VII. EL MAÍZ Y LA FAUNA NATIVA EN LOS MITOS

REÚNO aquí dos ensayos sobre temas que guardan cierta afinidad. Uno versa sobre un mito que es parte del ciclo cosmogónico: el que se refiere al descubrimiento del tonacáyotl, nuestro sustento, el maíz. El otro apunta al conjunto de mitos y leyendas ligadas con la fauna de Anáhuac. En este último caso se trata sólo de un señalamiento de los filones documentales en espera aún de ser beneficiados.

EL MITO DEL DESCUBRIMIENTO DEL MAÍZ

El mito, cuya traducción del náhuatl ofrezco, nos da la relación del descubrimiento del maíz, el sustento básico del hombre americano, llevado a cabo por Quetzalcóatl. La sola lectura de dicho mito, como documento literario, resulta en extremo interesante. Pero su análisis, aunque sea somero, en cuanto testimonio de la cultura intelectual del mundo náhuatl prehispánico, aumenta todavía su atractivo.

Antes de dar la traducción que del texto náhuatl he hecho, mencionaré brevemente la forma como se conservó dicho documento, así como los estudios que acerca de él se han publicado. Concluiré este trabajo con un breve comentario que busca explicar un poco el sentido de tan interesante mito.

Descripción del texto

El mito del “descubrimiento del maíz” forma parte de la designada por Francisco del Paso y Troncoso Leyenda de los Soles y se encuentra en el folio 77 del llamado por el abate Brasseur de Bourbourg, Códice Chimalpopoca. Como se sabe, dicho manuscrito, que se conserva en el Museo Nacional de Antropología, consta en realidad de tres documentos de muy distinta procedencia. El primero son los Anales de Cuauhtitlan, en lengua náhuatl y compilados probablemente por varios de los discípulos de fray Bernardino de Sahagún. El segundo documento está constituido por la Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad, redactada en español por el bachiller don Pedro Ponce, cura de Zompahuacan. Finalmente, el tercer documento es el manuscrito anónimo en náhuatl fechado en 1558, conocido como Leyenda de los Soles, en el que se contienen la narración de las varias edades cósmicas, la nueva creación de los hombres hecha por Quetzalcóatl con los huesos que se robó en el Mictlan, el descubrimiento del maíz, y otros relatos.

Transcritos por medio del alfabeto castellano estos mitos cósmicos hacia el año de 1558, y concordando en lo esencial con otras varias versiones, también indígenas, en las que se refieren los orígenes cosmogónicos, puede decirse que su valor es grande, en cuanto testimonio que son de las ideas y tradiciones del mundo náhuatl.

La Leyenda de los Soles fue vertida primero al castellano por Francisco del Paso y Troncoso y publicada en Florencia en 1903. Su traducción, si bien cuidadosa y correcta, resulta de difícil lectura por su afán de querer expresar en castellano hasta el último matiz del náhuatl.1 Posteriormente, Walter Lehmann en 1938 y don Primo Feliciano Velázquez en 1945, publicaron sendas traducciones de todo el Códice Chimalpopoca, el primero al alemán y el segundo al castellano.2

La traducción que aquí ofrezco, busca ser fiel al texto náhuatl, y pretende asimismo mostrar su valor literario, y de profundo contenido humano.

El descubrimiento del maíz

Así pues de nuevo dijeron (los dioses):

“¿Qué comerán (los hombres), oh dioses?,

¡que descienda el maíz, nuestro sustento!”

 

Pero entonces la hormiga va a coger
el maíz desgranado, dentro del Monte de nuestro sustento
Quetzalcóatl se encuentra a la hormiga,
le dice:

“¿Dónde fuiste a tomar el maíz?,
dímelo”.

Mas la hormiga no quiere decírselo.

Quetzalcóatl con insistencia le hace preguntas.

Al cabo dice la hormiga:

“En verdad allí”.

 

Entonces guía a Quetzalcóatl,

éste se transforma enseguida en hormiga negra.

La hormiga roja lo guía,

lo introduce luego al Monte de nuestro sustento.
Entonces ambos sacan y sacan maíz.

Dizque la hormiga roja
guió a Quetzalcóatl
hasta la orilla del monte,

donde estuvieron colocando el maíz desgranado.

 

Luego Quetzalcóatl lo llevó a cuestas a Tamoanchan.
Allí abundantemente comieron los dioses,
después en nuestros labios puso maíz Quetzalcóatl,
para que nos hiciéramos fuertes.

Y luego dijeron los dioses:

“¿Qué haremos con el Monte de nuestro sustento?”
Mas el monte allí quiere quedarse,

Quetzalcóatl lo ata,
pero no puede moverlo.

 

Entre tanto echaba suertes Oxomoco,
y también echaba suertes Cipactónal,
la mujer de Oxomoco,
porque era mujer Cipactónal.

Luego dijeron Oxomoco y Cipactónal:

“Tan sólo si lanza un rayo Nanáhuatl,
quedará abierto el Monte de nuestro sustento”.

 

Entonces bajaron los tlaloques [dioses de la lluvia],

los tlaloques azules,

los tlaloques blancos,

los tlaloques amarillos,

los tlaloques rojos.

 

Nanáhuatl lanzó enseguida un rayo
entonces tuvo lugar el robo
del maíz, nuestro sustento,
por parte de los tlaloques.

El maíz blanco, el oscuro, el amarillo,
el maíz rojo, los frijoles,

la chía, los bledos,

los bledos de pez,

nuestro sustento,

fueron robados para nosotros.

Comentario del texto

Desde el punto de vista del conocimiento de la cultura intelectual del mundo náhuatl prehispánico es éste un texto de máxima importancia. En él se trasmite uno de sus más antiguos mitos cósmicos: el de la invención del maíz tonacáyotl, “nuestro sustento”, el cereal americano por antonomasia.

Después de narrar el Manuscrito de 1558, en una especie de génesis aborigen, el mito de las edades cósmicas, hasta llegar a la creación del quinto sol, éste en que vivimos y que tuvo lugar, según la leyenda, “allá en Teotihuacan”, y tras haber referido la nueva creación del hombre llevada a cabo por Quetzalcóatl, el mito que he transcrito nos muestra a los dioses preocupados por dar de comer a los hombres. Dijeron éstos: “¿qué comerán los hombres? ¡Que descienda el maíz, nuestro sustento!”

Y una vez más Quetzalcóatl, simbolizando la sabiduría de Tloque Nahuaque, el dios supremo, dueño del cerca y del junto, hace su intervención. Aparece con frecuencia en otros mitos en contacto con diversos animales, codornices, abejas, serpientes y tigres, y conoce también que la hormiga es la que sabe dónde se halla escondido el que va a ser nuestro sustento. Haciéndose encontradizo con la hormiga, Quetzalcóatl con gran insistencia le pregunta acerca del sitio donde se encuentra el maíz. Al fin la hormiga se rinde y guía a Quetzalcóatl hacia el Tonacatépetl, que literalmente significa “Monte de nuestro sustento”.

Quetzalcóatl, para entrar en el monte donde se encierra el maíz, se transforma en hormiga negra. Marchando al lado de la hormiga roja, aparece manifiesto una vez más el simbolismo náhuatl de los colores negro y rojo que representan la sabiduría. Llegados al Monte de nuestro sustento, Quetzalcóatl y la hormiga roja “sacan y sacan maíz”, como dice el texto expresivamente. Después Quetzalcóatl se lleva a cuestas la semilla preciosa hasta llegar a Tamoanchan. Allí, donde según los mitos, viven los dioses y donde estaba también el lugar de nuestro origen, las mismas divinidades comieron abundantemente el maíz desgranado.

Pero, lo que es aún más importante allí, en ese sitio, que tal vez pueda interpretarse como el lugar de nuestro origen. Quetzalcóatl puso maíz en los labios de los primeros seres humanos. Oxomoco y Cipactónal, la pareja náhuatl equivalente al Adán y Eva de la biblia hebrea. Y añade el texto que les dio de comer Quetzalcóatl el maíz “para que se hicieran fuertes”.

Hallado ya nuestro sustento, la segunda parte del mito parece referirse a la necesidad percibida por los dioses de hacerse dueños en forma definitiva del Monte de nuestro sustento. Veían que no bastaba tener unos cuantos granos de maíz, sino que era necesario poseerlo en abundancia para poder cultivarlo y asegurar así para siempre la vida de los hombres. Una vez más Quetzalcóatl entra en acción. Ata con sogas al Monte de nuestro sustento, pero éste —como dice el texto— “allí quiere quedarse” (zan ya quimanaznequi).

Por su parte, la primera pareja humana, Oxomoco y Cipactónal, preocupados, echan suertes y hacen augurios, tratando de descubrir la manera de apoderarse del Monte de nuestro sustento. Al fin ambos acuden a aquel “Bubosillo”, Nanáhuatl, que, según otro mito, se había convertido en sol en Teotihuacan. “Tan sólo si lanza un rayo Nanáhuatl, quedará abierto el Monte de nuestro sustento.”

Llega el desenlace. Como en un mural maravilloso, nos describe el mito la llegada de los tlaloques, los dioses de la lluvia, que viven en lo alto de las montañas. De los cuatro rumbos del universo acuden presurosos. Ellos también van a actuar. El mito nos da los colores de cada uno de los cuatro grupos: los tlaloques azules del sur, los blancos del oriente, los amarillos del poniente y los rojos del norte. Todos bajan para fecundar con la lluvia al maíz que está a punto de quedar en su poder para beneficio de los hombres. Nanáhuatl lanza entonces un rayo y el Monte de nuestro sustento se abre para siempre. De él sale el maíz de todos los colores, blanco, oscuro, amarillo y rojo: los frijoles, la chía, los bledos y, en una palabra, todo lo que constituye nuestro sustento.

Quetzalcóatl y la hormiga por una parte, Oxomoco y Cipactónal por otra, contemplan azorados cómo ha estallado el Monte de nuestro sustento, dejando escapar su tesoro. Nanáhuatl y los tlaloques lo abrieron. Ellos se han robado para provecho nuestro el maíz y los demás mantenimientos. Desde ese momento podrán los hombres poner en sus labios el maíz como lo habían hecho los dioses. Desde entonces los hombres tendrán la posibilidad de ser fuertes.

Tal es, en resumen, el contenido de este extraordinario mito, en el que con los colores de la poesía se nos pinta el origen del cereal que dio y da alimento a millones de seres humanos en el continente americano. La narración de la invención del maíz, vuelta a contar a los niños de México y de otros países del continente, puede llegar a ser motivo de inspiración y orgullo. Ayudará a recordar a los indígenas de hoy que son herederos de un rico pasado cultural que posee mitos como éste sobre el cereal americano que, conservando la vida del hombre, llega a ser no ya sólo nuestro sustento, sino “nuestra misma carne”: tonacáyotl.

MITOS Y LEYENDAS SOBRE LA FAUNA NATIVA

Maravilla fue y sigue siendo el universo de nuestros animales nativos. Y diremos además que, en estrecha relación con esta fauna, existe, por otra parte, un rico caudal de sorpresas. Nos referimos a los mitos y leyendas que, desde tiempos antiguos, dieron distintas formas de sentido a la realidad visible de muchos de esos animales. A algunos de ellos se atribuían, por ejemplo, actuaciones y presencias ligadas con el portento de los orígenes cósmicos. Figuras de animales estuvieron también entre los símbolos propios de las viejas cuentas calendáricas y de las edades o soles que han existido. Por todas partes encontramos al reino animal en los mitos y creencias y aun en la conceptuación de los rasgos y atributos de los dioses.

Recordemos a Coatlicue, la del faldellín de serpientes, a los cuatrocientos conejos, las antiguas deidades del pulque, al precioso colibrí en relación con Huitzilopochtli y con los otros guerreros muertos en la lucha. Para los mexicas el águila, además de ser evocación del sol, lo era del prodigio que contemplaron los antecesores cuando al fin pusieron término a su larga peregrinación. Águilas y ocelotes eran los famosos “caballeros”, personajes eminentes, miembros de una especie de orden militar y sagrada en el contexto de la sociedad prehispánica. Y todavía queda mucho por decir, como lo prueba, entre otros, el tema de los “nahuales” o dobles, con figura del animal.

Podría añadirse que esta antigua relación con los mitos no ha muerto del todo entre nosotros. Pensemos en las variadísimas consejas que aún sobreviven en diversas regiones del país. Igualmente cabría traer a colación el ingenio y la gracia de una multitud de apodos y alusiones estrechamente relacionadas con lo más representativo de la fauna nativa. ¿Quién, por ejemplo, no ha oído hablar de “los coyotes” y “los coyotajes”? Abrir un arcón de sorpresas es acercarse a los viejos mitos de nuestro reino animal. En esta ocasión —y casi a modo de señalamiento a un tema digno de mucho más amplio estudio— vamos a referirnos al menos a la carga de significaciones de dos especies nativas: los ocelotes y los ozomatin o monos.

El ocelote

Habitante de los bosques y las selvas de diversas regiones de México y de otras del continente americano, es el ocelote o tigrillo codiciada presa de cazadores y también ejemplar solicitado para enriquecer los jardines zoológicos del mundo. Una prueba del interés en torno de él es que su nombre, de origen náhuatl, ha pasado no sólo al castellano universal sino también a las principales lenguas europeas.

Como lo notaron los antiguos mexicanos, hay varias especies de ocelotes. Entre las principales se encuentran el íztac océlotl, ocelote blanco o Felis glaucula, según la clasificación científica; el tlatlauhqui océlotl, en el que predomina el color rojo (Felis hernandesii), y otros más como el tlacocélotl, el más pequeño, “medio tigrillo” (Felis pardalis). Pero dejando ya las clasificaciones, atendamos a los mitos que todavía hoy se nos vuelven presentes, tanto por medio de los antiguos textos como en las obras de arte, principalmente esculturas y pinturas, conservadas en zonas arqueológicas y en museos como el Nacional de Antropología en Chapultepec.

Según los antiguos relatos, fue en la Ciudad de los Dioses, en la metrópoli de Teotihuacan, donde el ocelote, actor en la creación cósmica, adquirió las manchas que le son características. Allí se habían reunido los dioses después de la última destrucción del mundo. Tenían que crear de nuevo al Sol y la Luna. Allí estaban Quetzalcóatl, Tezcatlipoca y Tótec y también el arrogante Tecuciztécatl y el bubosillo Nanahuatzin. Alrededor de la hoguera divina los dioses hicieron larga penitencia. A la postre el menesteroso Nanahuatzin fue el primero en arrojarse al fuego para convertirse en el sol. El dios arrogante, Señor de los caracoles, Tecuciztécatl, más tardíamente se echó en la hoguera y se transformó en la luna. Mientras esto sucedía, el águila y el ocelote, siempre tenidos por sagrados, andaban muy cerca del fuego. El águila, según la relación indígena, por acercarse al fuego, se quemó. Por ello tiene muchas veces las plumas renegridas. El ocelote, en cambio, hizo sacrificio a medias. Sólo en parte se chamuscó y así se quedó manchado.3

No fue ésta, sin embargo, la más antigua actuación cósmica de nuestro felino. Mucho antes, en la primera edad del mundo, cuando brilló el sol 4-Océlotl, hubo él de presidir esa prístina forma de vida. Pero si transformado en símbolo de la deidad solar, con su signo gobernó esa edad, también fue él quien le puso término. Según el texto indígena, “los que habitaron durante ese primer Sol, fueron comidos por los ocelotes, al tiempo del Sol que se llamó 4-Océlotl”.4 Otro testimonio del antiguo mito nos lo da la Piedra del Sol en cuyo centro, junto con el Nahui-ollin o 4-Movimiento, aparecen también los jeroglíficos de las edades anteriores y, entre ellos, el del 4-Océlotl.

Rica en extremo es la simbología en la que tiene significativo lugar el ocelote. Precisamente uno de los signos de los días del calendario prehispánico llevó su nombre y su figura. Y si el sol que asciende fue invocado muchas veces con el título de águila sagrada, también en su aspecto nocturno fue impetrado con el nombre del felino que se esconde en las cavidades oscuras de la tierra. Nada tiene de extraño que, en estrecha relación con los mitos, tanta importancia alcanzaran las “órdenes o fraternidades” de los “guerreros águilas y ocelotes”. Bastaría con recordar su actuación al tiempo de la Conquista para convencerse de su preponderante papel en la sociedad del mundo mexica.

Mixcóatl caza un ocelote (Códice Borgia).

Todo esto y mucho más es parte de la carga de símbolos que en la antigua cultura tuvo el ocelote. La deidad cósmica y solar por excelencia muchas veces hizo suyo el rostro de quien era asimismo “Corazón del monte”, Tepeyollotli. También, entre otros, los célebres amantecas, los artistas de las plumas finas, lo veneraban como dios especialmente bajo el título de Macuilocélotl. En la toponimia quedó su recuerdo, por ejemplo en Teocelo, “el ocelote divino”, Ocelotépec, “en el monte del tigre”, y Oceloapan, “en las aguas del ocelote”. Lo dicho es sólo apuntamiento al misterio de los mitos. Quien hoy contemple al ocelote en su cautiverio del zoológico o como cazador pretenda hacerlo su presa, no olvide el relato de los orígenes cósmicos, ni su signo en el calendario, ni las antiguas hermandades de guerreros, ocelotes y águilas, cuyo símbolo con mano maestra esculpió en Malinalco el artista que vivió cuando aún florecía la antigua cultura.

Cuauhtin, las águilas en los códices.

Los ozomatin

Pocas mitologías habrá sin la inquieta presencia de una u otra especie de los que genéricamente se llaman simios o monos. Ejemplo son las leyendas que forman parte del legado de la India donde se alude a las formas de actuación de los astutos monos servidores del dios Shiva. De ello nos hablan asimismo no pocos bajorrelieves de algunos templos famosos en diversos lugares del Indostán. Pero volviendo la atención a la cultura del México antiguo, mucho es también lo que puede traerse a colación. Veamos al menos algo de lo que pensó el hombre prehispánico acerca de los que en su lengua llamó ozomatin, los pequeños monos descritos por los científicos con sabios nombres como los de Alouatta palliata mexicana y Ateles neglectus.

Al igual que el ocelote, el ozomatli estuvo presente con su nombre y su figura en los sistemas calendáricos de las culturas nativas. Como podría suponerse, el día que ostentaba el signo del mono era tenido por los conocedores de la astrología como muy afortunado. Quienes en él nacían serían personas alegres e inquietas y también amantes de todas las formas de placer. Pero en el universo de los mitos el ozomatli era mucho más que el símbolo de un día. De nuevo, como respecto del ocelote, puede hablarse también de importantes actuaciones suyas al tiempo de los orígenes cósmicos. Al concluir la cuarta edad y el cuarto sol que han existido, es decir, aquel cuyo signo fue 4-Viento, los hombres que entonces vivían tuvieron por destino convertirse en monos. La relación indígena en pocas palabras lo consigna: “entonces todo fue llevado por el viento; todos se volvieron ozomatin, monos. Por los montes se esparcieron, allá se fueron a vivir los tlaca-ozomatin, es decir, los hombres monos […]”5

Y como precisamente esa edad del viento, de acuerdo con varias versiones, fue la que precedió a la actual, cabe decir que, para el pensamiento náhuatl, los antecesores más cercanos del hombre contemporáneo curiosamente eran los tlaca-ozomatin, los mencionados “hombre-monos”. Este mito, de sentido casi darwiniano, muy probablemente contribuyó a elevar la estimación de los nahuas por el astuto animalillo. No pocas muestras podrían darse de este aprecio por el ozomatli. Más de un príncipe o señor pudo ufanarse de llevar públicamente como nombre el del mono, bien sea por haber nacido en un día ozomatli o por haberlo recibido como apodo en virtud de su astucia o de su afición por los regocijos y el placer. Tal fue el caso, entre otros, de un señor de Cuauhnáhuac, el célebre Ozomatzin Tecuhtli, que a la postre fue el suegro del gran Huitzilíhuitl y el abuelo nada menos que de Motecuhzoma Ilhuicamina.6

Pero quizás la más feliz ponderación de las gracias y atributos de los ozomatin nos la ofrecen los relatos en náhuatl que obtuvo fray Bernardino de Sahagún de sus informantes indígenas, incluidos hoy en los códices que se conocen como Matritenses y Florentino. Lo que allí leemos parece de antología. Grato será recordarlo al menos en parte:

Ozomatin, los monos en los códices.

El ozomatli —nos dice el informante náhuatl— es habitante de los bosques, sobre todo de los que están por donde sale el sol en Anáhuac. Tiene el dorso pequeño, es barrigudo y su cola, que se enrosca, es larga. Sus manos y sus pies parecen de hombre […] Los ozomatin gritan y silban y hacen visajes a las gentes. Arrojan piedras y palos. Su cara es casi como la de una persona, pero tienen mucho pelo. Comen maíz y carne y también piñones y bellotas y retoños de los árboles […]7

Animal tan atractivo era, al igual que hoy, codiciada presa. Desde luego que mucho importaba atraparlo vivo. Y como no carece de interés conocer cómo lograban esto los nahuas, y al parecer con envidiable eficiencia, con gusto daré el texto indígena en que se describe esta peculiar y nada sangrienta forma de cacería.

La cacería de los ozomatin

Muchos incentivos tenía la gente de Anáhuac para interesarse en atrapar, vivos desde luego, a los pequeños monos que llamaban ozomatin. Además de estimarlos por sus símbolos y mitos, agradaba llevarlos a casa para domesticarlos y tenerlos como inquietos acompañantes de cuyas monerías nacía regocijo universal. Al infatigable fray Bernardino de Sahagún debemos un texto que recogió en náhuatl, en el que se habla de esta bien diferente cacería. Para acercarnos mejor al relato indígena, cuya traducción aquí ofrezco, aclararé antes dos cosas. Por una parte conviene tomar en cuenta que los cazadores de monos muy probablemente practicaban sus ardides al anochecer y tenían como época más propicia del año los meses fríos del invierno. El segundo punto que pide explicación se refiere a la piedra que, como vamos a ver, usaban los cazadores, la llamada en su lengua cacalótetl. El significado del vocablo es “piedra del cuervo”. Al parecer, como lo nota en su Diccionario de mexicanismos don Francisco Santamaría hasta la fecha se usa este nombre corrompido en cacalote para designar con él una piedra fácilmente quebradiza y de color negro como el cuervo. Aclarados ambos puntos, pasemos a saborear la descripción de la cacería del mono entre los nahuas.

Imaginemos un pequeño claro en el bosque y veamos a nuestros cazadores prehispánicos en acción:

Para capturar a los monos, ozomatin, encienden un gran fuego. A su alrededor dejan varias mazorcas y también maíz desgranado. En medio del fuego ponen luego una piedra de regular tamaño, de esas que llaman cacalótetl. Los cazadores y los que buscan la presa en seguida se esconden. Cuando el fuego echa bastante humo, los ozomatin, por dondequiera que anden, huelen el fuego, huelen el humo y entonces se acercan.

Las hembras traen a cuestas a sus crías. Todos se van sentando alrededor del fuego. Comienzan a calentarse. También las mazorcas y el maíz desgranado se van dorando poco a poco. Los ozomatin dan vueltas, recogen los granos, los devoran. Comen y se calientan al mismo tiempo. Cambian de lugar a sus crías para que también reciban el calor. Pero también la piedra cacalótetl se ha estado calentando. Como es quebradiza, no puede resistir el fuego; revienta al fin, se parte, estalla, hace un ruido tremendo.

Las brasas, las cenizas son lanzadas entonces por todas partes. Las brasas caen encima de los monos, las cenizas se les meten en los ojos. Los ozomatin corren, huyen como si alguien los persiguiera. Asustados, abandonan, dejan a un lado a sus crías. Aunque algunos las buscan, no son capaces de verlas. En ese momento los cazadores salen y las cogen con sus manos. Rápidamente se apoderan de los pequeños monos. Después habrán de educarlos, de domesticarlos […]8

Dejamos al buen criterio de los modernos cazadores discernir sobre la posibilidad de repetir esta peculiar forma de atrapar monos, invención de los antepasados. Y para concluir ya con el tema de las leyendas en relación con el ozomatli, mencionaremos, aunque sea de paso, una última conseja. A manera de amuleto, como muchos guardan hoy una pata de conejo, los pochtecas o mercaderes prehispánicos con gran solicitud buscaban las manitas de los monos. Teniéndolas consigo, pensaban que mucho habrían de lucrar en sus mercaderías. Quede también este consejo o receta para quienes, en nuestros tiempos, tratan de emular a los sagaces pochtecas.

Rico, más allá de cualquier ponderación, es el tema de los mitos prehispánicos a propósito de la fauna nativa de Anáhuac. Lo poco que aquí he aducido podrá tomarse como invitación a hurgar en este campo que, al igual que otros del México antiguo, encierra incontables sorpresas.