual ya está bien, porque eso no está al alcance del ordenador. Aunque probablemente llegará el día en que también eso lo señale.

Pero Billy no las tiene todas consigo.

Nunca ha tenido motivos para desconfiar de Nick, que es sin duda una mala persona, pero siempre ha sido sincero con Billy. Ahora no está siendo sincero, o no habría negado haber clonado el Pro. Ya de entrada no lo habría clonado. Billy intuye que aún puede considerar fiable este trabajo —le han ingresado en su cuenta bancaria el primer pago, una cuarta parte del total, quinientos mil dólares, un pastón—, pero todo este asunto le huele mal. No muy mal, solo un poco. Es como una de esas tomas que a veces se ven en las películas en que la cámara se ladea ligeramente para crear una sensación de desorientación. «Plano aberrante» es como llaman a dicha inclinación en el mundo del cine, y es la impresión que le genera este trabajo. No tanto como para abandonarlo, cosa que en todo caso quizá no podría hacer ahora que ha aceptado, pero sí lo suficiente para preocuparlo.

Y a eso se suma el plan de huida con el que le ha salido Nick. «Si ya tienes algo pensado, adelante», ha dicho. «Pero si no, Giorgio y yo hemos tenido una idea que podría salir bien.»

La idea no le inquieta porque sea mala, que no lo es. Es buena. Sin embargo, desaparecer una vez realizado el trabajo siempre ha sido responsabilidad de Billy, y el hecho de que Nick se meta en sus asuntos de esa manera es… en fin…

—Aberrante —musita Billy a la cocina vacía.

Nick ha explicado que hace seis semanas, cuando la posibilidad de este trabajo parecía cobrar forma, envió a Paul Logan a Macon y le encargó que comprara una furgoneta Ford Transit, no nueva pero que tampoco tuviera más de tres años. La Transit era el vehículo de confianza del Departamento de Obras Públicas, el DOP, de Red Bluff. Billy ya ha visto varias, pintadas de amarillo y azul con el lema ESTAMOS AQUÍ PARA SERVIR en los costados. La Transit marrón que compró Frank en Georgia se encuentra en un garaje de las afueras de la ciudad, pintada con los colores del DOP y con el lema del DOP.

—Ya tendré una idea bastante clara de cuándo se acerca la extradición de Allen —ha dicho Nick antes de tomar otro sorbo de coñac—. Los hombres de los que te he hablado, los que van a venir, empezarán a ir de aquí para allá en esa furgoneta, aparentando siempre estar ocupados pero sin hacer nada en realidad. Nunca se quedarán demasiado tiempo en ningún sitio, pero siempre rondarán cerca del juzgado y la Torre Gerard. Una hora aquí, dos horas allá. En otras palabras, integrándose en el paisaje. Como tú, Billy.

El día de la llegada de Allen, ha explicado Nick, esa furgoneta falsa del DOP estaría aparcada a un paso de la Torre Gerard, en la esquina. Los falsos operarios municipales tal vez abrirían una boca de alcantarilla y simularían realizar algún trabajo dentro. Cuando sonara el disparo, y las explosiones de los flashpots, la gente saldría corriendo en todas las direcciones. Incluidos quienes estaban en la Torre Gerard e incluido Billy Summers, que se dirigiría a toda prisa a la esquina y montaría en la parte de atrás de la furgoneta. Allí se pondría un mono del DOP.

—La furgoneta da la vuelta y se encamina hacia el juzgado —ha dicho Nick—. La poli está ya en el lugar. Mis hombres y tú os apeáis y preguntáis si podéis hacer algo para ayudar. Colocar caballetes para bloquear la calle o algo así. En medio de tanto alboroto, resultará de lo más natural. ¿Te das cuenta?

Billy se daba cuenta. Era audaz y estaba bien pensado.

—La poli…

—Probablemente nos digan que nos larguemos —apuntó Billy—. Somos empleados municipales pero civiles. ¿No es así?

Nick se ha echado a reír y ha aplaudido.

—¿Lo ves? El que piense que eres tonto anda muy equivo­cado. Mis hombres dirán: «Sí, agentes», y se marcharán en la fur­­goneta. Y tú seguirás viaje. Después de cambiar de ve­hícu­lo, claro.

—Viaje ¿adónde?

—A De Pere, en Wisconsin, a mil quinientos kilómetros de aquí. Allí hay un refugio. Te quedas un par de días, te relajas, compruebas que el resto del pago se ha ingresado en tu cuenta, piensas en cómo vas a gastar el dinero… Después de eso, te las arreglas solo. ¿Qué te parece?

Le parecía bien. ¿Demasiado bien? ¿Un posible montaje? Improbable. Si en este asunto van a tenderle una trampa a alguien, es a Ken Hoff. El problema de Billy con el ofrecimiento imprevisto de Nick es que nunca ha tenido que depender de otras personas para desaparecer. Eso no le gusta, pero no era el momento de decirlo.

—Déjame que lo piense, ¿vale?

—Cómo no —ha dicho Nick—. Hay tiempo de sobra.

 

 

3

 

Billy saca la bolsa de viaje del armario del dormitorio principal. La deja encima de la cama y descorre la cremallera. Parece vacía, pero no lo está. A lo largo del fondo, el forro tiene una tira de velcro. Levanta el forro y extrae un pequeño estuche plano. Es de esos que las personas cultas —aquellas que leen textos de mayor dificultad que los cómics de Archie y la prensa amarilla que venden en las cajas de los supermercados— podrían llamar plumier. Contiene una cartera con tarjetas de crédito y un carnet de conducir a nombre de Dalton Curtis Smith, de Stowe, Vermont.

Billy ha tenido otras muchas identidades y carteras durante su trayectoria profesional —no una identidad distinta por cada uno de los asesinatos (los llama así porque es lo que han sido) pero sí al menos una docena— hasta la actual, la de un individuo ficticio llamado David Lockridge. Algunas de sus identidades anteriores iban acompañadas de buenos documentos de identificación; los de otras no lo eran tanto. Las tarjetas de crédito y el carnet de conducir que hay en la cartera de David Lockridge son desde luego muy buenos, pero el material que contiene el estuche gris plano es aún mejor. Es oro puro. Reunirlo ha sido un trabajo de cinco años, una obra realizada con sumo esmero que se remonta al día en que decidió que con el tiempo abandonaría un oficio que lo convierte —justo es reconocerlo— en una mala persona más.

Dalton Smith no es solo una cartera Lord Buxton con un carnet de conducir de Vermont dentro; Dalton Smith es prácticamente una persona real. La Mastercard, la American Express y la Visa se utilizan todas con regularidad. Lo mismo que la tarjeta de débito del Bank of America. No a diario, pero sí con la frecuencia suficiente para que las cuentas no acumulen polvo. Su solvencia crediticia no es excelente, lo que podría llamar la atención, pero es muy buena.

Incluye una tarjeta de donante de sangre de la Cruz Roja, la tarjeta de la seguridad social y el carnet de miembro del Grupo de Usuarios de Apple, todo a nombre de Dalton. Aquí no hay lado tonto; Dalton Curtis Smith es un técnico informático autónomo con una ocupación paralela bastante lucrativa que le permite ir a donde lo lleve el viento. La cartera contiene también fotos de Dalton con su mujer (se divorciaron hace seis años), Dalton con sus padres (muertos en el consabido accidente de tráfico cuando Dalton era adolescente), Dalton con su hermano, del que se ha distanciado (no se hablan desde que Dalton averiguó que había votado a Nader en las elecciones del año 2000).

El plumier contiene la partida de nacimiento de Dalton, y referencias. Algunas son de personas y pequeñas empresas cuyos ordenadores ha reparado; otras son de sus caseros en Portsmouth, Chicago e Irvine. Su hombre de confianza en Nueva York, Bucky Hanson, ha creado algunas de esas referencias; Bucky es la única persona de quien Billy se fía plenamente. Otras las ha creado él mismo. Dalton Smith nunca se queda mucho tiempo en un sitio, es un culo inquieto, pero, cuando se instala, es muy buen inquilino: ordenado y silencioso, siempre paga el alquiler puntualmente.

Para Billy, Dalton Smith, con sus referencias discretas pero impecables, es tan sublime como un campo nevado sin una sola huella. Le disgusta la idea de afear esa maravilla poniendo a Dalton a trabajar, pero ¿no se creó a Dalton Curtis Smith precisamente para eso? Sí. Un último trabajo, el consabido último trabajo, y Billy puede desaparecer en una nueva identidad. Probablemente no para toda la vida, pero incluso eso sería posible, en el supuesto de que consiga salir de esta ciudad sin quemarse; el anticipo de quinientos mil ya ha ido de aquí para allá y ha acabado en la cuenta de Dalton en Nevis, y medio kilo es la principal señal de que Nick no se trae nada raro entre manos. Cuando termine el trabajo, recibirá el resto.

La foto del carnet de conducir de Dalton muestra a un hombre de aproximadamente la edad de Billy, quizá uno o dos años más joven, pero es rubio en lugar de moreno. Y lleva bigote.

 

 

4

 

A la mañana siguiente, Billy aparca en la tercera planta del parking cercano a la Torre Gerard. Después de introducir ciertas modificaciones en su aspecto, se va a pie en dirección contraria. Es el viaje inaugural de Dalton Smith.

En una ciudad pequeña, las distancias cortas pueden representar notables cambios. Pearson Street se encuentra a solo nueve manzanas del parking de Main Street, quince minutos a paso enérgico (la Torre Gerard todavía se alza lo bastante cerca para verla con claridad), pero es un mundo distinto de aquel en el que hombres con corbata y mujeres con zapatos de tacón ocupan sus puestos y comen en restaurantes de esos en los que el camarero entrega una carta de vinos junto con el menú.

Hay una tienda de alimentación en una esquina, pero está cerrada. Como muchos barrios en declive, este es un desierto en cuestión de comida. Ve dos bares, uno cerrado y el otro con aspecto de ir tirando a duras penas. Una casa de empeños que a la vez ofrece los servicios de cobro de cheques y concesión de pequeños préstamos. Un poco más allá, un triste centro comercial. Y una hilera de casas que intentan en vano parecer de clase media.

Billy deduce que el motivo del declive de la zona es el solar que se extiende justo enfrente de la casa que ha elegido. Es un amplio terreno cubierto de escombros y basura. Lo atraviesan unas vías de ferrocarril oxidadas, casi invisibles entre la alta maleza y la hierba pagana propia del verano. Unos letreros dispuestos a intervalos de quince metros indican PROPIEDAD MUNICIPAL y PROHIBIDO EL PASO y PELIGRO, NO ENTRAR. Advierte las ruinas desiguales de un edificio de ladrillo que en otro tiempo debió de ser una estación de tren. Quizá también paraban ahí las líneas de auto­bús: Greyhound, Trailways, Southern. Ahora el transporte terrestre de la ciudad se ha desplazado a otra parte, y este barrio, que quizá fue un lugar de mucho ajetreo en las últimas décadas del siglo pasado, padece una especie de enfermedad pulmonar obstructiva crónica municipal. Un carrito de la compra herrumbroso yace volcado en la otra acera. Prendido de una rueda, un calzoncillo hecho jirones aletea por efecto del mismo viento caliente que alborota el cabello de la peluca rubia de Dalton Smith de Billy y le agita el cuello de la camisa, cuyo golpeteo nota contra la garganta.

Casi todas las casas necesitan una mano de pintura. Algunas tienen delante el cartel de SE VENDE. También al número 658 le hace falta una capa de pintura, pero el cartel de delante anuncia: PISOS AMUEBLADOS EN ALQUILER. Incluye el teléfono de una agencia inmobiliaria. Billy lo anota; luego recorre el acceso de cemento agrietado y observa los timbres. Pese a ser una casa de solo tres plantas, hay cuatro botones. El segundo desde arriba es el único acompañado de un nombre: JENSEN. Llama al timbre. A esa hora del día es probable que no haya nadie en casa, pero tiene suerte.

Unos pasos descienden por la escalera. Una mujer más bien joven escruta a través del cristal sucio de la puerta. Lo que ve es a un hombre blanco que lleva una bonita camisa con el cuello desabrochado y pantalón de vestir. Es rubio, de pelo corto. Tiene el bigote bien recortado. Lleva gafas. Está bastante gordo, no obeso, pero camino de serlo. No parece mala persona; parece una buena persona a la que iría bien perder entre diez y quince kilos, así que le abre la puerta, aunque no del todo.

Como si no pudiera abrirla de un empujón y estrangularte ahí mismo en el recibidor, piensa Billy. No hay coche en el camino de acceso ni aparcado junto al bordillo, lo que significa que tu marido está en el trabajo, y esos tres timbres sin identificación inducen claramente a pensar que eres la única persona en esta vieja casa victoriana de imitación.

—No compro nada a vendedores a domicilio —dice la señora Jensen.

—No, señora, no soy vendedor. Soy nuevo en la ciudad y busco piso. Parece que este podría estar dentro de mi presupuesto. Solo quería saber si es un barrio agradable. Me llamo Dalton Smith.

Le tiende la mano. Ella le da un mecánico apretón por cumplir y retira la suya. Pero está dispuesta a hablar.

—Bueno, la zona no es ninguna maravilla, como puede ver, y el supermercado más cercano está a tres kilómetros, pero mi marido y yo no hemos tenido problemas serios. A veces entran chicos a esa antigua estación, probablemente para beber y fumar porros, y a la vuelta de la esquina hay un perro que se pasa media noche ladrando, pero eso es prácticamente lo peor. —Se interrumpe, y Billy ve que baja la mirada para comprobar si lleva anillo de casado, que no lleva—. Usted no ladra por las noches, ¿verdad, señor Smith? Me refiero a fiestas y música a todo volumen.

—No, señora. —Sonríe y se toca el vientre. Se ha hinchado la barriga de embarazada falsa al nivel equivalente a unos seis meses—. Pero me gusta comer.

—Porque el contrato de alquiler incluye una cláusula sobre el exceso de ruido.

—¿Puedo preguntarle cuánto paga de alquiler?

—Eso queda entre mi marido y yo. Si quiere vivir aquí, tendrá que tratar el asunto con el señor Richter. Es quien administra el edificio. Y otros dos en esta misma manzana… aunque este es el que mejor está. Creo.

—Lo entiendo perfectamente. Perdone por preguntar.

La señora Jensen se distiende un poco.

—Le diré que no le conviene la segunda planta. Eso es una sauna, incluso cuando sopla el viento desde enfrente, cosa que ocurre casi siempre.

—No tiene aire acondicionado, deduzco.

—Deduce bien. Pero, cuando llega el frío, la calefacción no está mal. Tiene que pagarla, claro. La electricidad también. Todo consta en el contrato. Si ya ha alquilado antes, supongo que conoce la rutina.

—Vaya que si la conozco. —Alza la vista al cielo y por fin arranca una sonrisa a la mujer. Ahora puede preguntar lo que de verdad le interesa—. ¿Y abajo? ¿Hay un apartamento en el sótano? Porque parece que hay timbre…

La sonrisa de ella se ensancha.

—Ah, sí, y está bastante bien. Amueblado, como dice el cartel. Aunque con lo básico, ya se imaginará. Yo quería ese, pero mi marido pensó que se nos quedaría pequeño si nos aprueban la solicitud. Estamos intentando adoptar un niño.

Billy se asombra. La mujer acaba de revelar un aspecto esencial de su corazón —del corazón de su matrimonio— después de resistirse a revelar cuánto pagan de alquiler su marido y ella. Cosa que él ha preguntado no porque realmente le interese, sino para ganar credibilidad.

—En fin, buena suerte. Y gracias. Si ese señor Richter y yo nos ponemos de acuerdo, quizá vuelva usted a verme. Que pase un buen día.

—Lo mismo digo. Encantada de conocerlo.

Esta vez ella le tiende la mano para darle un verdadero apretón, y Billy vuelve a acordarse de lo que dijo Nick: «Te llevas bien con la gente sin necesidad de hacerte amigo de nadie». Está bien saber que da resultado incluso con unos kilos de más.

Cuando se aleja por la acera, ella levanta la voz.

—¡Seguro que el piso del sótano es fresco incluso cuando más calor hace! ¡Ojalá lo hubiésemos cogido nosotros!

Él alza el pulgar y se encamina hacia el centro. Ha visto todo lo que necesita ver y ha tomado una decisión. Este es el sitio que quiere, y Nick Majarian no tiene por qué enterarse.

A medio camino llega a una tienda, poco más que un hueco en la fachada, donde venden caramelos, tabaco, revistas, refrescos y teléfonos desechables en blísteres. Compra uno, que paga en efectivo, y se sienta en el banco de una parada de autobús para ponerlo en funcionamiento. Lo utilizará mientras sea necesario, y luego se deshará de él. También de los otros. En el supuesto de que el trabajo se realice, la poli sabrá de inmediato que fue David Lockridge quien asesinó a Joel Allen. Descubrirán entonces que David Lockridge es un alias de un tal William Summers, un veterano de la Infantería de Marina con aptitudes de francotirador y víctimas de francotirador. Averiguarán asimismo la relación entre Summers y Kenneth Hoff, el cabeza de turco designado. Lo que no deben descubrir es que Billy Summers, alias David Lockridge, ha desaparecido adoptando la identidad de Dalton Smith. Tampoco Nick puede enterarse de eso.

Llama a Bucky Hanson a Nueva York y le dice que le envíe la caja con el rótulo «Precauciones» a su dirección de Evergreen Street.

—Así que ha llegado el momento, ¿eh? ¿Ahora sí vas a colgar los guantes?

—Eso parece —responde Billy—, pero ya hablaremos.

—No lo dudes. Pero procura que no sea a través de una llamada a cobro revertido desde el calabozo de una ciudad sureña de tres al cuarto. Eres mi hombre, colega.

Billy pone fin a la llamada y hace otra. A Richter, el agente inmobiliario que administra el 658 de Pearson.

—Por lo que se ve, está amueblado. ¿Eso incluye el wifi?

—Un segundo —dice el señor Richter, aunque transcurre más bien un minuto. Billy oye un susurro de papeles. Al final, Richter contesta—: Sí. Se instaló hace dos años. Pero no hay televisión, eso tiene que aportarlo usted.

—De acuerdo —responde Billy—. Me lo quedo. ¿Qué le parece si me paso por su oficina?

—Podríamos quedar en la propia finca, y le enseño el piso.

—No hará falta. Solo quiero una base de operaciones mientras estoy en esta parte del país. Podría ser un año, podrían ser dos. Viajo mucho. Lo importante es que el barrio parece tranquilo.

Richter se echa a reír.

—Desde que demolieron la estación, lo es, no le quepa duda. Pero la gente de la zona quizá cambiaría un poco más de ruido por un poco más de comercio.

Quedan en verse el lunes siguiente, y Billy regresa a la tercera planta del parking, donde tiene el Toyota aparcado en un ángulo ciego que no capta ninguna cámara de seguridad. Si es que alguna capta algo; a Billy le parecen bastante cascadas. Se quita la peluca, el bigote, las gafas y la barriga postiza de embarazada. Después de guardarlo todo en el maletero, recorre la corta distancia hasta la Torre Gerard.

Llega a tiempo de comprarse un burrito en la furgoneta de comida mexicana. Se lo come en compañía de Jim Albright y John Colton, los abogados de la cuarta planta. Ve a Colin White, el dandi que trabaja para Business Solutions. Hoy está monísimo con un traje de marinero.

—Hay que ver cómo viste ese tío —comenta Jim, y se ríe—. Siempre va como un pincel, ¿no?

—Sí —coincide Billy, y piensa: Un pincel más o menos de mi estatura.

 

 

5

 

Llueve todo el fin de semana. El sábado por la mañana, Billy va al Walmart, donde compra un par de maletas baratas y mucha ropa barata de la talla de su orondo personaje Dalton Smith. Paga en efectivo. El dinero en efectivo es amnésico.

Esa tarde se sienta en el porche de la casa amarilla a observar la hierba del jardín. A observarla más que mirarla sin más, porque casi la ve rebrotar. No está en su casa, ni en su ciudad ni en su estado; se marchará sin volver la vista atrás y sin lamentarlo. Aun así, experimenta cierto orgullo de propietario por su obra. No hará falta cortarla en un par de semanas, quizá hasta agosto, pero puede esperar. Y cuando esté ahí fuera cortando el césped, en pantalón de deporte y camiseta sin mangas (quizá incluso de tirantes), con pomada de cinc en la nariz, se hallará un paso más cerca de sentir cierta raigambre en ese lugar. De confundirse con el paisaje.

—¿Señor Lockridge?

Se vuelve en dirección a la casa contigua. Los dos niños, Derek y Shanice Ackerman, de pie en su propio porche, lo miran a través de la lluvia. Es el niño quien ha hablado.

—Mi mamá acaba de hacer galletas de azúcar. Me ha dicho que le diga si quiere unas pocas.

—Estaría bien —dice Billy.

Se levanta y corre bajo la lluvia. Shanice, la niña de ocho años, lo coge de la mano sin mostrarse en absoluto cohibida y lo lleva adentro, donde a Billy, al oler las galletas recién hechas, le ruge el estómago.

Es una casita limpia, ordenada y acogedora. En el salón hay un centenar de fotos enmarcadas, diez o doce de las cuales ocupan un lugar de honor sobre el piano. Corinne Ackerman, en la cocina, saca la bandeja del horno en ese momento.

—Hola, vecino. ¿Quieres una toalla para el pelo?

—No hace falta, gracias. He esquivado las gotas.

Ella se ríe.

—Entonces coge una galleta. Los niños van a tomarlas con leche. ¿Te apetece un vaso? También hay café, si lo prefieres.

—La leche está bien. Solo un poco.

—¿Un chupito? —pregunta ella con una sonrisa.

—Eso mismo. —Sonríe también.

—Pues siéntate.

Billy se sienta con los niños. Corinne deja un plato de galletas en la mesa.

—Cuidado, aún están calientes. David, las que te lleves serán de la próxima hornada.

Los niños echan mano a las suyas. Billy coge una. Está dulce y deliciosa.

—Impresionante, Corinne. Gracias. Ideal para un día lluvioso.

Ella da a sus hijos sendos vasos grandes de leche, y a Billy uno pequeño. Se sirve también uno pequeño para ella y va a acompañarlos. La lluvia tamborilea en el tejado. Pasa un coche con un susurro.

—Ya sé que su libro es un secreto —dice Derek—, pero…

—No hables con la boca llena —le regaña Corinne—. Estás esparciendo las migas.

Yo no —dice Shanice.

—No, tú lo estás haciendo más bien —confirma Corinne. Luego, mirando de soslayo a Billy, se corrige—: Haciéndolo mejor.

A Derek no le interesa la gramática.

—Pero dígame una cosa. ¿Hay sangre en el libro?

Billy piensa en Bob Raines, cuando cae hacia atrás. Piensa en su hermana con todas las costillas rotas —sí, todas las putas costillas— y el pecho hundido.

—No, no hay sangre. —Da un bocado a la galleta.

Shanice alarga la mano para servirse otra.

—Puedes coger esa —dice su madre—, y una más. Tú también, D. Las otras son para más tarde y para el señor Lockridge. Ya sabéis que estas le gustan a vuestro padre. —Dirigiéndose a Billy, dice—: Jamal trabaja seis días por semana y hace horas extras cuando puede. A los Fazio no les importa vigilar a este par cuando nosotros no estamos. No es un mal barrio, pero tenemos la mira puesta en algo mejor.

—Subir de nivel —puntualiza Billy.

Corinne se ríe y asiente.

—Yo no quiero mudarme nunca —dice Shanice. Luego, con la encantadora solemnidad de los niños, añade—: Tengo amigos.

—Y yo —afirma Derek—. Eh, señor Lockridge, ¿sabe jugar al Monopoly? Shan y yo vamos a echar una partida, pero solo dos no tiene gracia y mamá no quiere jugar.

—Eso es, mamá no quiere —confirma Corinne—. Es el juego más aburrido del mundo. Pedidle a vuestro padre que juegue con vosotros esta noche. Lo hará si no está muy cansado.

—Para eso faltan horas —protesta Derek—. Yo me aburro ahora mismo.

—Yo también —dice Shanice—. Si tuviera móvil, podría jugar al Crossy Road.

—El año que viene —dice Corinne, y alza la vista al techo en un gesto que induce a Billy a pensar que la niña lleva ya tiempo haciendo campaña para conseguir el teléfono. Quizá desde los cinco años.

—¿Usted juega? —pregunta Derek, aunque sin muchas esperanzas.

—Pues sí —dice Billy, y a continuación se inclina sobre la mesa y fija la mirada en Derek Ackerman—. Pero te advierto que se me da muy bien. Y juego para ganar.

—¡Y yo! —Derek sonríe por debajo de un bigote de leche.

—¡Y yo! —exclama Shanice.

—No os dejaría ganar solo porque seáis niños y yo una persona mayor —asegura Billy—. Os dejaría tocados con mis propiedades en alquiler y luego os liquidaría con mis hoteles. Si vamos a jugar, vale más que tengáis eso en cuenta ya de entrada.

—¡Vale! —dice Derek, y se levanta de un salto, con lo que casi derrama el resto de su leche.

—¡Vale! —exclama Shanice, y también se levanta de un salto.

—¿Lloraréis cuando os gane, niños?

—¡No!

—¡No!

—Bien. Mientras eso quede claro…

—¿Estás seguro? —le pregunta Corinne—. Esa partida puede alargarse todo el día, créeme.

—No si soy yo el que tira los dados —contesta Billy.

—Jugaremos abajo —dice Shanice, y vuelve a cogerlo de la mano.

La sala del sótano es del mismo tamaño que la de la casa de Billy, pero solo la mitad es la leonera de un hombre. En esa parte, Jamal ha instalado un espacio de trabajo con herramientas colgadas de la pared. Hay también una sierra de cinta, y Billy advierte con aprobación que el interruptor de encendido lleva un candado. En la mitad de la sala correspondiente a los niños hay juguetes y libros de colorear desperdigados. Ve un pequeño televisor conectado a una consola barata que funciona con cartuchos. Billy supone que es una compra de subasta de jardín. Los tableros de los juegos de mesa están apilados contra una pared. Derek coge la caja del Monopoly y coloca el tablero en una mesa de tamaño infantil.

—El señor Lockridge es demasiado grande para nuestras sillas —dice Shanice con cara de consternación.

—Me sentaré en el suelo. —Billy aparta una silla y se sienta. Bajo la mesa, apenas tiene hueco para las piernas cruzadas.

—¿Qué ficha prefiere? —pregunta Derek—. Yo normalmente, cuando jugamos solo Shan y yo, me quedo el coche de carreras, pero se lo dejo a usted si lo quiere.

—Da igual. ¿A ti cuál te gusta, Shan?

—El dedal —dice ella. Luego, un tanto a regañadientes, añade—: A no ser que lo quiera usted.

Billy se queda el sombrero de copa. Empieza la partida. Al cabo de cuarenta minutos, cuando le toca tirar de nuevo a Derek, este llama a su madre:

—¡Mamá! ¡Necesito consejo!

Corinne baja por la escalera y, plantándose en jarras, examina el tablero y la distribución del dinero del Monopoly.

—No querría tener que deciros, chicos, que estáis en apuros, pero estáis en apuros.

—Yo se lo he advertido —dice Billy.

—¿Qué querías preguntarme, D? Recuerda que tu madre, en su día, aprobó por los pelos Economía Doméstica.

—A ver, mi problema es este —dice Derek—. Él tiene dos de las verdes, Pacific y Pennsylvania, pero yo tengo North Carolina. El señor Lockridge dice que me da novecientos dólares por ella. Eso es el triple de lo que yo he pagado, pero…

—¿Pero? —dice Corinne.

—¿Pero? —repite Billy.

—Pero entonces él puede poner casas en las verdes. ¡Y ya tiene hoteles en Plaza Park y el Muelle!

—¿Y? —dice Corinne.

—¿Y? —repite Billy. Está sonriendo.

—Tengo que ir al baño y, además, estoy casi en bancarrota —dice Shanice, y se levanta.

—Cielo, no hace falta que anuncies tus visitas al baño. Basta con que digas: «Perdonad un momento».

Shanice, con la misma solemnidad encantadora de antes, dice:

—Voy a empolvarme la nariz, ¿vale?

Billy suelta una carcajada. Corinne se ríe también. Derek no presta atención. Observa el tablero y luego alza la vista para mirar a su madre.

—¿Vendo o no? ¡Casi me he quedado sin dinero!

—Eso es lo que se conoce como elección de Hobson —dice Billy—. En otras palabras, tienes que decidir si corres un riesgo o te quedas como estás. Entre tú y yo, D, creo que en cualquier caso estás hundido.

—Me parece que tiene razón, cielo —confirma Corinne.

—Menuda suerte ha tenido —comenta Derek a su madre—. Ha caído en Parking Gratuito y se ha quedado todo el dinero, que era un pastón.

—Además, juego muy bien —aclara Billy—. Reconócelo.

Derek intenta mantener una expresión ceñuda, pero no lo consigue. Sostiene en alto la tarjeta de título de propiedad verde.

—Mil doscientos.

—¡Hecho! —exclama Billy, y entrega el dinero.

Al cabo de veinte minutos, los críos están en bancarrota y la partida ha terminado. Cuando Billy se pone en pie, le crujen las rodillas, y los niños se ríen.

—Como habéis perdido, recogéis vosotros el tablero, ¿de acuerdo?

—Así es como juega también papá —dice Shanice—. Pero él a veces nos deja ganar.

Billy, sonriente, se inclina.

—Yo no.

—Abusón —dice la niña, y deja escapar una risita tapándose la boca con las manos.

Danny Fazio, acompañado de un tintineo, baja por la escalera con un chubasquero amarillo y las botas de goma abiertas como embudos.

—¿Puedo jugar?

—La próxima vez —responde Billy—. Mi política es no dar una paliza a unos críos más de una vez por semana.

Es solo una broma más, lo que estos niños tal vez llamarían «vacilar», pero de repente ve galletas quemadas esparcidas por el suelo delante de la cocina de su caravana y el yeso del brazo de Bob Raines golpeando a Cathy en la cara, y ya no tiene gracia. Los tres niños se ríen porque para ellos sí la tiene. Ninguno ha visto a su hermana pisoteada por un ogro borracho con una sirena descolorida en el brazo.

Arriba, Corinne le da una bolsa de galletas y dice:

—Gracias por hacer que se lo pasen tan bien en un día lluvioso.

—Yo me lo he pasado igual de bien.

Así es. Justo hasta el final. Cuando llega a casa, tira las galletas a la basura. Corinne Ackerman es buena cocinera, pero ahora se siente incapaz de comer galletas. No soporta ni mirarlas.

 

 

6

 

El lunes va a ver al agente inmobiliario, que tiene la oficina en el triste centro comercial a tres manzanas del número 658. La agencia de Merton Richter ocupa unos bajos, un pequeño espacio dividido en dos, entre un salón de bronceado y el estudio de tatuaje Jolly Roger. Aparcado delante hay un todoterreno, bastante viejo, con una pegatina a un lado (AGENCIA INMOBILIARIA RICHTER) y un largo arañazo al otro. El tipo mira por encima las referencias de Dalton Smith, creadas de forma tan meticulosa, y se las devuelve junto con un contrato de alquiler. Los sitios donde Billy tiene que firmar se han resaltado en amarillo.

—Podría usted decirme que es un poco caro con respecto al precio de mercado —comenta Richter, como si Billy hubiera protestado—, y quizá tenga razón, pero solo un poco, teniendo en cuenta los muebles y el wifi. Y si pensamos que en la calle no está permitido aparcar hasta pasadas las seis de la tarde, el camino de acceso resulta una gran ventaja. Lo compartirá con los Jensen, claro…

—Tengo previsto dejar el coche en un parking municipal la mayor parte del tiempo. Me vendrá bien el ejercicio. —Se da unas palmadas en la barriga postiza—. El alquiler parece en efecto un poco alto, pero me lo quedo.

—Sin verlo —dice Richter, asombrado.

—La señora Jensen me habló bien.

—Ah, entiendo. En todo caso, si estamos de acuerdo…

Billy firma el impreso y extiende su cheque inicial como Dalton Smith: primer mes, último mes, y un depósito en garantía que es un puto abuso a menos que la batería de cocina sea All-Clad, haya porcelana de Limoges en lugar de loza, y las pantallas de las lámparas sean de Tiffany.

—Técnico informático, ¿eh? —comenta Richter al tiempo que guarda el cheque en el cajón de su escritorio. Empuja por encima de la mesa un sobre con la palabra LLAVES escrita y luego da unas palmadas a su viejo PC como si se tratara de un perro que no le sirve de gran cosa pero no se separa de él—. A mí desde luego no me vendría mal un poco de ayuda con este trasto remolón.

—Ahora no estoy de servicio —dice Billy—, pero puedo darle un consejo.

—¿Cuál?

—Sustitúyalo antes de perderlo todo. ¿Me tramitará el alta de la calefacción, la luz, el agua y el cable?

Richter sonríe como si fuera a entregar un premio a Billy.

—No, todo eso es cosa suya, amigo. —Y le tiende la mano.

Billy podría preguntar a Richter qué hace para ganarse la comisión —el contrato es a todas luces un impreso descargado de internet con los detalles específicos añadidos—, pero ¿qué importancia tiene? Ninguna.

 

 

7

 

A Billy le gustaría retomar su relato (llamarlo «libro» le parece prematuro, aparte de que quizá traiga mala suerte), pero tiene otras cosas que hacer. El martes, cuando ya han abierto los bancos, va al SouthernTrust y retira parte del dinero para gastos que le han ingresado en la cuenta de David Lockridge. Visita tres tiendas de distintas cadenas y compra otros tres portátiles, todos en efectivo, todos baratos y de marcas desconocidas como el AllTech. También compra un televisor de mesa económico. Eso lo paga con la tarjeta de crédito de Dalton Smith.

El siguiente punto de la lista es alquilar un coche con opción a compra. Deja su Toyota en un parking en la otra punta de la ciudad, lejos de la zona en la que vive como David Lockridge, porque no quiere correr el riesgo de que alguien del edificio lo vea con el disfraz de Dalton Smith. El riesgo sería mínimo, a esa hora del día todas las abejas obreras deberían estar en la colmena, pero correr riesgos, por pequeños que sean, es una estupidez. Así es como trincan a más de uno.

Después de ponerse la peluca, las gafas, el bigote y la gran barriga, pide un Uber para que lo lleve a McCoy Ford, en el límite occidental de la ciudad. Allí alquila un Ford Fusion por un plazo de treinta y seis meses. El concesionario le recuerda que, si supera los diecisiete mil kilómetros al año, pagará un recargo considerable. Billy duda que vaya a circular más de quinientos kilómetros siquiera con él. Lo importante es que Billy dispone de un vehículo que Nick conoce, y ahora Dalton Smith dispone de un vehículo que Nick no conoce. Es una medida de precaución, por si Nick estuviera planeando algo raro, pero va más lejos. Significa mantener a Dalton Curtis Smith al margen de lo que va a ocurrir en la escalinata de ese juzgado. Mantenerlo limpio.

Billy aparca el coche nuevo al lado del viejo (distinto parking, mismo ángulo ciego en una planta superior) el tiempo suficiente para trasladar el televisor y los portátiles nuevos al Fusion. También las maletas baratas que guardó anoche en el maletero del Toyota. Contienen ropa barata del Walmart. Va en el Fusion hasta el 658 de Pearson Street y aparca en el camino de acceso, que es un simple tramo asfaltado en cuyo centro asoma la hierba. Confía en que la señora Jensen lo vea instalarse, y ella no lo defrauda.

¿La ve Dalton Smith mirar desde su ventana de la primera planta? Billy decide que no. Dalton es un obseso de la informática, absorto en su mundo. Con visible esfuerzo, sube resoplando dos de las maletas hasta la puerta y abre con su nueva llave. Nueve escalones descendentes lo llevan a la puerta del piso recién alquilado por Dalton Smith, donde utiliza otra llave. La puerta da directamente al salón. Deja caer las maletas en la moqueta y se pasea por el piso para echar un vistazo a los cuatro espacios, cinco si se cuenta el cuarto de baño.

«Los muebles están bastante bien», dijo Richter. No es verdad, pero tampoco son espantosos. Acude a su mente la palabra «genéricos». La cama es de matrimonio, y cuando Billy se tiende en ella, chirría, pero no se le clava ningún muelle, así que por ese lado bien. Hay un sillón delante de una mesa concebida a todas luces para un pequeño televisor como el que ha comprado en Discount Electronics. El sillón es relativamente cómodo, aunque el estampado cebra de la tapicería es casi una pesadilla. Tendrá que taparlo con algo.

En conjunto, el sitio le gusta. Se acerca a la única ventana, que es estrecha y se encuentra a ras del césped. Es casi como mirar por un periscopio, piensa Billy. Esa perspectiva tiene su gracia. Por alguna razón, resulta acogedora. Le caen bien sus vecinos de Midwood, en especial los Ackerman, de la casa de al lado, pero cree que este piso le gusta más. Transmite una sensación de seguridad. Hay un sofá viejo que también parece cómodo, y decide que lo desplazará hasta donde está el sillón del estampado cebra, para poder sentarse en él y mirar la calle. Es posible que los transeúntes que pasen por la acera echen una ojeada a la casa, pero pocos prestarán atención a la ventana de ese sótano y lo verán observarlos. Es una guarida, piensa. Si tengo que esconderme, es aquí donde me conviene estar, no en un refugio de Wisconsin, porque este sitio es realmente una madriguera bajo tie…

A su espalda oye un ligero golpeteo, más bien un tamborileo, en realidad. Se vuelve y ve a la señora Jensen de pie en la puerta, que ha dejado abierta, repiqueteando con las uñas en la jamba.

—Hola, señor Smith.

—Ah, hola. —Su voz de Dalton Smith es un poco más aguda que la que utilizan Billy Summers y David Lockridge. Acompañada de un leve resuello, quizá una pizca de asma—. Me pilla en plena mudanza, señora Jensen. —Señala las maletas.

—Como vamos a ser vecinos, ¿por qué no me llamas Beverly?

—De acuerdo, gracias. Yo me llamo Dalton. Perdona que no te ofrezca café ni nada, aún no me he aprovisionado…

—Lo entiendo perfectamente. Las mudanzas son una locura, ¿a que sí?

—Y que lo digas. El lado bueno es que, como viajo mucho, tengo pocas cosas. He visto más moteles de los que querría. Pasaré el resto de esta semana en Lincoln, Nebraska, luego me voy a Omaha. —Billy ha comprobado que, si uno miente sobre los viajes de trabajo y los destinos son ciudades de magnitud e importancia secundarias en el panorama económico, la gente se lo cree—. Tengo unas cuantas cosas más que traer, así que si me perdonas…

—¿Necesitas ayuda?

—No, ya me las arreglo. —Luego, como si lo reconsiderara, añade—: Bueno…

Salen al Fusion. Billy le entrega los tres ordenadores de marcas desconocidas. Con las cajas en los brazos, parece una repartidora de Domino’s.

—Caray, mejor será que no se me caigan, son nuevecitos. Y seguro que cuestan una fortuna.

Cuestan solo unos novecientos dólares, pero Billy no la contradice. Le pregunta si pesan demasiado.

—Qué va. Menos que la cesta de la colada con la ropa mojada. ¿Vas a conectarlos todos?

—En cuanto tenga luz, sí —responde Billy—. Con esto hago mi trabajo. Al menos una parte. En general subcontrato. —«Subcontratar» es una de esas palabras altisonantes que podrían significar cualquier cosa.

Saca a peso la caja que contiene el televisor. Recorren el camino de acceso, cruzan la puerta abierta y bajan por la escalera.

—Sube cuando estés un poco instalado —propone Beverly Jensen—. Pondré la cafetera. Y puedo ofrecerte un dónut, si no te importa que sea de ayer.

—Nunca digo que no a un dónut. Gracias, señora Jensen.

—Beverly.

Billy sonríe.

—Beverly, sí. Entro una maleta más y estoy contigo.

Bucky le ha enviado la caja, la que lleva el rótulo «Precauciones». Contiene el iPhone de Dalton Smith, y en cuanto ha descargado el Fusion, Billy lo utiliza para hacer unas cuantas llamadas de Dalton Smith. Para cuando se ha tomado una taza de café y se ha comido un dónut en casa de los Jensen, en la primera planta, escuchando con aparente fascinación mientras Beverly le habla de los problemas de su marido con el jefe de la empresa donde trabaja, tiene ya suministro eléctrico en su nuevo piso.

Su guarida bajo tierra.

 

 

8

 

Se queda en el 658 hasta media tarde, sacando la ropa barata de las maletas, encendiendo los ordenadores baratos y comprando en el Brookshire, a un par de kilómetros de allí. Salvo por una docena de huevos y un poco de mantequilla, prescinde de alimentos perecederos. La mayor parte de lo que compra es comida que se conservará bien cuando él no esté: latas y congelados. A las tres, coge el Fusion para volver al tercer nivel del parking número 2 y, tras asegurarse de que nadie lo observa, se quita las gafas y el vello facial postizo. Cuando se desprende de la barriga falsa, siente un alivio extraordinario, y cae en la cuenta de que tendrá que aplicarse un poco de talco para que no se le irrite la piel.

Vuelve en el Toyota al parking número 1 y a continuación regresa a la cuarta planta de la Torre Gerard. No trabaja en el relato ni juega en el ordenador nuevo. Se limita a sentarse a pensar. No hay ningún rifle en la oficina, nada más letal que un cuchillo de mondar en un cajón de la cocina, con eso basta. Pueden pasar semanas o incluso meses hasta que Billy necesite un arma. Puede que el asesinato ni siquiera llegue a materializarse, ¿y representaría eso algún problema? En términos económicos, sí. Perdería uno coma cinco kilos. En cuanto a los quinientos mil que ya ha cobrado, ¿exigiría su devolución la persona que ha encargado el asesinato, esa para la que Nick actúa como intermediario?

—Pues lo tiene crudo —dice Billy. Y se ríe.

 

 

9

 

Mientras vuelve, a rastras, al parking, Billy piensa en la bigamia.

Nunca ha estado casado, y mucho menos con dos mujeres al mismo tiempo, pero ahora sabe cómo debe de sentirse uno en esa situación. En una palabra, exhausto. Vive no solo dos vidas distintas, sino tres. Para Nick y Giorgio (también para Ken Hoff, a quien detesta), es un asesino a sueldo llamado Billy Summers. Para los ocupantes de la Torre Gerard, es un aspirante a escritor llamado David Lockridge. Lo mismo para los vecinos de Evergreen Street, en Midwood. Y ahora, en Pearson Street —a nueve manzanas de la Torre Gerard y a siete seguros kilómetros de Midwood—, es un friki de la informática con sobrepeso llamado Dalton Smith.

Si se para a pensarlo, tiene incluso una cuarta vida: la de Benjy Compson, que no es Billy solo en la justa medida para que Billy pueda analizar unos recuerdos dolorosos que normalmente elude.

Empezó a escribir el relato de Benjy en un ordenador muy posiblemente (no, con toda certeza) clonado porque suponía un reto, y porque este es el legendario último trabajo, pero ahora entiende que existía una razón más profunda, más auténtica: quiere que lo lean. Quien sea, incluso un par de rufianes de Las Vegas como Nick Majarian y Giorgio Piglie­lli. Ahora entiende —antes no, antes ni siquiera se había pa­rado a pensarlo— que cualquier escritor que publica su obra está tentando al peligro. Es parte del encanto. Miradme. Os estoy mostrando lo que soy. Me he desnudado. Me estoy expo­niendo.

Mientras se acerca a la entrada del parking, absorto en esos pensamientos, alguien le toca el hombro y lo sobresalta. Se vuelve y ve a Phyllis Stanhope, la mujer de la asesoría con­table.

—Lo siento —dice, y da un paso atrás—. No quería asustarte.

¿Ha visto algo al sorprenderlo con la guardia baja? ¿Un asomo de la persona que es en realidad? ¿A eso se debe el paso atrás? Tal vez. Si es así, Billy intenta contrarrestarlo con una sonrisa distendida y la absoluta verdad.

—No pasa nada. Solo estaba en las nubes.

—¿Pensando en tu libro?

En la bigamia.

—Exacto.

Phyllis se sitúa a su altura. Lleva el bolso colgado de un hombro. También carga con una mochila de niño en la que aparece Bob Esponja y se ha cambiado los zapatos de tacón por unas zapatillas de deporte y calcetines blancos.

—No te he visto al mediodía. ¿Comes en tu escritorio?

—He andado de aquí para allá. Todavía estoy intentando instalarme. Además, he mantenido una larga charla con mi agente.

Es cierto que ha hablado con Giorgio, aunque no ha sido una larga charla. Nick ha regresado a Las Vegas, pero Giorgio se ha quedado en la supermansión y ha traído a los dos hombres nuevos; Reggie y Dana, se llaman. Billy no cree que Nick y Georgie Pigs se estén confabulando contra él exactamente, pero este asunto es muy importante para ellos, y a Billy le extrañaría que no extremaran la cautela. Le asombraría, de hecho. A quien puede que sí tengan vigilado es a Ken Hoff. El chivo expiatorio en capilla.

—Además, un escritor trabaja incluso cuando no está sentado a su mesa. —Se lleva un dedo a la sien.

Ella le devuelve la sonrisa. Es una sonrisa agradable.

—Seguro que eso dicen todos.

—La verdad es que ando un tanto bloqueado, parece.

—A lo mejor es por el cambio de escenario.

—A lo mejor.

No cree que en realidad se trate de un bloqueo. No ha escrito nada aparte de ese primer episodio, pero tiene el resto justo ahí. En espera. Quiere alcanzarlo. Significa algo para él. No es llevar un diario, no es un intento de reconciliarse con una vida que ha sido en muchos sentidos desdichada y traumática, no es una revelación íntima, aunque puede que en último extremo equivalga a una confesión. Tiene que ver con el poder. Por fin ha encontrado una forma de poder que no se deriva del cañón de un arma. Eso le gusta, al igual que la vista desde la ventana a ras de suelo de su nuevo piso.

—En todo caso —dice cuando llegan a la entrada del parking—, tengo previsto aplicarme. A partir de mañana.

Ella enarca las cejas.

—Mermelada ayer, mermelada mañana…

Él se suma y terminan juntos la frase:

—Pero nunca mermelada hoy.

—Sea como sea, estoy impaciente por leerlo. —Empiezan a subir por la rampa. Se percibe un grato frescor después del sol de justicia de la calle. Ella se detiene a medio camino de la primera curva—. Yo me quedo aquí. —Pulsa el mando de la llave. Las luces de posición de un pequeño Prius azul responden. Dos adhesivos flanquean la matrícula: NOSOTRAS PARIMOS, NOSOTRAS DECIDIMOS y CREE A LAS MUJERES.

—Con eso ahí, te arriesgas a que te lo rayen —comenta Billy—. Este es un estado profundamente republicano.

Ella levanta el bolso y le dirige una sonrisa muy distinta de esa con la que lo ha saludado. Esta es una sonrisa a lo Harry el Sucio.

—También es un estado en el que permiten llevar armas ocultas, así que si alguien intenta arrancar mis pegatinas, más le vale que yo no ande cerca.

¿Es pura fanfarronería? ¿La pequeña contable adoptando una pose de chica mala ante un hombre en el que podría estar interesada? Quizá sí, quizá no. En cualquier caso, la admira por ser tan franca sobre sus convicciones. Por ser valiente. Así es como actúa una buena persona. Al menos cuando muestra lo mejor de sí.

—Bueno, nos vemos por el barrio —dice Billy—. El mío está unas plantas más arriba.

—¿No has encontrado nada más cerca? ¿En serio?

Podría responder que es porque hoy ha llegado tarde, pero cabría la posibilidad de que le saliese el tiro por la culata, porque siempre aparca en la tercera planta. Alza un pulgar.

—Arriba hay menos probabilidades de que te abollen el coche y se den a la fuga.

—¿O te arranquen las pegatinas?

—Yo no llevo ninguna —dice Billy, y añade la absoluta verdad—: Me gusta pasar inadvertido. —Luego, movido por un impulso (y rara vez es un hombre impulsivo), añade lo que se ha prometido no decir—: Algún día podríamos ir a tomar algo. ¿Quieres?

—Sí. —Sin vacilar, como si estuviera esperando que él planteara la pregunta—. ¿Qué tal el viernes? Hay un sitio que está bien a dos calles de aquí. Pagamos a medias. Prefiero pagar a medias cuando salgo a tomar una copa con un hombre. —Guarda silencio un momento—. Al menos la primera vez.

—Me parece una política prudente. Conduce con cuidado, Phyllis.

—Phil. Llámame Phil.

Billy dirige un gesto de despedida a sus luces de posición antes de subir el resto de la rampa hasta el tercer nivel. Hay un ascensor, pero le apetece caminar. Quiere preguntarse por qué coño ha hecho lo que acaba de hacer. O por qué se prestó a la partida de Monopoly con Derek y Shanice Ackerman, sobre todo sabiendo que querrán la revancha el próximo fin de semana y que es probable que los complazca. ¿Qué ha sido de su tendencia a mostrarse cordial pero evitar las relaciones estrechas? ¿Puedes formar parte del paisaje cuando estás en primer plano?

La respuesta breve es no.