Se había apostado bajo la sombra de un árbol, justo frente a la casa. Desde allí podía controlar quién entraba y quién salía.
En realidad, pensó, debería darle igual. No tendría que importarle que su patrón recurriese a otra persona, pero el hecho era que le importaba. Siempre había estado solo y sabía que era un imposible que su jefe lo acogiese como parte de su familia. Además, no lo deseaba. A él le gustaba la libertad de la que gozaba. Quizás no llegaría a vivir demasiados años —ningún chico de la calle lo hacía—, pero disfrutaría de cada uno de los días de su vida haciendo lo que deseara.
Lo que odiaba de verdad era perder el cariño de lord Marston. Nadie lo había querido nunca, ni su padre, fuese quien fuese, ni su madre, que lo abandonó al poco de nacer. Las prostitutas que lo habían recogido del charco enfangado en el que lo habían dejado habían cuidado de él y lo habían criado, pero hacía tiempo que habían olvidado el verdadero sentido de la palabra amar. Por eso, el afecto que le había dado lord Marston, incluso después de haber intentado robarle la cartera, era un tesoro valioso para él, y no quería perderlo en favor de otro muchacho como él.
Eddie se rascó la cabeza, que le picaba a causa del calor, y siguió observando la puerta. En algún momento tendría que salir el chico. Lo había visto de lejos en un par de ocasiones, aunque sabía que visitaba la casa con más frecuencia de lo que lo hacía él. Así que no le quedaba más remedio que marcar su territorio. No iba a hacerle nada, solo pretendía asustarlo. Un buen susto le aclararía las ideas, sí señor.
Cuando vio que se abría la puerta, se enderezó. El muchacho descendió los escalones y miró al cielo, como si esperase alguna nube, aunque el sol lucía solitario en el cielo embadurnado de humo de carbón. Después, echó a andar. Eddie se caló la gorra, se metió las manos en los bolsillos, y comenzó a seguirlo.
Se preguntó qué habría visto el lord en aquel chico. Era casi tan alto como él, pero mucho más delgado. De hecho, apostaría lo que fuese a que podía tumbarlo de un solo puñetazo. Además, tenía unos andares raros, pensó mientras observaba su forma de moverse.
Dejó que se alejara de la mansión lo suficiente para que no pudiera volver corriendo a pedir ayuda. Cuando enfiló la calle Lexington, Eddie apresuró el paso y arremetió contra el chico. Con un fuerte empellón lo envió contra la pared de ladrillo, acorralándolo en el interior de uno de los callejones. Una sonrisa de satisfacción se extendió por su rostro cuando contempló los ojos asustados del muchacho.
El clima suave de finales de mayo fue lo que empujó a Judith a no tomar el carruaje para regresar a la mansión de los duques.
Durante más de una semana había acudido todas las mañanas a la casa de Piccadilly para cuidar de Dolly, que ya se encontraba mucho mejor. Robert había encontrado a sus padres. Al ver la situación en la que se hallaban, con seis hijos a su cargo y poco con lo que alimentarlos, le había ofrecido a la chica un puesto como doncella en la casa de su hermana Arabella.
Judith suspiró. Robert no dejaba de sorprenderla. No era el hombre despreocupado y frío que había creído al principio. Al contrario, se preocupaba por todos y tenía en cuenta a todo el mundo, incluida a ella. La había dejado trabajar con él a pesar de que, en muchos momentos, había sido más un estorbo que una ayuda.
Le gustaba todo de él: su atractivo y su apostura; su sonrisa, a veces cálida, a veces burlona; su inteligencia; su sentido del honor; su generosidad. Incluso había llegado a gustarle ese lado más salvaje y descontrolado que a veces manifestaba. Y todo eso no era más que un enorme problema, porque ella regresaría a Irlanda, y se temía que, cuando lo hiciera, parte de su corazón se quedaría en Londres. No quería sufrir, pero su estúpido corazón no atendía a razones. Y aunque no quisiera reconocerlo, sabía que se había enamorado.
El repentino y sorpresivo empujón casi la arrojó al suelo. Unas manos grandes la sujetaron con cierta violencia, impidiéndole caer. Su espalda golpeó contra un sólido muro de ladrillo y perdió la respiración. De pronto se encontró mirando unos furiosos ojos negros.
—¿Nunca te han dicho que vigiles tu espalda? —El acento del chico, porque se trataba solo de un muchacho de unos doce o trece años, era atroz. Y a pesar de que iba bien vestido y su ropa estaba limpia, debía de tratarse de un chico de la calle. Se preguntó si pretendía robarle—. Tengo un mensaje para ti. Vas a... ¡Demonios, pero si eres una chica!
La soltó con tanta rapidez que Judith casi se derrumbó sobre el suelo. El muchacho volvió a sujetarla, esta vez con mayor suavidad.
—¿Qué quieres?
Eddie no podía creerlo. ¿Por qué una mujer visitaba a su jefe disfrazada de hombre? ¿Acaso él no se había dado cuenta de ello? Sacudió la cabeza. Lord Marston era demasiado inteligente como para caer en una argucia así.
—¿Eres su amante?
Judith frunció el ceño, exasperada.
—¿La amante de quién? —lo interrogó. Sin embargo, no esperó contestación. Lo mejor sería salir de aquel callejón cuanto antes. Por suerte, tenía con ella su daga, por si las cosas se ponían feas, aunque esperaba de todo corazón no tener que usarla—. Creo que me has confundido con otra persona, así que será mejor que me vaya.
Apenas dio un paso, el chico se interpuso delante de ella, con los brazos cruzados sobre el pecho. A Judith le recordó a uno de los gallos que había en el corral de la granja. Por las mañanas, después de su paseo, le gustaba pasar a visitar a las ovejas y a las gallinas. El gallo siempre se paseaba entre ellas, con el pecho alzado, buscando llamar la atención.
—Me llamo Eddie —comentó—, y trabajo para lord Marston.
Judith alzó las cejas sorprendida. Luego recordó que había escuchado a Robert pronunciar ese nombre en alguna ocasión. Bien, puesto que ya no parecía una amenaza, ella sabía cómo tratar a este tipo de chicos. En Blarney había muchos bravucones como él.
—¿Y qué es lo que quieres, Eddie?
—¿Quién es usted y por qué va disfrazada? —le preguntó a su vez.
—Soy Judith Langdon, y por qué me visto así no es asunto de tu incumbencia.
Eddie soltó una maldición. Por supuesto que sabía quién era, la hermana del hombre que buscaba lord Marston. Había metido la pata hasta el fondo. Si ella se lo contaba a su jefe, ya podía despedirse de su trabajo y de su dinero.
—Lo siento, señorita. No se lo diga a milord, por favor —le imploró.
Ella lo miró a los ojos. Estaba avergonzado, no parecía un mal chico, y en ese momento resaltaba más su juventud que cuando la había atacado.
—Te prometo que no se lo diré, Eddie. Solo explícame por qué lo has hecho.
El muchacho se metió las manos en los bolsillos, en un gesto defensivo, y Judith pensó que no le respondería.
—Él me aprecia —repuso con sencillez.
Judith no necesitó más explicación para comprender lo que había sucedido. Eddie debía de haberla visto en la casa, la había confundido con un chico y se había puesto celoso. Ella podía comprender la fiera lealtad hacia Robert y el deseo de ganarse su cariño. Sí, de hecho podía comprenderlo bastante bien.
Miró al joven, que no había apartado sus ojos oscuros de ella, y le sonrió.
Para Eddie, aquella sonrisa fue como si lo hubiesen golpeado en la cabeza con un barril de cerveza. Abrió los ojos, asombrado, y se sonrojó furiosamente. Y ahí estaba la transformación, se dijo Judith mientras lo miraba, de gallo de corral a cachorrillo abandonado.
—Bien, entonces este episodio será nuestro secreto. Quedará entre tú y yo —declaró con una sonrisa.
—Muchas gracias, señorita —repuso agradecido y aliviado. No quería tener problemas con su jefe—. ¿Puedo acompañarla en su paseo?
—Será un placer, Eddie.
Se internaron en el callejón y, mientras conversaban, fueron recorriendo calles que Judith no reconocía. Eddie le contó cómo había conocido a lord Marston y cómo había sido el único que le había dado una oportunidad para convertirse en alguien mejor sin renunciar a sus habilidades, sino empleándolas para el bien. También le contó lo que había descubierto en relación a su hermano, y que Judith ya sabía porque Robert se lo había contado.
De hecho, esa misma noche se celebraba un baile al que asistirían tanto dirigentes de la Compañía de las Indias Orientales como algunos de sus socios mayoritarios. Puesto que Robert poseía acciones, había sido invitado, y ella lo acompañaría. Su instinto femenino le decía que esa noche sería importante. Estarían un paso más cerca de encontrar a David.
—Así que solo hay que encontrar al tipo ese que tiene un sirviente indio y daremos con el paradero de su hermano, señorita —le dijo Eddie, animado.
—Si sigue vivo —susurró Judith. Había pasado tanto tiempo desde su desaparición que, a pesar de que deseaba creer lo contrario, sus esperanzas de encontrarlo con vida mermaban a cada segundo.
—Oh, yo creo que sí. Aún no ha aparecido en el río —declaró sin pensar.
—¿Qué quieres decir?
La nota de alteración en su tono sobresaltó al muchacho. Maldijo para sus adentros cuando vio aquellos preciosos ojos azules abiertos de par en par, rebosantes de una mezcla de horror y esperanza. Tragó saliva. Lord Marston le iba a dar una soberana paliza. Bajó la cabeza y apretó con fuerza los labios.
Judith se detuvo y tomó al chico del brazo para que lo mirase.
—¡Eddie! Me vas a decir ahora mismo a qué te refieres o...
Él esbozó una sonrisa canalla.
—¿O qué...? —la provocó.
Judith sabía que se encontraba en desventaja, pero no se amilanó. Entrecerró los ojos y lo miró, enfadada.
—O te tiraré de las orejas hasta que se te caigan —lo amenazó. Podría parecer una amenaza fútil, pero siempre le había funcionado bien con los adolescentes de Blarney, que parecían tener en gran estima sus orejas, e incluso con David. Tal vez se debía solo al hecho humillante de que una mujer los tratase como a niños.
Vio cómo Eddie enrojecía y abría los ojos alarmado, y sonrió para sus adentros.
—No hará eso —siseó.
—Oh, sí que lo haré, y te quedarán tan rojas y estiradas que tendrás que esconderlas debajo de la gorra —se regodeó—. Así que, ya puedes ir contándome a qué te referías.
—Pero no se lo dirá a lord Marston —refunfuñó. Judith puso los ojos en blanco. La adoración del chico por Robert rayaba la obsesión. De todas formas, asintió conforme. Solo entonces él continuó—: Ningún matón pierde tiempo en enterrar a un muerto, lo deja en un callejón o lo arroja al río. Esto último es lo más común, porque las aguas se lo tragan; y cuando aparece flotando en la superficie, días después, es casi imposible encontrar al culpable.
Judith se estremeció de forma involuntaria, pero al menos todavía había una pequeña esperanza para David.
—Vaya, vaya, mira a quién tenemos aquí.
Aquella voz, y el tono de desprecio que la acompañaba, los sobresaltó a ambos. Eddie se giró con todo el cuerpo en tensión.
—Rhys...
Por el tono que usó, Judith comprendió que no se llevaban bien. El tal Rhys debía rondar los quince o dieciséis años, y venía acompañado de otros dos chicos que lucían la misma pinta de matones que él. Incluso en la distancia, Judith podía percibir la carencia de emociones en sus ojos, excepto, quizás, por el odio que brillaba en los de Rhys.
—Estás lejos de tu territorio, rata apestosa. ¿Has venido a visitarme? —le espetó con sorna.
Eddie maldijo para sus adentros. Se había dejado llevar por la conversación con la señorita Langdon y no había prestado atención a las calles, algo que podía costarles caro.
Los ladrones mantenían una seria distribución de calles y barrios que marcaban como su territorio; de esta manera, nadie pisaba el negocio de otros y evitaban meterse en problemas. Desde que se había separado de la banda de Rhys, Eddie no solía transitar por esas calles, prefería dar un rodeo. Sabía que su exjefe se la tenía jurada. No le había gustado nada que él los abandonara para ir a trabajar con lord Marston.
Apretó los puños con fuerza, aunque el corazón le latía a toda velocidad y el miedo corría por sus venas. Por lo general, no le importaba sentirlo, ya que ese miedo estimulaba su instinto de supervivencia; pero, en esta ocasión, el sentimiento nacía de la mujer que lo acompañaba. Tenía que protegerla.
—Váyase, señorita —la urgió en voz baja—. Yo me encargo de que estos gusanos no se le acerquen. Corra lo más rápido que pueda.
—No pienso dejarte solo —repuso ella.
¿Cómo podría hacerlo? Aunque se hubiera criado en las calles, Eddie no era más que un niño. No podía dar media vuelta y huir dejándolo a merced de aquellos matones.
—¿Y qué va a hacer? —replicó enfadado—, ¿tirarles también a ellos de las orejas?
—Puedo pelear.
Sin apartar la mirada de su exjefe, Eddie resopló con desdén.
—Rhys, déjanos en paz —se encaró con él—. No he venido a trabajarme a la gente.
—Entonces, ¿qué? ¿Has venido a dar un paseo con tu amiguito? —comentó burlón. Sus compañeros le rieron la gracia y Eddie se tensó aún más—. Pues si es así, tendrás que pagar peaje.
—¿Nos dejarán en paz si les doy dinero? —le preguntó Judith.
—¡No! Si saca una sola moneda la desplumarán como a una gallina. No haga nada, ¿de acuerdo?
—Está bien, no haré nada —respondió.
«Por ahora», añadió para sus adentros. Estaba harta de que todo el mundo le dijese que no hiciera nada, la señora Porter, Robert, Eddie... Las mujeres no eran seres inútiles o piezas de adorno. No necesitaban que alguien las salvara constantemente. Al menos, no a ella. Desde luego, no era tan ingenua como para no saber que enfrentarse a aquellos chicos podía resultar peligroso —la cicatriz que le cruzaba la mejilla a Rhys era prueba de ello—, y aunque notaba el cosquilleo del miedo en el estómago, no iba a amilanarse ni a huir como una cobarde.
—Eh, Eddie, ¿qué dices? Me estoy cansando de esperar.
Eddie sacudió la cabeza, negando. Pagar peaje era un modo de hablar, una forma cockney para decir «luchar». Él se manejaba bastante bien con el cuchillo, pero Rhys había sido su maestro. Había estado con él desde los seis hasta los diez años, antes de marcharse con lord Marston, con quien llevaba ya dos.
—Daremos media vuelta y nos iremos por donde hemos venido —le informó.
—¡No lo haréis! —espetó furioso el muchacho al tiempo que sacaba un cuchillo grande que llevaba escondido bajo la chaqueta—. Pagaréis peaje.
Judith se sorprendió al comprender el significado de la frase. ¡Rhys quería que lucharan!
—Te digo que es la chica —insistió el hombre, parapetado tras la esquina que daba al callejón.
—No seas estúpido —le recriminó su compañero—. ¿Cómo va a ser la chica? ¿No ves que lleva pantalones?
—Ese puerco indio nos dijo que tenía tratos con el lord, y este muchacho es el único que va y viene entre las dos casas.
—No hables así, Tom —susurró el otro, mirando asustado por encima de su hombro—. Ese demonio puede escucharte, tiene oídos en todas partes.
—Por eso mismo tenemos que coger a la chica —siseó furioso—. Se la llevamos al jefe, cumplimos con el encargo y nos largamos de una puñetera vez. No pienso volver a trabajar para ese loco, Henry.
—¿Me lo dices a mí? —gruñó de mal humor. Se frotó la pierna izquierda donde todavía le molestaba la cicatriz de la bala que su jefe le había incrustado—. Si estás seguro de que es ella, no perdamos tiempo. Cuanto antes nos libremos de todo esto, mejor.
—Estoy esperando, Eddie, ¿o es que tenéis miedo? —lo retó Rhys, animándolo con una mano a acercarse mientras en la otra empuñaba el cuchillo.
Eddie respondió sacando su propio cuchillo.
—¡Estoy listo! —le gritó.
Rhys sacudió la cabeza y sonrió de medio lado.
—No, hermano. —Eddie sintió una punzada de dolor cuando lo escuchó. Tiempo atrás se hacía llamar hermano de Rhys, ya que habían hecho un pacto de sangre. Un pacto que él había roto el día que se marchó—. Tú y yo nos conocemos demasiado bien, sería aburrido enfrentarnos... otra vez. Mejor que lo haga tu nuevo amigo.
—Puedo hacerlo —susurró Judith detrás de Eddie.
—¡No!
—Puedo hacerlo —insistió ella.
Eddie se volvió a mirarla y abrió los ojos con asombro cuando vio la daga que apretaba con fuerza en el puño.
—¿Está loca? —susurró furioso—. No tiene ni una oportunidad, él...
Se interrumpió cuando vio a los dos matones que se acercaban por detrás.
—¡Maldita sea! ¡Rhys! —gritó, volviéndose furioso al que una vez fuera su amigo—. Esto es una encerrona, y no es propio de ti.
Eddie vio su ceño fruncido y a sus compañeros sacar los cuchillos, y supo de inmediato que algo andaba mal.
—Tú coge a la muchacha. Yo me ocuparé del otro.
Oyó las palabras que decía uno de ellos y se colocó delante de Judith, cubriéndola con su cuerpo.
—¡Eh, vosotros! —les gritó Rhys—. Estáis en mi territorio.
—Cállate, mocoso —gruñó Tom con la atención puesta en averiguar si el joven era, en realidad, la muchacha.
Eddie no pudo evitar sonreír. Si conocía bien a Rhys, y lo conocía, aquellas palabras lo habrían enfurecido. Sin embargo, no tuvo tiempo de regodearse. Uno de los hombres se arrojó sobre él y apenas pudo retroceder para esquivar la cuchillada que le lanzó y que a punto estuvo de hacerle un tajo en el rostro.
—¡Corra! —instó a Judith.
No pensaba correr como una cobarde, pero, aunque hubiera querido, no habría podido hacerlo. En cuestión de segundos, el otro matón se cernía ya sobre ella. Trató de recordar todas las enseñanzas de su hermano. Flexionó las rodillas y abrió las piernas para afianzarse sobre el suelo.
Henry gruñó al ver la daga.
—Esta vez no me vas a coger con la guardia baja, palomita. Ya tengo un recuerdo tuyo, no me llevaré otro —le aseguró.
Judith abrió los ojos sorprendida. Aquel era uno de los hombres que habían intentado secuestrarla. Notó que su temperamento se encendía y su furia crecía. Estos eran los hombres que tenían a David. Les arrancaría una confesión, los obligaría a decirle dónde tenían a su hermano.
Avanzó un paso y extendió el brazo, sujetando con fuerza la daga. La movió con destreza y rapidez, asestando una cuchillada que no encontró su objetivo. Henry se echó hacia atrás en el último instante farfullando una maldición.
—La zorra tiene dientes —masculló enfadado—, pero son dientes de cachorro —se burló, aunque no quitó ojo a la hoja acerada que se movía con rapidez, manteniéndolo a raya.
Judith no hizo caso de la provocación.
—Vosotros os llevasteis a mi hermano, dime dónde se encuentra —le ordenó.
Henry esbozó una sonrisa torcida.
—Mejor te llevo con él, ¿qué te parece?
No tuvo tiempo de responder. Un brazo poderoso la enlazó por la cintura y la arrancó de la pelea. Aunque se debatió furiosamente, Eddie no la soltó.
—¡No, déjame! —le pidió, revolviéndose contra él mientras veía como Rhys y sus compañeros se enfrentaban a los dos matones—. Ellos saben dónde está David.
—No puedo dejar que te lleven o lord Marston me cortará el pescuezo —gruñó Eddie por el esfuerzo de sujetar a la muchacha—. Si saben algo, Rhys lo averiguará y nos lo dirá.
Judith alcanzó a ver cómo los dos matones escapaban corriendo por el lado contrario del sucio callejón antes de que Eddie doblara la esquina. Entonces, dejó de debatirse y se tragó las lágrimas.
—Puedes bajarme —le dijo en voz baja.
Eddie hizo lo que le pedía, aunque renuente a soltarla por si escapaba.
—Lo siento mucho, señorita —se disculpó, cuando vio que ella se quedaba tranquila. La tristeza que vio en sus ojos le hizo tragar saliva—. Comprenda que no podía dejar que le pasara nada.
—Lo comprendo —repuso ella, con la voz rota—, pero estaba tan cerca de...
—Mírelo por el lado bueno, señorita, al menos ahora sabemos que su hermano sigue vivo, y estoy seguro de que lord Marston lo encontrará pronto. Si alguien puede hacerlo, es él —afirmó convencido—. Además, si la hubiesen capturado, no le habría sido de ninguna ayuda a sir David.
—Supongo que tienes razón —convino ella, dejando escapar un suspiro de resignación.
Realizó el resto del camino, pensativa, y Eddie respetó su silencio hasta que llegaron a Westmount Hall. Judith rodeó la mansión hacia uno de los laterales y se detuvo ante la puerta de servicio, luego se giró hacia el muchacho.
—Muchas gracias por acompañarme, Eddie.
Él se encogió de hombros, incómodo. Se quitó la gorra y se rascó la cabeza.
—¿Puedo preguntarle algo, señorita?
—Claro, ¿qué quieres saber? —lo animó con una sonrisa. A pesar de su altura y su robustez, Eddie seguía siendo un niño, y se maravilló de que todavía conservase en sus ojos oscuros una pizca de esa inocencia infantil que no debería haber perdido a tan temprana edad. Admiró aún más a Robert, por el cuidado que había tenido del chico.
—¿De verdad sabe usar ese cuchillo? —le preguntó con curiosidad.
Judith asintió.
—Mi hermano me enseñó muy bien.
—De todas formas, me alegro de que no haya tenido que usarlo —replicó, y en su voz creyó detectar una nota de alivio.
—Yo también, Eddie —le aseguró.
—Señorita Langdon, ¿podría...?
—¿... no decirle nada a lord Marston sobre esto? —terminó ella la frase. Sacudió la cabeza y sonrió—. No te preocupes, Eddie, creo que, por el bien de los dos, será mejor que él no se entere.
Le guiñó un ojo, y él esbozó una sonrisa pícara mientras veía cómo desaparecía en el interior de la mansión. Se quedó observando durante un rato la puerta de madera. Ya podía comprender por qué a lord Marston le gustaba tanto pasar tiempo con ella, y si no se casaba con la señorita, es que estaba loco, decidió.
Se dio media vuelta y escudriñó los alrededores buscando un buen lugar donde apostarse, porque algo le había quedado claro esa mañana: la señorita Langdon necesitaba que alguien la vigilase.