—Pero, señorita, ¡no puede pedirme eso! —repuso de nuevo la doncella, algo escandalizada.
—Venga, Daisy —insistió Judith—, ya me has ayudado en otras ocasiones.
—Sí, señorita, pero no para hacer algo... algo así —dijo, señalando horrorizada la vestimenta que descansaba sobre el lecho.
—No es para tanto, Daisy. Ya me he disfrazado de chico en otras ocasiones. —Su doncella abrió los ojos como platos y Judith suspiró para sus adentros. Compuso su sonrisa más inocente antes de añadir—: Es solo para divertirme. ¿No creerías que pensaba salir así a la calle?
Le dedicó una mirada reprobadora y casi se echó a reír cuando vio que la joven se ruborizaba. Definitivamente, la creía capaz de eso. Y no andaba desencaminada, pensó Judith.
—Si es solo para entretenerse, señorita. —Claudicó con desgana.
Judith estuvo a punto de aplaudir. Lo único que necesitaba era que su doncella la ayudase a vestirse. Una vez que pareciese un chico, ya no tendría necesidad de que ella la acompañase para salir. Envidiaba la libertad de la que disfrutaban los hombres, que podían moverse por la ciudad sin un acompañante. ¿Por qué para las mujeres no podía ser igual? Bufó para sus adentros, molesta. Las mujeres eran tanto o más capaces que los hombres. Ella, por ejemplo, llevaba sola la propiedad de su hermano; no solo la cuestión del servicio doméstico, la cocina o la limpieza, sino también toda la parte administrativa y de las cuentas.
Se dio cuenta de que su doncella esperaba una respuesta y abandonó sus pensamientos.
—Por supuesto —le aseguró con una sonrisa tranquilizadora—. Solo lo usaré aquí, dentro de mi habitación. —Se dejó caer sobre el mullido colchón con los brazos extendidos—. Me aburro, Daisy. No hago nada en todo el día, nada productivo, quiero decir. Todo se reduce a fiestas, bailes y meriendas campestres, y yo no estoy hecha para estas cosas. No me malinterpretes, le estoy muy agradecida a la duquesa, pero...
—La comprendo, señorita, aunque hay otras cosas que puede hacer que quizás sean más de su agrado —comentó mientras observaba los pantalones masculinos con evidente disgusto.
—Mañana probaré otra cosa —replicó decidida, al tiempo que se incorporaba en la cama—, pero hoy nos divertiremos un rato.
—Si usted lo dice, señorita. —No parecía demasiado convencida.
Sin embargo, se avino a hacer lo que decía su señora y la ayudó a desvestirse, retirando las numerosas capas de ropa que la cubrían.
La duquesa había mandado llamar a una buena modista, que le había confeccionado varios vestidos. No podía presentarse a las fiestas con la ropa que había traído desde Langdon Manor. Desde luego, no resultaban adecuadas para la vida en la ciudad. Como la duquesa había insistido en ello, Judith no había podido negarse. Aún se estremecía por la indignación que había manifestado lady Eloise cuando le comentó que ella pagaría sus propios vestidos. No había querido oír hablar del asunto.
Lo cierto era que los vestidos parecían un sueño. Los ojos de la duquesa habían brillado con satisfacción cuando la había visto llevando una creación en seda plateada que hacía que sus ojos azules se volviesen de una tonalidad gris líquida. Esa misma mirada la había encontrado en lord Marston cuando se lo había encontrado en el baile. Y a pesar de que se había sentido halagada, también había experimentado decepción, no solo porque no había querido bailar con ella, sino también porque, después de varios días en casa de la duquesa, él no tenía ningún plan, o si lo tenía, no pensaba involucrarla. Así que había decidido poner, de una vez, a aquel hombre testarudo en su sitio.
—No son ropas elegantes, señorita —comentó Daisy, tendiéndole un pañuelo para el cuello. Judith se remetió la camisa en los pantalones y, tomando el pañuelo, se giró hacia el espejo—. ¡Válgame el cielo!
—¿Qué sucede?
Daisy tenía el rostro enrojecido, como si tuviera fiebre, y los ojos desorbitados.
—Es... es indecente.
Judith se miró a sí misma y no vio nada extraño. La camisa era holgada y no se le ceñía demasiado al pecho, además, llevaría encima la chaqueta. No podía vendarse el pecho, como había hecho en otras ocasiones, estando Daisy delante.
—Yo diría más bien que es incómodo —comentó, tirando de la cinturilla de los estrechos pantalones. Si Daisy no le hubiese ayudado, le habría resultado imposible ponérselos, ya que casi había tenido que dar saltos para entrar en ellos. Seguramente pertenecían a alguno de los muchachos más jóvenes del servicio.
Daisy negó con la cabeza.
—Señorita, esa ropa es indecente, se le marca todo... todo el... —Incapaz de articular la palabra, señaló la parte posterior de su persona. Judith frunció el ceño. No había pensado en ello. Por supuesto, su trasero estaba más redondeado que el de un muchacho adolescente, pero no podía hacer nada al respecto. Los faldones de la chaqueta lo cubrirían.
—Ya te he dicho que no voy a salir así a la calle, así que no hay de qué preocuparse —contestó al tiempo que se giraba y se anudaba el pañuelo. Tenía que usar un nudo simple, algo que le resultaba más difícil de hacer que los complicados nudos que usaba su hermano, ya que se había habituado a ayudarlo a anudarse el lazo.
Finalmente, se puso la chaqueta. Era sencilla, de paño marrón y algo roída en los codos, pero le sentaba bien y le tapaba lo suficiente. Luego se puso un tricornio, encerrando bajo este su hermosa cabellera cobriza.
—¿Qué te parece, Daisy? —La joven farfulló unas palabras ininteligibles—. ¿Qué es lo que dices?
—Digo que se ve usted como un muchacho guapo —admitió con renuencia—. No creía que fuera posible, pero es cierto.
Judith se volvió hacia el espejo con una sonrisa.
—Mi hermano y yo nos parecemos bastante, excepto por el color del cabello, y como soy bastante alta, cuando me ponía sus ropas y me cubría la cabeza, algunas personas nos confundían —le explicó, sus ojos brillantes de diversión—. Recuerdo el sermón que nos echó el clérigo cuando supo que lo habíamos engañado, pero luego se rio y nos invitó a su casa a comer pastel para que le contásemos las travesuras que habíamos hecho.
«Bien, ha llegado el momento», pensó. Le sabía mal tener que engañar a Daisy, pero no todo era fingido. Las lágrimas que brotaron de sus ojos al recordar los momentos pasados con David eran reales.
—¡Señorita! —exclamó preocupada la doncella al verla llorar.
—No es nada, Daisy, es que, al recordar a mi hermano... —Se enjugó las lágrimas—. ¿Puedes dejarme sola un rato, por favor?
—Por supuesto, señorita, ¿quiere que le suba una taza de té?
Judith negó con la cabeza.
—Creo que me recostaré por un momento. Seguramente estoy cansada, eso es todo.
La doncella asintió comprensiva.
—La ayudaré a quitarse la ropa.
—No hace falta —repuso, procurando que su voz no sonase demasiado ansiosa—. No importará si se arruga un poco. Ven quince minutos antes del almuerzo y me ayudarás a vestirme para comer con la duquesa.
Aunque no parecía muy de acuerdo con la idea de dejarla vestida así, al menos no insistió cuando vio que se recostaba sobre el lecho.
—Como usted diga, señorita.
Corrió el cortinaje, para dejar la habitación en penumbra, y abandonó la estancia.
Judith se quedó un rato tumbada mientras se sacudía la tristeza y la nostalgia que la habían alcanzado como un dardo. El tiempo pasaba sin que tuvieran noticias de David, y eso la atormentaba. Lo que iba a hacer era necesario, se dijo, por el bien de su hermano.
Se levantó y abrió las cortinas para que entrase la luz. Luego se dirigió a la coqueta y abrió uno de los cajones. Había guardado un trozo de carbón para poder tiznarse las cejas. Para ocultar su cabello utilizaría una peluca que había comprado junto con las ropas que usó para convertirse en una anciana vendedora.
Cuando hubo completado el disfraz, se miró en el espejo. Sí, se veía como un joven cualquiera. Las cejas negras hacían resaltar más sus ojos azules. Tenía que desviar la atención de ellos, así que tomó unas pinturas y dibujó una cicatriz que subía desde el mentón hasta mitad del pómulo. La estudió con objetividad y pensó que se veía real.
Ya solo faltaba abandonar la mansión. No tenía más remedio que salir por el balcón, pensó mientras sopesaba sus posibilidades. En la casa había un número suficiente de sirvientes como para que se topase con alguno de ellos si intentaba salir por la puerta principal, mucho más si lo hacía por la de servicio.
Se asomó al jardín y se dijo que podía hacerlo. Había subido y bajado por árboles más altos, al menos cuando era más joven, y, además, el hecho de vestir pantalones le facilitaría el descenso. Tomó su daga y una pequeña pistola que había adquirido en una tienda de armas, respiró hondo, y se deslizó por el balcón.
Robert cerró los ojos y se recostó contra el respaldo de la butaca. Eddie, el muchacho que lo ayudaba con las pesquisas en los tugurios de los bajos fondos, acababa de irse. La información que le había traído era poca y confusa. Había llegado el momento de introducirse él mismo en aquellos antros en busca de información. Tenía el nombre de tres garitos que parecían haber prosperado repentinamente. Debía averiguar si el dueño de alguno de esos locales tenía trato directo con alguien de la Compañía de las Indias.
Unos golpes en la puerta lo arrancaron de sus cavilaciones.
—¡Adelante!
—Discúlpeme, milord —le dijo el sirviente—, hay un muchacho en la puerta que insiste en verlo. Dice que tiene un mensaje para usted y que solo se lo entregará en persona.
Robert se enderezó. Quizás Eddie había averiguado alguna cosa más, o tal vez se trataba de un mensaje sobre el secuestro de David, para pedir un rescate. Pero ¿por qué en ese momento, después de tanto tiempo? ¿Sabía alguien que estaba investigando el asunto?
—Está bien, hágalo pasar. —Abrió el cajón del escritorio y se aseguró de que el arma que allí guardaba estuviese cargada.
No tenía intención de dispararle al muchacho, pero quizás necesitaría algo de persuasión para no salir corriendo una vez que le hubiese entregado el mensaje. Tal vez él quisiera hacerle algunas preguntas. Dejó el cajón abierto.
El mensajero era un joven larguirucho y delgado, con una cicatriz bastante fea en la barbilla, recuerdo de alguna pelea con cuchillos. Debía tener cerca de dieciséis años y observaba su despacho con curiosidad. Aunque no podía verle bien los ojos, a causa de la sombra que proyectaba el tricornio sobre su mirada, no demostraba miedo, sino, más bien, el descaro y la insolencia propias de su edad.
—Y bien, ¿cuál es el mensaje que traes? —le espetó con un tono cargado de autoridad—. No tengo tiempo para perderlo.
—A ustedes, los aristócratas, nunca les sobra el tiempo, aunque no hacen nada de provecho —replicó el joven con desfachatez. Mantenía las manos en los bolsillos, y no parecía intimidado.
—Eres bastante deslenguado.
El muchacho se encogió de hombros con indiferencia.
—Eso me han dicho alguna vez.
Robert sonrió para sus adentros. No conocía cuáles eran sus intenciones, pero le gustaba el arrojo que mostraba el joven. Aunque no tenía acento cockney, como Eddie, le recordaba un poco a él.
—¿Qué es lo que quieres?
—Ayudarlo.
La sonrisa afloró a sus labios y se reclinó contra el sillón mientras lo estudiaba con atención.
—¿Y en qué podrías tú ayudarme, si puede saberse?
—Oh, bueno, hay muchas cosas que puedo hacer —repuso, mostrando una indiferencia que Robert estaba seguro de que no sentía.
—Así que solo buscas trabajo —afirmó, si bien no creía que ese fuera el caso, pero quería saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar el muchacho. Cada vez se convencía más de que no tenía nada que ver con David. Desprendía una cierta inocencia, no se había criado en las calles, eso seguro—. Sin embargo, has entrado con mal pie en esta casa, puesto que has mentido diciendo que traías un mensaje. ¿O era cierto?
—Bueno, la verdad es que... —Judith no sabía cómo salir del aprieto.
En realidad, solo había pensado presentarse delante de Robert, pero al ver que no la había reconocido, no pudo resistirse a jugar un poco con él. El brillo de frialdad y la dureza que asomaban en ese momento en aquellos ojos aguamarina de mirada penetrante le dijeron que quizás no había sido tan buena idea.
—Estoy esperando, muchacho.
Su tono calmado le provocó un escalofrío. Cuando su hermano se enfadaba con ella, solía gritarle, llevado por la ira, pero sabía que jamás le pondría un dedo encima. De este hombre no sabía qué esperar. «Bueno, Judith, tú te lo has buscado», se dijo.
Robert se preguntó una vez más cuáles eran sus intenciones, pero le sorprendió que, a pesar del tono que había usado y que habría hecho temblar a más de un hombre, el joven diese un paso adelante y alzase la cabeza en un gesto de desafío.
Se tragó la maldición que subió a su garganta cuando reconoció aquellos ojos y trató de mantener la calma. ¿Ella quería jugar? Pues jugarían, pero según sus reglas.
—Veo que te has quedado sin palabras —le dijo al tiempo que su boca esbozaba una media sonrisa—, o tal vez eres prudente. Esa es una cualidad que valoro mucho en quienes trabajan para mí. ¿Quieres trabajar para mí, entonces? —Robert se levantó y se acercó a Judith. Vio que ella lo miraba con cautela y sonrió para sus adentros—. ¿Y qué es lo que sabes hacer?
Judith lo miró de soslayo. Reconocía que, a pesar de que ella era alta, la estatura y la envergadura de su cuerpo musculoso y fuerte la impresionaban y la alteraban a partes iguales. Vestía solo la camisa y los ceñidos pantalones de media pierna marcaban sus muslos poderosos. Su corazón comenzó a latir con fuerza.
—Sé disparar —contestó. Se reprendió a sí misma en el momento en que las palabras salieron de su boca. Había hablado sin pensar, pero es que él la ponía nerviosa. Su estómago ejecutó un salto mortal cuando Robert se detuvo delante de ella.
—Hum, es una buena cualidad, pero innecesaria. —Tomó la mano de Judith y disfrutó perversamente cuando ella se sobresaltó. La colocó sobre su pecho y esta vez fue él quien se estremeció, pero no dejó que se notase—. ¿Ves estos músculos? ¿Te parece que necesito alguien que me defienda?
Judith tragó saliva. La fina tela de la camisa no impidió que su mano sintiese el calor de aquel pecho poderoso y la dureza de sus músculos. No podía negar que aquel hombre estaba muy bien formado. Pudo notar, también, la firmeza de los latidos de su corazón.
—Supongo... —Se aclaró la garganta, pues su tono sonó demasiado agudo—. Supongo que no.
—No, claro que no —confirmó él, liberando su mano. Se estaba divirtiendo, no podía negarlo—. Por eso me pregunto qué podría hacer con un muchacho como tú, que parece a medio desarrollar. Fíjate, eres escuálido y no se ve ni un solo músculo por ninguna parte.
Judith contuvo un chillido de indignación y dio un paso atrás cuando vio que él alzaba su mano y la dirigía hacia sus pechos. Un cosquilleo la recorrió al pensar que pudiera tocarla ahí, y, sin quererlo, se ruborizó.
—No estoy escuálido —protestó entre dientes, cruzando los brazos sobre su pecho para protegerse y sin saber muy bien qué otra cosa decir. Por supuesto que no era escuálida, además, se sentía muy cómoda con su propio cuerpo.
Tal vez fuese hora de acabar con el juego. Las sensaciones que experimentaba en ese momento la desbordaban.
—Perdona, no quise herir tus sentimientos —condescendió él—. Supongo que, a tu edad, yo presentaba el mismo aspecto. No te preocupes, muchacho, tarde o temprano se rellenarán los lugares adecuados. —Sus palabras le hicieron recordar que Judith ya estaba bien formada. Sus piernas, enfundadas en aquellos ceñidos pantalones, mostraban unos muslos firmes y torneados. Imaginarse su trasero abrazado por esa misma tela provocó una reacción involuntaria en su cuerpo. Carraspeó antes de continuar—: ¿Algo más?
—Soy capaz de montar cualquier cosa —le espetó un tanto furiosa.
La desafortunada elección de aquellas palabras hizo que el cuerpo de Robert se estremeciese mientras sus partes nobles entonaban un canto de liberación. Aquel no era momento para fantasías, se reprendió, pero no pudo evitar que la imagen de una Judith desnuda y con el cabello cobrizo derramado como una hoguera sobre su cama se colase en su mente. La temperatura de su cuerpo aumentó.
Sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. El juego que estaba jugando era peligroso; si no tenía cuidado, se volvería en su contra. A pesar de todo, la fascinación que le procuraban aquella situación y las respuestas de ella lo obligaron a seguir.
—Muy... loable. Sin embargo, yo no trabajo con niños. —Se detuvo frente a ella, la tomó con suavidad del mentón y le alzó la cabeza—. Ni siquiera te ha salido barba todavía. Tu piel es suave como la de un bebé —le susurró mientras acariciaba su mejilla con el pulgar— y tu rostro, demasiado bonito.
Cuando acarició su pómulo, Judith se mantuvo quieta, como un cervatillo que ha olfateado el peligro. Su cálido aliento rozaba sus labios mientras murmuraba las palabras. Dio un paso hacia él. Deseó que la besara de nuevo, aunque en esta ocasión quería que sus cuerpos se tocasen, que notase la femineidad en cada una de sus curvas, demostrarle que no era un muchacho escuálido.
El pensamiento penetró de pronto con suma claridad en su mente, justo en el momento en que los labios masculinos descendían sobre los suyos. Se apartó de él como si quemase y lo miró horrorizada. ¿Pretendía besar a un muchacho?
Robert vio que ella se apartaba con brusquedad y masculló una maldición cuando notó la expresión de su rostro. En el momento en que Judith se le había acercado había perdido la conciencia de todo lo que lo rodeaba y se había sumergido en el azul de sus ojos que brillaban con deseo, un deseo que él estaba más que dispuesto a satisfacer. Sin embargo, en ese instante su cuerpo gruñía de insatisfacción. Además, no le gustaba la expresión del rostro de Judith, quería borrar aquella mirada escandalizada. Apretó los puños con fuerza y su deseo insatisfecho se trocó en cólera.
—¡Maldita sea, Judith! ¿Se puede saber en qué demonios pensabas viniendo aquí vestida de esa guisa? —le espetó con una voz de trueno que resonó en el interior del despacho.
Judith lo fulminó con la mirada. Sus ojos azules refulgían echando chispas.
—¡No te has dignado venir a hablar conmigo! —le reprochó, mientras intentaba olvidar lo que había sentido hacía unos momentos—. Necesito saber si hay alguna información sobre mi hermano.
—Pues podrías haber venido de visita, como cualquier persona normal.
—¿Una mujer soltera visitando la casa de un hombre? Creo que tu alta sociedad tendría mucho que decir al respecto —se burló. Su boca formó un delicioso mohín cuando añadió enfurruñada—: Además, la duquesa no me permite salir si no es acompañada de dos sirvientes.
La carcajada que estuvo a punto de soltar Robert se le quedó atrapada en la garganta cuando ella se quitó la chaqueta y se giró, buscando algún lugar donde dejarla. Tenía un trasero precioso, fue lo que pensó. Pequeño, redondeado, firme y un poco respingón. Un sudor frío le recorrió la espalda. Pero cuando Judith se volvió hacia él, por un momento se quedó sin aire. Era perfecta. Sus senos se apretaban ligeramente contra la camisa, tenía la cintura estrecha, caderas redondeadas y unas piernas que parecían alargarse kilómetros. Hasta sus tobillos le parecieron deliciosos. En ese momento se preguntó cómo diablos había podido confundirla con un muchacho.
Se obligó a respirar con normalidad en lugar de jadear como un animal en celo.
—Perdona, ¿qué decías?
Judith frunció el ceño, molesta. Aquel hombre tenía la virtud de exasperarla con una facilidad abrumadora.
—Decía que no voy a permitir que vuelvas a dejarme de lado. Sea lo que sea que estés haciendo para buscar a mi hermano, yo pienso ir contigo.
—No.
La respuesta fue seca y contundente. Judith apretó los puños y continuó su paseo arriba y abajo en la habitación. No podía permitirse perder la calma y quedar como una histérica. Trató de mostrarse razonable.
—¿Por qué no? —le preguntó.
Robert seguía, fascinado, cada uno de sus movimientos.
—¿Por qué no, qué?
Se giró hacia él y puso las manos en las caderas.
—¿Quieres hacer el favor de prestarme atención? —inquirió furiosa.
Robert cruzó los brazos sobre el pecho. Se trataba de una táctica defensiva, para evitar que sus manos agarrasen a aquella exasperante mujer y la besase hasta quitarle el sentido.
—Si dejaras de contonearte delante de mí, podría hacerlo —gruñó, molesto.
Judith dejó escapar un jadeo indignado.
—¡Yo no me contoneo!
—Por supuesto que lo haces, y como muevas otra vez tu bonito trasero ante mis ojos, no respondo de mí. Así que, ¡ponte de una vez esa maldita chaqueta!
Judith abrió los ojos, sorprendida por la crudeza y brusquedad de sus palabras, y enrojeció hasta la raíz de su cabello al recordar las palabras de su doncella sobre lo indecente de su vestimenta. Tomó con rapidez la prenda y se la puso, abotonándosela hasta el cuello, a pesar del calor que sentía. Sin embargo, un cosquilleo de satisfacción interna la sacudió, y las palabras que él le había dirigido volvieron a estremecerla con la deliciosa anticipación de algo que estaba por llegar, aunque no supiese de qué se trataba.
—Entonces, ¿me dejarás participar en tus planes? —se atrevió a preguntarle después de unos momentos de silencio.
—¿Dejarás de perseguirme para que lo haga? —la interrogó a su vez, mientras se acercaba a ella como un felino al acecho. Judith negó con la cabeza y se echó algunos pasos hacia atrás, intimidada por el brillo de sus ojos—. Obedecerás todas mis órdenes y harás exactamente lo que yo te diga, ¿entendido?
—¡Sí, jefe!
La sonrisa brillante y luminosa que esbozó Judith tuvo la virtud de hacer que el mundo de Robert se tambalease. Gimió para sus adentros. Tenía la sensación de acabar de firmar su propia condena.
No sabía que el precio del rescate sería su propio corazón.