Capítulo 12

Apenas unos jirones de luz entraban por los sucios ventanales, iluminando el interior del viejo almacén que parecía llevar años abandonado. El polvo se había aposentado en el suelo como una vieja alfombra que se deshilachaba a pedazos y dejaba bolas de pelusa que las corrientes de aire hacían danzar en el interior del inmenso espacio.

Caprichosas estructuras formadas por cajas de madera se apilaban contra la pared, vestigios antiguos de la actividad que había tenido lugar allí tiempo atrás. En ese momento, nadie recordaba ya aquel almacén. La Compañía de las Indias había encontrado depósitos más grandes y en zonas más seguras que aquella.

Dos hombres corpulentos cruzaron la estrecha puerta lateral que conducía al interior. Sus ropas eran decentes, pero sus rostros mostraban las marcas de la vida disipada y peligrosa que llevaban. Ninguna de las cicatrices de su cuerpo era reciente. Tenían la piel tan endurecida como negro el corazón.

Pese a todo, avanzaron con pasos inseguros hacia el lugar de encuentro. Capaces de destripar a un hombre de arriba abajo sin siquiera pestañear, temían a su jefe. Había algo maligno en aquel caballero, y alguno de ellos había creído ver los ojos del demonio cuando se había atrevido a mirarlo cara a cara.

Finalmente, sus pies dejaron de arrastrarse y se detuvieron frente a un pulcro escritorio de madera tras el que, sentado en un cómodo sillón, los esperaba él. Había ocupado la antigua oficina del almacén. Inmaculada y pulcra, esta ofrecía un fuerte contraste con el resto del lugar. Los escasos muebles no presentaban ni una sola mota de polvo en su superficie, al igual que el suelo cubierto por una colorida y lujosa alfombra. Conocían la tendencia obsesiva de su jefe hacia la limpieza, por eso habían sacudido sus botas antes de entrar y guardaban una distancia respetuosa de la hermosa alfombra.

Guardaron silencio y mantuvieron la cabeza baja. Cuando la voz suave resonó en el lugar, un escalofrío les sacudió todos los huesos del cuerpo.

—¿Y la chica?

Uno de ellos, que ostentaba una larga cicatriz que le cruzaba la frente, como si le hubiesen querido partir el cráneo en dos, se animó a contestar.

—No hemos podido atraparla.

El caballero detuvo el monótono golpeteo de sus dedos sobre la superficie de madera de su mesa.

—Eso ya lo veo. Supongo que de haberlo hecho, la habríais traído ante mí de inmediato. ¿No es así? —Su tono podía sonar comprensivo, pero se trataba de la misma comprensión que tenía una víbora antes de atacar a su presa.

Los dos hombres se habían despojado de su gorra al entrar. El que hablaba no podía evitar estrujarla entre sus gruesos dedos mientras intentaba que su voz no temblase al responder.

—Por supuesto, milord.

—La vez anterior fallasteis porque un hombre, un caballero, para ser más exactos, ayudó a la muchacha. —Se inclinó hacia delante y los miró con atención. El gris de sus ojos brilló como una afilada hoja de acero, y los matones retrocedieron un paso—. ¿Cuál es vuestra excusa ahora?

—Apenas sale de la casa, milord, y cuando lo hace va en carruaje, acompañada por varios criados —se justificó. Sentía el sudor corriéndole por la espalda, y el pañuelo apretado al cuello lo ahogaba como si estuviera colgando de una soga.

—Ya veo, tal vez voy a tener que ocuparme yo mismo del asunto, ¿verdad, Tom? —El hombre tragó saliva, pero no respondió, ni siquiera se atrevió a mover un músculo. Su compañero permanecía a su lado, en silencio. El disparo los cogió a los dos desprevenidos, y Tom vio cómo su compinche se retorcía de dolor en el suelo—. No me agradan los inútiles, así que esto es solo un primer aviso de lo que os sucederá si no me traéis a la chica —los amenazó. El tono acerado de su voz los sacudió tanto como la fría ira que mostraba su rostro—. No me gusta que ande metiendo sus narices en mis asuntos. La próxima vez traedla con vosotros, o será mejor que no volváis.

Tom ayudó a levantarse a su compañero, que gemía de dolor por el agujero sangrante de su pierna, y lo arrastró fuera del almacén, maldiciendo a todos los demonios por haberse dejado enredar en aquel negocio.

Cuando abandonaron el lugar, otro hombre salió del oscuro rincón en sombras y se acercó a su jefe. Llevaba unos pantalones holgados de seda negra y una amplia camisa bordada. Rodeaba su estrecha cintura un ancho fajín rojo. El turbante que rodeaba su cabeza era también de color negro. Se llamaba a sí mismo «la mano de Kali», el verdugo de la diosa.

—¿Acabo con ellos? —le preguntó, usando la lengua hindi.

El caballero negó con la cabeza.

—Todavía no, Yamir, aún pueden sernos útiles —respondió en inglés—. ¿Sabes dónde se encuentra la chica?

—Se aloja con los duques de Westmount, sahib.

—Ya veo. Creo recordar que nuestro... huésped mantenía una estrecha amistad con uno de los hijos del duque —asintió para sí—. Bien, tal vez podamos hacer algo interesante con esa información. —Abrió un cajón del escritorio y sacó de su interior una máscara antigua, vestigio de sus años en Bengala—. Veamos cómo se encuentra nuestro invitado.

Abandonó su puesto tras el escritorio y salió al almacén, seguido por su sirviente. Yamir se adelantó a él, con ese paso sigiloso que lo caracterizaba, y retiró unas cajas vacías que había en uno de los rincones, dejando al descubierto una trampilla en el suelo. Las bisagras no chirriaron cuando la abrió, porque habían sido bien engrasadas.

Descendieron las viejas escaleras de madera hasta adentrarse en el mugriento sótano. Los inmundos animalillos que habitaban el lugar corrieron hacia oscuros rincones para ocultarse. El caballero hizo un gesto de desagrado y se colocó la máscara antes de acercarse a la única luz, procedente de una palmatoria colocada sobre un cajón de madera. Contiguo al cajón, sobre un delgado jergón de paja, yacía David, con los ojos cerrados.

—Es por el efecto del opio —le explicó Yamir. Sabía que su amo quería mantener con vida al hombre, que en aquel momento parecía más muerto que vivo.

El caballero se agachó junto a él y le propinó una bofetada. La cadena que sujetaba al prisionero tintineó, pero este solo pudo parpadear antes de caer de nuevo en un estado de sopor. Tenía el rostro afilado y los pómulos hundidos, y una pátina de sudor cubría su frente. El siguiente golpe, dirigido a su estómago, le provocó arcadas y un acceso de tos. Abrió los ojos y trató de enfocar la visión.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y trató de encogerse sobre sí mismo. «El demonio ha vuelto para atormentarme. Solo quiere divertirse conmigo, viéndome sufrir», pensó. Cerró los ojos y buscó aislarse en un rincón de su mente, allí donde los campos eran verdes y olía a lluvia, y el viento soplaba sobre las copas de los árboles trayendo consigo una cascada de risas femeninas. «Judith». Sintió sus manos suaves sobre su rostro y quiso sonreír. Ella lo cuidaría, alejaría al demonio para siempre.

Pero, entonces, las manos se cerraron sobre él, causándole dolor, y su voz oscura lo llamó desde el fondo de su infierno.

—¡Mírame! —le ordenó.

Se resistió a mirarlo, porque entonces la pesadilla se haría realidad. Él solo quería que lo dejaran en paz; quería regresar a Langdon Manor y dormir, dormir quizás para siempre. Sin embargo, el dolor le obligó a abrir los ojos.

—Vete —gimió con las pocas fuerzas que tenía.

—Me has dado muchos problemas, pero todavía puedes serme útil —le espetó. La calma fría de su voz, oscurecida por la máscara, hizo temblar a David—. Solo por eso sigues vivo.

Sí, lo había pensado bien. Sabía que el hombre había informado a lord North de sus pesquisas, y el primer ministro no era ningún estúpido. Sin embargo, había planeado muy bien las cosas, y el viejo North no llegaría nunca hasta él. Pero si las cosas se ponían feas, acusaría a alguno de los necios que lo seguían y entregaría a Langdon como salvoconducto. El problema en ese momento era la chica.

—Aléjate.

—¿A cuál de los hijos de Westmount conoce tu hermana? —le preguntó, sacudiéndolo para que abriese de nuevo los ojos.

Judith. Recordó su sonrisa pícara, su testarudez y esa ternura en sus ojos cuando lo miraba. Judith era suya, su ángel, no se la entregaría al demonio.

—¡No! —gritó, desesperado. La palabra resonó fuerte en sus propios oídos y encendió algo dentro de él, un espíritu de lucha que parecía yacer adormecido desde hacía tiempo en el fondo de su corazón.

El golpe no lo cogió por sorpresa. El demonio actuaba así, con violencia. Sin embargo, la argolla que rodeaba su cuello se deslizó sobre su carne herida y tuvo que apretar los dientes para no aullar.

—¿A cuál de ellos conoce? ¿En quién confía?

La voz del demonio gruñía insistente, pero David sonrió, porque Judith se hallaba segura en Irlanda, lejos del alcance de sus garras. Ella no conocía a nadie en Londres, no sabía de sus actividades —él se había cuidado mucho de escondérselas— ni para quién trabajaba. «Judith, estás a salvo».

Con este último pensamiento, su espíritu se serenó y su cuerpo cayó de nuevo en la inconsciencia.

—¿Quiere que me ocupe yo, sahib? —le preguntó Yamir, que se había mantenido al margen hasta ese momento.

Lo pensó un instante. Yamir descendía de una casta de asesinos capaces de arrancar una confesión a un muerto. Sabía de lo que era capaz.

Durante la guerra que emprendió el Gobierno británico contra el reino de Mysore, le había salvado la vida, sacándolo del inmundo agujero en el que lo habían encerrado por sus crímenes, por eso se consideraba en deuda con él y se había convertido en su sirviente. La primera vez que lo había visto emplear sus métodos de tortura, había quedado impresionado. Sin embargo, si los utilizaba con Langdon, este no sobreviviría.

Negó con la cabeza.

—Encárgate tú mismo de traerme esa información —le pidió—. Si la muchacha le ha confiado el problema a alguno de los Marston, será un inconveniente.

—Como ordene, sahib.

No escuchó a su sirviente marcharse, pero supo que se había ido. Se deslizaba como una sombra, y al igual que todo lo que acechaba en las sombras, podía ser letal.

Se levantó y echó un último vistazo al prisionero. A pesar de su bien calculado plan, el joven había estado a punto de descubrirlo. Había admirado su inteligencia y su tesón, y envidió que trabajase para North en lugar de para él mismo. Sin embargo, en cuanto lo miró a los ojos supo que aquello era imposible. En aquellos ojos azules había demasiada honradez y lealtad.

Subió las escaleras y se despojó de la máscara, que volvió a guardar en el cajón de su escritorio. Cerró con llave la improvisada oficina y abandonó el almacén. Tenía asuntos que arreglar en la sede de la Compañía de las Indias.

Judith se ajustó el tricornio una vez más. Lo cierto era que se sentía cada vez más a gusto enfundada en aquellos ropajes masculinos. Sin el estorbo de las numerosas prendas interiores, la voluminosa falda o el apretado corpiño, tenía más libertad de movimientos.

Lo único que le causaba molestias era tener que llevar la chaqueta abotonada; sin embargo, esa había sido una de las condiciones que Robert le había impuesto para poder acompañarlo. Además, llevaba el pecho vendado debajo de la camisa, y la tibieza que impregnaba el aire nocturno la hacía sudar. A pesar de todo, no se quejó. No quería darle motivos a Robert para que la mandase de vuelta a la mansión de sus padres.

—Deja de moverte —le espetó con tono impaciente.

Judith se quedó quieta, a merced del bamboleo del carruaje que los conducía a una zona del East End. Controlarse le resultaba difícil. Estaba nerviosa.

Aquella mañana había recibido una nota de él, informándole de que esa noche visitarían algunos de los establecimientos donde había descubierto que se comerciaba con opio, y que podía acompañarlo siempre y cuando cumpliese con una serie de órdenes. Judith, emocionada, había pasado por alto la letanía de implícitas amenazas que contenían sus palabras y se había centrado en la parte principal, por fin iba a hacer algo por su hermano.

—¿Dónde vamos? —lo interrogó.

—A un local bastante sórdido. —Parecía que masticase las palabras, y Judith temió que se estuviese arrepintiendo de haberla llevado consigo—. Es un conocido antro de juego. Muchos caballeros pierden allí sus fortunas y, algunos, incluso la vida, así que vas a hacer en todo momento solo lo que yo te diga, ¿de acuerdo?

Ella asintió. Contuvo un suspiro cuando vio que Robert parecía hipnotizado con el tapizado del asiento que tenía frente a él, así que le contestó lo que quería oír.

—De acuerdo.

Él gruñó en señal de conformidad. A Judith también le hubiese gustado gruñir, le molestaba que él no fuese capaz de mirarla, porque la hacía sentirse culpable, como si estuviese llevando a cabo un acto pecaminoso.

—Tampoco te separarás de mi lado —añadió con ese tono imperativo que solía usar últimamente cada vez que le hablaba.

—Como no me miras, ni siquiera te darás cuenta de que me alejo —replicó burlona.

Robert apretó los dientes. Por supuesto que lo notaría. Era consciente de cada uno de sus movimientos, de la calidez que desprendía su cuerpo, del sutil perfume que emanaba su piel aunque ella había jurado que no había usado ni una gota, y de las torneadas piernas que asomaban por debajo del faldón de la chaqueta. Para él resultaba tan obvia su esencia femenina que temía que otros también la descubriesen. «Sin embargo, tú no la reconociste la primera vez», le recordó su conciencia.

Sabía que llevaba razón, y que no tendría por qué haber problemas, siempre y cuando Judith siguiese sus indicaciones y se comportase como le había dicho. No, el problema era él y la vorágine de emociones que aquella mujer despertaba en él.

Movido por un arraigado hábito, introdujo los dedos en el bolsillo de su chaqueta y rozó el frío metal de la bala. Una sensación de paz lo invadió de inmediato.

—¿Qué es eso? —le preguntó Judith.

—¿El qué?

—Lo que buscas en tu bolsillo —aclaró, señalando con la cabeza hacia su mano, cuyos dedos todavía permanecían aferrados a la pieza de metal—. Te he visto hacer ese gesto en varias ocasiones. Cuando lo haces, tus facciones se relajan. —No quiso decirle que también había notado que, al hacerlo, sus ojos se empañaban de tristeza y su boca adquiría un rictus de amargura—. ¿Se trata de un amuleto?

Esta vez, él se volvió a mirarla. La observó durante unos instantes, como si tratase de leer en su rostro y llegar hasta su alma, como si no se fiase de ella. Y esa desconfianza, sin saber muy bien el porqué, le dolió.

Robert sacó la mano y la extendió ante ella. Sobre su palma descansaba un casquillo dorado que tenía varias muescas y rozaduras.

—Es más bien un recordatorio —repuso él, respondiendo a su pregunta. La seriedad de su tono le hizo comprender a Judith la gravedad de sus palabras—. La confianza es un bien demasiado precioso para ofrecerlo a cualquiera. Pocos la merecen.

Judith recordó la ocasión en que él estuvo a punto de matarla porque la había confundido con otra mujer.

—¿Fue Helena la que te disparó? —Fue más bien una afirmación que una pregunta, puesto que ya sabía que había sido así.

Sus ojos se entrecerraron mientras la miraba con desconfianza.

—¿Cómo sabes...?

—Tú me lo dijiste —lo interrumpió con suavidad—. Aquella vez, en el carruaje.

Robert asintió.

—Lo hizo sin que le temblara la mano. —Su rostro se había vuelto inexpresivo, y su voz carecía de emoción alguna. Judith supo que había amado mucho a aquella mujer. Solo un amor grande podía producir ese dolor profundo—. Burlándose. En sus ojos fríos no había lugar para la compasión.

La luz mortecina en el interior del carruaje propiciaba un ambiente de intimidad. Judith se atrevió a preguntar lo que llevaba tiempo deseando conocer.

—¿Por qué lo hizo?

Robert guardó silencio por un largo instante, y ella creyó que no le respondería.

—Por ambición, por codicia —repuso con tono amargo, cerrando los ojos. La tensión en su rostro le indicó que volvía a revivir aquellos recuerdos, y lamentó haberle preguntado, sobre todo cuando escuchó sus siguientes palabras—. Esa noche iba a pedirle matrimonio. Quería empezar con ella una nueva vida, dejaría mi trabajo y formaríamos una familia. Tendríamos hijos y seríamos felices. —Soltó una carcajada hueca, cargada de dolor, y Judith se estremeció—. Todo era una mentira. Su amor, sus caricias, sus palabras. Helena era una espía de los franceses y me había utilizado para recabar información. Me dijo que se había divertido, pero que yo no la tentaba tanto como el dinero que le ofrecían.

El corazón de Judith se dolió por él y la sorprendió el fiero sentimiento protector que la asaltó. En aquel momento, lo hubiera envuelto entre sus brazos hasta que drenase toda aquella ponzoñosa tristeza y sus recuerdos no fuesen más que un suspiro en el aire. Apretó los puños y permaneció clavada en su asiento. Seguramente, él no querría su consuelo.

—No todas las mujeres son así —señaló mientras su mente volaba a los años de su infancia. Todavía podía ver la sonrisa de su madre cuando observaba a su padre. Cuántas veces había presenciado roces furtivos, besos que debían permanecer ocultos a sus ojos infantiles, risas y abrazos cargados de ternura. Ella había crecido deseando un amor así. Recordó las palabras que tantas veces le había dicho su madre—. El amor es una fuerza poderosa y única, por eso no hay que salir a buscarlo, sino dejar que te encuentre —repitió en voz alta, al tiempo que la embargaba una dulce tristeza preñada de nostalgia—. Helena no se merecía tu amor, tampoco merece tus recuerdos.

Robert sabía que tenía razón, pero no fue capaz de controlar la rabia que experimentó al escuchar sus palabras. No quería su compasión.

—¿Qué sabrás tú de Helena? —le espetó con dureza—. ¿Qué puede saber alguien como tú del amor?

Judith sabía que hablaba movido por el despecho y la amargura, pero le dolió profundamente. Sin embargo, él había sido sincero y le había abierto una ventana a su alma, era justo que ella se lo retribuyese.

—Estuve prometida.

El suave susurro resonó en el interior de Robert como el estallido de un trueno, y se maldijo por su falta de tacto. Se había comportado como un auténtico cretino, algo que también le debía a Helena, se dijo, furioso.

—Lo siento. —No era una disculpa adecuada, pero fue lo único que se le ocurrió. Se preguntó cómo podía mantenerse tan serena después de esa confesión. ¿Habría muerto su prometido? David no le había contado mucho sobre Judith—. ¿Qué sucedió?

—Me abandonó pocos días antes de nuestra boda y después se casó con otra.

Robert sintió como si lo hubiesen abofeteado. ¿Qué tipo de canalla podía hacer algo así?, se preguntó. La furia le hervía en la sangre. Incluso así, vestida de muchacho, Judith era hermosa. También era divertida, tenaz, generosa y deliciosamente impertinente. Miró sus preciosos ojos que brillaban como dos diamantes en la penumbra del carruaje. Sí, era hermosa, pero, sobre todo, leal.

—¿Y a pesar de todo sigues creyendo en el amor? —inquirió con cierta incredulidad.

Ella se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Fue el hombre el que me decepcionó, Robert, no el amor —le respondió, consciente de que aquello no era del todo verdad. Si lo fuese, no habría tomado la decisión de no casarse nunca. Se decía a sí misma que solo quería conservar su libertad, su independencia, pero sabía que se engañaba. Y aquel beso que Robert le dio tiempo atrás se lo había demostrado, porque le había hecho desear algo más, algo que estaba fuera de sus posibilidades.

—Ese hombre debía de ser un perfecto imbécil —comentó Robert, interrumpiendo así sus pensamientos.

El tono hosco con el que pronunció las palabras caldeó el corazón de Judith y la reconfortó. Por primera vez desde que Will la había dejado sin ninguna explicación, se sintió libre del sentimiento de culpa que la había perseguido desde entonces. Siempre había creído que lo había hecho porque no era lo suficientemente buena para él, ya que se entendía mejor con las ovejas que con las personas y nunca había sabido comportarse como una dama.

Judith le sonrió con picardía.

—De seguro lo era.

Robert le devolvió la sonrisa. Por un instante, le pareció que el tiempo se detenía en aquel refugio de intimidad y confidencias. Su mirada se cruzó con la de ella y el silencio se extendió entre ambos, cargado de significado. De alguna forma, habían desnudado sus almas y se habían conocido tal y como en verdad eran, con sus miedos, sus inseguridades, sus deseos. Helena nunca supo llegar a esa parte de él.

—Judith, yo...

El carruaje se detuvo con una brusca sacudida, trayéndolos de vuelta a la realidad.

—¿Sí? —lo animó ella. Quería que siguiera hablando, que le dijese lo que había estado a punto de decir, pero en sus ojos vio de nuevo al hombre que arriesgaría todo por su país, al hombre de acción que no confiaba en nadie más que en sí mismo.

—No te separes de mí y haz todo lo que yo te diga —le ordenó.

Judith suspiró decepcionada y respiró hondo para calmar los latidos de su corazón.

—Muy bien —aceptó.

—Y, por lo que más quieras, no abras la boca —añadió antes de bajar del carruaje.

Sus palabras le arrancaron un gruñido como respuesta, y Robert sonrió para sí.