II. EL MÉXICO ANTIGUO, ¿CAPÍTULO DE LA HISTORIA UNIVERSAL?
AL MODO de urgente imperativo, a raíz del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo y, de forma más amplia e insistente al entrar en contacto con el área de alta cultura que hoy nombramos Mesoamérica, surgió un empeño por responder a cuestiones como la del origen de sus pobladores y su civilización, con creaciones tenidas unas veces por admirables y otras juzgadas en extremo repugnantes. Se abrió así la que Antonello Gerbi designa como “la disputa del Nuevo Mundo”.1 Las inmensas tierras, objeto de la penetración europea, se describen como ámbito maravilloso, morada del buen salvaje y también de otros “pueblos semibárbaros”, posible escenario para convertir en realidad utopías como la de quienes participaban en una corriente milenarista. Y con igual o mayor vehemencia se enhebran la percepción de lo que se ofrece a la vista y un pensamiento de raíces medievales. Así, por ejemplo, se señala como evidente una acción demoniaca que ha esclavizado durante milenios a los nativos de las islas del Caribe y, más aún, a los que habitan en México. Como pruebas se aducen sus sacrificios humanos, su obsesión de la sangre y otras formas de culto y creencias que, en el mejor de los casos, son torpe remedo de la verdad revelada por Dios.
El debate no concluye con el paso de los siglos. Hubo de aceptarse la racionalidad de los indios y no, por cierto, como la defendía fray Bartolomé de las Casas, en cuanto plenitud y excelencia de facultades en los hombres de estas tierras.2 Prueba la tenemos en el hecho de que en la literatura y en la práctica se mantuvo la diferencia entre el indio y los europeos, estos últimos mentados como “la gente de razón”.
Mucho escribieron, a partir de los mismos conquistadores, numerosos cronistas españoles e indígenas, funcionarios reales, historiadores eclesiásticos y otros varios curiosos o viajeros. En tanto que algunos reiteran la condenación de tales o cuales vestigios de las antiguas culturas, otros acometen admirables empresas de rescate. En ellas participan sabios nativos y frailes humanistas. Un ejemplo extraordinario es el de fray Bernardino de Sahagún que, con sus colaboradores, reunió en lengua náhuatl testimonios que, mucho tiempo después, habrían de ser fuente de valor inestimable para conocer algo del mundo espiritual indígena.
Mas a pesar de tantos escritos y pesquisas, el meollo del debate no quedó esclarecido. Más bien fue el desinterés el que atenuó las contradicciones. Con el paso del tiempo poco o nada importaron ya los logros culturales supuesta o realmente alcanzados por pueblos como los antiguos mexicanos. Si atendemos a las grandes obras de conjunto que sobre historia universal se escriben en Europa desde fines del siglo XVIII, nos encontramos con hechos desalentadores. Las altas culturas del Nuevo Mundo —las de México y el área andina— no son tomadas en cuenta o cuando mucho reciben fugaz mención dentro de los capítulos dedicados a los viajes y descubrimientos de fines del siglo XVI y principios del XVII. Su única significación se derivaba de que los europeos las hubieran descubierto y, en diversos grados, destruido.
Ni siquiera obras como la Historia antigua de México del jesuita exiliado en Italia, Francisco Xavier Clavijero, publicada en 1780 y pronto traducida a otras lenguas europeas,3 ni luego la copiosa información reunida por Alexander von Humboldt, alteraron la situación prevalente. Por el contrario, según vamos a verlo, como consecuencia esta vez de un reflexionar en plan filosófico, al desdeñoso olvido se sumó la rotunda negación de interés por las realidades culturales del Nuevo Mundo, incluyendo obviamente las de sus grupos indígenas, juzgadas como desprovistas por entero de significación a la luz de la historia universal.
LA NEGACIÓN DE UN POSIBLE SIGNIFICADO
Pocos fueron por cierto los filósofos de la historia que, entrado ya el siglo XIX, se tomaron la molestia de emitir un juicio sobre la significación cultural e histórica del Nuevo Mundo. Tal vez mejor que nadie tipifica esta actitud el célebre G. W. Friedrich Hegel, a quien, a pesar de que pudo conocer los estudios de su compatriota Humboldt, no le interesaron en lo más mínimo las culturas nativas de América ni el posible sentido de sus logros y trayectoria. En su obra Prelecciones sobre la filosofía de la historia (1831), al asentar lo que piensa acerca de este continente, expresa un criterio que habría de mantenerse por largo tiempo con la vigencia de algo casi obvio. Escribe así en su introducción a las Prelecciones:
América es, por consiguiente, la tierra del futuro en la que, en los tiempos que habrán de venir, tal vez haya de manifestarse la realidad de la historia universal en una posible lucha entre las porciones norte y sur del continente. Es ésta la tierra añorada de todos aquellos a quienes aburre el arsenal histórico de la vieja Europa […] América ha estado separada del campo en el que hasta hoy se ha desarrollado la historia universal. Lo que hasta ahora ha sucedido en ella es sólo eco del Viejo Mundo, expresión de formas de vida que le son extrañas. Y como tierra del futuro, América no es aquí de nuestro interés […] Dejando así a un lado al Nuevo Mundo y a las fantasías que están ligadas con él, nos fijamos en el Viejo Mundo, es decir en el escenario verdadero de la historia universal […]4
Desde el punto de vista de la evolución dialéctica de la idea hegeliana, “la tierra del futuro” carece aún de significado. Nada importa lo que en ella pudo haber sucedido. El Nuevo Mundo es campo virgen para futuras manifestaciones en el devenir del espíritu que es la esencia de la historia universal. La actitud extrema de Hegel refleja, por una parte, lo poco o nada que significaba para la conciencia europea del siglo XIX el mundo aborigen de este continente. Por otra, como reafirmación de este desinterés desde el punto de vista de la razón histórica, el pensamiento expresado en las Prelecciones habría de influir poderosamente, cerrando las puertas a cualquier acercamiento que quisiera tomar en serio el estudio de estas culturas en función de la historia universal.
Así, al iniciarse nuestro propio siglo, y no obstante el incremento de las investigaciones acerca de las lenguas, los códices y los documentos, al igual que en el campo de la arqueología, con la aplicación de nuevos métodos, hay que reconocer que, para el hombre europeo en general, para los filósofos de la cultura y de la historia, los pueblos americanos no pasan de ser otro ejemplo dentro del sector primitivo del género humano. Como corolario que fluye espontáneamente está la idea del Nuevo Mundo como ámbito vacío y abierto a la expansión del Occidente, tierra virgen en la que por fin comienza a implantarse la cultura, a imagen y semejanza de lo que han sido y quieren ser las respectivas potencias colonizadoras.
El proceso de incomprensión histórica que brevemente he analizado explica, al menos en parte, la general indiferencia del hombre europeo hasta tiempos recientes por enterarse de lo que pudieron ser las formas de vida y pensamiento en el México o el Perú antiguos. Interesaba ya profundamente cuanto se refería a las civilizaciones del Cercano Oriente, en las que con razón se percibía antiguo y propio antecedente. Las culturas de China, la India y el Japón, para no mencionar otras, eran también objeto de la atención no sólo de eruditos, sino de un público mucho más amplio que veía en ellas realizaciones distintas en el devenir del hombre en el Viejo Mundo. De los pueblos de América sólo se recordaba a veces, como un eco de la primera denuncia del padre Las Casas, pero ya en términos de la Leyenda Negra, el hecho de su destrucción: las tribus de antropófagos, con ritos primitivos y sacrificios de hombres, habían sido aniquiladas o sometidas al peor de los yugos por la odiada España.
La condenación de la Conquista marcaba así el punto final del interés.
Pero, contra lo que pudiera preverse, los eruditos, arqueólogos, lingüistas e investigadores, iban a hacer posible un cambio de actitud. Los hallazgos aludidos, la multiplicación de estudios sobre arte, literatura y pensamiento precolombinos, la apertura de museos y zonas arqueológicas, la presentación de exposiciones durante las últimas décadas, fueron al fin descorrimiento del antiguo telón. América podría seguir siendo tierra del futuro, mas contra lo que antes se pensaba, tenía también ella un largo pasado, manifiesto sobre todo en las altas culturas nativas de México y del Perú.
En este contexto contemporáneo, y por encima de cualquier chauvinismo, se abre la puerta a la pregunta acerca de la posible significación de estas culturas desde el punto de vista de la historia universal. El planteamiento se circunscribe aquí precisamente al complejo de las que florecieron en el antiguo México. Y no es que, con mirada estrecha, queramos hacer caso omiso de las del mundo andino. Hay una razón que parece objetiva y es la que nos mueve a restringir el problema. Las culturas de esta que se ha llamado Mesoamérica pueden ofrecer especial interés para la historia porque aquí, desde el primer milenio antes de Cristo, existieron formas de escritura y, por tanto, medios para preservar sistemáticamente el recuerdo del pasado. En otras palabras, de todo el continente americano, con certeza sólo nos consta que el México antiguo estuvo en posesión de la escritura y en consecuencia alcanzó la posibilidad cumplida de la conciencia histórica.
LO PECULIAR EN LA EVOLUCIÓN CULTURAL DEL MÉXICO ANTIGUO
No pocas de las creaciones materiales, el arte y la simbología del México prehispánico, han sido en más de una ocasión objeto de comparaciones con las huellas dejadas por las antiguas culturas del Cercano y el Lejano Oriente. Para algunos ha sido éste un campo abierto a toda clase de hipótesis fantásticas. La trayectoria de las investigaciones ha seguido ciertamente un camino bien distinto. Sin embargo, al mismo tiempo que los especialistas se alejaron de fantasías gratuitas y suposiciones, admitieron que, para hacer científico su acercamiento, debían adoptar al menos un esquema de referencia afín, si no es que igual, al ya establecido por quienes estudiaban la evolución de las culturas del Viejo Mundo.
Era necesario, por consiguiente, inquirir acerca de lo que pudo haber sido el paleolítico, el mesolítico y la eventual “revolución neolítica” del hombre americano. Había que buscar los principios de su agricultura, la formación de comunidades estables, las formas de producción, la aparición de la cestería, la cerámica, los tejidos, la fabricación de utensilios, la aplicación de sistemas de regadío, hasta llegar a descubrir el nacimiento de la vida urbana y de las antiguas formas de gobierno teocrático. Allí debía estar la raíz de la ulterior organización de los estados prehispánicos, especialmente de aquellos que parecían hacerse acreedores al título de imperios, con rígidas estructuras sociales, con amplio comercio, fuertes tendencias religioso-militaristas y ciclos al parecer inevitables de conquistas.
El investigador que se acercaba así en plan científico a las culturas del México antiguo podía estar satisfecho porque contaba ya de antemano con el marco o esquema en que habría de situar los hallazgos fruto de sus trabajos. En función del esquema clásico, los datos antes aislados habrían de adquirir su significación más plena.
Pero he aquí que, a pesar de lo científico del esquema y del carácter ciertamente objetivo de las investigaciones, bien pronto salieron al paso hechos que resultaba difícil enmarcar debidamente. A medida que se ahondaba en el pasado prehispánico y se desechaban fantasías, se acrecentaban también los problemas. Mencionaremos unos cuantos. En primer término, el sentido que podía darse a la prehistoria americana era radicalmente distinto del que marcaba el esquema clásico, aplicable al Viejo Mundo. El inmenso paleolítico de cientos de miles de años, durante el cual había culminado la evolución de la especie humana, no tenía paralelo en el Nuevo Mundo, en el que la presencia del hombre data probablemente de 35 000 o 40 000 años como máximo.
Los prehistoriadores hasta hoy sólo han encontrado en el continente americano vestigios y fósiles de individuos que tuvieron plenamente los atributos del Homo sapiens. Los hallazgos que se han hecho dan testimonio acerca de los primeros grupos de cazadores y recolectores nómadas que, con escaso desarrollo cultural, habían penetrado por el estrecho de Behring y quizá asimismo provenientes de las islas meridionales del Pacífico. Específicamente, en el área de Mesoamérica, el instrumental lítico u óseo y los restos humanos de mayor antigüedad que se han descubierto, limitan aún más el ámbito temporal de lo prehistórico. El célebre “hombre o mujer de Tepexpan” vivió al parecer hacia los 8 000 años antes de Cristo.
Gracias a investigaciones efectuadas durante las últimas décadas, sabemos hoy algo más sobre la evolución cultural de estos primeros pobladores. Puede afirmarse que, por lo menos desde mediados del sexto milenio antes de Cristo, apareció en Mesoamérica una incipiente forma de domesticación de plantas: el maíz, la calabaza, el frijol y el chile. Con base en el método del carbono 14, pudo asignar tal antigüedad Richard S. MacNeish a los hallazgos que hizo en el suroeste de Tamaulipas y después en la cueva de Coxcatlán, municipio de Tehuacán, en Puebla.5
Querer aplicar en este punto los conceptos propios de la prehistoria, concebida al modo clásico, daría lugar a una serie de paradojas. Comparando el proceso que entonces se inició en Mesoamérica con lo que, a partir igualmente de las primeras formas de cultivo, ocurrió en el Viejo Mundo, lleva a percibir, en vez de semejanzas, grandes diferencias. Es cierto que, cuando en algunas comunidades del México precolombino, aparecen las actividades agrícolas, paulatinamente se va enriqueciendo su cultura y se desarrollan técnicas como la cestería, la cerámica y los tejidos. Pero, en cambio, hay aquí total ausencia de muchos de los descubrimientos que se generalizaron entre los primeros pueblos agrícolas del Viejo Mundo. En Mesoamérica nunca se empleó utilitariamente la rueda. La alfarería por consiguiente se produjo siempre por obra de las solas manos. Tampoco hubo molinos de especie alguna y en su lugar se tuvo, como utensilio doméstico que hasta hoy perdura, el tradicional metate, piedra cuadrilonga, sostenida por tres patas. No se conocieron otros telares que los que fijaban a su cintura las tejedoras. Por lo que a la misma agricultura se refiere, el hombre prehispánico jamás llegó a emplear otro instrumento que la coa, el largo trozo de madera aguzado y endurecido al fuego. Y completando el elenco de las diferencias que, en este caso son limitaciones, en el México antiguo la domesticación de animales fue prácticamente nula. La razón es obvia, ya que no había equinos, ni bovinos, ni lanares. Sólo los perrillos, como acompañantes en la vida y más allá de la muerte, fueron excepción. La única fuerza de trabajo hubo de ser necesariamente la de los propios seres humanos. Y en la explotación de otros recursos, particularmente los metales, tampoco se llegó muy lejos. De hecho, jamás se trabajaron en Mesoamérica el bronce y el hierro.6 La conclusión que de todo esto podía sacar el prehistoriador, habituado a pensar en función de los esquemas clásicos del Viejo Mundo, era que estos pueblos, que nunca llegaron a disponer de un más elaborado instrumental ni desarrollaron técnicas esencialmente superiores, permanecieron estancados en una muy incipiente forma de desarrollo cultural.
Pero las investigaciones arqueológicas sobre la ulterior secuencia cultural de Mesoamérica, contrariando la aplicación de los esquemas, obligan a plantear nuevas cuestiones. Los mesoamericanos, tan menesterosos desde el punto de vista de su instrumental técnico, dieron principio, hacia fines del segundo milenio antes de Cristo, a lo que sería, rigurosamente hablando, una civilización. A lo largo de las costas del Golfo de México, en los límites de los actuales estados de Veracruz y Tabasco, aparecen los primeros centros ceremoniales y con ellos las más antiguas formas de un arte que nadie puede llamar primitivo. Las grandes esculturas en basalto, los refinados trabajos en jade y el preciosismo en la cerámica de los olmecas, juntamente con los recintos ceremoniales, dan testimonio de cambios radicales. Asimismo con base en lo que nos revela la arqueología podemos inferir el surgimiento de nuevas formas de organización social, religiosa, política y económica. En lugares como San Lorenzo, La Venta, Tres Zapotes y otros más en esa área, se producen diversas formas de especialización en el trabajo y en otra suerte de actividades. Hay sacerdotes y sabios, guerreros, agricultores, artesanos y artistas. También allí tiene lugar un descubrimiento que habrá de ser esencial en la ulterior trayectoria de Mesoamérica. En el mundo olmeca, y verosímilmente en el primer milenio antes de Cristo, nace el calendario y con él los primeros vestigios de escritura.
Los núcleos originales de esta cultura, quizá por medio del comercio, de conquistas o de otra clase de contactos, difundieron sus creaciones por muchos lugares del México antiguo. Hoy sabemos que su influencia se dejó sentir en la región del altiplano, en el área del Pacífico y también en Oaxaca e igualmente en lo que llegaría a ser el mundo maya y todavía más lejos. La presencia de los olmecas, que coexistieron en el tiempo con otros grupos mesoamericanos con mucho más precario desenvolvimiento, confiere nuevo sentido al que los arqueólogos designan como periodo Preclásico, ya que es entonces cuando en esta parte del continente se inició definitivamente el proceso que culminó en una civilización. Así los que, por sus limitaciones técnicas —según los esquemas aplicados en el caso del Nuevo Mundo—, debían ser situados en un incipiente neolítico, aparecen, gracias al análisis de lo que realmente fueron, dentro del plano de una peculiar forma de alta cultura.
Siglos después, desde poco antes de la era cristiana, el surgimiento de Teotihuacan en el altiplano central, el nuevo esplendor de Monte Albán y otros sitios en Oaxaca e igualmente en el área maya, la proliferación de centros religiosos y urbanos, son precisamente consecuencia de la implantación de una cultura superior. Teotihuacanos, zapotecas y mayas, para sólo mencionar a los grupos más conocidos, fueron tributarios culturalmente de la herencia olmeca. Sus creaciones revelan la personalidad propia de cada uno, pero a su vez dejan entrever la influencia recibida en común de una cultura madre.
Por lo que toca a Teotihuacan, recientes investigaciones muestran que el gran centro ceremonial llegó a convertirse en enorme metrópoli. Al lado de las pirámides y adoratorios, se edificaron también, siguiendo admirable concepción urbanística, un gran número de palacios y residencias, escuelas para sacerdotes y sabios, almacenes y mercados. La grandiosidad de la traza teotihuacana, con multitud de espacios abiertos, calzadas y plazas, se vuelve hoy patente mirando los planos de Teotihuacan que, gracias a la arqueología, han podido elaborarse. De hecho esa ciudad, donde, según los mitos, había ocurrido la transformación de los dioses, fue paradigma no superado en el que habrían de inspirarse los futuros pobladores de la región del altiplano. Y otro tanto podría decirse respecto de su arte: pinturas murales, esculturas, bajorrelieves y cerámica de formas muy distintas pero siempre refinadas. La antigua visión del mundo y las creencias y prácticas religiosas también ejercerían influencia en las culturas de otros grupos de la altiplanicie y de fuera de ella.
Algo parecido sucedió en Monte Albán, donde desde tiempos antiguos se conoció el arte de las inscripciones y de las medidas del tiempo. La secuencia de las culturas de Oaxaca, sobre todo la zapoteca y la mixteca, constituye otra variante en la asimilación de la antigua herencia enriquecida por pueblos que, hasta los días de la Conquista, se mantuvieron en el contexto de la alta cultura. Finalmente, los mayas, mejor tal vez que cualquier otro grupo en Mesoamérica, aparecen como testimonio viviente de lo que, estudiado a base de categorías procedentes de afuera, resulta paradójico. Quienes tampoco superaron la mencionada serie de limitaciones técnicas, alcanzaron a producir un arte extraordinario y asimismo sistemas calendáricos de precisión inverosímil. Casi seguramente desde los tiempos olmecas, se asignaba ya un valor a los números en función de su posición. Esto llevó a concebir un concepto y un símbolo de completamiento muy semejante a lo que entendemos por cero. Las cuentas de los días, de los años y de otros grandes periodos que, por obra de los sabios mayas, se perfeccionaron cada vez más, dejan ver cómo el cero y el valor de los números por su colocación fueron elementos de constante uso en los cómputos. Los resultados de las observaciones de los astros, las complejas anotaciones calendáricas, y mucho más que no ha podido descifrarse, quedó en las inscripciones, sobre todo en las estelas de piedra. Precisamente la lectura de algunas de éstas ha permitido afirmar que los mayas lograron un acercamiento al año astronómico, superior incluso al que tiene el año gregoriano.
La civilización mesoamericana se expandió durante este periodo llamado Clásico, hasta apartadas regiones que sólo habían habitado antes comunidades de incipientes agricultores y alfareros. Un universo de símbolos, en el que quedaron reflejados los mitos y las creencias religiosas, denota profunda afinidad cultural, a pesar de las variantes, dentro de una vasta área.
La decadencia que sobreviene entre los siglos VII y IX, con el abandono de muchos de los centros y ciudades, plantea problemas que tampoco pueden esclarecerse sobre la base de criterios y esquemas tomados de otros contextos culturales. Sabemos al menos que la declinación del antiguo florecimiento no significó la muerte de la civilización en Mesoamérica. El reacomodo de pueblos y la penetración por el norte de tribus con precarias formas de cultura, hacen entrever un dinamismo que sólo en parte ha comenzado a valorarse. Lugares habitados por personas de idioma náhuatl, como Cholula y Xochicalco y después Tula, la metrópoli de Quetzalcóatl, confirman que sobrevivió mucho del antiguo legado. Y otro tanto puede decirse de lo que ocurrió en sitios como el Tajín o por el rumbo de Oaxaca, sin excluir a Monte Albán, e igualmente en el área maya, donde perduraron centros importantes como los más célebres de Yucatán. En esta época comienzan a trabajarse el oro, la plata y, en reducida escala, el cobre. Estas técnicas se adquieren como resultado de una lenta difusión originada al parecer en el ámbito andino y de las costas de América del Sur.
Mucho más abundantes son ya los testimonios que permiten conocer algo de la historia, la religión y el pensamiento de esta nueva etapa en Mesoamérica. Gracias a los hallazgos arqueológicos y también a los códices y textos en lenguas indígenas de épocas posteriores, pero que hacen referencia a lo que había ocurrido varios siglos antes, es posible hablar de las formas de gobierno y de organización social y religiosa que entonces existieron. Recordemos, por ejemplo, la información que proporcionan crónicas en náhuatl como la Historia tolteca-chichimeca y los Anales de Cuauhtitlan. Igualmente pueden citarse los relatos de documentos en varios idiomas de la familia mayense. Y en el caso de los mixtecas de Oaxaca, como lo ha comprobado Alfonso Caso, en su más reciente investigación, por medio de los códices es posible conocer las genealogías y biografías de varios cientos de señores, a partir del siglo séptimo de nuestra era.7
La ruina de Tula abrió las puertas a un extraordinario proceso, plenamente documentable, de asimilación cultural de otros grupos procedentes del norte. En el ulterior reajuste, que inevitablemente se produjo, fue al fin destino de los mexicas determinar más que nadie la postrer fisonomía que tuvieron la alta cultura y la civilización de Mesoamérica. Los viejos mitos resuenan otra vez, pero expresados en términos de la visión mexica del mundo. Una decidida voluntad de conquista lleva a ese pueblo a extender sus dominios por dilatadas regiones desde el Golfo hasta el Pacífico y por las tierras del sur. El idioma náhuatl es entonces la lingua franca de Mesoamérica. Herederos de más de dos milenios de creación cultural, su pensamiento y su literatura escapan al olvido y pueden estudiarse en los códices y en los textos que se conservan en bibliotecas de América y Europa. Entre ellos hay anales históricos, ordenamientos rituales y tradiciones religiosas, pláticas de los ancianos, enseñanzas en los centros de educación y, como la mejor muestra de su refinamiento espiritual, una rica poesía, en la que se hizo presente cuanto puede preocupar al hombre en la tierra. Mediante estas fuentes y de los descubrimientos de la arqueología, es posible comprender el sentido que dieron a su vida y aun a prácticas y ritos, como los sacrificios humanos, que nos resultan hoy sombríos y repugnantes. Aquí vuelven a hacerse patentes el dinamismo y las tensiones que caracterizaron a la trayectoria mesoamericana. Por una parte están los tlamatinime, los sabios, que cultivaban la poesía y se planteaban problemas sobre la divinidad y el hombre, y por otra los guerreros que, para mantener la vida del sol, hacían conquistas y ofrecían el agua preciosa y el corazón de las víctimas.
Hemos recordado únicamente algunos de los momentos mejor conocidos en la secuencia cultural del México antiguo. En vez de buscar semejanzas con otros contextos de cultura, nos ha interesado señalar circunstancias y rasgos que parecen característicos y propios de la realidad mesoamericana. Con antecedentes prehistóricos relativamente limitados en el caso del Nuevo Mundo, los primeros pobladores desarrollaron aquí, en aislamiento, su propia cultura. Si algún contacto hubo con el exterior debió de haber sido transitorio y accidental, ya que no dejó vestigios que hayan podido comprobarse. Una serie de peculiaridades a veces paradójicas, muestra las radicales diferencias de los procesos que aquí ocurren. Por lo menos desde el primer milenio antes de Cristo, cuando nace entre los olmecas la alta cultura, sus múltiples creaciones en el campo del espíritu se logran sin que desaparezcan las impresionantes limitaciones materiales y técnicas. Repetiremos que nunca se empleó utilitariamente la rueda, ni se pasó a la llamada edad de los metales, ni pudo disponerse de bestias domesticables, ni se llegó a tener mejor instrumental que el hecho de piedra, pedernal y madera. Y sin embargo proliferaron los centros ceremoniales y urbanos. La organización social, política y religiosa se tornó compleja. Lo que hoy llamamos su arte adquirió grandes proporciones en la arquitectura, en los murales y esculturas, y aun en el barro alcanzó preciosismo. Finalmente se registraron las medidas del tiempo, apareció la escritura en las inscripciones y en los códices y se hizo posible la preservación definitiva del testimonio histórico.
La individualidad esencial de este mundo de cultura parece derivarse así del hecho de que aquí dinámicamente se integraron instituciones y creaciones, que son atributo de una alta cultura ya urbana, con un instrumental y con recursos técnicos que nunca dejaron de ser precarios. Y nos parece llegado el momento de hacer comparaciones. Pensemos en aquellos otros contextos donde, de manera autónoma, se había dado antes el paso decisivo de crear una civilización. En Egipto y Mesopotamia, en el Valle del Indo, en las márgenes del río Amarillo en China, el desarrollo cultural supuso siempre radical transformación en las técnicas, empleo constante de la rueda, elaboración de instrumentos de bronce y de hierro; en una palabra, nuevos medios para aprovechar cada vez mejor las potencialidades naturales.
Parecida comparación puede hacerse con lo que sucedió en otra zona nuclear fuera del Viejo Mundo, donde también floreció una alta cultura: el caso de los pueblos andinos y de la costa en la América del Sur. Su realidad cultural, aunque semejante en muchos aspectos a la de Mesoamérica, alcanzó mayor desarrollo en algunas de sus técnicas, pero en cambio jamás llegó a la invención de la escritura. El solo enunciado de estas comparaciones permite afirmar que la evolución del México antiguo siguió caminos muy diferentes de los que recorrieron en otros tiempos y latitudes los pocos pueblos que autónomamente llegaron a la alta cultura y a la civilización. De hecho, fuera del ámbito del Viejo Mundo, el caso de Mesoamérica se presenta como el del único núcleo que, en su aislamiento de milenios, y también por obra de sí mismo, desarrolló una civilización con escritura y con historia.
Consecuencia del empeño por enmarcar la evolución del México antiguo dentro del esquema válido en otras latitudes, ha sido precisamente el descubrimiento de esta serie de verdaderas paradojas. Ha sido precisamente este marco de referencia, el que, a la postre y por contraste, ha mostrado mejor que nada los rasgos peculiares y muchas veces exclusivos de Mesoamérica. Si se la pone en parangón con las del Viejo Mundo, por haber llegado también ella a la edificación de centros religiosos y urbanos, a la estratificación en clases sociales, al comercio organizado, a la creación de artes extraordinarias, al descubrimiento de la escritura, el calendario y la historia, se verá a las claras que constituye nuevo ejemplo entre las que con razón se han llamado “altas culturas”. Pero igualmente, percibiendo sus limitaciones técnicas, algunas condicionadas por su medio ambiente, como en el caso de la domesticación de animales, sabemos que su trayectoria ha sido diferente. Inevitablemente surge así la afirmación de que la experiencia de los antiguos mexicanos como creadores distintos de alta cultura es probablemente caso digno de atención en el contexto de la historia universal.
Este parece ser el punto de vista desde el que deberá buscarse su más honda significación. Lo peculiar en la evolución del México antiguo necesariamente interesará al filósofo de la historia y la cultura. La riqueza de su arte, de sus literaturas e historia, que pueden estudiarse en códices y textos, no son una de tantas curiosidades, atracción de eruditos y especialistas. Es ésta la otra experiencia humana que casi de raíz quedaba aún por conocer: la de quienes, por caminos distintos, superaron el ancestral primitivismo hasta situarse por sí solos en un plano semejante al que habían alcanzado en tierras lejanas los más antiguos privilegiados inventores de la escritura y de la historia.
UN LUGAR EN LA HISTORIA UNIVERSAL
Lo hasta aquí expuesto al parecer permite ya formular una respuesta a la pregunta que es título de este ensayo: “el México antiguo, ¿capítulo de la historia universal?” Hemos visto que, a pesar de sus carencias, las culturas que integran la que bien puede llamarse “civilización prehispánica de Mesoamérica”, alcanzaron un rango en muchos aspectos paralelo al de las altas culturas clásicas del Viejo Mundo. Específicamente nos estamos refiriendo a las que florecieron en Mesopotamia y en Egipto, en el Valle del Indo y en las márgenes del Hoang-ho, el río Amarillo, en China. Tanto éstas como la de México tuvieron su raíz en más antiguas comunidades agrícolas que, con escasa diferencia cronológica (entre los siglos VII y VI, a. C.), comenzaron a domesticar, entre otras plantas, los cereales. Allá fue el trigo, la cebada, la avena, el sorgo y, sobre todo en China, el arroz. Acá, principalmente, fue el maíz. En ambos casos, con una trayectoria más rápida o más lenta por las carencias técnicas, la agricultura vino a ser principio de la ulterior transformación.
La vida urbana, las nuevas formas de organización política, social, religiosa y económica, los principios de la escritura, el calendario y la historia, aparecieron allá muchos siglos antes que en el México antiguo. Sabemos que desde el cuarto milenio a. C. en Mesopotamia y en Egipto, y algo después, en el Valle del Indo, se ha dado el paso decisivo que marca los principios de la alta cultura. China lo dará más tarde, hacia 1500 a. C. La “cultura madre mesoamericana” se manifestará más ampliamente en el primer milenio a. C. Desde las costas del Golfo, entre Veracruz y Tabasco, en el país de los misteriosos olmecas, y también desde otros lugares como Monte Albán, en Oaxaca, a fines del llamado horizonte preclásico, anterior a nuestra era, la nueva efervescencia cultural traerá consigo la difusión del calendario, los principios de la escritura, del proto-urbanismo inherente a los centros ceremoniales, con la arquitectura y otras artes plásticas y con lo que hace posible el paso de las primitivas comunidades agrícolas a incipientes estados con nuevas formas de organización. El ulterior florecimiento Clásico que parece iniciarse con la era cristiana, es la etapa de pleno desenvolvimiento en plan de alta cultura, en algún caso germen de “Estados-imperios” como el que tiene su metrópoli en Teotihuacan.
Clásicos han sido llamados con razón estos siglos, porque durante ellos, más que nunca, el hombre prehispánico alcanzó supremo refinamiento en sus creaciones, como lo prueban sus templos y palacios, sus esculturas y pinturas murales, su cerámica misma y, sobre todo entre los mayas, el desarrollo de sus cómputos cronológicos y de su arte de las inscripciones. Pero, paralelamente, no en el tiempo, sino en cuanto a la aparición de hechos semejantes entre las altas culturas del Viejo Mundo, el esplendor Clásico de Mesoamérica, poco antes de que concluyera el primer milenio d. C., entró en decadencia.
Si está claro que a quienes desarrollaron el esplendor Clásico y a los que, mucho después, heredan y revitalizan la antigua cultura mesoamericana, debe atribuirse el título de creadores de una civilización, la única fuera del Viejo Mundo con escritura e historia, por esto mismo será ya tarea más fácil entrever su lugar en el contexto de la historia universal. A las claras su significación rebasa el hecho más o menos fortuito de su descubrimiento y conquista en los siglos XV y XVI. Solamente al lado, y si se quiere en parangón, con las culturas de Mesopotamia y Egipto, del Valle del Indo y de China, es posible situar esta más tardía y distinta, y por ello eminentemente interesante, experiencia de los antiguos mexicanos.
Quienes aquí iniciaron, no mucho después que en el Viejo Mundo, una agricultura con métodos distintos hasta lograr la domesticación de plantas diferentes, al parecer estuvieron libres de influjos culturales realmente importantes procedentes del exterior. Más lentamente, tal vez por sus carencias tantas veces señaladas, inventan si no todo aquello que clásicamente integra una “alta cultura”, al menos sus elementos más característicos y por añadidura otros que, como sus matemáticas con el cero y el valor de los números por su posición, el Viejo Mundo tardaría mucho más en descubrir. Finalmente, quienes así desarrollan en aislamiento esta forma distinta de cultura, llegan a tener, también a su modo, conciencia de lo que significa ésta, su obra de creadores.
Sólo liberados del afán de aplicar criterios y esquemas que fueron pertinentes en ámbitos muy distintos, y analizando en cambio la peculiaridad esencial mesoamericana, llegaremos a percibir la significación que puede tener ésta en la historia universal. Aquí se hizo realidad una muy diferente hipótesis: lo que ocurrió a los humanos cuando, en un medio distinto y básicamente aislado, superaron de nuevo el primitivismo y la barbarie. Para el filósofo de la historia, y para cuantos se interesan por conocer la trayectoria del hombre como creador de instituciones y de diversas formas de arte y pensamiento, el pasado precolombino de México surge como experiencia distinta y de atractivo excepcional.
Lo que hoy conocemos de las creaciones mesoamericanas sigue siendo invitación a penetrar en el significado de lo que fue su vida y pensamiento. A la luz de la historia universal la experiencia humana y cultural de los antiguos mexicanos tiene nueva forma de interés. Y en contraparte, la historia misma, al hacer suyo el capítulo antes olvidado de quienes aisladamente crearon la otra alta cultura, no sólo se enriquece sino que de modo mejor se hace acreedora al título de plenamente universal. Como florecimiento con esquema diferente, separado y con su propia cronología, el México antiguo, no a pesar de esto sino precisamente por todo ello, tiene su lugar en la historia.