III. EL TESTIMONIO DE LA HISTORIA PREHISPÁNICA EN NÁHUATL

¿QUÉ SENTIDO puede darse críticamente a la idea de historia —de obvio origen griego y de connotaciones múltiples en el pensamiento occidental—, al referirla a un fenómeno cultural de un ámbito tan distinto como el de Mesoamérica? Esta cuestión quizás a algunos parezca sutil, por no decir bizantina. De ella, sin embargo, depende en gran parte el que procedamos sobre una base más firme, ya que, si empleáramos aquí, sin distingos ni precisiones, los conceptos de historia e historiadores, fácilmente caeríamos en interpretaciones ingenuas. Correríamos el peligro de venir a redescubrir en lo indígena lo que fue propio de culturas diferentes y soslayaríamos lo que más importa: las características que tuvo en el mundo prehispánico el empeño de conservar la memoria del pasado.

UN PUNTO DE PARTIDA

Partiré de un hecho que podemos aceptar como cierto. En el México antiguo, desde el periodo olmeca, anterior a la era cristiana, existió un afán por no dejar que se borrara el recuerdo de lo que había acontecido. Tal actitud puede percibirse hoy de múltiples formas. Lugar especial tienen la conocida precisión de sus sistemas cronológicos, las inscripciones en piedra, los códices o libros en que se consignaron los hechos pretéritos, así como no pocas tradiciones orales, también recordación de sucesos. A estas formas de evidencia se suman las noticias que específicamente hablan de sacerdotes y sabios dedicados a indagar y a hacer posibles tales testimonios.

Casi como algo que podía esperarse, encontramos además, a partir de los primeros cronistas españoles, la reiterada afirmación de que la antigüedad mexicana no fue indiferente a su historia. Sólo que, asimismo desde el siglo XVI, comenzó a sostenerse paralelamente la noción de que esas llamadas “historias de los indios”, eran meras fábulas y leyendas en las cuales supuestas actuaciones divinas y humanas se mezclaban puerilmente. De hecho, el celo misionero —con contadas excepciones— pronto vio en los antiguos códices, en los almanaques calendáricos, en las inscripciones y en las relaciones orales, la mano oculta del demonio. Decididamente se persiguió, en consecuencia, lo que se juzgó que era no ya historia sino vestigio de supersticiones y arraigadas idolatrías.

Ello explica que mucho se perdiera entonces y que el estudio de la documentación que se salvó no pudiera emprenderse sino hasta tiempos recientes. Mas el moderno investigador de las culturas prehispánicas, libre ya de la obsesionante interpretación demoniaca, con dificultad podrá escapar a otros más sutiles prejuicios derivados de su propio bagaje cultural. Cualesquiera que sean sus conocimientos acerca de los idiomas y culturas nativas, ¿cómo superará los puntos de vista subjetivos y, por consiguiente, apriorísticos? Y sobre todo, ¿cómo alcanzará a distinguir con precisión entre lo que puede ser huella de una conciencia histórica indígena y lo que debe tenerse por mera elaboración fabulosa?

LO LEGENDARIO, LA HISTORIA Y LA CUASI-HISTORIA

El problema se agudiza, no sólo en un sentido particular, respecto de cualquier fuente de información, sino de modo general, cuando, con criterio abierto, se toman en cuenta las tesis de algunos modernos estudiosos acerca de la significación de la historia. Las conclusiones alcanzadas, a propósito de los orígenes de la historia en el ámbito del mundo griego, parecen tajantes en este punto. En ellas se hace clara distinción entre cualquier afán por preservar de algún modo el recuerdo del pasado y el empeño en inquirir críticamente acerca de él. La primera preocupación es considerada sólo como un antecedente de la conciencia histórica. Los conceptos de historiador y de historia se reservan para elaboraciones culturales que se juzgan de un orden muy distinto, a saber: cuando interviene la reflexión sobre el sentido del acontecer pretérito; pero, además, cuando el recuerdo o imagen de los sucesos es el fruto de indagación metódica y crítica, dirigida a separar lo legendario o mítico, de lo que, en términos de causa y efecto, se considera como acaecido realmente en el mundo del quehacer humano. Tal tipo de historia en sentido estricto, se nos dice, nació en el ámbito mediterráneo, específicamente en Grecia. Posteriormente sólo ha existido en aquellas esferas culturales que, de un modo o de otro, estuvieron expuestas al influjo helénico.

Buena muestra de este modo de pensar la ofrece R. G. Collingwood en su Idea de la historia:

¿Cuáles fueron —se pregunta— los pasos y las etapas que, para llegar a existir, ha recorrido la moderna idea europea de la historia? Puesto que, a mi parecer, [dice] ninguna de esas etapas ocurrió fuera de la región del Mediterráneo, es decir, fuera de Europa, del Cercano Oriente, desde el Mediterráneo hasta Mesopotamia y de las costas septentrionales al África [esto es, fuera del mundo influido luego por la herencia grecoromana], nada debo decir acerca del pensamiento histórico en China ni en otra parte alguna del mundo, salvo de la región que he mencionado.1

Y a continuación, para precisar por qué excluye del campo de la conciencia histórica a la mayor parte de la humanidad, da las razones que, fundamentalmente, se reducen a distinguir entre ese propósito casi universal de querer preservar la memoria del pasado y lo que ofrece como radicalmente diferente: reflexionar sobre el acontecer pretérito e inquirir críticamente para formarse una imagen lógica de él.

Aquellos pueblos, incluso los que conocieron alguna forma de escritura, pero que estuvieron desprovistos de la actitud inquisitiva y crítica nacida entre los griegos, no alcanzaron otra cosa —sostiene Collingwood—, que una cierta especie de “cuasi-historia”.2 Ésta tuvo un carácter teocrático, y se expresó en sus teogonías, mitos, fábulas y leyendas.

Para el investigador de las antigüedades del Nuevo Mundo, esta conclusión no debe pasar inadvertida. Si asume una actitud crítica, cual es de esperarse, ¿tendrá por ello que desechar, como no históricos en sentido estricto, tal vez todos los documentos que pueda reunir provenientes de los pueblos que estudia? ¿Deberá ver en ellos sólo otra manera de testimonio implícito, como son los demás vestigios que descubren los arqueólogos, pero no el reflejo de una conciencia histórica verdaderamente digna de ese nombre?

El enunciado de estas cuestiones vuelve pertinente una consideración sobre ellas. Es curioso notar que esta moderna concepción crítica de la idea de historia coincide, en cuanto a sus consecuencias, con aquella otra forma de pensamiento que, por razones tan distintas como la de una actuación demoniaca, llevó a tener asimismo por meras fábulas a las llamadas “historias de los indios”. ¿Se trata acaso —cabría preguntarse— de dos posturas etnocéntricas, la del evangelizador, que sólo aceptó como verdaderas la historia de la revelación y la de los pueblos cristianos, y la del hombre moderno de origen occidental que afirma que el sentido crítico es exclusivo de su herencia de cultura?

Desde luego no es mi intención hacer a un lado, con este comentario, las disquisiciones formuladas, a propósito de la historia, por el pensamiento contemporáneo. Formalmente las tomo en cuenta porque considero que, a su luz, cabe intentar un más serio acercamiento al fenómeno específico de ese interés por el pasado en el ámbito del México antiguo. Reconozco que, obligado por el tema, he usado ya los vocablos de historia e historiadores. Acepto ahora ponerlos críticamente en entredicho hasta no determinar qué sentido puede concedérseles en el contexto de las culturas prehispánicas.

Pero antes de abordar el problema quiero advertir que lo circunscribo a los pueblos nahuas de los últimos siglos anteriores a la Conquista. No significa esto, sin embargo, que deba perderse de vista el marco de referencia, mucho más amplio, de la evolución cultural mesoamericana. Hoy se sabe, gracias a las investigaciones arqueológicas, que en otras áreas del México antiguo existió una parecida preocupación por el pasado, y de ello hay testimonios que se remontan al primer milenio antes de Cristo. Pienso en las inscripciones que provienen del periodo olmeca y, de épocas posteriores, en los múltiples registros de acontecimientos a lo largo del horizonte clásico, en el área maya y en las de Oaxaca y del altiplano central. Otro tanto puede afirmarse de la etapa tolteca durante los siglos del Posclásico. La investigación, en el caso específico de los tiempos mexicas, parte en consecuencia del reconocimiento de que el interés que entonces existió acerca del pasado no fue experiencia aislada en el mundo mesoamericano. También en esto, los mexicas y otros grupos nahuas contemporáneos suyos, fueron herederos y acrecentadores de un legado de alta cultura, más de dos veces milenario.

Página del Códice Matritense del Real Palacio (Antiguos memoriales) en la que aparecen los señores que han gobernado en Tezcoco y en Huexotla.

Hecho el anterior deslinde, podemos ya plantearnos las cuestiones pertinentes respecto a este último periodo, el anterior a la Conquista. Los puntos que interesa elucidar son los siguientes: ¿qué ideas tenían los tlamatinime o sabios nahuas de los siglos XV y principios del XVI acerca de sus formas de perpetuar la recordación del pasado? ¿Dentro de qué marco de creencias y lucubraciones realizaron su tarea? ¿Fundamentalmente qué les interesaba rescatar del olvido? ¿Quiénes eran y qué propósitos tenían los que se ocupaban en esto? De las respuestas que puedan darse a tales cuestiones depende, así lo creo, el esclarecimiento del problema de si hubo o no durante la etapa mexica alguna manera de historia, entendido críticamente el concepto.

CONCIENCIA DE LO QUE ES RECORDAR

Fijémonos en el primer punto: las ideas que tuvieron los sabios nahuas sobre sus formas de recordación del pasado. Varios son los documentos indígenas que arrojan luz sobre este asunto. En algunos de ellos encontramos precisamente determinados términos que, analizados en función de sus correspondientes contextos, dejan percibir mejor las ideas de que fueron expresión.

Comencemos por el vocablo tlatóllotl. Se deriva éste de tlatolli que significa “palabra” y “discurso”. Tlatóllotl es voz colectiva y también abstracta que vale tanto como “conjunto de palabras o de discursos” e igualmente quiere decir “esencia de la palabra o del discurso”. Ahora bien, el término tlatóllotl no se aplicó a cualquier conjunto de palabras o discursos, sino específicamente a los dedicados a rememorar el pasado. En este apuntamiento a lo pretérito radicaba la esencia de la palabra que, así, se convertía en memoria. Varios son los textos indígenas que muestran que tal era la acepción de este término. Citaré, como ejemplo, un breve párrafo de los Anales de Cuauhtitlan. En él se habla de los lugares donde florecieron sucesivamente los conjuntos de palabras que eran tradición de hechos pretéritos:

Tlatoloyan, o sea la sede por excelencia del tlatóllotl (las palabras-recuerdo), estuvo primero en Tula, en Quauhquecholan, en Quauhnáhuac, en Uaxtépec, en Quahuacan.

Cuando aquello decayó, quedó la palabra-recuerdo, ontlalóloc, en Azcapotzalco, en Colhuacan, en Coahuatlinchan.

Cuando aquello decayó, quedó la palabra-recuerdo, ontlatóloc, en Tenochtitlan-Mexico, en Tezcoco-Acolhuacan, en Tlacopan-Tepanohuayan.3

Como breve comentario a este texto, destacaré algo que parece muy significativo. Expresamente se ha afirmado que el conjunto de palabras, memoria del pasado, los tlatóllotl, tuvieron su raíz en Tula y en la serie de lugares que después se mencionan, y que marcan distintas etapas culturales, hasta terminar la lista con los nombres de las ciudades que fueron cabeza de la llamada Triple Alianza: Tenochtitlan-México, Tetzcoco, en la región de Acolhuacan, y Tlacopan, Tacuba, en el territorio tepaneca. En esos tres sitios —tal es la conclusión del texto—, se recogió y quedó la palabra-recuerdo de lo que había ocurrido en los antiguos tiempos.

CÓMO SE PRESERVAN LAS PALABRAS-RECUERDO

Los tlatóllotl se conservaron para que las nuevas generaciones pudieran oírlos y hacerlos suyos. Así, a propósito de los portentos obrados por algunos dioses o de los hechos de personajes famosos, se lee muchas veces en la documentación indígena la siguiente expresión: “se oirán sus palabras-recuerdo” (in itlatollo mocaquiz).4 Pero, paralelamente, los tlatóllotl se perpetuaron en otra forma. En la misma fuente que hemos citado, los Anales de Cuauhtitlan, se dice a propósito de la vida de Huémac, antiguo señor de Tula: “Muchas palabras-recuerdo acerca de él están en varios libros (amoxtli); por medio de ellos, podrán ser escuchadas (Ca cenca itolloca cecni amoxpan mocaquiz)”.5

Lo que al comienzo fue sólo objeto de tradición oral pasó a ser tema y contenido de los libros indígenas, cuya escritura comprendía representaciones estilizadas de distintos objetos, es decir pictografías, asimismo ideogramas y, en menor grado, glifos de carácter fonético. Varios son los códices que han llegado hasta nosotros con recordaciones, hasta cierto punto esquemáticas, de sucesos divinos y humanos. Menciono, como ejemplo notable, los que integran el grupo de manuscritos mixtecas de origen prehispánico. En ellos pudo estudiar Alfonso Caso, las biografías de varios centenares de personajes que existieron a partir del siglo VII d. C. Y por lo que toca al mundo náhuatl, son libros de recordación del pasado la Tira de la Peregrinación, los códices Azcatitlan, Mexicanus, Vaticano A, Telleriano-Remensis y otros varios que si bien provienen, como algunos de los ya mencionados, de tiempos posteriores a la Conquista, conservan en buena parte la antigua técnica indígena.

Para describir el contenido de estos manuscritos, el hombre náhuatl se valió de diversos términos: cecemeilhuiamoxtli, libros de lo que ocurría cada día; cexiuhámatl, los que consignaban los acontecimientos de un año, o simplemente, xiuhámatl que tanto vale como “anales”. Otros eran los nemilizámatl o nemiliztlacuilloli, papeles o pinturas de una vida; in huecauh amoxtli, libros de lo que sucedió en la antigüedad; tlalámatl, papeles de tierras y tlacamecayoámatl, papeles de linajes o como ellos decían, de “mecateidades o cordeles humanos”.

En los centros prehispánicos de educación el contenido de esos libros, al igual que las palabras-recuerdo, los tlatóllotl, eran parte esencial en la enseñanza. Y juntamente con estas maneras de escritos y de tradición oral existieron las inscripciones en determinados monumentos. Un ejemplo es la conocida Piedra de Tízoc cuyos relieves y glifos conmemoran las hazañas de quien fue un tlatoani de los mexicas.

Mas para responder a la cuestión sobre lo que pensaron los sabios indígenas acerca de sus medios de preservar la memoria del pasado, no basta lo que hemos aducido. Es necesario valorar, además, lo que a veces consignan los mismos textos acerca del origen y credibilidad de los distintos relatos. Por ejemplo, en varios tlatóllotl que incluyó Sahagún en su magna recopilación se lee esta frase: “He aquí la palabra que dejaron dicha los viejos…” (Izca in tlatolli in quitotihui in huehuetque…).6 Por otra parte, es frecuente encontrar, a modo de preámbulo, esta otra expresión casi clásica: “Se refiere, se dice…” (Mitoa, motenehua…).7 También —y entonces hay indicio de duda—, algunos relatos aparecen precedidos del vocablo quílmach que significa: “dicen que, dizque”. Y, a propósito de algunas recordaciones de los orígenes cósmicos, como en la “Leyenda de los Soles”, la narración se anuncia así: “Aquí están las palabras-recuerdo que repiten lo que se sabe que sucedió en la antigüedad…” (In nican ca tlamachilliztlatolzazanilli ye huecauh mochiuh…).8

Distintas son todas esas formas de presentar un testimonio de aquellas otras en las que expresamente se menciona a alguien como responsable de haber sostenido lo que se aduce. En las colecciones de la antigua poesía náhuatl son frecuentes semejantes atribuciones. Como muestra veamos lo que se dice del pensamiento de un sabio náhuatl, el Señor de Teotlaltzinco: “Así lo dejó dicho Tochihuitzin, así lo dejó dicho Coyolchiuhque…” (In ic conitotéhuac Tochihuitzin, in ic conitotéhuac Coyolchiuhque…).9 Encontramos, asimismo, otras afirmaciones en que se invoca el testimonio de la experiencia. Transcribo la fórmula que se repite varias veces en los textos de la Visión de los vencidos: “Y todo esto pasó con nosotros, nosotros lo vimos, nosotros lo contemplamos admirados…” (Auh ixquich in topa mochiuh, in tiquitaque, in ticmahuizoque…).10 Finalmente citaré, por su grande interés una expresión de duda, con una consiguiente rectificación, respecto de lo que otros sostuvieron a propósito de un antiguo linaje. El texto proviene de los Anales de Cuauhtitlan. Tras de recordarse allí la genealogía de Xaltémoc, que había sido señor de Tequixquináhuac, aparece el siguiente comentario: “Este discurso acerca del linaje [de Xaltémoc] no puede ser cierto. Porque ya se dijo aquello que es verdadero, cómo se ordenó [la descendencia].11

Aunque es casi seguro que tal comentario se debe al recopilador indígena de tiempos posteriores a la Conquista, tenemos en él un indicio de que, en la elaboración de anales como éstos, no era inusitado en la tradición prehispánica recurrir a la confrontación de testimonios distintos. Ahora bien, cualquiera que sea la estimación que merezcan las diversas maneras, que hemos examinado, en la forma de aducir la autoridad de los relatos, lo importante es la diversidad de actitudes adoptadas frente a los testimonios del pasado. Por medio de ellas el hombre indígena reflejó tener conciencia de que, en su saber acerca de lo que había ocurrido, existían diferentes grados de certeza.

MARCO DE REFERENCIAS EN EL QUE SE PRESERVAN
LAS PALABRAS-RECUERDO

Y corresponde atender ya a otra de las cuestiones que inicialmente nos propusimos: ¿en qué consistió el repertorio de creencias e ideas que sirvió a los sabios de marco en su afán de conocer y conservar el pasado? Imposible sería reconstruir aquí la complejidad de su visión del mundo y de su pensamiento, fundamentalmente de contenido religioso. Opto, en consecuencia, por fijarme en lo que me parece más estrechamente relacionado con el tema que estamos considerando. Primer lugar ocupa la concepción que tuvieron, no sólo los nahuas sino en general los pueblos mesoamericanos, de un universo esencialmente cíclico. El sol y la tierra, ésta con todos sus rumbos y sus planos superiores e inferiores henchidos de símbolos, habían existido, cual realidad intermitente, varias veces consecutivas. Mediante innumerables cuentas y ataduras de años, los dioses creadores habían sostenido las grandes luchas recordadas en los que hoy llamamos mitos prehispánicos. El periodo de predominio de los distintos dioses había constituido una edad del mundo, un sol, como decía el hombre prehispánico. Cuatro eran los soles que habían surgido y terminado: las edades de tierra, aire, agua y fuego. La época actual era la de ollintonatiuh, el sol de movimiento, el quinto de la serie, que comenzó a ser por el sacrificio de los dioses que, con su sangre, le dieron vida. Pero este sol, como todos los anteriores, estaba destinado a perecer y, con él, la realidad del mundo donde habitaban por igual los macehualtin, gente del pueblo, y los sabios y nobles.

En tanto que la edad presente existía, múltiples fuerzas divinas actuaban y se dejaban sentir en el mundo. La acción de los dioses no era ni ciega ni menos fortuita. También en ella había ciclos y por tanto igualmente los había en todo acontecer a lo largo de cada día, y de las trecenas y veintenas de días, de las cuentas de años y de las ataduras de éstos, al concluir 52, y de las llamadas huehuetiliztli o “vejeces”, sumas de 104 años solares. De hecho, para los nahuas y los demás pueblos de Mesoamérica, todos esos periodos y otros más complejos, como los que concibieron los mayas, constituían precisamente el marco, pleno de vida y movimiento, en el que actuaban los dioses. Las medidas de tiempo no sólo implicaban un tonalli o destino, sino que ellas mismas eran manifestación de los rostros de las deidades que, una y otra vez, se hacían presentes en el mundo de los seres humanos.

Vitalmente persuadido de que así era el universo en que le había tocado existir, el hombre prehispánico hizo de los cómputos del tiempo un saber de salvación. Desarrolló con extremada precisión sus sistemas calendáricos y ahondó en su peculiar forma de astrología, siempre preocupado por cuanto acontecía o podía suceder en cada uno de los ciclos, a partir de las divisiones del día y de la noche hasta que llegara la temida consumación del ollintonatiuh, la edad o sol de movimiento que, como las cuatro anteriores, consigo llevaba la muerte.

Su actitud de expectación ante el futuro llevó a los sabios nahuas a interesarse igualmente por el pasado ya que, en lo que había ocurrido, pensaban encontrar indicios de los destinos propios de todos los ciclos. Los signos calendáricos eran portadores de sentidos al referirse con rigor matemático a cualquier cuenta de días o de años. Por eso, para alcanzar la significación de lo que había ocurrido, había que computar y registrar la fecha con la máxima precisión posible. Dentro de este marco de creencias —y también de medidas calendáricas—, fue como se pronunciaron las palabras-recuerdo, los tlatóllotl, y se pintaron y redactaron los amoxtli y los ámatl que hoy nombramos códices del México antiguo.

¿Deberá concluirse de todo esto que el afán indígena en torno del pasado estuvo radicalmente constreñido dentro de una visión del mundo cimentada en mitos y expectaciones astrológicas? Sin duda, para alcanzar una respuesta, es necesario tomar conciencia, una vez más, de lo que fue la estructura propia de ese pensamiento. Los calendarios prehispánicos no sólo estuvieron apoyados en la lógica de una larga serie de observaciones sino que se expresaron asimismo en términos fundamentalmente matemáticos. En consecuencia, dentro precisamente del universo de los números y los símbolos sagrados, fue posible situar en forma estructurada cualquier memoria del pasado. Esto ocurrió respecto de todo lo que interesó al hombre náhuatl rescatar en sus palabras-recuerdo y en sus códices.

Como lo muestran los textos, quiso computar así la duración de las edades que habían existido. Correlacionó también con su lógica calendárica las manifestaciones y portentos de los dioses. Y, sin limitarse a lo cósmico y divino, concentró asimismo la atención en el orden de las cosas humanas. En el caso particular de los mexicas, su recordación incluyó a la serie de acontecimientos que habrían formado la trama del existir de la comunidad, desde los días de la tribu desconocida y peregrinante, hasta el asentamiento en Tenochtitlan y hasta los tiempos de grandeza del que llegó a ser el Pueblo del Sol.

TEMAS Y PROPÓSITOS DE LAS PALABRAS-RECUERDO

Convirtieron en relato y en medida de tiempo la memoria de las dificultades y persecuciones a las que se habían sobrepuesto; de sus guerras, hambres y epidemias; de las genealogías de sus jefes o caudillos y después de sus distintos gobernantes, los tlatoque, con noticias de lo que cada uno hizo en su vida. También consignaron la realización de obras que hoy llamaríamos públicas, como edificaciones de recintos sagrados, palacios, escuelas, acueductos y mercados, y, paralelamente, las actuaciones de los sabios, sacerdotes, guerreros, artistas, poetas y mercaderes. De manera muy especial —porque era donde lo divino y lo humano se unían—, registraron lo tocante al culto religioso, la consagración de los templos, como la del llamado Mayor en Tenochtitlan, los sacrificios y fiestas que entonces se llevaron a cabo. En todo esto, casi como algo obvio, se reiteró la palabra de la intervención de sus dioses, en particular del que siempre los guió y protegió, el joven guerrero que hace nacer al sol, Huitzilopochtli.

A medida que la pujanza del pueblo mexica se fue afirmando y acrecentando, encontramos que en los textos se definió cada vez mejor el propósito que normaba la perpetuación de los recuerdos. Lejos de romper con el marco de los mitos y creencias, el empeño era mostrar cómo, en todos los momentos del pasado, la nación mexica había tenido un destino recto y bueno, que ella había sabido aprovechar, hasta encaminarse con paso seguro a la consolidación de su grandeza. Los tlatóllotl y los códices se convirtieron en elemento esencial para la integración del Pueblo del Sol. Gracias a ellos tuvo éste una imagen de sí mismo en la que sobresalían el rostro y el corazón esforzados que, por medio de la lucha, realizaban siempre su destino.

Las palabras-recuerdo resonaron como una especie de historia sagrada y nacional y hasta cierto punto también nacionalista. Más de un testimonio podemos aducir en confirmación de esto. Cuando, hacia 1428, se consumó la victoria de los mexicas y sus aliados sobre los antiguos dominadores de Azcapotzalco, se tomaron medidas para transformar la fisonomía del pueblo que hasta entonces había sido tributario. Itzcóatl, aconsejado por el célebre Tlacaélel, hizo nueva distribución de tierras, concedió títulos a quienes se habían distinguido en la lucha, promulgó leyes y atendió al engrandecimiento de la ciudad. Tales medidas se referían a un presente del que se quiso hacer momento de cambios radicales. Pero a la vez se atendió de modo explícito a la significación de lo pretérito. En los viejos códices, los propios y los de Azcapotzalco, la imagen del pueblo mexica distaba mucho de aparecer con rasgos de grandeza. Era pues necesario reinterpretar el pasado para tener en él nuevo apoyo del destino que aguardaba a los seguidores de Huitzilopochtli. Había que establecer otras palabras-recuerdo y cambiar el contenido de los códices. Se reunió lo que se calificó entonces de falso y se hizo la quema de los libros de pinturas que no convenía conservar. Esto es lo que precisamente nos refiere un texto indígena, incluido en el Códice Matritense de la Real Academia:

Se guardaba su historia. Pero entonces fue quemada. Se juntaron los señores mexicas, dijeron:

—No conviene que toda la gente conozca las pinturas. Los que están sujetos, los hombres del pueblo, se echarán a perder y andará torcida la tierra, porque allí se guarda mucha mentira y muchos en ellas han sido tenidos falsamente por dioses.12

Distintos tlatóllotl y códices empezaron a reflejar la nueva imagen que los mexicas querían tener de sí mismos. En modo alguno se suprimieron ideas como la de que, durante mucho tiempo, ellos habían sido un pueblo perseguido. Por el contrario, se insistió en esto —y así lo muestran los relatos—, para ofrecer luego el contraste de una voluntad de lucha, determinación de realizar un destino, con el auxilio siempre del dios Huitzilopochtli. Los mexicas —como se consigna en sus textos—, son los herederos por excelencia de todo lo grande que habían alcanzado los toltecas. Sus dioses, en especial Huitzilopochtli, pasan a ser situados en un mismo plano con las divinidades que habían dado vida y completamiento a las anteriores edades o soles. Si Quetzalcóatl, Tezcatlipoca y Tláloc habían presidido los ciclos cósmicos pretéritos, a Huitzilopochtli corresponde identificarse con el sol en la edad presente del ollintonatiuh. Él es, como se lee en uno de sus himnos sagrados, “el joven guerrero, el que obra arriba, el que va andando su camino…” En su boca se ponen palabras como éstas: “No en vano tomé el ropaje de plumas amarillas, porque yo soy el que hace salir al sol; el portentoso, el que habita en la región de las nubes.”13

REINTERPRETACIÓN DEL PASADO Y CONCIENCIA DE UN
DESTINO HISTÓRICO

La reinterpretación mexica de los mitos y la elaboración de nuevos relatos y códices tuvieron consecuencias que casi se antojan imprevisibles. En ellos iba a encontrarse la justificación de un destino que se concibió ligado a la realidad total del universo. Como Pueblo del Sol, los seguidores de Huitzilopochtli tenían en esto una misión que cumplir. El sol y la edad presente habían nacido en virtud del sacrificio de los dioses que, con su sangre, les habían comunicado la vida. Pero el ollintonatiuh, la edad de movimiento, como las anteriores, llevaba la semilla de su propia destrucción. Cuando ésta ocurriera, se cerraría el ciclo de la actuación de los humanos; pasado y futuro por igual perderían todo sentido. Sólo al Pueblo del Sol correspondía posponer el acabamiento, fomentando la existencia del ollintonatiuh, con aquello mismo que le había dado originalmente la vida, el líquido precioso de los sacrificios. Haciendo profesión de guerrero, su misión era someter a otras personas, reunir cautivos y sustentar con su ofrenda al que crea el día y la sucesión de los tiempos. En tanto que los mexicas fueran fieles a ese destino, el sol y la tierra se librarían de la muerte. El orden de las recordaciones humanas seguiría abierto.

Así, en el marco de creencias de un universo cíclico, los mexicas introdujeron esencial novedad: la idea de poder alargar indefinidamente las cuentas de años del sol de movimiento. Con su reinterpretación del pasado tomaron la carga de impedir que se cerrara el ciclo de interacción de hombres y dioses, el lapso del recuerdo posible, el tiempo único de lo que llamamos historia. Conscientemente he empleado ahora el término de historia, porque considero que quienes repensaron su pasado para engrandecer su propia imagen y afirmar un destino, hicieron de hecho crítica de los antiguos relatos y se plantearon cuestiones sobre la posible significación de éstos. La más patente consecuencia de semejante forma de actuar, tuvo también relación primordial con lo que puede significar el concepto de historia: la duración de los tiempos humanos cuyo único término es la desintegración de la tierra, del sol, del universo.

Sin duda el nacimiento de esta peculiar manera de conciencia histórica ocurrió en un contexto donde los mitos mantenían su vigencia. Pero esto, si se tiene como posible objeción, ni fue exclusivo del mundo prehispánico ni desvirtúa en rigor la aparición de la historia. Diversas formas de mito ha habido y hay en lo que es el pensamiento histórico de otros muchos pueblos. Citaré en este punto a Edmundo O’Gorman en su obra Crisis y porvenir de la ciencia histórica. Analiza allí las etapas que, a su juicio, pueden percibirse en la producción historiográfica del mundo occidental. Primero estuvo —nos dice—, la finalidad clásica de perpetuar, como lección permanente, los hechos ejemplares del pasado. Más tarde vino la que algunos tuvieron como suplantación, es decir, la historia concebida

en favor de un pragmatismo político que, desde entonces, será la piedra angular en que se edifique el poderoso y creciente sentimiento de las nacionalidades… La historiografía queda uncida al destino de una aventura nacionalista. Ya no habrá sistemas de gobierno, no habrá plan de acción política, de paz, de guerra […], que no invoquen como justificación y garantía la experiencia del pasado y que no descansen en una interpretación historiográfica.14

Proliferación de mitos ha habido en esos propósitos de uncir la historia a destinos y aventuras nacionalistas. Nada tiene, por tanto, de extraño que, cuando los mexicas quemaron los viejos códices porque era necesario dar nuevo cimiento al propio ser, los mitos también se volvieran presentes. La reinterpretación de su pasado, divino y humano, se hizo entonces en términos de lo que ellos creían y deseaban y también de la conciencia que tenían de lo que importaba la historia.

Otros hechos podrían mencionarse, en el caso de los mexicas, que confirman su propósito de valerse del mito y de la memoria de actuaciones ejemplares con el mismo fin de justificar su destino. Recordemos la orden de Motecuhzoma Ilhuicamina que envió servidores suyos a buscar el sitio de donde los mexicas habían venido, Chicomóztoc, el lugar de las siete cuevas, en las llanuras del norte.15 Y asimismo citemos el mandato del mismo tlatoani de que esculpieran su efigie y la de Tlacaélel en Chapultepec “para que —según las palabras suyas que transcribió Diego Durán de una crónica en náhuatl—, viendo allí nuestra figura, se acuerden nuestros hijos y nietos de nuestros grandes hechos y se esfuercen en imitarnos”.16

Por medio de monumentos, de pesquisas sobre los orígenes míticos, de quemas de códices y de una consiguiente reinterpretación del pasado, se hicieron visibles los propósitos que avivaron la conciencia de la historia. Piedra angular fue ésta para ellos sobre la que quisieron edificar el poderoso y creciente sentimiento de su realidad única de Pueblo del Sol.

NACIONALISMO Y UNIVERSALIDAD

Hubo en esto sin duda una actitud calificada ya de nacionalista. Pero a la vez existió un enfoque raíz de universalidad. En virtud de su historia el hombre mexica concibió su destino esencialmente ligado a la realidad entera del mundo. Como en el caso de judíos y romanos, los mexicas se pensaron a sí mismos predestinados a realizar una misión. La de ellos fue posponer el término de la edad de movimiento, o lo que es lo mismo, alargar indefinidamente la duración de los tiempos, el ámbito abierto de una historia de connotación universal, porque abarcaba la vida de todos los humanos en los cuatro rumbos de un mundo circundado por las aguas divinas, según su propia imagen del universo.

LOS DE OFICIO GUARDIANES DE LAS PALABRAS-RECUERDO

Hemos descrito la que parece fue una peculiar manera de conciencia histórica en el mundo náhuatl. Resta decir algo sobre las personas que se ocuparon de la preservación del pasado. Los textos indígenas conservan los términos con que se nombraban los que hoy llamaríamos historiadores. Tlatollicuiloani es vocablo que significa “el que pinta o pone por escrito las palabras-recuerdo”, el que reúne los tlatóllotl y sabe consignar su sentido en los libros de pinturas. Otro término es Xiuhamoxpohuani, “el que refiere cuál es el contenido de los libros de los años”, aquel que, como maestro y conocedor de los códices, puede trasmitir el relato de lo que ha acontecido. En las escuelas indígenas, sobre todo en los calmécac, tenía lugar la enseñanza sistemática de las palabras-recuerdo, y de lo que se registraba en los códices. Los cuicapicque, forjadores de cantos, participaban igualmente evocando en sus poemas, para beneficio del pueblo, los portentos de los dioses y las proezas de hombres que en verdad fueron dueños de un rostro y un corazón.

A los cronistas indígenas y mestizos del siglo XVI cabe acudir en busca de mayor información sobre sus colegas prehispánicos. De ellos hablan autores como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Hernando Alvarado Tezozómoc y Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin. Este último en su Octava Relación, para justificar el origen de los códices que fueron su apoyo, menciona a una serie de historiadores prehispánicos. “Estos antiguos relatos —nos dice—, fueron hechos durante el tiempo de los señores, nuestros padres, de nuestros antepasados. Y estas pinturas del pueblo y la historia de los linajes fueron así guardadas…” Entre los que se ocuparon de preservar los recuerdos y códices, de confrontarlos y enriquecerlos, estuvieron los nobles Ahuilitzatzin, Moxochintzetzelohuatzin y Cuetzpaltzin, señor Tlaylótlac. Los tres mencionados sobrevivieron a la Conquista y trasmitieron su saber de la historia.17

Y como ellos hubo otros de los que asimismo se tiene noticia. Se salvaron así del olvido antiguos tlatóllotl y un cierto número de libros de pinturas. El interés del hombre indígena por su historia definitivamente no murió con la Conquista. Más de 30 nombres de historiadores y cronistas, nahuas y mestizos, pueden citarse del siglo XVI y principios del XVII. En sólo esto hay nueva prueba del arraigo que llegó a tener en la región del altiplano el empeño de perpetuar la recordación de los tiempos antiguos. Es cierto que en algunos de esos cronistas nativos de la primera centuria novohispana, el quehacer histórico —como el ser mismo del país—, se fue volviendo mestizo. La historiografía española había comenzado a influir sobre las formas indígenas de redactar sus anales. De ello dan fe los códices con glifos prehispánicos y con anotaciones marginales en escritura alfabética, y asimismo las obras de autores como Ixtlilxóchitl, Muñoz Camargo, Juan Bautista Pomar, Cristóbal del Castillo, Chimalpahin y Tezozómoc. Al mestizarse la cultura, otro tanto sucedió con la interpretación de lo que había sido la vida del México antiguo. Comenzó a concebirse el pasado mediante formas de pensamiento que eran consecuencia de la fusión de pueblos y modos de ser muy distintos. La historiografía nativa, posterior a la Conquista, fue así prenuncio de la futura realidad de un México que acabaría por ser fundamentalmente mestizo.

Nunca desapareció, sin embargo, el empeño de dar a conocer lo que fue la raíz, y de ufanarse —como lo seguimos haciendo hoy en día—, en la recordación del más antiguo legado. Los cronistas indios y mestizos encontraron en la vieja historia los testimonios que les permitían autoafirmarse ante cualquier desdén de los peninsulares. Hombres como Bernardino de Sahagún participaron también en esta empresa y así los tlatóllotl y los glifos de los códices no se perdieron para siempre. El nuevo pueblo, en proceso de formación, tendría la posibilidad de conocerse mejor, reconstruyendo la imagen de esa porción de su ser que es lo indígena.