1
Trascurre el verano. Días calurosos y húmedos de sol cegador se intercalan con repentinas tormentas eléctricas, algunas atroces, con granizo como piedras. Se desatan dos tornados, pero en las afueras, no en el centro ni en Midwood. Cuando las tormentas remiten, las calles despiden vaho y se secan enseguida. La mayoría de los apartamentos de las plantas superiores de la Torre Gerard están vacíos, ya sea porque continúan desocupados o porque los inquilinos los han abandonado en busca de climas más frescos. En cambio, la mayor parte de las oficinas están a pleno rendimiento, con todo su personal, porque son empresas recién creadas que aún pugnan por consolidarse. Algunas, como el bufete del rellano donde Billy tiene el despacho, ni siquiera existían hace dos años.
Billy y Phil Stanhope van a tomar una copa como han acordado, en un bar agradable, revestido de madera, contiguo a lo que, supone Billy, es uno de los mejores restaurantes de Bluff, donde la especialidad de la casa son los filetes. Ella toma un whisky con soda («La bebida preferida de mi padre», dice). Billy opta por un Arnold Palmer, aclarando que no va a probar el alcohol, ni siquiera una cerveza, mientras trabaje en el libro.
—No sé si soy realmente un alcohólico, eso está por verse —dice—, pero he tenido problemas con la bebida. —Le expone una historia de fondo que le han proporcionado Nick y Giorgio: demasiada bebida en New Hampshire con demasiados amigos juerguistas.
Aunque pasan una media hora bastante agradable, Billy percibe que el interés de ella en él —es decir, como algo más que un amigo— no es tan fuerte como esperaba. Piensa que se debe al abismo existente entre el contenido de sus vasos. Tomar whisky con un hombre que tiene ante sí una mezcla de té helado con limonada es como beber sola, y quizá la propia Phil tenga un problema con la bebida (el color que asoma rápidamente a sus mejillas mientras apura su vaso es indicio de que podría ser así). O llegue a tenerlo, en años venideros. Es una lástima que las cosas sean como son, porque a Billy no le importaría llevársela a la cama, pero dejarlo en una relación de amigos reduce el riesgo de complicaciones. Con Phil, no se diluirá completamente en un segundo plano —existe una simpatía mutua—, pero ninguna unidad forense encontrará jamás sus huellas dactilares en el dormitorio de ella. Eso es bueno. Para los dos. Aun así, incluso este nivel de cercanía, intercambiar someros perfiles biográficos (el de ella real, el de él falso), es excesivo, y él lo sabe.
La historia de fondo de Dalton Smith no incluye problemas con la bebida, y por tanto puede tomarse una cerveza en el porche trasero del número 658 de Pearson en compañía del marido de Beverly. Don Jensen trabaja para una empresa de paisajismo llamada Growing Concern. Coincide plenamente en sus opiniones con ese otro Don, el que se aloja en el caserón mucho más suntuoso del 1600 de Pennsylvania Avenue. Concuerda con ese otro Don sobre todo en lo que se refiere al tema de la inmigración («No quiero ver Estados Unidos pintado de marrón», dice), a pesar de que gran parte de la mano de obra de Growing Concern se compone de extranjeros indocumentados que no saben inglés («Aunque sí saben de vales de comida», dice). Cuando Billy señala la contradicción, Don Jensen le quita importancia con un gesto («Los actores de cine vienen y van, pero los espaldas mojadas se quedan para siempre», dice). Pregunta a Billy cuál es su próximo destino, y Billy dice que pasará un par de semanas en Iowa City. Después irá a Des Moines y a Ames.
—Desde luego, no pasas mucho tiempo aquí —dice Don—. Es como tirar el dinero del alquiler.
—El verano es siempre mi época de más actividad. Y necesito un sitio donde asentarme. En otoño me verás más.
—Brindo por eso. ¿Quieres otra cerveza?
—No, gracias —responde Billy, y se pone en pie—. Tengo que trabajar.
—Obseso —dice Don, y le da una afectuosa palmada en la espalda.
—Culpable de todos los cargos —dice Billy.
En Evergreen Street, los Ragland —Paul y Denise— lo invitan a comer pollo a la barbacoa de Big Clucks. De postre, Denise sirve tarta de fresa, hecha en su propia cocina. Está deliciosa. Billy repite. Los Fazio —Pete y Diane— lo invitan el viernes a pizza, que comen en la sala de juegos de abajo, viendo En busca del arca perdida con Danny Fazio y los hijos de los Ackerman, de la casa de enfrente. La película tiene en ellos el mismo efecto que tuvo en Billy y Cathy cuando fueron a verla de reestreno al antiguo Bijou. Jamal y Corinne Ackerman, en su casa, lo agasajan con unos tacos y un pastel de seda de chocolate. Está delicioso. Billy repite. Ha engordado dos kilos. Como no quiere que lo tomen por el vecino gorrón, compra una parrilla en el Walmart, utilizando una de las tarjetas de crédito a nombre de David Lockridge, e invita a las tres familias, además de a Jane Kellogg, la viuda que vive en el otro extremo de la manzana, a comer hamburguesas y perritos calientes en el jardín de atrás. Que, como el de delante, ha revivido bajo su supervisión.
Prosiguen las partidas de Monopoly de los fines de semana. Ahora atraen a niños de todo el barrio, no solo de Evergreen Street, que compiten por destronar al campeón. Billy los despluma a todos. Un sábado, Jamal Ackerman toma asiento junto al tablero, reclamando el coche de carreras como ficha («Vamos, América Blanca», dice a Billy con una sonrisa). Resiste un poco más que los niños, pero no mucho. Al cabo de setenta minutos, está en bancarrota, y Billy se regodea. Es Corinne quien por fin lo derrota, el último sábado antes de que se reanuden las clases en los colegios. Todos los niños, que no han parado de entrometerse, aplauden cuando Billy se declara en bancarrota. También Billy. Corinne hace una reverencia y luego toma una foto del tablero, en la que Billy procura no dejarse ver. No es que tenga una gran trascendencia. Viven en los tiempos de los móviles con cámara, y seguramente su imagen ha quedado registrada en el de Derek. Es probable que también en el de Danny Fazio. Los hijos de los Ackerman miran a Billy con los ojos brillantes mientras aplauden. Estas partidas se han convertido en algo importante para Derek y Shanice. Para todos los niños, pero sobre todo para ellos, porque ya estaban cuando empezaron las partidas de los sábados. El propio Billy se ha convertido en alguien importante para ellos, y va a defraudarlos. No cree (porque no puede o porque se niega) que vaya a romperles el corazón cuando mate a Joel Allen, pero sabe que se sorprenderán y quedarán conmocionados. Desilusionados. Indignados. Billy puede decirse que si no les pasa con él, les pasará con otra persona (y se lo dice), pero no logra engañarse. No es así como se comporta una buena persona. Sin embargo, la situación es inamovible. Cada vez se aferra más a la esperanza de que Allen eluda la extradición, o que lo maten en la cárcel, o incluso que escape, con lo que todo quedará en nada.
Entre semana come en la plaza cercana a la Torre Gerard, si no hace demasiado calor. Se propone entablar relación con Colin White, el de la ropa llamativa. En una primera impresión, White no es un gay estereotípico, sino una verdadera caricatura, un personaje cómico salido de una telecomedia de los años ochenta. Recurre sin cesar al cuchicheo, los gestos exagerados y las miradas con los ojos en blanco. Llama a Billy «cariño» y «cielo». En cuanto Billy traspasa esa fachada, descubre a un hombre de gran ingenio. De un ingenio afilado. Y cuando no pone los ojos en blanco, estos observan con aguda percepción. Más adelante, una vez realizado el trabajo, correrán muchas descripciones de David Lockridge. Algunas, incluida la de Phillys Stanhope, serán aceptables, pero Billy cree que la de este hombre será la más precisa. Se propone utilizar a Colin White, pero entretanto ha de tener cuidado con él. Billy tiene su lado tonto; cree que Colin White tiene su lado cabroncete. El ladrón conoce a los de su condición.
Un día, mientras están sentados en un banco a la escasa sombra que hay en la plaza a la hora del almuerzo, Billy pregunta a Colin cómo puede dedicarse a embaucar a la gente para sacarle unos pavos cuando en esencia, reconozcámoslo, es un buen tío y, para colmo, gay a más no poder. Colin se lleva la mano a un lado de la cara, mira a Billy con los ojos muy abiertos en una expresión de ingenuidad, y dice: «Bueno… digamos que… cambio». Baja la mano. La sonrisa afable (realzada por un ligerísimo toque de brillo de labios) desaparece. También el deje afectado. La voz que sale del delicado Colin White, vestido hoy con el pantalón dorado de estilo paracaídas y la camisa con estampado de cachemira, es la de un abogado de mala uva.
—Señora, no sé a quién le ha estado dando coba, pero yo soy inmune. Se le ha acabado el tiempo. ¿Quiere conservar el coche? Porque si cuelgo sin recibir nada de usted, y no me refiero solo a una promesa, mi próxima llamada será a la empresa de recuperación de impagos con la que trabajamos. Llore todo lo que quiera, también soy inmune a eso. —En efecto, lo parece—. Necesito sesenta pavos en mi pantalla en los próximos diez minutos. Cincuenta como mínimo, y solo porque esta mañana me he levantado con el pie derecho. —Se interrumpe y mira a Billy con los ojos muy abiertos (realzados por una pizca de delineador)—. ¿Te ayuda eso a entenderlo?
Lo ayuda. No lo ayuda, sin embargo, a entender si Colin White es buena o mala persona. Quizá sea las dos cosas. Ese concepto siempre ha inquietado a Billy.
2
Ese verano recibe mensajes de texto de su «agente» en el teléfono de David Lockridge, a veces uno por semana, a veces dos.
GRusso: Tu editor aún no ha tenido ocasión de leer tus últimas páginas.
GRusso: He llamado a tu editor pero no estaba en la oficina.
GRusso: Tu editor sigue en California.
Y así sucesivamente. El que está esperando, el que significará que un juez de California ha aprobado la extradición de Allen, será Tu editor quiere publicar. Cuando Billy lo reciba, iniciará sus preparativos finales.
El último mensaje de Giorgio será: El cheque está en camino.
3
Nick regresa de Las Vegas a mediados de agosto. Llama por teléfono a Billy y le dice que se presente en la supermansión cuando anochezca, instrucción que Billy en realidad no necesita. Se sientan a cenar a las nueve y media. No hay servicio. Nick cocina él mismo: ternera a la parmigiana, nada del otro mundo, pero el pinot noir está bueno. Billy toma solo una copa, consciente de que ha de conducir de vuelta.
Están presentes Frankie, Paulie y los nuevos, Reggie y Dana. Elogian de forma exagerada la comida, incluido el postre, que es un bizcocho de supermercado con crema batida, sea Cool Whip o Dream Whip. Billy reconoce el sabor. Comió no poca de niño, los viernes por la noche en casa de los Stepenek, que Robin, Gad y él, junto con los demás chicos acogidos, llamaban la Casa de la Pintura Interminable.
Ese lugar acude a su mente con frecuencia en los últimos días. Robin también. Estaba loco por aquella chica. Pronto escribirá sobre ella, aunque le cambiará el nombre por uno parecido. Rikki o tal vez Ronnie. Cambiará todos los nombres, excepto quizá el de la chica tuerta.
La mayor parte de la cuadrilla de Nick, los hombres a quienes Billy considera rufianes de Las Vegas, tienen nombres terminados en «-ie», como los personajes de una película de Coppola o Scorsese. Dana Edison es distinto. Es un pelirrojo con un pequeño moño apretado en la nuca que compensa lo que ha perdido en la parte de delante: su frente parece más bien una pista de aterrizaje. Frankie Elvis, Paulie y Reggie son hombres corpulentos. Dana es menudo y contempla el mundo a través de unas gafas con montura al aire. A primera vista, podría tomárselo por un individuo inofensivo, un pusilánime, pero detrás de las lentes hay unos ojos azules y fríos. Ojos de tirador.
—¿Aún no hay noticias de Allen? —pregunta Billy cuando terminan de cenar.
—Pues sí que las hay. —Después, dirigiéndose a Paulie, añade—: No enciendas esa puta bomba fétida aquí. Está prohibido fumar. El incumplimiento es causa de rescisión inmediata del contrato, más una multa de mil dólares.
Paulie Logan mira el puro que se ha sacado del bolsillo de la camisa rosa de marca Paul Stuart como si no supiera de dónde ha salido y vuelve a guardárselo mascullando una disculpa.
—Allen comparece en el juzgado a primeros de septiembre, el martes después del día del Trabajo. Su abogado intentará conseguir otra prórroga. ¿Se la concederán? —Nick levanta las manos con las palmas hacia arriba—. Puede ser, pero, por lo que me dicen mis amigos de Los Ángeles, el juez es un cabrón, un viejo cascarrabias.
Frank Macintosh se ríe, pero, ante la mirada adusta de Nick, se interrumpe en el acto y cruza los brazos a la altura del pecho. Nick lleva casi toda la noche de un humor de perros. Billy cree que quiere volver a Las Vegas, a escuchar a alguna vieja gloria —Frankie Avalon o tal vez Bobby Rydell— cantar «Volare».
—Según me dicen, Billy, el verano aquí ha sido lluvioso. ¿Es verdad?
—Va y viene —contesta Billy, pensando en el césped de Midwood. Está tan verde como el fieltro de una mesa de billar nueva. Incluso la hierba de delante de Pearson 658 presenta mejor aspecto, y al otro lado de la calle los contornos desiguales de ladrillo de la estación de tren en ruinas quedan ocultos por la maleza crecida.
—Cuando viene, viene con fuerza —dice Reggie—. No es como en Las Vegas, jefe.
—¿Puedes disparar con lluvia? —pregunta Nick—. Eso es lo que quiero saber. Y quiero la verdad, nada de fantasías optimistas.
—A menos que llueva a cántaros, sin duda.
—Bien. Bien. Esperemos que ese día no vuelquen los cántaros. Acompáñame a la biblioteca, Billy. Quiero hablar contigo un poco más. Luego puedes irte a casa para acostarte temprano y dormir tus horas. Vosotros, chicos, buscad algo que hacer. Paulie, si te fumas eso fuera, que no me encuentre la colilla mañana en el jardín.
—De acuerdo, Nick.
—Porque miraré.
Paul Logan y los tres hombres importados de Las Vegas salen juntos. Nick lleva a Billy a una habitación revestida de libros desde el suelo hasta el techo. Unos curiosos focos direccionales iluminan desde arriba colecciones encuadernadas en piel. A Billy le encantaría echar una buena ojeada a esas estanterías —está casi seguro de que ve las obras completas de Kipling y Dickens—, pero el Billy que Nick conoce no haría una cosa así. El Billy que Nick conoce se sienta en un sillón de orejas y, con los ojos muy abiertos, fija en Nick su mirada de persona dispuesta a escuchar.
—¿Has visto por ahí a Reggie y a Dana?
—Sí. De vez en cuando.
Van en una furgoneta del DOP. Una vez los vio aparcados frente a la Torre Gerard, donde se instalan los puestos de comida al mediodía. Estaban manipulando la tapa de una boca de alcantarilla. En otra ocasión se encontraban en Holland Street; arrodillados, alumbraban la cloaca a través de la rejilla de desagüe con sus linternas. Vestían monos grises, gorras, botas de trabajo.
—Los verás más a menudo. ¿Dan el pego?
Billy se encoge de hombros.
Nick reacciona con un gesto impaciente.
—¿Qué quiere decir eso?
—Dan el pego.
—¿No llaman la atención más de la cuenta?
—No, por lo que yo he visto.
—Bien. Bien. Ahora la furgoneta está en la cochera. No la sacan todos los días, o al menos todavía no, pero quiero que la gente se acostumbre a verlos rondar.
—Que se integren en el paisaje —dice Billy con la mejor sonrisa de su lado tonto.
Nick lo apunta formando un arma con los dedos. Es un gesto característico suyo, como Billy sabe, extraído probablemente de algún número de cabaret de Las Vegas, pero a Billy no le gusta que lo apunten ni siquiera con una pistola imaginaria.
—Eso mismo. ¿Hoff te ha entregado ya el arma?
—No.
—¿Lo has visto?
—No, y tampoco tengo muchas ganas.
—Vale. —Nick deja escapar un suspiro y se desliza la mano entre el cabello—. Seguramente querrás regular la mira, ¿no? ¿Disparar unas cuantas veces en el campo?
—Es posible —dice Billy, aunque no se arriesgará a disparar, ni siquiera en uno de esos rincones perdidos donde todas las señales de stop están acribilladas a balazos. Puede ajustar el rifle con una aplicación de iPhone y un dispositivo láser que venden en Amazon.
Nick se inclina hacia delante con las manos cruzadas ante su considerable vientre. Adopta una expresión de interés cordial. A Billy se le antoja una impostura.
—¿Cómo te va en…? ¿Cómo se llama? ¿Midwood?
—Midwood, sí. Bastante bien.
—Aquello es un nido de mierda, ya lo sé, pero la paga lo merece.
—Sí —dice pensando que en realidad es un barrio bastante agradable.
—¿Llevas una vida discreta?
Billy asiente. No hace falta que Nick sepa nada sobre las partidas de Monopoly, o las reuniones en su jardín trasero, o la copa que tomó con Phil Stanhope. Ni ahora ni nunca.
—¿Has vuelto a pensar en el plan de fuga que te comenté? Porque, como ves, los chicos estarán listos cuando llegue el momento. Reggie no es ingeniero aeroespacial, pero Dana es una cabeza pensante. Y los dos son buenos conductores.
—Solo tengo que ir corriendo hasta la esquina, ¿no? Y montar en la parte trasera de la furgoneta.
—Exacto, y ponerte uno de esos monos que llevan los empleados municipales. Preguntáis a la poli si podéis ayudar con el control de la multitud o algo así. —Como si Billy hubiera olvidado todo eso—. Si dicen que sí… lo más seguro es que digan que no, pero si dicen que sí… echáis una mano. En cualquier caso, estarás fuera del estado y camino de Wisconsin para cuando anochezca. Quizá antes. Bueno, ¿qué opinas?
Billy se imagina a sí mismo no de camino a Wisconsin, sino muerto en la cuneta de una carretera secundaria entre latas de cerveza y cajas de Big Mac tiradas. Esa imagen es muy nítida.
Sonríe —con una amplia sonrisa— y dice:
—Pinta bien. Mejor que cualquier cosa que pudiera habérseme ocurrido a mí.
Lo cual es mentira: su propio plan de fuga, después de darle muchas vueltas, le parece sólido. Entraña riesgos, pero son mínimos. Nick no necesita conocerlo. Puede que después se cabree, pero, a decir verdad, ¿hasta qué punto puede cabrearse una vez concluido el trabajo?
Nick se pone en pie.
—Bien. Encantado de ayudarte a escapar, Billy. Eres un buen hombre.
No, no lo soy, y tú, tampoco.
—Gracias, Nick.
—El último trabajo, ¿eh? ¿Eso va en serio?
—Sí.
—Pues ven aquí, bambino, y dame un abrazo.
Billy lo complace.
No es que no confíe en Nick, piensa de regreso a la casa amarilla. Es solo que se fía más de sí mismo. Siempre ha sido así, y siempre lo será.
4
Un par de días más tarde, llaman a la puerta de su pequeña oficina. Billy ha estado escribiendo, abstraído en un pasado que es en parte el de Benjy Compson, pero sobre todo el suyo. Guarda el trabajo, cierra el ordenador y abre la puerta. Es Ken Hoff. Da la impresión de haber perdido cinco kilos desde que Billy lo vio en junio. El asomo de barba se ve más desaliñado que nunca. Quizá todavía crea que le confiere aspecto de protagonista de una película de acción, pero a Billy le parece más bien un hombre que se pasa un día sobrio y cinco borracho. Su aliento no ayuda. El chicle de menta que está mascando no camufla el olor del par de copas que ha tomado en el camino, a las once menos veinte de la mañana. Lleva el nudo de la corbata impecable, pero la camisa arrugada y el faldón un poco salido por un lado. Este es un problema andante, piensa Billy.
—Hola, Billy.
—Soy Dave, ¿recuerda?
—Ah, sí, Dave, claro. —Hoff mira por encima del hombro para asegurarse de que en el rellano no hay nadie que pueda haber oído su error—. ¿Puedo pasar?
—Claro, señor Hoff. —No va a llamar Ken al hombre que en esencia es su casero. Se hace a un lado.
Hoff echa otra ojeada por encima del hombro y entra. Se quedan en lo que sería la recepción si realmente se tratase de la oficina de una empresa. Billy cierra la puerta.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Nada, gracias. —Hoff se humedece los labios, y Billy advierte que ese hombre le tiene miedo—. Solo he venido a ver si todo está… ya sabes, en orden. Si necesitas algo.
Lo ha enviado Nick, piensa Billy. ¿El mensaje? Has empezado con mal pie con Billy y es nuestro hombre in situ, así que arréglalo.
—Solo una cosa —dice Billy—. Se asegurará de que la mercancía esté a punto cuando la necesite, ¿no? —Se refiere al M24. Lo que Hoff llamó «Remington 700».
—Eso está bajo control. Bajo control, amigo mío. ¿Lo quieres ya o…?
—No. Uno de nuestros amigos le avisará cuando llegue el momento. Hasta entonces guárdelo en lugar seguro.
—No hay problema. Está en mi…
—No quiero saberlo. Todavía no. —Cada día tiene bastante con su inquietud, piensa. Evangelio según san Mateo. Lo que quiere hoy es seguir con lo que estaba haciendo. No tenía ni idea de lo bien que puede llegar a sentirse uno al escribir.
—Sí, claro. Oye, ¿quieres que vayamos a tomar una copa algún día?
—No sería buena idea.
Hoff sonríe. Tal vez sea una sonrisa encantadora cuando está en su medio, pero ahora no lo está. Ahora está en una oficina en compañía de un asesino a sueldo. Eso es parte del problema, pero no todo. Hoff es un hombre que siente que las paredes se estrechan en torno a él, y Billy no cree que sea porque sospecha que quizá lo utilicen como chivo expiatorio. Debería saberlo, pero no lo sabe. Quizá ni siquiera pueda concebirlo, del mismo modo que Billy no puede concebir la existencia, como objetos reales, de agujeros negros a gran distancia en el espacio.
—No pasaría nada. Al fin y al cabo, eres escritor. Desde el punto de vista social, estás en mi zona.
A saber qué quiere decir eso, piensa Billy.
—No convendría de cara al futuro. No le convendría a usted. Podría contestar a cualquier pregunta, decir que no tenía la menor idea de lo que yo me proponía aquí en realidad, pero sería mejor que no llegaran a hacerle esas preguntas.
—Pero no hay mal rollo entre nosotros, ¿verdad, Billy?
—Me llamo Dave. Tiene que acostumbrarse a eso o se le escapará. Y claro que no hay mal rollo, ¿por qué iba a haberlo? —Billy, con los ojos muy abiertos, le dirige una mirada de su lado tonto.
Surte efecto. Esta vez la sonrisa de Hoff es ligeramente más encantadora, porque no asoma la lengua para lamerse los labios al mismo tiempo.
—Dave ahora y para siempre. No volveré a olvidarlo. ¿Seguro que no necesitas nada? Porque, oye, soy el dueño del Carmike Cinema, en el centro comercial Southgate, nueve salas, el año que viene tendremos IMAX. Podría conseguirte un pase si…
—Eso estaría muy bien.
—Estupendo. Te lo traeré esta tar…
—¿Por qué no lo envía por correo? Aquí o a la dirección de Evergreen Street. La tiene, ¿verdad?
—Sí, claro. Me la dio tu agente. En verano ponen todas las películas importantes, ¿sabes?
Billy asiente con la cabeza como si se muriera de ganas de ir a ver a un puñado de actores con supertrajes.
—Y otra cosa, Dave, tengo un contacto en una agencia de acompañantes. Chicas muy amables, muy discretas. Jóvenes. Con mucho gusto, yo…
—Mejor no. No hay que llamar la atención, ¿recuerda? —Abre la puerta. Hoff no es solo un problema; Hoff es un accidente a punto de ocurrir.
—¿Irv Dean te trata bien?
El guardia de seguridad que trabaja durante el día en el vestíbulo.
—Sí. A veces compramos billetes de rasca y gana de un dólar y competimos el uno contra el otro.
Hoff suelta una risotada demasiado estridente; luego vuelve a mirar por encima del hombro para comprobar si podrían haberlo oído. Billy se pregunta si Colin White y los demás empleados de Business Solutions tienen a Ken Hoff en su lista de llamadas. Probablemente no. La gente a la que Ken debe dinero —y debe dinero, Billy está seguro— no llama por teléfono. Llegado un punto, sencillamente se presentan en tu casa, ahogan a tu perro en la piscina y te rompen los dedos de la mano con la que no extiendes los cheques.
—Bien, eso está bien. ¿Y Steve Broder? —pregunta. En respuesta a la cara de incomprensión de Billy, aclara—: El portero del edificio.
—Ni siquiera lo he visto —dice Billy—. Oye, Ken, gracias por pasarte. —Billy rodea los hombros de la camisa arrugada del hombre, lo acompaña al rellano y lo dirige hacia los ascensores.
—No hay de qué. Y en cuanto necesites la mercancía, ahí la tendrás.
—No lo dudo.
Hoff empieza a alejarse por el rellano, pero, justo cuando Billy cree que se ha librado de él, vuelve. Ya sin ocultar la desesperación en la mirada. Habla en voz baja:
—¿Sin malos rollos, pues? O sea, si te he ofendido de alguna manera, o te he cabreado, te pido disculpas.
—Nada de malos rollos —asegura Billy. Pensando: Este tipo podría estallar. Y si eso ocurre, no será Nick Majarian quien esté en la zona cero. Seré yo.
—Porque necesito esto —dice Hoff. Todavía en voz baja. Con su olor a chicle Certs y alcohol y colonia Creed—. Es como si yo fuera un quarterback y los receptores estuvieran cubiertos, pero de pronto se abriera una brecha, se abriera como por arte de magia, y yo… ya me entiendes, yo…
En medio de esta metáfora entrecortada, se abre la puerta del bufete del rellano. Jim Albright sale y se dirige al cuarto de baño. Ve a Billy y alza una mano. Billy levanta la suya en respuesta.
—Me hago cargo —dice Billy—. Todo saldrá bien. —Y como no se le ocurre qué más decir, añade—: Touchdown a la vista.
A Hoff se le ilumina el rostro.
—¡Tercera y línea de meta! —dice. Agarra la mano de Billy, se la estrecha vigorosamente y se aleja por el pasillo intentando ofrecer una imagen de desenfado.
Billy lo observa hasta que entra en el ascensor y se pierde de vista. Quizá debería salir corriendo de aquí, piensa. Comprar una tartana a nombre de Dalton Smith y salir corriendo.
Pero sabe que no lo hará, y el millón y medio restante es solo la mitad de la razón. Lo que lo espera en el despacho/sala de reuniones es la otra mitad. Tal vez más de la mitad. El mayor deseo de Billy no es jugar al Monopoly o beber cerveza con Don Jensen o acostarse con Phil Stanhope o disparar contra Joel Allen. Su mayor deseo es escribir. Se sienta y enciende el ordenador. Abre el documento en el que ha estado trabajando y se sumerge en el pasado.