Capítulo 18

El sueño la había eludido gran parte de la noche, aunque al acabar la celebración en el Alto Comisionado se sentía cansada.

A pesar de todo, esa mañana se había levantado con una decisión en mente, porque las palabras de la duquesa y la actitud de Robert le habían hecho ver que, si quería ser feliz, debía ser ella la que moviera la primera ficha.

Miró a través de la ventana los jardines de Westmount Hall. La primavera había entrado con todo su esplendor, y el sol bañaba los grandes parterres de flores con la suave luz matinal. Los caminos de piedrecillas blancas serpenteaban entre los rosales y los viejos robles hasta perderse más allá del templete de mármol.

Un suspiro de nostalgia escapó de su garganta. Aquellos preciosos jardines distaban mucho de los de Langdon Manor, tan salvajes. Las flores, las hierbas, los arbustos crecían en libertad y, al mismo tiempo, como si una mano misteriosa lo dispusiese, en armonía. Abandonar el lugar en el que había crecido, donde se hallaban las tumbas de sus padres, hacía que le doliese el corazón. Sin embargo, unas sencillas paredes de ladrillo no le proporcionarían la felicidad en la vejez, cuando sus ojos cansados solo encontrasen vacío y soledad a su alrededor. Ella quería unos brazos seguros que la rodeasen, un pecho fuerte en el que apoyarse en los momentos de desconsuelo, unos labios que la adorasen y un corazón que latiese por ella.

Los recuerdos, esos retales de su infancia hechos de retazos de imágenes, olores y sabores, los conservaría siempre en la memoria y podría llevarlos consigo allá a donde fuese. No perdería nada y lo ganaría todo.

—¿Ya está despierta, señorita? —la interrumpió su doncella, entrando con una bandeja que portaba una humeante taza de chocolate caliente—. Le he traído el desayuno.

—Sí, muchas gracias, Daisy. Puedes dejarlo allí —le dijo, señalando una mesa situada en un rincón.

Daisy hizo lo que le pedía y luego se puso a sacudir y airear el lecho.

—¿Va a salir esta mañana, señorita?

—Sí, Daisy. ¿Podrías prepararme, por favor, uno de mis vestidos de mañana?

—¿Le gustaría el amarillo?

Judith se quedó pensándolo un momento y luego sacudió la cabeza.

—Creo que no, mejor el verde —le dijo—. Para lo que voy a hacer, necesitaré revestirme de una gran confianza.

Daisy se detuvo y la miró con los ojos entrecerrados.

—No estará pensando en hacer alguna tontería, ¿verdad, señorita?

—Por supuesto que no, Daisy.

La mujer asintió.

—Bueno, como voy a acompañarla, ya me ocuparé yo de que así sea.

Judith le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Le sabía mal tener que engañar a su doncella, pero consideraba que las declaraciones de amor debían hacerse en privado, máxime cuando no se sabía cómo las recibiría la otra parte.

Se llevó una mano al estómago, presa del nerviosismo. ¿Y si Robert la rechazaba? La duquesa parecía creer que él la amaba, pero quizás ella solo veía lo que deseaba ver.

—¿Se siente mal, señorita? —le preguntó la doncella, mirándola con preocupación.

—No es nada, Daisy. Creo que tomaré un baño antes de salir.

—Como desee. Enseguida pido que le suban el agua caliente.

Judith no fue capaz de acabarse el desayuno. Nunca se había encontrado tan nerviosa, esperaba que el vapor del baño la relajase.

El agua caliente le sentó bien, al menos hizo que regresara su optimismo y que su cabeza volviese a funcionar con lógica. Salió de la bañera, situada en un pequeño cuarto adyacente al dormitorio, y dejó que su doncella la peinase y la ayudase a vestirse.

—Daisy, creo que me he dejado mi perfume junto a la bañera, ¿me harías el favor de traérmelo?

—Claro, señorita.

«Lo siento», murmuró para sí cuando se levantó silenciosamente y fue tras la muchacha. En cuanto esta entró en la habitación, Judith cerró la puerta con llave.

—Señorita, ¿qué está haciendo? —gritó la doncella mientras intentaba abrir—. ¡Abra enseguida!

—Lo siento, Daisy, parece que se ha atascado —le explicó—. No te preocupes, llamaré a alguno de los criados para que resuelva el problema.

Se giró con tranquilidad, tomó los guantes y la sombrilla, y abandonó la estancia. Esperaba no tardar demasiado en volver, aunque, con toda seguridad, Daisy dejaría de hablarle durante unos cuantos días.

—Buenos días, señorita —la saludó el mayordomo cuando descendía las escaleras—. Veo que va a salir. ¿Llamo a Perkins y a Harry para que la acompañen?

Eran sus escoltas habituales cuando salía de la casa.

—Es usted muy amable, Thompson, pero no será necesario. Daisy, mi doncella, me acompañará. Está recogiendo una cosa que he olvidado, pero vendrá enseguida. Yo la esperaré fuera, ya que hace un tiempo magnífico —le comentó, esperando haber sonado convincente.

En las semanas que llevaba viviendo en Westmount Hall, no solo se había dado cuenta de lo mucho que la familia Marston apreciaba al mayordomo, sino también de que el hombre era bastante astuto; no en vano había tenido que vérselas con los trillizos cuando eran unos niños revoltosos y con exceso de energía e imaginación.

—Como desee.

—Muchas gracias, Thompson.

Salió a la calle y, sin detenerse a mirar atrás, caminó con rapidez siguiendo el camino que había realizado casi cada mañana desde que se presentase por primera vez en casa de Robert, vestida de muchacho.

Se preguntó cómo la recibiría él, si la reprendería por presentarse sin una acompañante. Supuso que sí. Para ser un hombre con una gran inteligencia, a veces se mostraba demasiado obtuso, se dijo.

Con estos pensamientos en mente y decidida a parar un carruaje de alquiler en cuanto doblase la esquina, no se percató de que la seguían. De pronto, sintió un tirón hacia atrás y se vio arrojada contra un pecho fuerte, al tiempo que una mano le cubría la boca.

Se debatió con ahínco contra su captor, pero se quedó helada cuando una voz con suave acento extranjero le susurró unas palabras en el oído, palabras que ella no comprendió porque fueron dichas en otra lengua. Esos pocos segundos en los que se quedó quieta fueron su perdición. Una mano le atenazó el cuello, presionando sobre un punto concreto, y una espesa negrura la envolvió.

No fue consciente de que otro hombre, más grande y fuerte que el anterior, la tomaba en brazos y la arrojaba al interior de un carruaje que se puso en marcha con presteza. Tampoco se percató, al igual que sus secuestradores, de que un testigo había presenciado la escena.

Eddie soltó una colorida maldición cuando vio que el carruaje se marchaba calle abajo. Echó a correr tras él, con la esperanza de no perderlo de vista, aunque sabía que sería imposible que lo alcanzase a menos que este se internase en las calles con mayor afluencia de coches.

No tuvo esa suerte. El carruaje se dirigió hacia Pall Mall para enfilar luego la carretera que bordeaba el Támesis hacia la zona de Blackfriars. El aire le quemaba en los pulmones y sentía el corazón a punto de explotar. No tuvo más remedio que detener su carrera, doblándose en dos mientras inhalaba grandes bocanadas de aire. Se maldijo mil veces por no haber estado más atento cuando vio salir sola a Judith.

La verdad era que le había costado bastante reconocerla. Se había habituado a verla salir por la puerta lateral de la mansión, vestida de muchacho. Por eso, cuando se abrió la puerta principal y apareció una dama, no le dio importancia. La siguió con la mirada por unos segundos, dispuesto a no prestarle más atención, pero algo en sus movimientos, en su andar, hizo que su instinto se pusiera en guardia. Comenzó a seguirla de lejos, ya que no quería asustar a la dama en caso de que se hubiese equivocado. Por eso, nada pudo hacer cuando el sirviente indio la agarró por detrás.

Se asustó cuando vio que caía desmadejada en brazos del criado. Por un momento, creyó que estaba muerta. Luego vio salir de un callejón a los mismos matones que los habían atacado en el territorio de Rhys, y cuando uno de ellos la tomó en brazos, le pareció ver a Judith moverse, o así lo quería creer.

—Piensa rápido, Eddie, ¿qué puedes hacer?

Tenía que advertir a lord Marston, él se ocuparía de todo. Pero antes había una cosa que debía hacer. Dio media vuelta y salió corriendo de nuevo.

No tardó en llegar a su destino. Se detuvo para tomar un poco de aire antes de meterse en el estrecho callejón. Todo se veía como siempre, y esperaba de corazón que las cosas no hubieran cambiado y la vieja ventana todavía pudiera abrirse. Probó y tuvo suerte. Se coló por ella y entró en el edificio abandonado que servía de guarida a Rhys y a sus muchachos. No se esforzó por moverse con sigilo, al contrario. Pretendía poner sobre aviso a los moradores, y no tardó en ser recibido por varios chicos, algunos de ellos de su misma edad.

—Necesito hablar con Rhys.

La sala de audiencias, como la llamaban, había prosperado bastante. Los viejos y destrozados sofás habían sido sustituidos por otros más nuevos, había una bonita alfombra que cubría el suelo y una mesa grande de caoba. Sobre un gran sillón orejero, como si fuera un trono, estaba Rhys.

—Mira quién ha venido a visitarnos después de dos años —exclamó su exjefe, esbozando una sonrisa burlona—. ¿Ya te has cansado de trabajar para los ricos?

Eddie no tenía tiempo para explicaciones.

—He venido a apelar al pacto de hermanos.

La sonrisa se borró del rostro del que fuera su mejor amigo en otro tiempo. Antes de que Rhys formase una banda, habían sido los dos solos contra la injusta sociedad que los marginaba. Una noche, en aquella misma sala en la que se encontraban en ese momento, habían celebrado una ceremonia de hermandad mezclando su sangre. Cuando se encontrasen en problemas, siempre estarían el uno para el otro. Eddie esperaba que se mantuviese fiel a su palabra.

—¿Qué necesitas? —le preguntó su amigo tras un momento de silencio. Eddie dejó escapar, con alivio, el aire que había estado reteniendo y le explicó la situación en la que se hallaba—. Te ayudaremos. No será difícil dar con esos hombres. Además, tengo una cuenta pendiente con ellos —le comentó con la voz endurecida—, no solo violaron nuestro territorio, también le dieron un golpe a Johnny y ha perdido la visión de un ojo.

Eddie se estremeció. Vivir en las calles ya suponía una existencia miserable, pero hacerlo con alguna discapacidad era casi una sentencia de muerte.

—Gracias, Rhys.

El muchacho asintió en un gesto de reconocimiento.

—¿Dónde podremos contactarte?

Eddie esbozó una mueca de fastidio. Sabía que a Rhys no le iba a gustar su respuesta, pero no tenía otra para darle.

—En casa de lord Marston, en el 107 de Piccadilly Street.

—¿Todavía no te ha echado a patadas tu elegante jefe? —se burló de él. Sin embargo, Eddie pudo detectar en su tono una brizna de envidia.

Cuando se separaron, había tratado de convencer a Rhys de que fuese con él. Le habló de lord Marston e insistió en que lo conociese, para que viese que él era distinto de los otros aristócratas, pero Rhys se había negado. Para él todos los nobles eran basura, sanguijuelas que se aprovechaban de los menos favorecidos al tiempo que los despreciaban; gente que solo sabía preocuparse por sus pañuelos perfumados, sus uñas bien recortadas y sus elegantes zapatos de tacón con hebillas de oro, mientras esperaban que otros barriesen el suelo que pisaban.

—Lord Marston no es como los demás, ya te lo dije.

Rhys se encogió de hombros, como si aquello no le importase demasiado.

—Mandaré un mensajero con información en cuanto descubra cualquier cosa.

—Te lo agradezco —repitió Eddie. Si alguien podía encontrar cualquier rastro de aquellos dos matones, ese era su amigo. Inclinó la cabeza en señal de saludo y se dio la vuelta. Antes de cruzar el dintel de la puerta, se detuvo y lo miró de nuevo—. Sabes que yo haría lo mismo por ti.

Rhys no dijo nada, pero asintió.

Eddie salió de la casa, y en cuanto puso un pie en el callejón, echó a correr otra vez.

Robert, sentado ante el gran escritorio que ocupaba la parte central de su despacho, repasaba la información que había recabado sobre los miembros de la Compañía de las Indias que contaban con sirvientes nativos. No suponían un número excesivo entre los muchos que componían el grupo de los directores y de los propietarios. A pesar de todo, ninguno de ellos parecía tener motivos suficientes para haber secuestrado a David.

Introducir el opio en los bajos fondos no debía ser el objetivo principal de quien se encontraba detrás del secuestro de David, puesto que no se había incrementado el número de locales que lo ofrecían. La prostitución sí había aumentado, pero nadie se había enriquecido repentinamente.

Se frotó la nuca con gesto cansado y suspiró. No parecía haber nada extraño en aquellos papeles, y, sin embargo, su intuición le decía que tenía la respuesta ahí mismo, delante de sus narices.

Llamaron a la puerta y esta se abrió dando paso al mayordomo.

—Discúlpeme, milord.

—¿Qué sucede, Bellamy?

—Verá, milord, ahí fuera hay un chico que...

Antes de poder explicarse, el hombre recibió un empellón que lo arrojó hacia un lado de la puerta mientras Eddie se abría paso de forma intempestiva.

—¡Lord Robert!

Robert se puso de pie de inmediato.

—Eddie, ¿qué pasa? ¿Qué haces aquí?

El muchacho jadeó en busca de aire.

—La... la señorita...

—¿Judith? ¿Le ha ocurrido algo? —Lo sujetó por los hombros y lo sacudió ligeramente—. Vamos, explícate.

—Se la llevaron. No pude... No pude seguirlos.

—¿Quién se la llevó, Eddie?

Robert sentía un nudo en el estómago. Judith no podía haber desaparecido. Ella había devuelto la luz a su vida, le había traído la alegría. Quería ver su sonrisa sincera cada mañana al despertarse junto a ella; quería dormir abrazado a su cuerpo para expulsar las pesadillas; quería una vida a su lado, y, sobre todo, quería su amor.

—Esos dos matones —respondió el muchacho— y el sirviente indio. La subieron a un carruaje y corrí tras ellos.

—¡Maldita sea! ¿A dónde fueron?

Eddie negó con la cabeza.

—Se dirigieron por el Támesis hacia Blackfriars, pero no creo que se detuviesen allí.

Robert se giró y se llevó las manos a la cabeza mientras caminaba desesperado de arriba abajo en el despacho. No tenía ni una maldita pista por la que empezar y no podía presentarse en casa de cada uno de los directores de la Compañía para ver si sus sirvientes se encontraban allí o no.

Se dirigió hacia el escritorio y tomó de nuevo los papeles que había estado ojeando momentos antes. Ahí tenía que haber algo. La venta de opio, la prostitución, la subasta de vírgenes... La persona que estaba detrás hacía todo eso por dinero. Necesitaba dinero. Sin embargo, ninguno de los caballeros de la lista había recibido ingresos inesperados, a menos, claro, que el banco no hubiese... Se detuvo de golpe. El banco. Alexander Fordyce tenía un sirviente indio.

Una cólera fría ardió en el azul de sus ojos. En 1771, el banco de Neale, James, Fordyce y Down había sufrido grandes pérdidas a causa de la disputa con España por las islas Malvinas, aunque pareció recuperarse pronto. Fordyce comenzó a vender acciones de la Compañía de las Indias. Él mismo quiso comprar algunas más de las que ya tenía, aunque su hermano James le dijo que no era una buena inversión y siguió su consejo, rechazando el ofrecimiento. El tiempo había demostrado darle la razón a James, puesto que poco después hubo una gran sequía en Bengala. La Compañía se negó a intervenir y, como resultado, mucha gente murió. Se produjeron entonces protestas en el sur de la India y las acciones cayeron. Robert supuso, como muchos otros, que el banco podría afrontar las pérdidas. Por lo visto, no había sido así, y sin embargo, la fortuna de Fordyce no se había visto mermada en ningún momento, al menos en apariencia.

Tomó la pluma y escribió una nota. Necesitaba ayuda, pero no podía recurrir a su hermano ni a Alex, ya que ambos tenían hijos pequeños y no deseaba involucrarlos.

—Bellamy, quiero que haga llegar esta nota a lord North lo antes posible.

—Sí, milord.

El mayordomo tomó el papel y salió de la estancia. Eddie miró a lord Marston a la espera de alguna indicación. Quería ayudar, pero no sabía bien qué debía hacer.

Robert sacó del cajón de su escritorio un arma. Se levantó y se puso la casaca.

—Eddie, ven conmigo —le dijo—. Iremos a hacerle una visita a Alexander Fordyce.

—Sí, señor.

Unos gritos procedentes del vestíbulo llamaron su atención. Robert se acercó.

—¿Qué sucede?

El lacayo que custodiaba la puerta había detenido a un muchacho delgaducho y mal vestido que lo miraba con furia mal disimulada.

—Este ladronzuelo, milord, quería entrar en la casa.

Eddie abrió los ojos como platos.

—¡Rhys!

—¿Lo conoces?

—Sí, milord. Es un amigo. Le pedí ayuda para que averiguase lo que pudiera —le explicó—. Tiene una buena red de contactos en los bajos fondos.

—Déjalo pasar, Tom —le dijo al lacayo.

Rhys se sacudió del agarre del criado y entró en el vestíbulo caminando con arrogancia y una sonrisa de suficiencia que desapareció de inmediato cuando Robert dio un paso adelante y clavó en él una dura mirada.

El muchacho estuvo a punto de santiguarse al sentirse traspasado por la frialdad de aquellos ojos. Se sacudió de encima la sensación de estar enfrentándose al diablo. Él había vivido desde siempre en las calles y se había topado con ladrones y asesinos. Aquel hombre no era más que uno de esos petimetres acomodados... solo que no lo parecía, se dijo.

—¿Qué tienes que decir? —le preguntó Robert.

—El carruaje que me dijiste —dijo, desviando su mirada hacia Eddie—. Sé dónde está.

Robert avanzó otro paso.

—¿Dónde?

—Se detuvo frente a uno de los viejos almacenes que hay en el muelle de la desembocadura del río Fleet.

—¿Puedes conducirnos hasta allí? Te recompensaré bien.

—Sí, señor.

—Pues, vamos. —Se giró hacia el mayordomo, que aguardaba detrás—. Bellamy, dígale a North que envíe unos cuantos hombres al viejo muelle del Fleet.

—Muy bien, milord. Le deseo suerte.

—Gracias, Bellamy.

Robert también rogó porque la suerte estuviera de su parte y encontrase a David y a Judith en aquel almacén. Vivos.

Bajó la escalinata, seguido de los dos muchachos, y alcanzó el carruaje que lo aguardaba en la puerta. Dio indicaciones al cochero sobre la dirección, mientras Eddie subía al coche, y subió detrás de él. Cuando iba a cerrar la portezuela se percató de que Rhys seguía parado en la calle.

—¿Subes?

El muchacho abrió los ojos, sorprendido.

—¿Yo?

—¿Acaso prefieres ir caminando? —inquirió un tanto molesto por la pérdida de tiempo—. Haz el favor de subir de una vez. —Rhys corrió y subió al coche de un salto. Se acomodó en el interior y se quedó rígido como un palo mientras el carruaje arrancaba con una sacudida—. Relájate, chico, o terminarán doliéndote todos los músculos del cuerpo.

Eddie ocultó una sonrisa. Sabía que Rhys estaba impresionado. No solo porque seguramente era la primera vez que montaba en un lujoso carruaje como aquel, sino también con lord Marston. Podía ver un brillo de admiración en sus ojos. Tal como le había sucedido a él la primera vez que conoció al noble.

Robert miró al muchacho. Debía rondar los quince o dieciséis años y tenía una mirada inteligente y despierta. Era una pena que viviese en la calle y se dedicase a robar, porque estaba seguro de que era eso lo que hacía, no en vano tenía amistad con Eddie.

—Cuéntame lo que sepas sobre ese almacén —le pidió.

Rhys asintió antes de empezar a hablar. Conocía bien el lugar porque durante una buena temporada había vivido en la zona. Pero no había sido este el motivo por el que se había personado él mismo en la mansión del lord, ya que cualquier otro de sus chicos podría haber llevado la información. Sin embargo, tenía curiosidad por conocer al hombre que lo había separado de Eddie. En ese momento comprendió lo que había impulsado a su amigo a seguirlo. Aquel aristócrata exudaba confianza en sí mismo y una fuerza contenida. Rhys se dijo que le encantaría ver al hombre en acción. Al ver que fruncía el ceño, esperando su explicación, se apresuró a darla.

—En el viejo muelle hay varios almacenes. La mayoría de ellos son grandes naves vacías, aunque en algunos todavía quedan mercancías que nadie ha reclamado en mucho tiempo —le explicó—. Las puertas de acceso son fáciles de forzar, pero la mayoría de las ventanas fueron selladas hace tiempo.

Robert supo, sin lugar a dudas, que en alguno de aquellos almacenes había permanecido David durante todo ese tiempo.

«¡Aguanta un poco más, amigo!».