Capítulo 14

Judith estaba segura de saber lo que era.

Había varias puertas distribuidas a lo largo del corredor. Avanzaron en silencio, con el oído puesto en los sollozos que aún se escuchaban, hasta que se detuvieron frente a una de ellas.

El llanto quedo se detuvo cuando Robert intentó abrir la puerta.

—Está cerrada —le susurró a Judith—. La derribaré.

—¡No! —Lo detuvo, agarrando con fuerza su brazo—. No, la asustarías y podría comenzar a gritar —le explicó, al tiempo que se agachaba frente a la puerta. Tomó una de las horquillas que sujetaban la peluca negra que formaba parte de su disfraz y la introdujo en el ojo de la cerradura—. Escuché a unos hombres decir que esta noche habían organizado la venta de una muchacha.

Robert observó fascinado cómo Judith manipulaba las horquillas hasta que escuchó un leve chasquido. Se puso de pie y empujó la puerta.

La suave luz que desprendían las antorchas del pasillo iluminó la sombría habitación. Se trataba de una celda de paredes de piedra y sin ventanas. La única luz la componía una vela a medio consumir. Carecía de muebles, excepto por un delgado jergón de paja que yacía en un rincón. Sobre este, acurrucada en un ovillo, descansaba una joven que sollozó con más fuerza cuando vio la luz y las figuras en sombra que se erguían frente a ella.

—No, por favor, no...

Sacudía la cabeza mientras se apretaba contra el áspero muro de piedra, como si desease fundirse con este.

A Judith se le encogió el corazón al verla. Era joven, no debía de tener más de catorce años. Llevaba el pelo rubio alborotado, y en el delicado rostro, sucio por el polvo y las lágrimas, destacaban unos aterrorizados ojos de un azul intenso. Vestía como una campesina, aunque le habían rasgado la camisa.

—No tengas miedo —le dijo, imprimiendo en sus palabras toda la serenidad que pudo, aunque lo cierto era que temblaba por dentro de furia e impotencia—. No vamos a hacerte daño. Hemos venido a rescatarte. ¿Puedes moverte?

La niña no reaccionó. Cuando Judith se agachó frente a ella, esta se encogió un poco más, visiblemente asustada. Tal vez su atuendo masculino la confundía, así que retiró el resto de las horquillas y se despojó de la peluca, dejando que su melena cobriza cayese suelta sobre sus hombros.

—Ven. —Le tendió una mano, rogando porque la niña confiase en ella y la tomase—. Tenemos que salir de aquí.

La joven abrió los ojos de asombro. Temblorosa, tomó la mano que le ofrecía e intentó ponerse de pie, pero sus piernas cedieron. Robert avanzó unos pasos para ayudarla, pero la campesina lo observó con ojos aterrorizados, mirando a todas partes como si buscase una manera de escapar.

—¡No, no! —Se echó hacia atrás, y Judith tuvo que sujetarla para que no cayese al suelo.

Robert apretó los puños con fuerza. Una cólera fría le hervía en las entrañas. De haberlos tenido delante, hubiera matado con sus propias manos a los canallas que habían convertido a aquella niña en una muñeca rota y asustada. Respiró hondo para calmarse y se esforzó porque su rostro no mostrase lo que sentía.

—Tranquila —le susurró Judith a la chica con voz serena pero firme—. No te hará daño, él es un amigo.

—Hay que salir de aquí —la apremió Robert. Había una calma poco natural en el ambiente, ya no se escuchaban los ruidos amortiguados de la pelea en la sala, y su instinto, afinado por años de experiencia, le advirtió de que se dieran prisa.

Judith asintió, pero se movió con la misma serenidad con que lo había hecho hasta aquel momento. Agarró a la niña por la cintura para sostenerla, pero esta se mantenía encogida, con los brazos cubriendo su cuerpo. Robert comprendió cuál era el problema. Se quitó de inmediato la casaca y se la entregó a Judith para que cubriese a la muchacha.

Una vez que estuvo tapada, pareció cobrar ánimo y comenzó a dar pasos acompañando a Judith. Avanzaron por el pasillo, seguidas por Robert que miraba hacia atrás de vez en cuando, inquieto. Esperaba no haberse equivocado y que el corredor desembocase, realmente, en una salida.

Al fondo de este había una especie de vestíbulo que se abría hacia los lados. A la derecha había unas escaleras, y en el lado izquierdo, el pasillo continuaba. Robert supuso que allí habría más almacenes. Frente a ellos había una puerta con una ventanilla, como la de la puerta principal. Se adelantó a ellas y les pidió que guardasen silencio. Temía que alguno de los matones estuviese protegiendo la entrada trasera. De ser así, tendría que luchar, aunque esperaba que no fuese necesario si cogía al hombre por sorpresa.

Con todo el cuidado que pudo, abrió la ventanilla, lo suficiente para ver que, efectivamente, había un hombre apostado a la entrada. Maldijo para sus adentros y se volvió a mirar a Judith. Ella pareció comprenderlo, sin necesidad de palabras, y asintió. Robert tomó el pomo de la puerta y rezó para que las bisagras estuviesen bien engrasadas.

No pudo comprobarlo, ya que la puerta se hallaba cerrada con llave. No podía arriesgarse a que Judith tratase de abrirla, como había hecho con la de la celda. El ruido podría alertar al vigilante y se encontrarían en serios problemas. No tenía más remedio que encontrar otra salida. Miró a ambos lados y se decidió por seguir el corredor de la izquierda. Las escaleras podían conducir a habitaciones privadas, y quién sabía qué desagradables sorpresas podría encontrar allí.

La pared del pasillo constituía la fachada trasera del edificio, por lo que se abrían en ella ventanas que dejaban pasar la claridad de la luna. Se agachó para recorrerlo, para evitar que alguien desde el exterior pudiera verlo. Al fondo, el pasillo formaba un recodo y seguía adelante. En ese lado, las ventanas, situadas a mayor altura, eran más pequeñas. Quizás alguna de ellas pudiera abrirse. Regresó a donde aguardaban Judith y la muchacha, y las llamó.

—Creo que podemos escapar por aquí —le susurró a Judith. Entrelazó sus manos para formar un apoyo—. Sube y mira si puedes abrirla.

Judith dio gracias al cielo de llevar pantalones, lo que le permitía una mayor movilidad de acción. Alzó el pie y, apoyándose sobre los hombros de él, se impulsó hacia arriba. Limpió con la manga de su chaqueta el cristal de la ventana y pudo ver que daba a un estrecho y oscuro callejón. Le hizo señas a Robert para que la bajase.

—Está cerrada —le explicó—, pero la cerradura es vieja. Creo que puedo abrirla, aunque tendrás que sujetarme.

Robert asintió. No confiaba en que no le temblara la voz si hablaba. Había alzado a Judith, sosteniendo sus esbeltas piernas contra su pecho y su glorioso trasero a pocos centímetros de su cabeza. Había tenido que cerrar los ojos y pensar en cualquier otra cosa, de preferencia algo muy frío. Si tenía que volver a pasar por la experiencia, no estaba seguro de poder sobrevivir.

—¿Podrás hacerlo? —lo apremió ella al ver que no respondía.

—Sí. —Su voz sonó como un graznido y Judith lo miró extrañada. Robert se aclaró la garganta—. Sí —repitió—, pero tendrás que darte prisa.

Ella miró a la muchacha, apoyada contra la pared mientras se abrazaba a sí misma, y asintió. La niña parecía exhausta y, además, el tiempo corría y en cualquier momento alguien podía ir a buscarla para llevarla a la subasta. Cuando no la encontraran, se iba a armar un gran revuelo.

—Bien, pues vamos allá —le dijo, sacando la daga del bolsillo. Esperaba poder abrir la cerradura con eso, pues todas sus horquillas habían quedado en el suelo de la celda, junto con su peluca negra.

Robert tomó una profunda bocanada de aire. La giró de cara al muro, e inclinándose hacia ella la levantó en vilo al tiempo que musitaba una plegaria.

—Deja de murmurar y súbeme un poco más —lo reprendió ella.

Él apretó los dientes, pero obedeció. No tardó en escuchar el clic de la cerradura y suspiró aliviado antes de bajarla.

—Primero saldrás tú —le señaló—, así ayudarás a la chica a bajar por el otro lado; luego iré yo.

Judith se acercó a la niña. Le retiró con suavidad el cabello del rostro y se lo colocó detrás de la oreja.

—¿Cómo te llamas?

La niña parpadeó ante aquel tono lleno de dulzura que tanto le recordó a su madre y unas lágrimas se deslizaron por sus redondeadas mejillas.

—Do... Dolly, señora.

Judith sonrió.

—Muy bien, Dolly. Ahora, yo voy a salir por esa ventana, y luego, Robert te ayudará para que tú hagas lo mismo. ¿Comprendes? —La niña asintió solemne. A Judith le enterneció su carita asustada y apretó su mano para reconfortarla—. Todo va a salir bien, ya lo verás.

—Hay que darse prisa —las urgió. Judith se levantó y se dejó alzar de nuevo hacia la ventana. La trabó para que no se cerrara y se asomó por ella—. ¿Sabes cómo hacerlo? Tienes que darte la vuelta y sentarte sobre el alféizar para poder saltar.

—Sé muy bien cómo hacerlo —gruñó malhumorada—, ¿o crees que es la primera vez que lo hago?

Robert esbozó una sonrisa divertida. De ella podía esperarse cualquier cosa. Había estado sorprendiéndolo a cada paso, y le gustaba lo que había descubierto. Le gustaba más de lo que quería admitir y de lo que estaba preparado para aceptar. Se separó de la pared y observó su trasero respingón mientras giraba su esbelto cuerpo con flexibilidad antes de dar el salto. Oyó el golpe amortiguado cuando tocó el suelo y se giró hacia la niña. Esperaba que no le impidiese tocarla para ayudarla a subir a la ventana.

Sin embargo, no hizo falta que le dijese nada, pues la niña se acercó deprisa a él, deseando abandonar aquel lugar. La elevó sin esfuerzo, ya que era menuda y ligera, y pronto se encontró al otro lado. Ya solo quedaba él. Con su estatura, no le costó encaramarse hasta la ventana, pero tuvo problemas para pasar su cuerpo por el estrecho hueco.

Cuando finalmente se reunió con ellas, les hizo señas para que lo esperaran mientras echaba un vistazo al final del callejón.

—Hay mucho jaleo en la puerta principal —les informó cuando regresó a su lado—, creo que están limpiando el local de borrachos y bravucones. En la parte de atrás solo hay un hombre y la iluminación es escasa, iremos por ahí.

—¿Y cómo vamos a pasar delante del guardia? —le preguntó Judith, preocupada.

—¿Puedes recogerte el pelo en un moño?

—No tengo con qué atarlo.

Robert se sacó la camisa de los pantalones. Rasgó una tira y se la entregó.

—Usa esto y trata de ocultarlo todo lo que puedas, tu cabello llama demasiado la atención —le dijo—. Y ahora, escuchadme bien. Vamos a salir ahí como si volviéramos de juerga. ¿Sabéis entonar alguna canción?

Dolly negó con la cabeza. Judith solo sonrió.

No fue la canción más entonada y desafinaron bastante, pero les sirvió para pasar delante del guardia sin que este los molestase. Lograron llegar hasta el carruaje, y Judith se desplomó sobre el asiento mullido, soltando un suspiro de alivio cuando el coche arrancó.

El traqueteo de las ruedas acompañó al silencio del interior, roto tan solo por el llanto quedo de Dolly. La niña dormitaba apoyada sobre las piernas de Judith mientras ella le acariciaba con suavidad el cabello.

Robert clavó su mirada azulada sobre ella y la observó. Su rostro se había dulcificado mirando a la niña, y sus ojos hablaban de ternura. El corazón se le estremeció en el pecho. Pensaba que ese órgano suyo había muerto tiempo atrás, después de la traición de Helena, pero la señorita Langdon le estaba haciendo experimentar sensaciones que creía olvidadas. Recordaba la ira y el sentimiento de impotencia que lo había recorrido cuando creyó que la iban a golpear; y después, cuando la había visto noquear de un golpe en la nariz a aquel aristócrata pagado de sí mismo, lo había invadido la euforia, y la había besado cuando se encontraron a salvo en el corredor. Sin embargo, no había esperado su reacción. El beso que ella le dio contenía pasión y fuego, y se vio envuelto en un deseo crudo que aún, en esos instantes, pervivía.

Ella levantó la cabeza y lo miró. Esbozó una sonrisa tímida, como si fuese consciente de lo que escondía la intensidad con la que él la miraba.

—¿Qué vamos a hacer con Dolly? —le preguntó en un susurro para no despertarla.

—De momento, la llevaremos a mi casa. Mañana me ocuparé de devolverla con sus padres.

—Si tiene padres —repuso ella en voz baja.

—¿Crees que no? —inquirió.

—Puede, o si los tiene son gente muy pobre —declaró, pensativa—. Es demasiado joven y ha abandonado su casa para venir a trabajar a Londres.

—Tienes razón —concordó—. Si no tiene familia, me ocuparé de conseguirle un trabajo decente y un hogar para vivir.

Judith ladeó la cabeza y lo miró con curiosidad.

—¿Por qué haces esto?

Robert elevó una ceja arrogante.

—¿Me consideras acaso un desalmado? —inquirió burlón.

Ella lo negó. Sus ojos se posaron sobre él. El brillo de admiración que vio en ellos removió algo en su interior.

—Al contrario.

No añadió nada más, y Robert se encontró deseando saber qué era lo que verdaderamente pensaba Judith de él. Se dijo que no debería de importarle, pero lo hacía. Quiso preguntar, pero la brusca detención del carruaje se lo impidió.

—Ya hemos llegado. Será mejor que la despiertes —le dijo, señalando a Dolly.

Ella asintió y la sacudió con suavidad.

—Tranquila —la calmó al ver que se sobresaltaba y sus ojos se llenaban de confusión—. Ya hemos llegado.

Robert descendió primero y ayudó a bajar a Judith y a Dolly, a quien apenas alcanzó a sujetar cuando se desmayó. La tomó en brazos y la condujo a la casa, seguido de Judith.

—Milord, ¿qué ha sucedido? —le preguntó su mayordomo, alarmado cuando abrió la puerta y vio a su señor con una joven en brazos, y sorprendido cuando se fijó en que su acompañante era la señorita Langdon disfrazada de joven caballero.

—Se ha desmayado, Bellamy. Traiga las sales —le pidió con tono urgente, mientras se dirigía hacia una de las salas de visitas.

—Enseguida, milord.

Depositó con cuidado a Dolly sobre el diván y le apartó el cabello del rostro.

—Está ardiendo —le dijo a Judith.

Ella tocó la frente de la niña y se dio cuenta de que tenía fiebre.

—La celda era fría y había demasiada humedad.

El mayordomo apareció con las sales.

—Aquí tiene, milord.

—Gracias, Bellamy, haga el favor de llamar al médico.

—Por supuesto. Enviaré enseguida a Charles a llamarlo —respondió con el semblante preocupado al ver que la joven era poco más que una niña.

Judith se había arrodillado junto a Dolly y le acariciaba el cabello con ternura. Robert la miró y vio lágrimas en sus ojos. La tomó de la barbilla y giró su rostro hacia él.

—Estás agotada —afirmó con suavidad—, será mejor que te vayas a descansar. Le diré a Bellamy que te acompañe a una de las habitaciones de invitados. Es demasiado tarde para que vayas a casa de la duquesa.

Ella sacudió la cabeza y una lágrima se desprendió de sus ojos. Robert la recogió con el pulgar.

—¿Por qué? —le preguntó con la voz cargada de tristeza—. ¿Por qué la gente hace estas cosas? ¿Por qué tratan así a una niña?

Robert deseaba besar sus labios y su hermoso rostro para consolarla, pero sabía que ella era demasiado vulnerable en ese momento.

—Los hombres son capaces de cualquier cosa por dinero —le respondió—. Puede que el mundo avance y se sucedan los siglos, pero el mal en el corazón del hombre será siempre el mismo. La codicia y el afán de poder, eso es lo que mueve el mundo.

—Debería ser el amor —replicó ella, clavando en él sus ojos azules.

Robert notó que le faltaba el aire. Ella se veía tan hermosa, con los ojos cuajados de lágrimas que se deslizaban silenciosas sobre la suave piel dorada, los labios entreabiertos en una sonrisa triste y un mechón cobrizo de su cabello cayéndole sobre la frente.

—Sí, sería, sin duda, un mundo mucho mejor —concordó. Su voz era ronca y espesa por el deseo, y por un sentimiento que antaño le había sido familiar y que había jurado no volver a sentir nunca más.

Se había enamorado de Judith.

Dolly gimió y ambos se separaron con premura.

—¿Cómo te encuentras, cariño? —le preguntó Judith a la niña cuando esta abrió los ojos y la miró—. Tienes fiebre. Ahora vendrá el doctor y él nos dirá qué hacer para que te pongas mejor.

La niña la miró a través de sus ojos vidriosos y asintió, antes de volver a cerrarlos.

La puerta de la sala se abrió y entró Bellamy seguido del médico, que se acercó enseguida para examinar a la paciente. Judith se levantó del suelo y se retiró un poco para dejar al galeno realizar su trabajo.

—Tiene una afección de los pulmones —les explicó cuando hubo terminado de revisarla—. Necesita descansar mucho y estar en un sitio cálido. También pueden darle una infusión de tomillo o de raíz de jengibre, ayudará a rebajar la fiebre.

—Muchas gracias, doctor. Bellamy lo acompañará.

—Buenas noches, milord.

Robert se acercó a Judith una vez que se quedaron solos.

—Tú también deberías retirarte.

Ella asintió. Era tarde y se sentía cansada, sobre todo por las emociones que había experimentado ese día.

—¿Y Dolly?

—Yo la llevaré a su habitación. Le pediré a Bellamy que despierte a alguna de las doncellas para que la vigile, por si necesita algo. No te preocupes, seguramente pronto estará mejor —le aseguró—. Los niños se recuperan muy rápido.

Judith esbozó una sonrisa que contenía una infinita tristeza. Quería estar en Blarney, en su casa de Langdon Manor, con David a su lado mientras paseaban por los jardines que la primavera habría vuelto coloridos y exuberantes. Olería a rosas y a madreselva, y se escucharían los trinos de los pájaros. Se sentarían en un banco y se reirían con las últimas anécdotas que David le contaría. Ella le hablaría sobre las ovejas y sobre los nuevos corderos que ya habrían nacido, y sobre el tiempo de la cosecha, que se avecinaba en cuanto entrase un poco más el verano.

—¿Crees que estará bien?

Robert comprendió que no se refería a Dolly, sino a su hermano. Podía decirle que sí. Le mentiría, pero ella se quedaría más tranquila, incluso aunque supiese que no era cierto. Sin embargo, no quería mentirle. Deseaba que Judith pudiese confiar siempre en él.

Siempre. La palabra le resultó extraña. Hasta hacía poco consideraba que no había nada eterno, mucho menos el amor. En ese momento deseó que hubiese una eternidad para ellos dos.

—No lo sé —le respondió con sinceridad—. Ha pasado más de un mes desde su desaparición, pero tengo esperanzas, y tú también tienes que tenerlas, Judith.

Era cierto que tenía esperanzas. No había aparecido ningún cadáver y, además, esa noche había averiguado una interesante información. El hombre relacionado con la Compañía de las Indias, que andaba haciendo negocios con las bandas de criminales del East End, era quien había proporcionado a Dolly al dueño del local de juego para que organizase una subasta. No conocía su nombre, pero había averiguado que tenía un sirviente indio. No podía haber mucha gente que tuviese un criado de esa clase.

Todavía no podía demostrar que era él quien vendía el opio a los diversos locales ni quien se había llevado a David, pero lo averiguaría.

Sonaron en la puerta unos golpes discretos, y Bellamy entró de nuevo.

—He despertado a Lucy, milord, para que pueda atender a la niña. Ya está preparando la habitación para ella, y luego le hará uno de esos tés que dijo el doctor.

—Muchas gracias, Bellamy. Es usted un hombre eficiente. —Y discreto. Robert sabía que se moría de curiosidad por saber qué hacía Judith en la casa, disfrazada de hombre, pero también sabía que no preguntaría ni diría nada al respecto. Su lealtad hacia él y su familia era incuestionable—. Habrá que preparar otro cuarto para la señorita Langdon.

—Por supuesto, milord. Si me lo permite, la señorita podría ocupar la habitación de la duquesa. Ya está preparada.

—Tienes razón. Esa sería perfecta.

—Muy bien, milord. ¿Quiere que lleve a la niña a su habitación?

—Llevaré a Dolly yo mismo. —Se dirigió al diván y levantó con cuidado el cuerpo desmadejado de la niña, que gimió al sentir el movimiento, pero no abrió los ojos—. Yo lo sigo.

Bellamy asintió. Salió de la salita y subió las escaleras hacia el piso superior, seguido por Robert y Judith. Se detuvo frente a una puerta abierta. En el interior, una doncella acomodaba las almohadas sobre el enorme lecho. Robert entró y depositó sobre este a la niña.

—Cuídela bien, Lucy.

—Sí, milord —repuso la muchacha, efectuando una ligera reverencia.

Cuando Robert y Judith abandonaron la estancia, el mayordomo los siguió.

—No se preocupe, Bellamy, ya le muestro yo a la señorita Langdon su dormitorio.

—Como guste, milord.

Caminaron en silencio hacia el otro extremo del pasillo hasta que se detuvo frente a una de las últimas puertas y la abrió. Cuando Robert encendió las palmatorias que había sobre la chimenea y las mesillas con el candelabro que había cogido del pasillo, Judith pudo ver una estancia decorada con muy buen gusto y que debía de verse preciosa a la luz del día. Era espaciosa y desprendía un ligero olor a lavanda.

Se volvió hacia Robert.

—Muchas gracias.

—Intenta descansar —le pidió él.

Judith asintió, aunque no estaba segura de poder hacerlo. El recuerdo de Dolly, ovillada contra la pared y con el vestido rasgado no podría olvidarlo en mucho tiempo. Al pensar en ello, se acordó de otra cosa. En la casaca con la que Robert había cubierto el cuerpo de la niña, se encontraba el casquete de bala que tanto significaba para él. Esperaba que no se hubiera perdido con todo lo que habían pasado aquella noche.

—Tu chaqueta, Robert. —Él la miró confundido—. En ella tienes tu recordatorio, espero que no se haya extraviado.

Robert se acercó a Judith y sonrió. Era una sonrisa extraña, una que ella no había visto antes, preñada de ternura y de paz.

—Ya no lo necesito —le respondió. Y era cierto. Había encontrado una mujer en la que sí podía confiar—. Buenas noches, Judith.

Depositó un beso suave sobre su frente y se marchó.

—Buenas noches, Robert —murmuró ella a la silenciosa habitación. ¿Qué demonios había querido decir él con que ya no necesitaba aquel recordatorio?, se preguntó.