Capítulo 9

El carruaje avanzaba con un suave traqueteo por las calles adoquinadas. La escasa luz de las lámparas creaba sombras danzantes sobre las fachadas de los numerosos edificios que se elevaban en la zona del Soho.

Judith miró de reojo a Robert, que permanecía sentado con indolencia en el asiento de enfrente, ensimismado en el lóbrego paisaje que se deslizaba ante la ventanilla. Hacía tan solo unas horas, él la había abrazado para consolarla. Había aspirado su aroma, tan masculino, y sentido la caricia de sus manos. Las sensaciones que había experimentado, dulces y extrañas, la habían sobrecogido. Además, de un momento a otro, él había dejado de ser «lord Marston» para convertirse simplemente en Robert.

—No hacía falta que me acompañara —volvió a decirle, con un suspiro cansado.

—Mi madre me hubiese tirado de las orejas si no lo hubiese hecho —repuso él sin mirarla—. Nadie le dice que no a la duquesa.

—Ya veo, muy halagador por su parte.

Él se giró hacia ella al escuchar su tono sarcástico.

—No estaba buscando halagarte, milady —replicó con una media sonrisa burlona.

—Me lo figuraba. Creo que desde que nos conocimos he oído salir de su boca más gruñidos que palabras amables.

La sonrisa de Robert se hizo más amplia. Le gustaba su humor ácido; en realidad, le gustaba todo lo que veía en ella. Su rostro ovalado, sus labios de coral y esos ojos azules chispeantes que parecían pedir guerra demasiado a menudo, al igual que su afilada lengua; también admiraba su aguda inteligencia, su carácter levantisco y su valentía y arrojo.

La sacudida del carruaje al detenerse desvió su atención de estos pensamientos para fijarla en la oscura y silenciosa fachada de la casa alquilada. Un estremecimiento involuntario lo recorrió de la cabeza a los pies.

—Te acompañaré hasta la puerta.

Judith negó con la cabeza.

—No es necesario. Seguramente Daisy, mi doncella, estará despierta, esperándome.

—Bien. Entonces, buenas noches, Judith.

—Buenas noches, milord. Espero tener pronto noticias suyas.

Robert asintió. Sabía a lo que ella se refería. Le había dicho que trabajarían juntos, pero supo, por la mirada que la joven le lanzó, que desconfiaba de su promesa. Ya la había roto una vez por una razón justa, pero estimaba que el peligro en el que ella se había metido al ir preguntando sobre la Compañía era mucho mayor del que representaba él mismo. Al menos así lo esperaba.

Vio cómo la joven abría la puerta y se introducía en la casa, y dio orden al cochero de proseguir.

Se reclinó sobre el asiento acolchado y cerró los ojos. El ruido de las ruedas sobre los adoquines debería de haberlo adormilado, pero una inquietud extraña lo asaltó hasta convertirse en una dolorosa opresión en el pecho cuanto más se alejaba de la casa. Había algo que lo importunaba, un recuerdo escondido en lo profundo de su mente que batallaba por salir a la superficie.

«Si nos están esperando, ¿por qué no hay luces encendidas?». Las palabras de Barlow poco antes de entrar en casa de Helena detonaron con fuerza en su mente, encendiendo en él una alarma. Judith había dicho que su doncella la estaría esperando, pero no había visto ni una sola luz en la fachada, tan oscura como el mismo día en que Helena le disparó.

¡Una trampa! Golpeó con fuerza la ventanilla de la pared frontal para llamar la atención de su cochero.

—¡Dé la vuelta de inmediato, Feston! —lo apremió—. Diríjase a casa de la señorita Langdon.

Los ejes de las ruedas chirriaron cuando el coche frenó. Los caballos se removieron inquietos, pero Feston los controló y logró que girasen, a pesar de que la calle no contaba con demasiado espacio. Por suerte era de noche y no había otros vehículos.

Robert intentó tranquilizarse, diciéndose a sí mismo que, con toda probabilidad, se había equivocado en sus conclusiones. A pesar de todo, seguía confiando en su instinto.

No tardaron en volver a la casa del Soho. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Robert hizo que su cochero se detuviese. No tenía intención de aporrear la puerta principal y causar un sobresalto a los habitantes de la casa en caso de que se hubiera equivocado. Sin embargo, el vello erizado de su nuca le indicó que no lo había hecho. Había un silencio casi sepulcral en el entorno. Giró hacia un costado del edificio y se deslizó por el jardín. Seguramente, Judith habría alcanzado ya su dormitorio y tendría una vela encendida. Caminó con cuidado y observó la vivienda. Sacudió la cabeza y respiró aliviado cuando vio luz en una de las ventanas del segundo piso. Algo estaba mal en él, veía fantasmas donde no había.

Se acercó a la pared para no ser visto, en caso de que Judith se acercase a la ventana. Dio un paso y algo se quebró bajo sus pies. Miró hacia el suelo, aunque no le hizo falta para saber qué era aquello. Cristales. La puerta de servicio tenía uno de los vidrios rotos. Apoyó con cuidado la mano en la madera y la puerta cedió, abriéndose hacia el interior. Se coló dentro y dejó que sus ojos se adaptasen a la oscuridad antes de moverse con sigilo por la cocina hasta llegar a un pasillo.

Avanzó despacio, ya que no tenía ni idea de cuántos asaltantes había. Descubrió una escalera que daba acceso al piso superior y comenzó a subir los escalones. Un estruendo como de porcelana al romperse y un golpe sordo le hicieron moverse más deprisa. La adrenalina corría por sus venas y su corazón latía furioso. La preocupación por Judith ocupaba su pensamiento.

Cuando alcanzó el pasillo, se movió con cautela hacia una de las puertas que supuso sería el dormitorio de la joven. La puerta se hallaba entreabierta y del interior emanaba un suave resplandor. Un aullido lamentoso quebró el silencio.

—¡Maldita zorra, ahora te vas a enterar!

A la maldición siguió un estrépito y Robert se precipitó de cabeza en la habitación sin pensar en el peligro que podía suponer para él en caso de que los atacantes tuviesen una pistola. Él llevaba una, que había cogido de su carruaje, pero solo disponía de un único disparo.

El ruido de la puerta al golpear contra la pared sobresaltó a los asaltantes que, por un instante, se quedaron quietos. Robert también se detuvo ante la estampa que se presentó a sus ojos. Judith, empuñando una daga —la misma que le había visto usar en el carruaje con él—, mantenía a raya a los dos hombres desarrapados que le hacían frente. Uno de ellos se agarraba el brazo izquierdo, y su sucia camisa comenzaba a empaparse de sangre.

El momento de desconcierto pasó y los dos hombres intercambiaron una mirada antes de cargar contra él. Robert disparó su arma y escuchó a uno de ellos gritar; sin embargo, ambos lo embistieron con fuerza. Recibió un fuerte golpe en el estómago, que casi lo hizo doblarse en dos, y contraatacó con un derechazo. Alcanzó de lleno el costado de la cabeza de uno de los malhechores que soltó una blasfemia.

La lucha duró poco, ya que los dos hombres solo pretendían apartarlo de su única vía de escape. Se precipitaron escaleras abajo mientras Robert se recuperaba del golpe recibido. El puñetazo lo había enviado contra la pared, y su cabeza había rebotado contra el duro tabique. La sacudió para despejarse y salió tras ellos. Se detuvo cuando salió por la puerta principal de la mansión, sabiendo que sería ya imposible alcanzarlos, pues se perdían por uno de los oscuros callejones de la calle; además, no podía dejar sola a Judith. Dio un agudo silbido para llamar a su cochero, que se acercó de inmediato con el carruaje.

—Milord, ¿qué ha sucedido? —le preguntó, sorprendido por el estado de sus ropas.

—No es nada, Feston. Preocúpese de vigilar que nadie se acerque a la casa. ¿Tiene un arma?

—Sí, milord —respondió, al tiempo que abría el pequeño cajón de madera que descansaba a sus pies y sacaba una.

—Muy bien, pues úsela si lo cree necesario.

Entró en la casa y subió de nuevo las escaleras hasta alcanzar el dormitorio. Judith se hallaba sentada sobre el gran lecho con dosel, sosteniendo todavía en su mano la daga.

La imagen le recordó a la historia de Macbeth que había visto hacía algunos años, en 1768, en el teatro Drury Lane. Hannah Pritchard había interpretado magistralmente el papel de lady Macbeth, y Judith, en ese momento, le recordaba a ella. Algunos mechones de su cabello ondulado, que parecía de fuego por efecto de la luz de las velas, le caían sueltos casi hasta la cintura; tenía la mirada extraviada, y la hoja de la daga brillaba en su mano.

Robert se acercó con cautela, dándole tiempo para que se diese cuenta de que era él. Retiró el cuchillo de su mano con cuidado y lo depositó sobre la mesilla que había junto al lecho. Se arrodilló frente a ella.

—¿Estás bien? —le preguntó, mirándola a los ojos con preocupación. Observó sus ropas, descolocadas probablemente a causa del forcejeo con los hombres. El corpiño abierto revelaba la parte superior de sus senos, que se veían plenos, y cuya piel desprendía calidez y un cierto aroma floral. Robert se maldijo por fijarse en eso en aquellos momentos. Se esforzó por desviar de nuevo la mirada hacia su rostro, más pálido que de costumbre.

Llevaba todavía algunas horquillas enganchadas al cabello de forma precaria. Las retiró con cuidado, permitiendo que se liberaran de su sujeción todos aquellos finos hilos de seda cobriza. El tacto suave de su pelo lo fascinó.

Sacudió la cabeza y se obligó a centrarse en ella. No importaba que fuese la primera mujer, en mucho tiempo, que despertaba emociones en él que no fuesen el rechazo y la desconfianza. En ese momento, experimentaba preocupación, ternura y lujuria. Debía centrarse en la primera.

—Judith, ¿te encuentras bien? —repitió, sacudiéndola con suavidad.

Ella pareció salir de su sopor y lo miró. Luego, sacudió la cabeza en un gesto afirmativo.

—Odio Londres —declaró en un murmullo bajo.

Robert sonrió. Aquella mujer no era una tierna flor inglesa. De haber sido así, se habría puesto a gritar, a llorar, o se habría desmayado, y dio gracias al cielo de que no hubiese hecho ninguna de las tres cosas.

—¿Qué ha sucedido, Judith?

—No sé qué pretendían esos hombres —respondió—. Entré y la casa se hallaba a oscuras, pero no le di importancia porque supuse que tanto Daisy como la señora Porter se habrían acostado ya. Subí las escaleras hasta mi dormitorio y me quité la capa. Luego me acerqué hasta la coqueta para retirar las horquillas de mi peinado. Entonces escuché un ruido extraño, como una respiración pesada, y cogí mi daga. Por el espejo pude ver la figura que se acercaba y me volví, dispuesta a luchar, pero vi que eran dos y me atacaron. —Sacudió la cabeza—. Después, me moví a ciegas.

—¿Te hicieron daño?

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que mañana tendré moratones en algunas partes del cuerpo, pero nada más.

Robert frunció el ceño ante esta afirmación. La sola idea lo enfurecía; sin embargo, omitió hacer algún comentario al respecto.

—Para ser una mujer a la que han intentado secuestrar, no pareces demasiado alterada —le dijo, mirándola con una mezcla de curiosidad y preocupación. Esperaba que no fuese a causa del impacto emocional y que luego, más tarde, se derrumbase. Había escuchado que a veces sucedía esto.

—Me han atacado otras veces.

—¿Qué quieres decir con eso de que te han atacado otras veces? —le espetó, elevando la voz. Al darse cuenta, procuró controlar su genio.

En esta ocasión, fue Judith la que frunció el ceño, aunque secretamente agradeció que él la tratase con brusquedad. Si la hubiese abrazado o le hubiese dedicado palabras dulces, se habría echado a llorar. Su corazón todavía latía furioso dentro de su pecho y le temblaban las manos. A pesar de todo, su voz sonó controlada cuando habló.

—Robert, soy mujer, soy rica y vivo sola en una casa enorme en el campo. ¿Por qué crees que David me enseñó a defenderme? —Aquello era cierto, pero sus enfrentamientos habían sido siempre con jóvenes impertinentes, caballeros malcriados y algún que otro borracho ocasional, nunca contra bandidos reales—. ¿Qué has querido decir con eso de que pretendían secuestrarme? —le preguntó sorprendida cuando asimiló lo que él había dicho antes.

—Judith, esos hombres no llevaban ningún arma, no querían matarte —le explicó con tono paciente.

—¿Y por qué, en nombre de Dios, iban a querer secuestrarme? —preguntó exasperada.

Sacudió la cabeza y unos mechones de su largo cabello cayeron por encima de su hombro rozando la mano de Robert, que aún la sujetaba. La soltó como si se hubiese quemado y se puso de pie, tomando distancia de ella.

—Seguramente porque estuviste haciendo preguntas que no debías —masculló en respuesta, molesto por lo que ella le hacía sentir.

Judith suspiró, ignorando su tono de mal humor.

—Al menos eso significa que hice las preguntas adecuadas.

—Preguntas que no volverás a hacer —le señaló con firmeza—. Y ahora, recoge tus cosas. Te vienes conmigo.

Ella lo miró con sorpresa, pero negó con la cabeza.

—Por supuesto que no me iré contigo, no estaría bien y, además, no puedo dejar a... ¡oh, Dios mío! —Abrió los ojos asustada—. ¡Daisy y Janet!

Se levantó de golpe, tomó una de las velas que había sobre la mesilla, y echó a correr, recorriendo el pasillo hacia el dormitorio que ocupaba su dama de compañía. Robert la siguió. Cuando abrieron la puerta, pudieron escuchar la suave respiración de la mujer. Judith se acercó y la sacudió con suavidad.

—Janet —la llamó. El temblor de su voz delataba su nerviosismo.

Robert se inclinó sobre el lecho y puso los dedos en el cuello de la mujer.

—Han debido de drogarla, pero se pondrá bien —la tranquilizó.

Judith se dirigió de inmediato hacia el dormitorio de su doncella, a quien había colocado en una de las habitaciones de ese mismo piso porque a la muchacha le asustaba dormir sola en el piso inferior. También a Daisy la habían drogado. «Pero gracias a Dios están bien», se dijo Judith a sí misma con un suspiro de alivio.

—Al menos no se han enterado de lo que ha sucedido.

A Janet seguramente le daría un vahído si descubría que habían intentado secuestrarla. Lo más probable era que la instase en ese mismo momento a volver a Irlanda, pero ella no podía volver a su casa sin David.

—Las trasladaré con cuidado al carruaje.

—¿Qué? ¡Por supuesto que no harás tal cosa! —le espetó antes de dar media vuelta y abandonar la habitación.

Robert frunció el ceño y la siguió hasta el pasillo, iluminado por la suave luz de la vela que Judith había colocado sobre una consola. Ella ya había recorrido un buen trecho y tuvo que dar largas zancadas para alcanzarla. La tomó del brazo y la obligó a girarse.

—No puedo dejarlas aquí. Si mañana cuando se despierten no te encuentran aquí, pondrán el grito en el cielo —comentó.

—Es que me encontrarán aquí, porque yo no pienso ir a ninguna parte —repuso, colocando los brazos en jarras.

—Judith, tú vas a venir conmigo —declaró tajante.

—Olvídate, no pienso hacer tal cosa —insistió con terquedad.

—No voy a dejarte en una casa en la que hasta un niño podría entrar sin problemas. La puerta de servicio está rota y es de fácil acceso, y, además, no hay ni un solo hombre que pueda defenderos —le explicó con la paciencia al límite.

Judith entrecerró los ojos peligrosamente y, apretando los puños a los costados, dio un paso hacia delante.

—¿Insinúas que por ser mujeres no podemos defendernos solas?

Robert avanzó otro paso. Estaba tan cerca de ella que podría llegar a contar las pecas que adornaban su preciosa y respingona nariz.

—Lo que insinúo es que esa hermosa cabecita tuya carece de sesera —replicó con brusquedad, más afectado por su cercanía de lo que quería reconocer.

Ella jadeó indignada al escucharlo. Su corazón retumbaba con tanta fuerza en su pecho que tenía la sensación de que iba a escapársele por la boca. El olor masculino, una mezcla de sándalo y almizcle, impregnaba sus fosas nasales de tal manera que parecía transformar sus pensamientos en algodón. Podía ver sus largas pestañas y sus rubias cejas bien perfiladas, el mentón firme que indicaba tenacidad, y una boca de labios sensuales. Judith se reprendió a sí misma por dejarse distraer con esas cuestiones, aunque no podía evitar las sensaciones que le contraían el estómago, lo que la enfureció aún más.

—Y tú tienes el cerebro de una oveja, y...

Se distrajo cuando él se acercó un poco más, de tal forma que sus bocas parecían respirar el mismo aire y el aliento de ambos se confundía en uno solo.

—¿Sí? —la instó a continuar. Su tono era tan suave que parecía miel derramándose sobre una rodaja de pan caliente.

Judith reclamó ayuda a su cerebro, pero este parecía haberse derretido, al igual que sus músculos, que se habían vuelto débiles y temblorosos.

—... y el trasero de un camello —finalizó. Se enderezó, retirándose un paso, antes de añadir—: Esta noche no pienso ir a ninguna parte, excepto a mi cama.

Se giró, decidida, y caminó hasta su dormitorio, con su largo cabello cobrizo flameando tras ella. Apenas entró, cerró la puerta con un sonoro portazo que hubiese despertado a las habitantes de la casa si no estuviesen drogadas.

Robert parpadeó, como si emergiese de un sueño, y se quedó mirando la puerta que ella había cerrado con tanto ímpetu. «¿El trasero de un camello?», repitió para sí, perplejo. No pudo evitarlo, una carcajada brotó de su garganta y sacudió todo su cuerpo hasta hacerlo derramar lágrimas.

Cuando logró calmarse, sacudió la cabeza con una sonrisa todavía en los labios. Hacía mucho tiempo que no se permitía a sí mismo reírse a placer. Desde la muerte de Barlow, y tras ser herido, las sombras habían acechado su alma, envolviéndola en una oscuridad que cada día se hacía más profunda y más peligrosa. En ese momento, y por primera vez, una pequeña luz había entrado en los resquicios de su alma y había vuelto a sentir algo. Si alguna vez había muerto por dentro, estaba volviendo a la vida.

—Buenas noches, Judith —susurró en la penumbra.

Judith se había recostado contra la puerta apenas la había cerrado a sus espaldas. Se cubrió las mejillas con las manos, sintiendo el calor que estas desprendían a causa del rubor que se había apoderado de ella tras sus palabras. Cuando escuchó la ronca carcajada masculina, se sintió aún más avergonzada y horrorizada por lo que había dicho, pero también tenía ganas de reír con él.

Cerró los ojos, reclinando la cabeza contra la dureza de la madera. Él la confundía. Tan pronto la ponía furiosa como la hacía temblar con unas emociones que nunca antes había experimentado.

Sacudió la cabeza y se obligó a pensar en David. Él era la razón por la que hacía todo eso, por la que se había quedado en Londres, se recordó. Sin embargo, se llevó las manos al estómago, donde aún le parecía que danzaban miles de mariposas. Aquel viaje iba a ser mucho más peligroso de lo que había imaginado.

Se desvistió con lentitud y se sentó sobre la banqueta, frente al tocador, para cepillarse el pelo. Aquella actividad le resultaba relajante. Cuando hubo cumplido con las cien pasadas de rigor, le dolían los brazos, pero sentía el ánimo más ligero. Se trenzó el cabello y se acostó.

El silencio de su habitación le resultó extraño por primera vez. Los pequeños ruidos nocturnos, tan propios de las casas antiguas, la sobresaltaban. Había colocado su daga bajo la almohada, como cada noche, pero a pesar de la aparente seguridad que esto le ofrecía, no lograba conciliar el sueño. Se preguntaba si él se habría marchado, dejándolas solas. Si lo había hecho, habría sido única y exclusivamente culpa de ella, reconoció, por no haber intentado ni siquiera razonar con él.

Después de dar más vueltas en el lecho, decidió bajar a comprobar por sí misma si él se había ido.

Encendió la vela que había en la mesilla y buscó un chal con el que cubrirse los hombros. La noche era fría, así que tomó también un cobertor ligero por si lo necesitaba. Luego, con todo el sigilo que pudo, se aventuró por el pasillo y las escaleras hasta la planta inferior.

Cuando llegó al vestíbulo, se dirigió hacia la puerta principal. Tenía la llave echada por dentro, lo que quería decir que o bien Robert permanecía aún en la casa, o bien había cerrado la puerta principal y había salido por la puerta de servicio que, según él, era inútil en cuanto a la seguridad.

Se dirigió hacia el pasillo lateral. Una luz suave se filtraba por debajo de la puerta entornada de la sala de visitas. Se acercó y la empujó con cuidado. Robert dormía, incómodamente instalado en un sofá demasiado pequeño para su tamaño. Una calidez profunda se instaló en su pecho y la invadió una sensación de seguridad.

En la mesilla que había junto a su cabeza, titubeaba la llama de la vela. Judith pensó que sería mejor apagarla. Dejó la que llevaba ella junto a la entrada y se acercó después hasta el hombre.

El suelo alfombrado amortiguaba el leve sonido de las pisadas de sus pies descalzos. Se detuvo frente a Robert y observó su rostro. Era un rostro hermoso y varonil. Las arrugas de su ceño se habían relajado, y el rictus serio y amargo de su boca había desaparecido.

Se amonestó a sí misma por distraerse de esa forma. Desdobló el cobertor y, con cuidado para no despertarlo, lo extendió sobre él para que no pasara frío. Se inclinó para apagar la vela, pero se detuvo. Estaba cerca del rostro masculino, que respiraba suavemente. Un mechón rebelde le caía sobre la frente, y Judith lo apartó con un dedo. Entonces, siguiendo un impulso, depositó un suave beso sobre su frente.

—Gracias por cuidar de mí —susurró.

Apagó la pequeña llama y se marchó.

Cuando la sala se quedó en penumbras, Robert abrió los ojos y dejó escapar el aire que había estado conteniendo. Sus días como espía lo habían entrenado para tener un sueño ligero, y había sido consciente de que alguien se acercaba incluso antes de que la puerta se abriera.

Su cuerpo se había puesto en tensión, hasta que había percibido el ligero aroma floral. Entonces la tensión había dado paso a una expectación de otro tipo. Permanecer a oscuras, escuchando el roce de sus pies descalzos sobre la alfombra, oliendo el aroma de su cuerpo, sintiendo la ligera brisa que provocaban sus movimientos cerca de él, había sido una tortura. Al percibir, por las sombras, que ella se inclinaba sobre él, había contenido la respiración. El suave roce de sus labios sobre su piel casi lo había hecho brincar en el sitio. Sus palabras lo habían conmovido.

Invocó al sueño que se empeñaba en eludirlo y dejó escapar un suspiro de frustración mientras se arrebujaba en la manta, que olía a ella.