El local presentaba un aspecto desolador con las mesas y sillas volcadas, cortinas rasgadas, botellas y copas de cristal rotas y naipes esparcidos por el suelo.
El caballero frunció el ceño cuando vio el estado en el que se hallaba la sala, tan lejos del aspecto próspero y de lujo que había observado la anterior ocasión, cuando había tratado con el propietario. La amplia estancia se asemejaba, en esos momentos, a un campo de batalla.
Se adentró unos pasos, apartando con la puntera de sus costosos zapatos de seda algunos trozos de madera astillada. Arrugó la nariz ante el hedor que emanaba del suelo, mezcla de sangre, sudor y ginebra, y se la cubrió con un pañuelo perfumado. Miró alrededor, a los hombres que se afanaban por limpiar los desperfectos y recoger el local. Uno de ellos, en cuanto lo vio, se acercó.
—¿Qué ha sucedido?
—Hubo una pelea, señor —le respondió el hombre, que lucía un ojo hinchado y un corte en el labio—. Tuvimos que echar a todo el mundo.
—¿Y la subasta? —Quiso saber.
—Será mejor que hable con el jefe.
Sin esperar respuesta, se giró y se acercó a otro de sus compañeros, susurrándole algo al oído. Este asintió y se perdió por una de las puertas. Al cabo de unos minutos, apareció por esa misma puerta el propietario, al que acompañaban dos hombres de considerable tamaño y envergadura.
—Llega en mal momento —le dijo el hombre a modo de saludo.
Henry Moore, el propietario, guardaba un gran parecido con una rata, tanto en su aspecto como en su carácter. Era enjuto y menudo, de rostro afilado y nariz ganchuda, y un exceso de energía nerviosa que derrochaba en cada uno de sus movimientos. Tenía una mirada aguda y penetrante en sus ojos, negros como su alma. Había vivido en las calles desde niño, robando y mendigando, y si había prosperado en aquel negocio había sido gracias a su inteligencia y a su capacidad de manipular a la gente a su antojo.
Por eso él lo admiraba, porque ambos eran iguales. Lo único que los diferenciaba, se dijo, era que él tenía más clase y apuntaba mucho más alto que las cloacas del East End.
—Tal vez, señor Moore —respondió con displicencia—, pero usted se ocupa de sus asuntos y yo de los míos. ¿Y la muchacha?
Los ojillos del hombre se movieron inquietos, primero hacia el caballero y luego hacia el sirviente indio que, con rostro impasible, aguardaba detrás de él. Se frotó la barbilla, como si sopesara las consecuencias de lo que iba a decir.
—La palomita voló.
Un velo de silencio descendió sobre la sala, incluso quienes se afanaban limpiando el local se detuvieron para mirar.
—¿Y cómo fue que sucedió?
El tono calmo que usó hizo que el silencio se espesase un poco más, casi como si pudiera cortarse con un cuchillo. Sin embargo, Moore no se amilanó, no en vano llevaba años tratando con la peor escoria de Londres; y por muy bien vestido que fuese aquel caballero, no era mejor que ellos. Se encogió de hombros con indiferencia.
—Es un misterio —replicó, esbozando una sonrisa forzada—. Alguien debió ayudarla, pero es imposible saber quién lo hizo. Esta noche el local estaba lleno, y seguramente la pelea fue organizada para poder sacarla.
—Yo le traje a esa muchacha para que la vendiese, Moore. Usted se iba a llevar un suculento pellizco de esa venta —le recordó—. Me ha hecho perder mucho dinero, ¿sabe?
El propietario extendió las palmas de las manos hacia delante en señal de disculpa.
—Así son los negocios, caballero. A veces se gana y otras se pierde —le señaló—, y en este caso, hemos perdido los dos.
El caballero esbozó una sonrisa taimada.
—No, señor Moore, yo nunca pierdo, así que tendrá que pagarme una compensación.
—Pero eso no es justo, ¿no le parece?
—Hubiese ganado mucho dinero con esa muchacha, y usted la perdió, creo que mi petición es bastante justa —replicó.
—Yo también he perdido mucho dinero esta noche...
—Eso no es problema mío —le espetó con tono acerado, interrumpiéndolo—. Quiero que mañana me entreguen el dinero, cinco mil libras, señor Moore. Ya sabe dónde encontrarme.
No esperó a que le contestase. Dio media vuelta y abandonó el local. Sabía bien cuál sería la reacción de aquel individuo, había visto el odio brillar en sus astutos ojillos. Sin embargo, no le importó. Estaba preparado.
Salió a la calle y aspiró el aire tibio. En las horas nocturnas, Londres se convertía en un vertedero de borrachos, ladrones, prostitutas y asesinos. La escoria humana se adueñaba de las sombras, buscando víctimas. Él no había llegado hasta la cima para ser una más de ellas.
La ira bullía en su interior. Tenía una brillante carrera, se había labrado un nombre y una inmensa fortuna. Cuando llegó a Londres desde Escocia, no era nadie, y tuvo que empezar desde abajo, pero era listo, y pronto medró. Ahora poseía una magnífica propiedad en Roehampton, se había casado con lady Margaret Lindsay, emparentando con el conde de Balcarres, e incluso se había presentado como candidato para el municipio de Colchester. No había ganado en las votaciones, pero había estado cerca. Sin embargo, la diosa Fortuna era caprichosa y había dejado de sonreírle.
Había realizado especulaciones con las acciones de la Compañía de las Indias Orientales, pero las fluctuaciones del mercado a causa de la guerra emprendida contra España por el dominio sobre las islas Malvinas le había hecho perder mucho dinero. En esos momentos acumulaba una deuda de trescientas mil libras y la desconfianza de sus socios. Necesitaba dinero, o el castillo de poder que se había construido se hundiría hasta los cimientos.
—Nos siguen, sahib —le advirtió Yamir mientras se dirigían hacia el carruaje.
Él asintió. Lo esperaba. Al señor Moore le gustaba tan poco que lo amenazaran como tener que soltar dinero de su bolsillo. Lo conocía bien, y sabía que prefería la sombra de la traición a enfrentarse cara a cara.
—¿Puedes ocuparte tú solo? —Quiso saber.
—Por supuesto, sahib.
—Bien, entonces hazlo, y asegúrate de que el señor Moore sepa que no le conviene jugar con nosotros.
Yamir se llevó la palma abierta al pecho y se inclinó profundamente. Después, se deslizó como una sombra entre las oscuras siluetas de los callejones.
El caballero continuó hacia el carruaje y dio disposición a su cochero de partir. Cinco mil libras no suponían mucho, pero las necesitaba. Empezar una nueva vida en otro lugar no resultaría económico, y, quizás, había llegado la hora de buscar un nuevo nido.
Robert se hallaba en el pequeño comedor, gozando del sabor fuerte de su café y de las viandas que Bellamy le había servido en abundancia. Se había levantado temprano y había salido a cabalgar. Lo necesitaba. Los acontecimientos de la noche anterior lo habían dejado inquieto. Además de la situación de Dolly, habían sido sobre todo sus propios sentimientos los que lo habían mantenido despierto una buena parte de la noche.
Tomó otro sorbo del oscuro líquido y volvió a fijar la mirada en el periódico que sostenía. The Public Advertiser traía bastantes chismes y noticias diversas, entre las cuales una le llamó especialmente la atención. Los cadáveres de tres hombres, tres de los matones del local de juego en el que Judith y él habían entrado la noche anterior, habían aparecido flotando en las sucias aguas del Támesis esa mañana.
Frunció el ceño, pensativo, mientras se preguntaba qué habría pasado, si esas muertes tendrían relación con el hecho de que ellos se habían llevado a Dolly.
—Buenos días.
El estómago de Robert sufrió un vuelco cuando Judith apareció en el umbral. Seguía vistiendo como un muchacho, pero llevaba el cabello cobrizo recogido en un moño sencillo. El azul difuminado de sus ojos se perdía tras las largas pestañas de sus párpados somnolientos. Sonrió con sencillez, como si estuviese acostumbrada a que él fuese la primera persona que viese cada mañana al despertarse. Por un instante, Robert deseó que así fuera, que pudiesen despertar juntos y que esa primera sonrisa, tan hermosa, fuera para él. Deseó poder besar sus labios cada mañana, y hacerle el amor dulce y suavemente mientras ella gemía su nombre. Y fue un anhelo tan grande que le dolió el corazón. A pesar de todo, se aferró a la resolución que había tomado aquella noche.
Judith necesitaba libertad, se asfixiaría entre las calles de Londres y los eventos de la alta sociedad. A buen seguro, nunca habría pensado vivir fuera de Irlanda. Además, estaba demasiado preocupada por David y, sobre todo, aunque parecía desearlo —lo había visto en su mirada y en ese beso que ella le había robado—, no había demostrado que sintiera por él algo más que aprecio o agradecimiento por su ayuda. Él, en cambio, lo quería todo: la paz de un hogar, el amor de una esposa, y muchos hijos.
Ella le había dicho que eran las personas las que nos decepcionaban, no el amor, y él había abierto su corazón y había vuelto a enamorarse... de la persona equivocada.
—Buenos días —respondió con tono serio. Judith no pareció darse cuenta de ello.
—He pasado a ver a Dolly —le contó mientras se servía el desayuno. Robert observó que hasta en eso ella era diferente de otras damas, no se dejaba llevar por las apariencias sino por el hambre que experimentaba, y debía ser bastante, a juzgar por lo lleno que parecía su plato. No pudo evitar sonreír—. Le había bajado la fiebre y dormía apaciblemente.
Tomó asiento junto a él, en lugar de hacerlo a la cabecera de la mesa. Robert pensó que debía estar acostumbrada a hacerlo así con su hermano David, en Langdon Manor. De hecho, él también prefería la informalidad. Aunque su madre los había educado en el estricto cumplimiento de las normas, había sido testigo de esa «informalidad» de los duques muchas veces.
—Me alegro. Y tú, ¿has dormido bien?
Judith notó que el sonrojo cubría sus mejillas y evitó levantar la cabeza del plato, concentrándose en la comida. Había descansado poco debido a su preocupación por Dolly, pero también por su hermano. Pensar que él pudiera encontrarse encerrado en una celda semejante y quizás haber enfermado también, pero sin nadie que lo cuidase, había provocado en ella las lágrimas.
El enorme lecho le había parecido, en esos momentos, solitario; y las suaves plumas del colchón, un tibio abrazo de consuelo. Habría querido unos brazos fuertes que la envolvieran y un pecho sólido sobre el que reclinar la cabeza, arroparse con el olor a piel cálida y bergamota. Había pensado acudir a la habitación de Robert, pero su conciencia, con la voz de la señorita Janet Porter, la había disuadido. Afortunadamente, se dijo. Sin embargo, no había podido evitar rememorar el beso en el corredor, ni el fuego que había corrido por sus venas, haciéndola desear consumirse en él. Por eso, esquivó la pregunta.
—Debería volver cuanto antes a Westmount Hall, antes de que lady Eloise se preocupe demasiado —se apresuró a responder—. Quizás haya organizado alguna actividad para esta mañana, y si no me encuentra...
—Judith, no dejes que mi madre te intimide —la interrumpió, colocando su mano sobre la suya. En el mismo instante en que lo hizo, se dio cuenta de su error. Se había prometido a sí mismo no tocarla, y sus buenos propósitos habían durado apenas dos minutos antes de incumplirlos. A pesar de todo, no la retiró.
Judith se quedó contemplando la mano masculina. Era grande y cálida, y le provocaba un sinfín de sensaciones que no sabía cómo manejar. Apartó la suya con delicadeza y se repitió la misma letanía que había desgranado en un susurro durante su noche de insomnio. Robert Marston era tan solo un sueño inalcanzable. Y más le valía aprendérselo pronto y no volver a dejarse arrastrar por sus deseos tan impropios de una dama.
—Lady Eloise no me intimida, es amable y paciente conmigo.
Robert alzó una ceja burlona.
—¿Estamos hablando de la misma persona? No te dejes engañar por su dulzura, la duquesa es astuta como un zorro y le gusta organizar la vida de todos —comentó. Su sonrisa, sin embargo, rebosaba de ternura y cariño.
—No deberías hablar así de tu madre —lo reprendió.
Él se encogió de hombros.
—La quiero mucho.
—Pues tienes una extraña manera de manifestar el amor —repuso Judith, sin pensar, antes de introducir una loncha de jamón en su boca.
No se percató del silencio que siguió a sus palabras. Cuando se dio cuenta de que Robert no le respondía, se volvió hacia él, intrigada. Se encontró con su mirada profunda clavada sobre ella. Su intensidad la sobrecogió y pareció hipnotizarla, impidiéndole moverse. Solo podía contemplar aquel azul como un mar sereno, pero que escondía la capacidad de desatar tempestades en sus emociones.
—A veces no podemos demostrar el amor como desearíamos hacerlo —respondió, inclinándose hacia ella, con un tono tan ronco y grave que Judith se estremeció. Su corazón se aceleró y comenzó a respirar con dificultad.
Ella, que tenía una lengua rápida y afilada, no encontraba palabras en ese momento. No comprendía por qué cada vez le costaba más mostrarse natural en el trato con él. Nunca había sido tímida, pero Robert provocaba en ella demasiadas emociones. Retiró la silla y se puso de pie.
—Creo que será mejor que... que me vaya ya.
Robert se recostó de nuevo sobre la silla, sin apartar la mirada de ella.
—Sería mejor que te cambiases de ropa.
Judith suspiró aliviada. Ese era un tema que sí podía manejar.
—No tengo otra cosa que ponerme. Imagino que no tendrás escondido en alguna parte un vestido de mujer, ¿no?
Él inclinó levemente la cabeza hacia un lado y la observó con atención. Judith tuvo la sensación de que estaba calculando sus medidas, y se sintió expuesta y acalorada. Después de un silencio cargado de tensión, él solo pronunció una única palabra que la alivió más de lo que habría imaginado.
—No.
—Ya lo suponía.
—Pero tal vez puedes usar uno de los trajes de Lucy —le sugirió.
—¿Lo dices en serio? —preguntó sorprendida.
—No me dirás que puedes disfrazarte de anciana vendedora y de muchacho, pero eres incapaz de usar un traje de doncella, ¿verdad?
—Por supuesto que no se trata de eso —replicó indignada, colocando las manos sobre las caderas—, pero no sé si te has dado cuenta de mi estatura.
Robert se levantó de su asiento con deliberada lentitud. A Judith le recordó a uno de esos grandes felinos salvajes que se movían con precisión, mostrando la fuerza de sus músculos y un poder contenido que podía liberarse en cualquier momento.
—Es la adecuada —contestó, cerniéndose sobre ella. Sus cabezas casi a la misma altura, sus labios casi rozándose.
—¿Pa... para qué? —le preguntó, mientras se reprendía a sí misma por el temblor de su voz.
—Para esto.
Bajó la cabeza y se apoderó de su boca. Fue un beso suave, dulce, destinado a conquistarla. Y Judith se rindió, porque Robert Marston sabía a café, a sueños prohibidos y a noches de pasión.
Se separó de ella. Sus dedos acariciaron su rostro y descendieron por su cuello, dejando un reguero de fuego. Y ese leve roce, y lo que despertó en ella, fue lo que hizo que Judith saliera corriendo.
—¡Judith! —la llamó, pero ella no se detuvo—. ¡Maldita sea!
¿De qué le servía hacerse promesas si luego no las cumplía?, se preguntó enfadado. En lo tocante a su irlandesa, Robert había descubierto que no tenía fuerza de voluntad.
Dudó unos segundos si ir detrás de ella. Cuando se decidió y llegó al vestíbulo, ya era demasiado tarde, Bellamy le informó que acababa de subir al carruaje que la llevaría a Westmount Hall.
Había salido corriendo como un cervatillo asustado, pensó Judith, con el corazón latiéndole todavía en el pecho como redobles de tambor. ¿Qué demonios le pasaba? Cerró los ojos y se esforzó por respirar con normalidad. Tenía miedo de lo que Robert le hacía sentir.
En una ocasión había experimentado algo parecido, junto a Will, solo que ahora las sensaciones le parecían multiplicadas por mil. Le había dicho a Robert que el amor no la había decepcionado, solo el hombre; sin embargo, no era cierto. Tenía miedo de volver a amar, de que le rompiesen de nuevo el corazón y no pudiese recomponer los pedazos.
¿Cuántas veces se había repetido a sí misma que solo las ovejas eran fieles, las únicas que te seguían siempre sin cuestionar a dónde las llevabas? Pero Robert Marston no era ningún tierno cordero, sino más bien un lobo, y ella se sentía indefensa ante él. La fascinaba y la asustaba a partes iguales.
Sacudió la cabeza con decisión. Encontraría a David y regresaría a Irlanda, a Langdon Manor, «y volverás a encerrarte en tu cómoda y segura jaula de oro», le reprochó su conciencia, «pero no serás capaz de olvidar sus besos». No, no los olvidaría, porque le habían marcado el alma al rojo vivo.
El carruaje se detuvo, y Judith descendió a toda prisa mientras trataba de contener las lágrimas que anegaban sus ojos. El estado emocional en el que se hallaba fue la causa de que cometiese el error de entrar por la puerta principal en lugar de por la de servicio, pero cuando quiso darse cuenta, ya era demasiado tarde.
—¡Dios mío, Judith! —exclamó la duquesa, mirándola de hito en hito. Judith gimió. Precisamente había tenido que ir a encontrarse justo con ella—. ¿Puedes explicarme qué significa esto?
—Lo siento, lady Eloise. Yo... verá...
¿Qué podía decirle? «La verdad», la animó su conciencia. Supuso que tenía razón. Miró a la duquesa y asintió.
—¿Y bien?
—Permítame que me cambie y se lo explicaré todo —le rogó.
Percibió cómo lady Eloise evaluaba su respuesta y, finalmente, asentía. A pesar de su tono, no había visto en sus ojos censura, tal vez solo un poco de decepción y una buena dosis de curiosidad.
—De acuerdo. Me encontrarás en mi salita, ahí podremos hablar sin que nadie nos moleste.
—Muchas gracias, milady.
Efectuó una reverencia y se dirigió hacia las escaleras principales.
—¡Judith! —la llamó la duquesa cuando comenzaba a subir los escalones. Ella se giró hacia la mujer. Le recordaba mucho a Robert, en los gestos y en el carácter—. Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?
Judith asintió.
—Lo sé.
Continuó subiendo las escaleras y llegó hasta su dormitorio. Alguno de los sirvientes debió de avisar de su llegada, pues unos minutos después se presentó su doncella en la habitación.
—¿Por qué siempre se mete en líos, señorita? —la reprendió mientras la ayudaba a despojarse del atuendo masculino.
—No lo sé, Daisy, supongo que está en mi naturaleza. Quizás sea por el color de mi cabello —bromeó.
—No creo que sea solo por eso —replicó la muchacha con seriedad—, creo que, además, le gusta el riesgo.
¿Aquello sería cierto?, se preguntó. Era muy posible. Ella siempre había sido atrevida e insensata, mientras que David era más prudente a la hora de arriesgarse. ¿Era también el riesgo lo que le atraía de Robert?
Esa era la pregunta que le rondaba todavía cuando tocó, algunos minutos más tarde, a la puerta de la salita de la duquesa.
—Adelante. —Lady Eloise se hallaba sentada sobre uno de los divanes, leyendo un libro—. ¡Ah!, pasa, querida. Toma asiento, por favor.
—Muchas gracias, milady.
Judith gruñó cuando tuvo que recoger las numerosas enaguas que portaba bajo la amplia falda para poder sentarse. Echaba de menos los pantalones de su disfraz. Dejó escapar un suspiro. Se estaba acostumbrando demasiado a la libertad que le otorgaban las ropas masculinas.
—Y bien —dijo la duquesa, mirándola con curiosidad—. ¿Puedes explicarme qué hacías vestida de esa guisa?
No pudo evitar sonrojarse ante esas palabras, sobre todo, al ver la elegancia que desprendía lady Eloise vestida con un ligero vestido de mañana de color verde esmeralda con bordados de oro.
—Verá —comenzó, retorciéndose las manos con nerviosismo—, en realidad, mi hermano no... no se marchó de viaje. Trabajaba en una misión para el Gobierno de Inglaterra y desapareció. —Apretó los puños para intentar contener las lágrimas.
—¡Dios mío, eso es terrible!
—No sabía qué hacer ni a quién acudir. No conocía a nadie en Londres...
—Y recurriste a Robert —supuso la duquesa.
Judith asintió.
—Mi hermano me dijo que acudiera a él. Pero, milady, yo no podía quedarme esperando a que Ro... lord Marston investigase el asunto y me trajese información —le explicó, con una muda súplica de comprensión en su mirada.
A la duquesa no le pasó desapercibido el nombre de su hijo en labios de la joven, pero procuró mantener su sonrisa oculta.
—Entiendo. Sin embargo, Judith, ¿era necesario vestir de ese modo?
—No podía presentarme en casa de un hombre soltero o daría lugar a habladurías, milady.
—Tienes razón. De todos modos... —Sacudió la cabeza y se encogió delicadamente de hombros—. En fin, eso ya no tiene arreglo. Pero, dime, ¿habéis descubierto algo sobre el paradero de sir David?
Judith bajó la cabeza, apesadumbrada.
—Tenemos poca información por el momento.
—Lo siento, querida —repuso con sinceridad. Apretó su mano con delicadeza en un sencillo gesto de consuelo—. Pero no desesperes. Si alguien puede encontrarlo, ese es Robert. ¿Tú confías en él?
Alzó la mirada hacia la duquesa.
—Por supuesto. —Se dio cuenta del ímpetu de su respuesta, y de la sonrisa satisfecha que esbozó la mujer, y trató de moderar su tono—. Quiero decir... es un hombre inteligente y parece conocer bien cómo actuar en estos casos.
—¿Y entonces no sería mejor que él se ocupase solo del asunto?
—¡No! No, por favor, milady. Yo necesito...
Se calló, ¿cómo podía explicárselo?
Lady Eloise la observó con atención, como si quisiera llegar al fondo de su alma. Finalmente, asintió.
—Está bien —claudicó—. Solo te ruego que llevéis este asunto con la máxima discreción.
—Por supuesto, milady.
Judith sonrió agradecida. Se levantó y le dirigió una reverencia antes de abandonar la salita.
Lady Eloise se reclinó contra el diván, satisfecha. Sin duda, Judith sería la esposa adecuada para Robert.