Capítulo 13

El local al que se dirigían se ubicaba en un estrecho y sórdido callejón, un poco más lejos de donde se había detenido el carruaje. Caminaron en silencio, con los sentidos alerta.

Judith escudriñaba las sombras, buscando en ellas cualquier cosa que se moviera. El corazón le latía a gran velocidad, presa de la excitación y del temor. Solo en ese momento, consciente del ambiente sombrío que la rodeaba, se dio cuenta del alcance de lo que iba a hacer. ¿En qué momento se le había ocurrido meterse en aquel lío? Pensó en David. Él la necesitaba.

Robert se detuvo ante una vieja puerta de madera que tenía una trampilla, y llamó dos veces. Cuando se abrió la pequeña portezuela, Judith solo pudo ver un par de ojos mal encarados que los miraban con fiereza y desconfianza. Tragó saliva y rogó para que su disfraz fuese lo suficientemente bueno como para pasar desapercibida.

—¿Qué desean, caballeros?

La voz profunda y cavernosa hizo temblar a Judith. Agradeció en silencio a Robert su decisión de vestirse como nobles, ya que eso le proporcionaba un poco más de seguridad.

—Mi amigo es nuevo en la ciudad —explicó él, con un cierto matiz de afectación en su tono, casi de aburrimiento—, y he creído conveniente enseñarle los mejores locales donde puede encontrar diversión y gastar bien su dinero.

El hombre los observó desde el interior, como si estuviese valorando la veracidad de sus palabras.

—Será una libra —señaló—, por los dos.

Judith estuvo a punto de expresar su indignación en voz alta, pero se contuvo. Una libra era demasiado dinero. El salario de su doncella se reducía a unas veinte libras anuales, por lo que una libra suponía casi el salario de un mes para cualquier trabajador.

—Por supuesto —aceptó Robert sin inmutarse, al tiempo que extrajo la moneda de oro de su bolsillo. Se la tendió al hombre y, después de un breve instante, la puerta se abrió hacia el interior.

El hombre, un gorila corpulento, les franqueó la entrada.

—Jim —llamó—, conduce a los caballeros al interior.

Otro hombre, mucho más delgado que el anterior y mejor vestido, apareció por una puerta lateral y les hizo una ligera reverencia.

—Si los caballeros hacen el favor de seguirme, les mostraré dónde pueden gozar de un buen entretenimiento.

Comenzó a andar por un pasillo largo y mal iluminado, y ellos lo siguieron. Lo que menos esperaba encontrar Judith al final del estrecho corredor era una sala amplia, bien iluminada y cargada de humo, risas estruendosas y olor a perfume femenino y a sudor.

El hombre que los había acompañado les pidió sus sombreros, los abrigos y el bastón de Robert.

—Esta es la sala principal —les explicó—. Hay otras tres, donde se pueden hacer apuestas por más dinero, y arriba se encuentran las habitaciones. Están prohibidas las peleas. La bebida corre por cuenta de la casa —añadió, antes de efectuar una inclinación de cabeza y retirarse.

Robert observó el entorno con atención. Las puertas a las habitaciones que había mencionado el hombre las localizó rápidamente, así como lo que debía de ser el pasillo que conducía a la salida trasera. Descubrió, también, otra puerta más, custodiada por un hombretón con cara de pocos amigos, y se preguntó qué habría detrás. Miró a Judith y vio que contemplaba la estancia con los ojos como platos.

—No te quedes ahí mirando como un pasmarote —le ordenó entre dientes—. Baja los escalones.

Judith cerró la boca y descendió los peldaños que conducían al abarrotado espacio. En él confluían gentes de todos los estratos sociales, o al menos esa fue la impresión que le dio. Una mujer, a medio vestir, se detuvo delante de ella.

—Hola, guapo —la saludó al tiempo que pasaba un dedo sobre su mejilla—, ¿te apetece un poco de diversión?

Se acercó a ella hasta casi rozar con sus senos medio desnudos su torso vendado, y Judith retrocedió un paso, aturdida.

—Me temo que mi amigo es un poco tímido —comentó Robert, esbozando una media sonrisa burlona.

La mujer volvió la cabeza hacia él y lo estudió con interés. Luego, sonrió.

—Pero apuesto a que tú no, ricura.

El brazo femenino se enroscó como una serpiente alrededor del cuello de Robert y Judith soltó un gruñido. Sintió el impulso de arrancárselo de allí de un bofetón, y tuvo que apretar los puños para contenerse. Al fin y al cabo, lord Marston no era propiedad suya. Además, para su disgusto, parecía que él disfrutaba de su atención, puesto que su rostro lucía una sonrisa pecaminosa que hizo que a ella misma le temblasen las piernas. Frunció el ceño, molesta.

—No es esta la diversión que hemos venido a buscar —le recordó, a pesar de que él le había dicho que no abriese la boca. Por suerte no tenía un tono de voz agudo, como el de muchas mujeres, y con un poco de esfuerzo, ayudado por el enfado que experimentaba, sonó bastante convincente como voz masculina.

Robert alzó una ceja arrogante y la miró con diversión. Luego se volvió hacia su acompañante mientras se deshacía de su abrazo.

—Lo siento, preciosa —se disculpó con una sonrisa—. Tal vez en otra ocasión.

La mujer frunció sus labios rojizos en un mohín calculado para despertar el apetito de los hombres, luego se encogió de hombros y se giró para marcharse mientras lo miraba por encima del hombro. Robert le dio un azote en el trasero y la joven dejó escapar una sensual carcajada.

No se le escapó el jadeo de Judith ante su gesto.

—¿Le has dado un... un...? —Fue incapaz de terminar la frase. Avergonzada, el rubor coloreó sus mejillas.

«Está preciosa», pensó Robert cuando la miró. No tenía nada del artificio de las mujeres que había en aquel lugar. Sus ojos no poseían más adorno que el de sus largas pestañas, sus labios eran dos suaves líneas de coral, y vestía ropas masculinas, pero se veía cien veces más hermosa que ellas. Un deseo inoportuno lo asaltó y luchó por contenerse para no besarla allí mismo. Recurrió a la burla.

—Tú tendrás que hacer lo mismo —le dijo.

Ella lo miró horrorizada.

—Me niego rotundamente —siseó furiosa—. No pienso poner mi mano en... en semejante parte.

Robert se encogió de hombros con indiferencia.

—Como quieras. Pero, si no pones tus manos sobre ellas, quizás ellas lo hagan sobre ti.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó, frunciendo el ceño.

—Verás, una palmadita significa que aprecias sus atenciones, pero que no estás interesado en ese momento —le explicó—. Si no das ese tipo de señales, puede que alguna mujer quiera provocarte con caricias y...

Se detuvo y frunció el ceño a su vez. Acababa de darse cuenta de algo que podría suponer un problema. Se maldijo por no haber caído en ello antes.

—¿Y qué? —lo apremió ella.

Robert carraspeó incómodo. «Bueno, de perdidos al río», pensó, «mejor decirlo claramente». Se inclinó hacia Judith y le susurró al oído.

—Y tratarán de estimular tu masculinidad con las caricias de sus manos —le explicó. La situación lo excitó más de lo que creía, y su voz se volvió ronca—. Así que tendrás que tener cuidado, porque se darán cuenta enseguida de que no eres lo que pretendes ser.

Cuando se separó de ella, se sentía más tenso que la cuerda de un arco. La experiencia le había resultado tan erótica, a pesar de que solo había tratado de informarla de un hecho, que la tela de los pantalones le apretaba con dolor.

Judith tenía el rostro encendido, de un rojo que rivalizaría con el de su cabello si este no se mantuviese oculto bajo una peluca negra. Sus ojos lo miraban desenfocados y sus labios temblaban.

—No digas nada —le pidió al ver que se disponía a hablar. Cualquier cosa que ella dijera al respecto no haría sino agravar su propia excitación—. Mejor será que nos pongamos a trabajar.

Se dio la vuelta y se acercó a una de las mesas de juego mientras maldecía el momento en que había aceptado traerla consigo. Había sido una mala idea.

Judith se quedó mirando su espalda mientras Robert se alejaba, incapaz de moverse. En los pocos minutos que llevaba en aquel lugar había descubierto tantas cosas nuevas que se sentía sobrepasada, y estupefacta. ¿De verdad les gustaba a los hombres que los acariciasen ahí? Paseó su mirada por la sala y observó la situación con nuevos ojos. El trato íntimo de algunas parejas y el comportamiento escandaloso de las mujeres logró que se ruborizase furiosamente. Se sentía como una mirona, pero no podía apartar la vista, fascinada con lo que veía.

Notó una mano que se apoyaba en su trasero y saltó como un gato escaldado. Se retiró a toda prisa hacia donde se encontraba Robert, perseguido por el eco de una carcajada femenina.

—Si no dejas de sonrojarte vas a parecer un faro en la oscuridad —la amonestó él, susurrando las palabras en su oído.

—No creo que pueda —gimió, alterada.

Robert la miró con atención. La había visto observar a la gente —y, ciertamente, había muchas cosas que ver allí dentro, algunas de las cuales no dejaban lugar para la imaginación—, y supuso que Judith se sentía violenta e incómoda. ¿Cómo había podido olvidar que ella era una dama, una joven inocente que no entendía de las depravaciones y la decadencia del mundo del placer? Su madre le cortaría la cabeza si se enterase de eso, y David también. Pensó que lo mejor sería sacarla de allí y dejarla esperando en el carruaje mientras él hacía las averiguaciones.

Se inclinó hacia ella y, con disimulo, tomó su mano.

—Judith, creo...

El jadeo que escapó de la boca de ella cuando él rozó sus dedos acarició sus propios labios con calidez. Robert se echó hacia atrás y abrió los ojos sorprendido al comprender lo que sucedía. Judith no estaba escandalizada por lo que había visto. ¡Estaba excitada! Tenía la piel caliente y sensible, y las pupilas dilatadas. Soltó un exabrupto que provocó un estremecimiento en la joven.

Judith se sentía enferma, febril, y aunque no sabía qué le pasaba, no estaba dispuesta a que eso le impidiese seguir adelante. Si Robert la creía débil e incapaz de continuar, sería capaz de dejarla atrás.

—Me encuentro bien —le aseguró, al tiempo que cubría sus mejillas con las palmas de las manos—. Debe tratarse de un pequeño resfriado, pero puedo seguir.

Él alzó las cejas con incredulidad ante su inocencia y soltó una fuerte carcajada, a pesar de que ella le dirigió una mirada furibunda. Sacudió la cabeza y esbozó una ligera sonrisa.

—Mantén los ojos y los oídos abiertos, y no te metas en líos —le recomendó—. Yo voy a apostar un poco.

Judith bajó la voz a un susurro y lo miró furiosa.

—¿Vas a ponerte a jugar ahora? —siseó—. No creo que sea el momento.

Robert le pasó un brazo sobre los hombros, como si fuera un viejo amigo, y la acercó a su costado.

—¿Has visto a esos hombres grandes y feos que hay en las esquinas? —Los señaló discretamente con la cabeza—. Vigilan para que no haya peleas, para que nadie se propase con las damas y para que el dinero fluya. Si no apuesto, vamos a despertar demasiado su curiosidad.

Judith asintió, aunque había prestado poca atención a las palabras. La cercanía de ese duro torso y la intimidad del abrazo en el que la envolvía habían causado un revuelo en su estómago y en sus nervios. Volvió a asentir, con vigor, y respiró aliviada cuando la soltó. Se alejó de inmediato y se puso a vagar por la humosa estancia.

Prestó atención a las conversaciones en las mesas de juego, pero, después de un rato, le pareció una futilidad, a menos que su objetivo fuese aprender una cantidad ingente de palabras soeces e impropias de una dama. Se preguntó cómo podían algunos de aquellos hombres aparentar luego ser unos perfectos caballeros en medio de la alta sociedad. Aquella hipocresía le hizo rechinar los dientes.

—... dicen que será esta noche. —Las voces susurradas le parecieron fuera de lugar, así que se esforzó por concentrar en ellas su atención.

—Pero ¿dónde se hará la venta?

—Aquí mismo, según tengo entendido. —El otro hombre se frotó las manos con anticipación. Su compañero se encargó de poner coto a sus ilusiones—. No se permite la entrada a cualquiera, hay unas normas muy estrictas.

—Me importan un bledo las normas, yo soy marqués y me dejarán entrar —espetó rabioso el hombre.

Judith compuso una mueca de disgusto. ¿Por qué creía esa gente que un título lo significaba todo?

—¿Y las veinticinco libras que hay que abonar para la entrada?

—Bah, estoy dispuesto a pagar mucho más por la muchacha si es carne fresca.

«¿Carne fresca?», se preguntó Judith. ¿Qué quería decir con eso?

—Por supuesto —le aseguró el otro—. El proveedor afirma que la chica es virgen.

Los ojos de Judith se abrieron con horror. ¿Iban a vender a una joven? Su corazón comenzó a latir con fuerza y una furia ciega se apoderó de ella. ¿Qué derecho tenían a tratar a una muchacha como si fuera un animal? Apretó los puños con fiereza y se volvió para encarar a aquellos dos desalmados, pero unos brazos delgados y profusamente perfumados se enroscaron mimosos a su alrededor. Judith se envaró.

—Eres demasiado joven para permanecer tan solito, guapo —le susurró una voz sensual—. ¿No quieres un poco de compañía?

«¡Ay, Dios mío!». Judith cerró los ojos como si así pudiera evitar el desastre cuando las manos femeninas comenzaron a vagar por su cuerpo. Recordaba las palabras de Robert, pero se sintió incapaz de reaccionar con naturalidad ante aquella invasión de su intimidad, mucho menos de azotar aquel trasero escasamente cubierto por una diminuta falda roja y negra que dejaba al descubierto unas largas y torneadas piernas. Los exuberantes pechos de la joven se apretaron contra ella y Judith tragó saliva.

«Solo hazlo», la animó una alarmada voz interior, «al fin y al cabo, palmeas casi todos los días el trasero de tus ovejas». «Sí, pero ella no es una oveja», replicó Judith enfadada. «Bueno, pues piensa en tu propio trasero», insistió la voz con urgencia cuando la mano femenina comenzaba a deslizarse sobre la seda de su chaleco hacia los holgados pantalones que Judith vestía.

—¿Quieres que te anime un poco, guapo?

La cabeza de Judith se movió en una negación rotunda, pero la joven solo dejó escapar una risa de diversión mientras su mano continuaba su camino. La frente se le perló de sudor al imaginar el desastre que se avecinaba, porque estaba a punto de coger esos dedos indagadores y retorcerlos. Sujetó la mano de la muchacha contra su estómago, y, de repente, se vio alzada y arrojada a un lado con brusquedad.

Cayó al suelo como una muñeca desmadejada. Un dolor agudo le recorrió el brazo al golpearse el codo contra el duro suelo, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Parpadeó para contenerlas mientras intentaba comprender qué había sucedido. Ante ella había un enorme y furioso tipo que la miraba con cara de pocos amigos y los ojos inyectados en sangre. Sin duda, había bebido. Sujetaba a la chica por la muñeca y debía apretarla con fuerza, pues la muchacha tenía un rictus de dolor en su boca de carmín.

—Eres un bruto, Tom, suéltame —le exigió, retorciéndose para escapar.

Si el hecho de haberla arrojado por los aires no había llamado la atención en medio de la vociferante asamblea reunida en la enorme sala, sí lo hicieron los bramidos del tal Tom que avanzó hacia ella furioso, arrastrando consigo a la joven.

—Rosy es mía, todo el mundo lo sabe. Nadie puede tocarla, ¿me oyes? Así que vas a pagar por ello.

Judith, encantada le habría dicho que podía quedarse con su Rosy, que a ella no le interesaba para nada, pero su posición, tirada sobre el suelo, no era la más adecuada para razonar con aquel cavernícola, aunque estaba convencida de que aquella cabeza mastodóntica contenía un diminuto cerebro incapaz de tal hazaña.

Con una fuerza descomunal, sintió el férreo puño cerrarse sobre su corbata, cortándole la respiración, y se vio suspendida en el aire. Abrió los ojos aterrorizada al ver que soltaba a la muchacha para dejar libre el otro puño y golpearla.

—Suéltalo, animal, ¿no ves que lo vas a matar? —gritó Rosy, al tiempo que se trepaba sobre la ancha espalda del hombre como un pequeño insecto podría incordiar a un buey.

—Eso es lo que pretendo.

El tono ominoso con el que pronunció las palabras hizo que Judith se pusiese a temblar. Quiso echar mano a la daga que llevaba en el bolsillo, pero antes necesitaba respirar, porque todo comenzaba a emborronarse a su alrededor.

Robert descubrió su carta, un tres de diamantes. Era su noche de suerte. Había escuchado retazos de conversaciones muy interesantes y había ganado unas monedas. Sí, era su noche de suerte. «O tal vez no», pensó cuando escuchó las voces que se alzaban y los gritos furiosos. El crujido de la madera al partirse le provocó un escalofrío, y tuvo un mal presentimiento. Se giró hacia el lugar en el que se había concentrado un nutrido grupo de gente justo en el momento en que un poderoso puño elevaba a Judith en el aire, sujetándola de la corbata.

El corazón se le detuvo en el pecho y un terror helado lo envolvió. Echó a correr hacia ella, apartando a empellones a cuantos se interponían en su camino, movido por una furia fría y letal. El miedo lo atenazó. No iba a llegar a tiempo hasta ella. Cada segundo intentando avanzar se tornó angustioso cuando vio a aquel tipo enorme echar su brazo hacia atrás para golpear a Judith.

La escena, que hasta ese momento se había desarrollado ante sus ojos con una inexorable lentitud, se transformó de pronto en un caos de gritos femeninos, gruñidos y puños golpeando sobre la carne cuando algunos matones del local saltaron sobre el hombre.

Robert perdió de vista a Judith cuando cayó en medio de aquella marabunta humana. Gruñó cuando un puño lo golpeó en el costado y se giró con rapidez, golpeando con el codo la mandíbula de su atacante. Tuvo la satisfacción de oír cómo crujía. Apartó a la gente con brusquedad mientras trataba de llegar adonde había visto a Judith por última vez. Una imagen de ella tirada en el suelo y pisoteada por decenas de pies lo asaltó, y su rostro se cubrió de un sudor frío.

Judith no perdió el tiempo una vez que se vio libre del puño que la sujetaba y pudo respirar con normalidad. Con ligereza, se escabulló de aquella zona. Pasando entre cuerpos sudorosos y una lluvia de maldiciones, logró alcanzar una zona más despejada. Subió sobre una de las sillas y buscó desesperada a Robert. Enseguida lo localizó, de espaldas a ella. Su elevada estatura y su cabello rubio lo hacían destacar. Vio que alguien se disponía a golpearlo por detrás y le advirtió.

—¡Cuidado, Robert, a tu espalda!

Lo observó girarse con rapidez y deshacerse de su oponente con pasmosa facilidad. Se movía con agilidad, y le impresionó la flexibilidad de su cuerpo mientras se agachaba para esquivar golpes y asestar otros tantos.

Cuando vio que se hallaba cerca, bajó de la silla para acercarse a él. En ese momento descubrió cerca de ella al hombre que estaba dispuesto a comprar a una chica esa misma noche. El marqués miraba la pelea con un gesto de desagrado. No pensó lo que hacía. Se colocó frente a él, cerró el puño como le había enseñado David, y le asestó un puñetazo en la nariz. El hombre aulló y chilló como un cerdo mientras sujetaba su nariz sangrante, y Judith asintió satisfecha.

Entonces un brazo fuerte, como una tenaza de acero, la prendió de la cintura estrechándola contra un cuerpo duro. Su propio cuerpo se tensó en respuesta, preparándose para la lucha, hasta que escuchó su voz.

—¿Te encuentras bien? —Su tono ansioso y la preocupación que revelaba el azul de sus ojos la reconfortaron.

—Sí —lo tranquilizó—, pero será mejor que nos vayamos a casa. Creo que ya he tenido suficiente de experiencias nuevas por hoy —añadió.

Robert echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, mezcla de alivio y admiración. El temple que poseía lo había sorprendido.

Una silla se estrelló cerca de ellos y comprendió que tenía que sacarla de allí. Resultaba imposible alcanzar la puerta principal sin introducirse de nuevo en medio de la pelea, así que buscó la puerta que había identificado a su llegada como una posible vía de escape. Nadie la custodiaba en ese momento, lo cual le pareció una suerte. Tomó a Judith de la mano y tiró de ella para conducirla hacia la salida.

En cuanto la atravesaron, cerró la puerta tras ellos y el silencio los envolvió, a pesar de los gritos amortiguados que llegaban de vez en cuando desde el otro lado. Se hallaban en un pasillo estrecho y mal iluminado que olía a humedad y a cerrado.

Judith se quedó mirando a Robert. Llevaba el pelo alborotado y la corbata torcida, había perdido varios botones de la casaca y la zona del pómulo bajo el ojo derecho comenzaba a ponerse de color morado. Se veía sumamente atractivo, pensó.

Supuso que, en ese momento, él le diría lo insensata e imprudente que había sido y que no podrían volver a trabajar juntos. Los argumentos para su defensa atravesaron su mente a gran velocidad y se preparó para el enfrentamiento. Sin embargo, se sorprendió cuando comenzó a reír y se acercó a ella, aferrándola por los hombros.

—Muy bien hecho, señorita Langdon —le dijo, esbozando una sonrisa hermosa. Entonces, con gran sorpresa de Judith, él la besó. Sus labios cálidos se posaron sobre los de ella, desterrando prejuicios e inquietudes.

Robert se separó de ella con una sonrisa. Se sentía eufórico, con la adrenalina corriendo por sus venas, despertando un fuego interior que creía dormido hacía tiempo. Dos años habían transcurrido de existencia monótona y aburrida desde que dejó de trabajar para el Gobierno. En ese momento se sentía vivo de nuevo.

Miró a Judith, y al ver la sorpresa reflejada en sus ojos, se dio cuenta de que la había besado sin pensar. Maldijo para sus adentros su insensatez.

—Judith, yo...

Judith comenzó a escuchar las palabras de disculpa, pero se hallaba sumergida en un estado demasiado extraño tanto para aceptarlas como para comprenderlas. El calor y las sensaciones que la habían acompañado en el interior del local habían retornado a su cuerpo. Este anhelaba algo, y ella sabía lo que era. Deseaba a Robert. Sus manos se aferraron a la gruesa columna de su cuello y tiró de él con cierta brusquedad hasta que sus labios volvieron a encontrarse.

Robert se interrumpió, sorprendido por la respuesta de ella, pero cuando sintió su cuerpo delgado estrecharse contra él, reaccionó abrazándola con fuerza para pegarla aún más a sí y devorando su boca en un beso salvaje y desenfrenado que ella igualó con inocente inexperiencia al principio, aunque aprendía rápido. Apoyó las manos contra su trasero, algo que llevaba deseando hacer desde que la había visto enfundada en aquellos ajustados pantalones, y la elevó contra su cuerpo. Las largas piernas se enroscaron en su cintura, y el roce de su centro femenino contra su masculinidad disparó su lujuria.

Un fuerte golpe al otro lado de la puerta le hizo tomar conciencia de que aún no se hallaban a salvo del todo. Maldijo en su interior y se separó de ella con renuencia. En medio del silencio que reinaba en el corredor, escucharon solo sus respiraciones alteradas. La miró y, sin poder evitarlo, volvió a besarla una vez más. Un beso tejido de ternura y suavidad.

—Vamos —le dijo, tomando de nuevo su mano y tirando de ella.

Judith lo siguió, aturdida y confusa mientras se preguntaba en qué momento de su vida se había vuelto una desvergonzada. ¡Por Dios, si se había lanzado sobre él como una gata en celo! Los labios todavía le hormigueaban y solo sentía deseos de volver a besarlo. Sacudió la cabeza horrorizada consigo misma.

El corredor que seguían se prolongó durante varios metros, con antorchas encendidas que enrarecían el ambiente fijadas en los muros del pasadizo.

Judith escuchó algo y se detuvo.

—Un momento.

—¿Qué sucede?

—¿Lo oyes? —le preguntó en un susurro.

Robert prestó atención, y entonces lo escuchó: un llanto suave, como el gemido de un bebé.