La luz se derramaba con suavidad desde los grandes ventanales del Alto Comisionado.
La larga fila de carruajes atestiguaba la importancia que la sociedad otorgaba al acontecimiento: el gran baile anual que organizaba la Compañía de las Indias Orientales.
—¿Estás nerviosa? —le preguntó Robert mientras su coche avanzaba con lentitud hacia la gran escalinata que daba acceso a la mansión.
La había observado durante todo el camino desde Westmount Hall. Lo cierto era que lucía hermosa, y le había sido imposible apartar la mirada. El vestido de seda azul que llevaba realzaba el color de sus ojos. Sobre el escote cuadrado del corpiño lucía un collar de zafiros, que él reconoció como perteneciente a la duquesa; hacía juego con la lluvia de pequeños zafiros que salpicaba su cabello, recogido en un elaborado peinado sobre su cabeza.
Judith se había negado a usar peluca, tal como se estilaba entre las damas de la alta sociedad, así como a utilizar plumas como tocado, alegando que no deseaba causar impresión entre los ingleses al dejar a alguno tuerto. Robert no había podido más que soltar una carcajada ante sus palabras y asegurarle que no necesitaba las plumas para impresionar a los caballeros, ya que bastaba con su hermosura. Un delicioso sonrojo había cubierto las mejillas de ella, y Robert había tenido que controlarse para no besarla allí mismo, en el vestíbulo de Westmount Hall, con los duques como testigos.
—Un poco —respondió ella a su pregunta anterior—. Saber que entre toda esta gente puede estar el hombre que tiene retenido a mi hermano...
—Judith, es importante que actuemos con prudencia —le repitió las mismas palabras que le había dicho al abandonar la mansión.
Se volvió a mirarlo. Vestido con ese traje negro con bordados de plata en las mangas y en las costuras de la casaca, se veía muy atractivo, pero lo que a Judith le fascinaba era la seguridad y la confianza que brillaban en sus ojos como un mar sereno, en calma.
—Lo sé, pero es que... me siento tan impotente —le confesó—. Me gustaría poder estar ahora mismo en Langdon Manor, caminando con David por los jardines o por el hermoso bosque de hayas y robles que hay junto a la casa, hablando y riéndonos de cosas sencillas y normales.
Robert sintió una punzada de dolor cuando la escuchó. Ella quería regresar a Irlanda. Londres no significaba nada para ella, ni parecía temer dejar nada importante atrás cuando se marchara. Le hubiera gustado preguntarle si no querría caminar, hablar y reír junto a él por toda una vida, pero no era el momento. Tal vez nunca lo fuese.
La miró con intensidad, como si así pudiera transmitirle la fuerza de sus sentimientos, hacerle llegar aquello que no se atrevía a poner en palabras. Porque, en el fondo, sabía que Judith no sería feliz en Inglaterra. Su espíritu libre mermaría entre el cielo ahumado y el grisáceo suelo empedrado de la ciudad. Pero ¿y si había una posibilidad de que fueran felices?
—Judith, yo...
El carruaje se detuvo y un solícito lacayo abrió con rapidez la portezuela para que descendiesen y pudiesen dejar el espacio para el siguiente coche. Robert contuvo un suspiro y ayudó a bajar a Judith.
—¿Qué me querías decir? —le preguntó ella mientras ascendían las escaleras.
Él sacudió la cabeza.
—Nada importante, solo que prestes atención y evites meterte en líos.
—Yo nunca me meto en líos —replicó con indignación.
Robert sonrió ante su exasperación. Una de las cosas que más apreciaba en ella era su carácter fogoso, no había remilgos ni poses estudiadas. Judith era transparente y sincera, y aunque a veces lo sacaba de sus casillas, también lo volvía loco. Quería tomarla en sus brazos y hacerle el amor despacio, con suavidad, y cuando ella se entregase a sus besos, encendería su pasión y los dos tocarían el cielo.
Gimió para sus adentros y se dijo que más le valía abandonar aquellos pensamientos que más parecían una quimera que una posibilidad real en su vida y que, además, causaban un poderoso efecto en su cuerpo que podría ponerlo en evidencia.
Hizo un esfuerzo por volver a la conversación.
—¿Quieres que te recuerde algunas ocasiones?
—No sé por qué tienes que ser tan desagradable, Robert Marston —le espetó con fiereza. Robert sonrió. Prefería su mal genio a verla triste—. ¿Nunca te han enseñado que a una dama no hay que contradecirla?
—Por supuesto que sí, pero siento verdadero placer en contradecir a algunas damas.
Judith apretó los labios con fuerza y desvió la mirada cuando su semblante demudó. No deseaba que él viese la tristeza que la atenazaba. ¿Por qué no la había contradicho cuando le dijo que quería volver a Irlanda? Si él tan siquiera le hubiese insinuado que se quedara en Londres, ella habría accedido. Amaba su patria, pero el amor que sentía por Robert era mucho más grande y más profundo.
El olor a tierra húmeda, salpicada de brotes verdes; las alfombradas praderas, extendiéndose hacia el horizonte; el viento, susurrando entre los árboles en armonía con el canto del riachuelo y de los pájaros. Todo eso llenaba su corazón de paz y de una felicidad serena. La sola presencia de Robert, en cambio, provocaba en ella una explosión de emociones, un fuego que parecía consumirla mientras su corazón latía desbocado por el olor de su piel y el susurro de su voz. Pasión. Ella quería pasión en su vida, no tranquilidad.
Pero la pasión, como el amor, no se podían comprar, como la tierra. Ya había sido abandonada una vez por un hombre que no la amaba. No cometería el error de aferrarse a otro que no sintiera lo mismo por ella.
Compuso una sonrisa y subió los últimos escalones para entrar en el gran vestíbulo de la mansión.
Un hombre de mediana estatura, cabello ralo y un fino bigote se acercó a ellos con la mano extendida.
—Lord Marston, me alegro de verlo.
—Lo mismo digo, sir Burke —respondió, estrechando la mano del hombre—. Permítame que le presente a mi acompañante, la señorita Judith Langdon.
—Es un placer contar con la presencia de una dama tan hermosa —le dijo al tiempo que se inclinaba sobre su mano—. Estoy seguro de que muchos de los caballeros aquí presentes estarán encantados de conocerla.
Judith esbozó una sonrisa radiante que provocó en sir Burke un parpadeo de admiración. Robert carraspeó para sacar al hombre de su contemplación celestial.
—Sir Reginald es uno de los veinticuatro directores que tiene la Compañía de las Indias —le explicó a Judith. No creía que el hombre estuviese involucrado en la desaparición de David, pero prefería no dar nada por seguro, y era mejor que Judith los conociese a todos.
—Debe ser un gran honor —le dijo ella, dejando que la admiración se trasluciese en su tono. Vio cómo el hombre sacaba pecho orgulloso y casi sonrió.
—Lo es, sin duda —convino, solemne—, pero también una gran responsabilidad, señorita. La Compañía ha crecido mucho desde su fundación, y no es fácil dirigir un negocio como este.
—Lo supongo. Veo que tiene otros invitados que atender y nosotros no deseamos robarle más tiempo —se despidió—. Ha sido un placer conocerlo, sir Burke.
El hombre sonrió complacido mientras se atusaba el bigote.
—Espero que me haga el honor de concederme un baile, señorita Langdon.
Judith le devolvió la sonrisa sin comprometerse. Cruzaron el vestíbulo para dirigirse hacia el salón de baile, donde ya se escuchaban las primeras notas de la orquesta y el murmullo de las conversaciones.
—¿Por qué los caballeros ingleses tienen que ser siempre tan pretenciosos en sus halagos? —preguntó cuando se hallaban lo suficientemente retirados. Lo cierto era que le divertía esa manera pomposa que tenían los ingleses de halagar la vanidad femenina.
—¿Te refieres a algo como «sus ojos, señorita, refulgen como dos estrellas y penden del firmamento de mi corazón»?
Judith soltó una carcajada divertida. Se secó las lágrimas y sacudió la cabeza.
—Eres un poeta nefasto. —Robert se encogió de hombros—. Pero, sí, a eso me refería, a todas esas frases rimbombantes y sin sentido que suelen decir los caballeros.
—Bueno, a las mujeres inglesas parecen gustarles.
—Yo creo...
Se interrumpió cuando se detuvieron en lo alto de la escalinata que accedía al salón de baile. No pudo dejar de admirarse de la belleza que presentaba la estancia. Una profusión de lámparas teñía con una luz cálida las paredes y el suelo de mármol. Los colores de las sedas femeninas se mezclaban con los bordados en oro y plata de las elegantes casacas de los caballeros, creando un caleidoscopio multicolor.
Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron los sirvientes indios que paseaban con bandejas entre los invitados. Vestían unos amplios pantalones blancos y una camisa sin cuello, en color rojizo, que les llegaba hasta las rodillas. Sobre la cabeza lucían unos turbantes del mismo color que los pantalones. Tenía la sensación de que había entrado en un mundo mágico.
Robert colocó una mano en su espalda para hacerla avanzar.
—¿Y qué les gusta a las mujeres irlandesas? —le preguntó, arrancándola de su contemplación.
—¿Perdona?
—Decía que a las inglesas les gustan los halagos pomposos, por usar tu expresión —se burló—, y te preguntaba qué les gusta a las irlandesas.
Judith descendió las escaleras, apoyando la mano enguantada en el brazo de Robert. Cuando llegó abajo, se volvió a mirarlo. Él la condujo a un lado del salón para no estorbar a los invitados que venían detrás de ellos. Además, tenía interés en la respuesta de ella.
—Nos gusta la sinceridad —le aseguró.
—Eres la dama más hermosa del salón —la agasajó él.
Judith sonrió y negó con la cabeza, a pesar del tono de seriedad que había usado Robert.
—Demasiado exagerado. Ninguna mujer irlandesa te creería.
Él cubrió con su mano la de Judith, que todavía descansaba sobre su brazo, y la tomó con suavidad para depositar un cálido beso en su dorso.
—Tu mirada se ilumina cuando sonríes, y cada una de tus sonrisas me fascina.
Ella mantuvo su sonrisa, si bien sus labios temblaron y su corazón se lanzó en una loca carrera sin fin. Robert susurraba, y su cálido aliento le rozaba la mejilla.
—Mu... —carraspeó para aclararse la garganta. Él ya no parecía bromear—. Mucho mejor.
Robert no dio muestras de haberla escuchado. Su mirada se volvió más intensa, y Judith tragó saliva.
—Tu piel es suave terciopelo y tus labios saben a miel. Hueles a campo, a flores y a mujer. —Su voz grave mandó un escalofrío a sus terminaciones nerviosas—. Te deseo, Judith.
Un jadeo escapó de la boca femenina mientras trataba de hacer funcionar su cerebro para dar con alguna respuesta.
—Qué bien que ya estéis aquí —dijo la duquesa llegándose hasta ellos con un movimiento ondulante de su falda de seda verde y oro. Luego bajó el tono de voz a un susurro—. ¡Por el amor de Dios!, vais a poneros en evidencia si continuáis con esas miradas y esa actitud de haceros confidencias. Judith, por el momento, será mejor que tú vengas conmigo.
—Lo siento, milady —se disculpó mientras se apresuraba a ir tras ella. Caminaron juntas por el perímetro del salón.
Lady Eloise suspiró.
—Está bien, Judith, no ha pasado nada. Pero os aconsejo que dejéis los requiebros amorosos para los lugares privados —la reprendió con suavidad.
—Pero no estábamos... —Se dio cuenta de que había elevado el tono de voz por la sorpresa, y se apresuró a mesurarlo—. Quiero decir que no hay nada entre nosotros.
La duquesa arqueó las cejas y le dedicó una mirada cargada de escepticismo.
—¿Vas a negarme que sientes algo por Robert? —le preguntó, deteniéndose en un lugar algo apartado de oídos indiscretos.
Judith se mordió el labio inferior, dubitativa. Se sentía violenta. ¿No había dicho que a las mujeres irlandesas les gustaba la sinceridad? Pues allí era cuando tenía que demostrarlo. Respiró hondo y se armó de valor.
—No voy a negar que me he enamorado de él, milady, pero... —La sonrisa triunfante de la duquesa la desconcertó. Sin embargo, se atrevió a añadir lo que pensaba—. Pero no creo que él sienta lo mismo.
«Te deseo, Judith». Recordó sus palabras y se estremeció. ¿Pudiera ser que fueran ciertas? Pero aunque lo fuesen, desear y amar no era lo mismo. Will la había deseado, se lo había dicho muchas veces. Gracias al cielo nunca se había dado el momento propicio para entregarse el uno en brazos del otro, o en ese momento lo lamentaría más de lo que había lamentado su abandono.
—Bobadas, querida —replicó lady Eloise—. Conozco a Robert, y por el modo en que te miraba hace unos minutos habría podido prender fuego a todo Londres. Y déjame decirte algo, Judith —añadió, tomando sus manos entre las suyas y mirándola con seriedad—, hace mucho tiempo que Robert no mira así a una mujer. Supongo que conoces su historia con esa... esa...
Judith asintió.
—Él me lo contó.
—Quedó muy herido. No solo en el cuerpo, de tal manera que creí que lo perdíamos para siempre, sino también en el alma. Por fortuna, las heridas físicas curaron, pero su corazón parecía haber muerto junto con aquella mujer. Se tornó serio y taciturno, y no asistía a las fiestas, la ópera o cualquier velada —le explicó. La voz de la duquesa sonaba rota, como si aún le costase asimilar todo lo que había sufrido su hijo. Judith se conmovió—. Contigo ha vuelto a sonreír, Judith, y a confiar.
—Pero él no me ha dicho nada —insistió ella, aturdida por aquellas palabras.
—Entonces tendrás que decírselo tú, ¿no crees? Pensé que las irlandesas teníais la sangre más espesa que las delicadas damas inglesas —la retó—. Pues aclarado esto, dejémonos de palabrería y déjame presentarte a algunas personas.
Judith la miró, fascinada, y se preguntó si acababa de conocer a la verdadera duquesa. Con este pensamiento, dejó que lady Eloise la arrastrase del brazo hacia los diversos grupos que conversaban en los márgenes de la pista mientras los más jóvenes giraban en el centro al son de una cuadrilla.
—Querida, quiero presentarte a una buena amiga, lady Margaret Lindsay.
Judith ejecutó una impecable reverencia.
—Encantada de conocerla, milady —la saludó.
La mujer era menuda y parecía una muñeca de porcelana, con el cutis de nieve y una peluca empolvada que se alzaba majestuosa sobre su cabeza, adornada con plumas bermellón, a juego con su vestido. Sobre la amplia porción de piel que dejaba al descubierto el escotado corpiño, lucía un impresionante collar de diamantes.
—Margaret, ella es la honorable señorita Judith Langdon.
—Es un placer, querida. Espero que esté disfrutando de la velada.
—Por supuesto, milady, es espléndida.
Uno de los sirvientes indios, de rostro aceitunado y penetrantes ojos negros, se inclinó ante ellas y les ofreció copas de champán de la bandeja que portaba. Lady Eloise y lady Margaret cogieron una, pero Judith declinó el ofrecimiento. No le gustaba esa bebida tan burbujeante.
—Gracias, Yamir —le dijo lady Margaret al hombre. Mientras este se alejaba, mezclándose con el resto de los sirvientes, Judith se preguntó cómo podía saber quién era, cuando a ella todos le parecían iguales. Como si le hubiese leído el pensamiento, la mujer comentó—: Yamir es el sirviente personal de mi esposo.
—¿Hablabais de mí, querida?
La voz profunda a su espalda la sobresaltó. Al volverse, se encontró con un caballero alto, de porte elegante y anchos hombros. Al igual que su esposa, llevaba una peluca empolvada que hacía destacar unos ojos grises que la observaban con interés y curiosidad.
—Alexander, déjame que te presente a la señorita Judith Langdon —comentó, dirigiéndose al hombre—. Señorita Langdon, le presento a mi esposo, Alexander Fordyce.
—Encantada, milord.
—Señor, solo señor Fordyce, querida, y el placer es mío —replicó al tiempo que se llevaba su mano enguantada a los labios. Luego se volvió hacia la duquesa y besó también su mano—. Está usted encantadora, milady, como siempre.
—Y usted sigue siendo un adulador, como siempre.
—Buenas noches, hermano.
Robert se giró hacia James, pero enseguida centró de nuevo su atención en la pista de baile, donde Judith se encontraba, en ese momento, acompañada por Alexander Fordyce.
—Buenas noches.
—¿Sabes algo de David?
Después de que Judith le hubiese contado la verdad de su estancia en Londres a la duquesa, Robert había decidido compartirla también con James, puesto que él podía servirles de gran ayuda para encontrar información. No solo tenía acciones en la Compañía de las Indias, sino que conocía a varios de los directivos porque había hecho tratos con ellos. James tenía intuición para los negocios, y había comenzado a invertir en compañías navieras y en el mercado exterior.
Robert negó con la cabeza.
—Estamos en el mismo punto. Podría ser cualquiera de la Compañía con un criado indio.
James se cruzó de brazos y observó a los bailarines.
—Los propietarios de la Compañía suman un buen número, luego están los directores y cualquiera de los trabajadores —declaró—. Muchos de ellos tienen sirvientes indios.
—Por eso es un problema —admitió—. No sé por dónde empezar a descartar.
—Creo que tu problema es otro —le replicó, siguiendo la dirección de su mirada—. Hace unos años, en una fiesta como esta, mi sabio hermano menor me aconsejó que me ocupase primero de mi propio corazón. Bueno, pues creo que ahora puedo devolverte el consejo. Estás enamorado de Judith, díselo.
Robert no trató de negarlo ni de ocultarlo.
—Ella echa de menos Irlanda.
—¿Le has ofrecido alguna razón más poderosa por la que pudiera decidir quedarse? —Quiso saber, aunque creía conocer la respuesta.
Su hermano se la confirmó cuando negó con la cabeza.
—¿Cómo puedo decirle que la amo cuando está preocupada por su hermano?
—Robert, yo siempre encontré excusas para no decirle a Victoria lo que sentía, y casi llegué tarde. Que no te pase a ti lo mismo —le aconsejó.
—Supongo que tienes razón.
Con toda seguridad, la tenía. Pero las cosas no eran tan fáciles. Primero estaba el asunto de David. En una ocasión había dejado morir a un hombre por haberse preocupado más por la mujer que amaba. No estaba dispuesto a dejar morir a su mejor amigo por el amor de otra. «Puedes perderla», le avisó su conciencia.
Apretó los puños con fuerza mientras lo asaltaba una punzada de dolor en el pecho. Se contuvo para no frotarse la zona sobre el corazón. Ese lugar había estado vacío durante mucho tiempo. Podría sobrevivir sin llenarlo, aunque su existencia se convirtiese en un infierno. Prefería eso a ver la tristeza en los ojos de Judith y arrastrar el peso de otra culpa más por no salvar a David. Además, pensó mientras contemplaba la sonrisa que ella le dedicaba a su pareja de baile, Judith no lo amaba.
Judith sentía los músculos del rostro tensos de tanto forzar la sonrisa. ¡Señor, cómo odiaba toda esa charla insustancial!
—Entonces, ¿usted trabaja en la Compañía de las Indias? —le dijo al señor Fordyce para cambiar de tema. El hombre se había explayado ampliamente sobre el clima y la temporada de caza. Tenía ese acento cadencioso y grave, tan propio de los escoceses, que la había arrullado durante la conversación. De no haber sido por los múltiples giros y cambios de pareja que exigía la pieza de baile, tal vez se hubiese quedado dormida de pie.
El hombre dejó escapar una carcajada. Una risa arrogante que a Judith le desagradó profundamente.
—No, no, para nada, señorita Langdon. Al menos no de forma directa. Verá, soy banquero —le explicó—, el socio más importante de la firma Neale, James, Fordyce y Down. Nuestro banco se ocupa de las acciones de la Compañía.
Judith se sorprendió. Siempre había tenido la imagen de los banqueros como hombres bajitos, con aspecto de rata, cabello ralo y pequeños anteojos sobre el puente de la nariz. Alexander Fordyce era alto, en cierto modo apuesto, y con un rostro de mandíbula cuadrada.
—Vaya, supongo que tendrán mucho trabajo entonces.
—Así es, la Compañía ha crecido mucho en los últimos años y el mercado con la India y con China es floreciente, pero basta ya de hablar de estas cosas, no es adecuado en un ambiente como este y en una compañía tan exquisita.
La sonrisa que esbozó no llegó a sus ojos y Judith sintió un escalofrío. Por suerte la pieza terminó y pudo regresar al lado de lady Eloise.
La duquesa le presentó a algunos de los otros invitados y ella aprovechó para averiguar todo lo que pudo sobre aquellos que tenían una relación directa con la Compañía y que poseían sirvientes indios. Sin embargo, hacia el final de la velada se sentía frustrada por lo poco que había descubierto. Además, le dolían los pies enfundados en los escarpines de seda. No aceptaría ningún baile más.
—Ah, una nueva pareja de baile para ti —le dijo la duquesa con una sonrisa.
Judith se giró dispuesta a dar una educada negativa y su estómago dio un vuelco al ver la elegante figura de Robert detrás de ella. Su atractiva sonrisa provocó que su corazón se saltase un latido.
—Señorita Langdon, ¿me haría el honor de concederme la siguiente pieza?
Por toda respuesta, ella extendió su mano y la colocó sobre la de él. Se dispusieron en la fila, junto al resto de las parejas, mientras se miraban intensamente a los ojos. Cuando la música comenzó a llenar de notas suaves el amplio salón, el mundo a su alrededor pareció desvanecerse. Sus manos se unieron y sus rostros se acercaron.
—Ha sido una velada espléndida, lord Marston, ¿no le parece?
—Por lo que veo, lo has pasado bien.
Judith resopló.
—Si a participar en conversaciones aburridas y dejar que te pisen los pies lo llamas pasarlo bien —replicó con un encogimiento de hombros—, entonces sí.
Robert se rio con suavidad.
—Eres una mujer muy especial, Judith Langdon.
Ella ladeó la cabeza y lo miró con atención.
—Tú también eres un hombre muy especial —susurró con la mirada clavada en sus ojos aguamarina.