XXI. EL ROSTRO DE LAS COSAS
HURGAR en el pensamiento y las creaciones de otras culturas, alejadas en el tiempo o de cualquier modo apartadas, puede obedecer a muy variados propósitos. Quizás el más esencialmente humano sea querer ampliar el campo de la propia conciencia para dar cabida en ella a atisbos, descubrimientos y emociones de quienes han vivido en contextos diferentes. La historia nos muestra no pocos ejemplos de semejante actitud. Pensemos en los griegos que así hicieron suyo el legado de Mesopotamia y Egipto. Fecundación cultural fue la consecuencia. El llamado milagro de Grecia ocurrió a partir de un dar nueva vida a experiencias pretéritas. Enriquecida la conciencia, nacieron los cambios: visión del mundo, arte y, en una palabra, cultura distintas. Más tarde también los romanos, y después otros pueblos de Europa, con sentidos diversos, revivieron en sí mismos la herencia acrecentada, interpretaron y reinventaron viejas ideas hasta encontrar caminos no andados.
En el mundo de la cultura acercarse a las creaciones ajenas es principio de fecundación que lleva, una y otra vez, a concebir e inventar. Una de estas formas de experiencia ha sido repensar —en función del presente— los textos clásicos de culturas antiguas o, como se quiera, distantes.
Aplicando esto al caso de las culturas prehispánicas de México, quien entable un diálogo con sus antiguas creaciones y textos, podrá también encontrar pretextos para pensar y actuar en el ambiente del hombre de hoy. Si en otras ocasiones intentamos presentar algo de lo que fue el pensamiento del mundo náhuatl, queremos ensayar ahora esta nueva forma de diálogo. Haremos, perdón por la insistencia, de los antiguos textos, pretextos que encaminen al pensamiento y le abran perspectivas tal vez no sospechadas.
LA METÁFORA NÁHUATL DEL ROSTRO
Recordemos algunos de esos textos-pretextos: los que fueron expresión del interés de los sabios nahuas por el rostro humano, que los llevó también a hablar paradójicamente del “rostro de las cosas”. Si la palabra y la idea de “cosas” es vaga y general, y se refiere a todo aquello cuya posible forma o se desconoce o se supone que no tiene importancia, el concepto de rostro implica aquí apuntamiento a una búsqueda de perfil y significación en el campo sin límites de lo que existe.
Para empezar recordemos que, con su lenguaje rico en metáforas, los nahuas describían al hombre como “el dueño de un rostro y un corazón”. De sus antiguos maestros decían que su misión era “hacer que apareciera en los humanos un rostro; poner un espejo delante de los rostros para hacerlos cuidadosos y sabios”. De aquí se derivó también el concepto náhuatl de educación, neixtlamachiliztli, “la acción de hacer sabios los rostros de la gente”. Y también de igual preocupación nacieron los epítetos con que se describen los brujos o nahuales y los falsos maestros: “aquellos que echan a perder los rostros ajenos, los que hacen dar vueltas al rostro de la gente”, los que destruyen aquello que es atributo principal de los seres humanos. Y, al hablar de los artistas, la idea del rostro aparece de nuevo. Para ser creador, como los antiguos toltecas, antes que nada hay que ser hombre cabal: “dueño de un rostro, dueño de un corazón”.
El propósito mismo de la creación artística se describe también insistentemente en los textos como el empeño por encontrar y plasmar un rostro en todo lo que existe. Para ello será necesario muchas veces “enseñar a mentir al barro”, a la piedra, a los metales, a las plumas, o al papel de amate de los códices. La “mentira” consistirá en atribuir significación y rostro a todo aquello que antes se presentaba sólo como “cosa”. Así, el barro amorfo podrá convertirse en un perrillo, en una calabaza, en una vasija o en el rostro y figura de algún dios. Y con la característica insistencia que llevaba a los nahuas a repetir la idea en forma positiva y negativa, hablan finalmente los textos de los malos artistas como de quienes “no muestran el rostro de las cosas, lo desfiguran, lo meten en la noche, se olvidan de él”. Testimonios son éstos del sentido que atribuyeron al rostro los sabios y artistas del México antiguo.
Dando ahora un paso más, hurgando en esos textos, no buscaremos ya una explicación a la reiterada insistencia náhuatl por descubrir y forjar rostros, sino sobre todo la posibilidad de encontrar en esto la raíz de una idea de validez y significación universales. No sólo entre los nahuas, sino también entre gente de otras culturas, como en el caso de los mismos griegos, la idea del rostro apareció como un símbolo, antes que nada de la propia persona humana. Sólo que los nahuas, más que otros, insistieron en una peculiar forma de significación metafórica: como hoy “sacamos punta a un lápiz”, así quiso el hombre prehispánico “sacarle rostro” a todo cuanto existe. “Sacarle rostro a las cosas” equivale a querer encontrarles o darles su lugar y su sentido propios, comprensibles y vinculados con el hombre.
HACER QUE LAS COSAS SEAN DUEÑAS DE UN ROSTRO
Aceptemos que en el universo nada hay tan significativo ni capaz de expresión como los rostros humanos. Hagamos del rostro, en el que se reflejan sentimientos y emociones y en el que el gesto y la idea parecen aunarse, suprema metáfora de lo que cabe entender por significación.
Recordemos que significar tiene por etimología las voces latinas signum facere, “hacer signos o señales, señalar o apuntar a algo”. Justamente es el rostro del hombre un hacedor incansable de gestos y signos, de sonrisas y muecas que señalan, apuntan, niegan o afirman, expresan duda, alegría, admiración o temor. Significación del hombre es su rostro; “espejo del alma”, decían los antiguos. Por esto, buscar en las cosas un rostro es querer encontrar en ellas una peculiar manera de sentido, de símbolo o signo, reflejo también de lo humano.
Hallar, o tal vez mejor inventarles rostro a las cosas, es pretensión de humanizar, hasta donde es posible, la realidad entera. En el fondo es hacer entrar el afán creador del corazón en el campo sin límite de un arte, potencialmente omnipresente, concebido a la medida y semejanza del hombre. Por una parte, “hacer rostros sabios” e ir más allá de las máscaras que ocultan la posible verdad de la gente; por otra, inventar y atribuir a lo amorfo de las cosas y al misterio del mundo el simbolismo y la significación de los rostros, hasta hacer del arte raíz de comprensión.
En el mundo prehispánico los poemas y cantares, los dibujos de los códices, las esculturas y las pinturas murales, las mil formas de su cerámica y sus trabajos en metales preciosos, fueron otros tantos intentos de atinar con el rostro significativo y simbólico de los dioses y los hombres, de los animales y los vegetales, con los árboles cósmicos, las águilas y los ocelotes, los peces y el monstruoso lagarto que simboliza la tierra. Las “aguas divinas” sin límite, la tierra orientada hacia los cuatro rumbos del universo, los colores propios de los cuadrantes cósmicos, los pisos celestes, los astros y el supremo lugar de la dualidad, donde reside el rostro masculino y femenino de Dios, son también expresión y simbolismo del rostro cambiante del universo que, mediante las edades, alterna momentos de vigilia y ensueño.
Pero, si pensamos un poco más y buscamos otros posibles ámbitos de aplicación de esta idea del arte como invención del rostro de las cosas, podremos ver cómo, en formas distintas e imprevisibles, ella ha tenido paralelos en otros rumbos del mundo de la cultura. ¿Será aventurado afirmar que no pocas de las tendencias en el ámbito del arte han sido empeños por infundir o inventar en las cosas y en la plenitud del universo de los hombres y los dioses, la expresión y el simbolismo sin límites de que son capaces los rostros? Todas las formas de naturalismo han pretendido reproducir la maravilla del rostro humano que, idealizado, se convierte en Venus o Adonis y parece atributo supremo de los dioses. Pero el rostro humano adquiere, además, significados distintos si se mira de cerca o se contempla de lejos. De él puede decirse también que su capacidad de sentido lo torna expresionista y que, visto a distancia, refugiado en la penumbra, observando la realidad como los mismos ojos humanos la miran de lejos, se sitúa en los perfiles vagos del impresionismo.
Absurdo sería inferir de todo esto que la invención del rostro de las cosas supone un arte concebido a base de efigies o caras humanas. Si Picasso ha pintado, entre otras cosas, rostros angulosos y cubistas, Marc Chagall ha plasmado en sus famosos vitrales el rostro viviente de las 12 tribus de Israel sin tener que acudir a las caras humanas. Múltiples e imprevisibles son las posibilidades del rostro de las cosas. Encontrar e inventar “rostros”, con o sin rostro, parece a la vez sencillo y difícil. Es este asunto propio del afán creador del corazón que busca significados y símbolos. Es necesario dialogar con uno mismo, humanizar, a la manera de lo más humano de la envoltura física que es el rostro, la realidad rara vez diáfana del universo. Todo en él, sin embargo, será materia prima de significación para quienes logren implantar allí un arte nunca concluido como búsqueda e invención de los rostros.
Los textos de contenido estético de los antiguos mexicanos, su idea del rostro de las cosas, han sido pretextos para estas reflexiones bien o mal encaminadas. Frente a los mismos textos, otros podrán llegar a conclusiones distintas. Por nuestra parte, tal vez sólo hemos visto la superficie y la máscara que oculta el rostro verdadero del antiguo pensamiento. Pero ¿si la sola máscara ayuda ya a pensar un poco, qué será descubrir el rostro?