Londres. Marzo de 1772
Tres días. Llevaba tres días de retraso y no había enviado ni una maldita carta ni una simple nota.
Judith, que había permanecido junto a la ventana contemplando el ir y venir de los viandantes por la concurrida calle, reanudó su paseo por la sala. En el interior, solo se escuchó el suspiro quedo de la señora Janet Porter, su dama de compañía, aunque no levantó la mirada del bordado en el que se hallaba concentrada.
—Te digo que algo le ha tenido que suceder —repitió con la voz teñida por la preocupación—. David no es así.
Clavó su mirada de ojos claros sobre la elegante cofia de Janet a la espera de que ella dispersase sus dudas.
—Estoy segura de que algo lo ha entretenido, pero aparecerá pronto —le aseguró con calma—. Él sabe que estás aquí.
Desde que sus padres habían muerto tres años atrás, ella se había quedado al cuidado de la propiedad familiar en Blarney, en el condado de Cork, mientras David se dedicaba a realizar su trabajo en Londres. Según le había contado, era socio en una compañía naviera, por lo que sus visitas a la casa se habían ido espaciando cada vez más.
Judith le había recordado, en más de una ocasión, que seguía siendo un baronet con responsabilidades en Irlanda, y que, aunque ella supervisase la administración de la propiedad, requería su firma en la mayoría de los documentos. Consciente de que su hermana tenía razón, David y ella habían establecido un pacto. Él iría a Blarney dos veces al año, mientras que Judith viajaría a Londres cada tres meses para que él pudiera poner la firma y el sello a los documentos que lo requirieran. Además, había añadido con un gesto pícaro, así Judith podría ir de compras y asistir a alguna de las numerosas representaciones de teatro que ofrecía Londres.
Ella, por supuesto, no estaba interesada en adquirir un nuevo vestuario. «A las ovejas les gusta como visto», le había respondido a su hermano. Pero al final, este la había convencido de aceptar aquel pacto. Sin embargo, durante los casi dos años que llevaba viajando a Londres, nunca David había fallado a su cita en la casita que él había alquilado para ella en el Soho.
Por eso, el hecho de que llevase tres días sin saber de él le había puesto un nudo en el estómago.
—Tal vez... podría ir al puerto —sugirió tentativamente.
La señora Porter alzó de manera brusca la cabeza y le dirigió una mirada horrorizada.
—Por supuesto que no, jovencita. Una dama jamás visita sola un lugar como ese.
—Pues no veo qué tiene de malo. —Se empecinó, frunciendo los labios en un mohín de disgusto—. He visitado el puerto de Cork muchas veces y no me ha pasado nada.
—No puedes comparar nuestra querida Irlanda con este... este... —Hizo un gesto vago con la mano sin saber muy bien cómo concluir la frase—. No, no vas a asomar ni el ruedo de tu vestido por ese lugar —repuso tajante.
Judith la miró pensativa.
—Entonces, si no llevara vestido... —expresó en voz alta.
Lo cual fue un error, porque la penetrante mirada gris de la señora Porter la taladró en ese mismo instante, como si supiera con exactitud lo que estaba pensando. Y probablemente lo sabía. Janet había sido su niñera antes que su dama de compañía, y no podía contar con los dedos de las manos las innumerables ocasiones en que los había pillado, a David y a ella, ataviados con algún disfraz con el que se aprestaban a hacer alguna travesura.
—Ni se te ocurra, Judith —le espetó con sequedad—. Creo que ya eres mayorcita para ese tipo de cosas.
Judith elevó las manos al cielo en un gesto de frustración.
—Pero algo tengo que hacer —señaló, dejando que la impotencia que sentía tiñese su voz.
—Esperar, eso es lo que una dama haría y eso es lo que tú debes hacer también.
«Una dama», refunfuñó para sí. Una dama no cuidaba ovejas, ni hacía quesos, no cultivaba hortalizas ni disparaba mejor que muchos hombres. No, definitivamente, ella no era una dama. Y, por supuesto, no iba a permanecer de brazos cruzados mientras esperaba a ver si su hermano se dignaba aparecer.
Se quedó en silencio y compuso su mejor gesto de resignación mientras Janet le lanzaba una mirada escrutadora. Lo que vio en su rostro debió de satisfacerla, puesto que asintió con firmeza y volvió a su bordado. Judith tomó el libro que había abandonado sobre una mesilla la tarde anterior y se sentó en el sofá mientras su mente elaboraba y rechazaba planes alternativamente.
Dejó que transcurrieran la mañana y el almuerzo. Sabía que, después de la comida, la señora Porter solía dormir una larga siesta, puesto que la mujer ya era mayor y se cansaba con facilidad. Ese sería el momento adecuado para actuar.
Había reflexionado mucho, y había llegado a la conclusión de que Janet tenía razón en cuanto a la insensatez de acudir al puerto, más que nada porque no sabía cómo se llamaba la compañía naviera de la que era socio su hermano. Sin embargo, conocía la dirección del piso que David tenía alquilado, ya que le enviaba cartas prácticamente cada semana. Decidió que lo mejor sería comenzar por ahí.
Cuando el tranquilo silencio vespertino envolvió la casa, se deslizó con paso sigiloso desde su habitación hacia las escaleras. Se cruzó en el vestíbulo con una de las criadas y le pidió que la acompañase, no sin antes avisar a la cocinera de que si la señora Porter preguntaba por ella le dijese que había salido a hacer un recado y que regresaría pronto.
Agradeció la brisa fresca que acarició su rostro apenas cruzó el umbral de la puerta. No le gustaba permanecer mucho tiempo encerrada en la casa. Echaba de menos Irlanda, pasear por las verdes colinas, escuchar los trinos de los pájaros al atardecer, ver las nubes deslizarse por el cielo azul o las finas gotas de lluvia empapar la tierra sedienta.
Londres no tenía para ella ningún encanto, se dijo mientras recorría sus calles adoquinadas y se cruzaba con gente que caminaba presurosa y sin mirar por dónde iba.
—Daisy, ¿sabes dónde queda Bloomsbury Square? —le preguntó a la criada.
Su hermano tenía alquilada allí una casa, pero, por algún motivo que ella desconocía, David nunca había querido que fuese a verla. Judith había respetado su deseo, aunque la había mordido la curiosidad. Pensó que, quizás, se ubicaba en un barrio sórdido y no quería que ella supiese que vivía en un lugar así.
—Sí, señorita, aunque hay una buena caminata a pie —le explicó—. Quizás sería mejor que pidiésemos un carruaje.
Judith estaba acostumbrada a hacer largos paseos por el campo, así que no le supondría ningún problema. Además, así podría conocer algo más de Londres, ya que cada vez que visitaba la ciudad su estancia duraba apenas un día, algo que David le había reprochado con frecuencia.
—Si a ti no te importa, prefiero caminar —le dijo con una sonrisa.
—Como guste, señorita.
Se entretuvo contemplando las distintas mansiones que se abrían a ambos lados de la calle y disfrutó del verdor y del olor a hierba y a tierra mojada cuando atravesaron la plaza ajardinada del Soho hacia la calle de Tottenham Court. Le llamó la atención la apariencia rural de la zona y las muchas cervecerías y tabernas que salpicaban el lugar. Atravesaron después Bloomsbury Street y dejaron atrás la iglesia de St. George antes de que Judith pudiera divisar Bloomsbury Square.
El paseo había resultado agradable y no les había llevado más de media hora. Rogó en silencio para que también hubiese merecido la pena.
El número 37 se hallaba justo en una de las esquinas de la plaza. La enorme hilera de fachadas adosadas pareció engullirla con la sombra que proyectaba sobre la calle. Detrás de ella, y circundada por una cerca, se hallaba la plaza ajardinada, dividida en cuatro perfectos cuadrados separados por anchos caminos por los que paseaban algunas damas, ricamente ataviadas, junto con sus acompañantes.
Judith se acercó a la puerta e hizo sonar la aldaba. Algunos minutos después, un hombre delgado, de pelo cano y ataviado con un traje negro de paño y corbata blanca, al igual que las medias, les abrió.
—Buenas tardes, quisiera hablar con sir David Langdon —le dijo, esbozando una sonrisa tranquila, a pesar de los nervios que le atenazaban el estómago—. Soy su hermana, la señorita Judith Langdon.
El hombre le dedicó una mirada cargada de incertidumbre, pero debió reconocer en ella los mismos rasgos que tenía David, porque enseguida le franqueó la entrada. Aunque su hermano poseía un hermoso cabello rubio, mientras que el de ella era cobrizo, los ojos de ambos tenían el mismo azul claro, que si bien otorgaban al rostro masculino cierta prestancia, en ella lucían desvaídos.
—Señorita Langdon, pase, por favor —le indicó el sirviente.
El tono de alivio que le pareció percibir en la voz del hombre agudizó el mal presentimiento que llevaba tres días rondándole. Se adentró en el vestíbulo sin reparar en la sobria belleza que la rodeaba.
—¿Se encuentra mi hermano, señor...?
—Denson, señorita Langdon —se presentó el hombre—. Barnaby Denson. Lo cierto es que estoy preocupado por el señor. Desde hace una semana no ha regresado a la casa, pero no me informó de que fuera a ausentarse.
El estómago se le encogió de aprensión y le temblaron las manos. Ella tenía razón. Algo malo le había sucedido a David. Intentó mantener la calma para poder comprender la situación. Como siempre, su práctico carácter tomó el mando.
—Señor Denson, ¿qué le parece si prepara unas tazas de té y nos sentamos para que me cuente todo lo que sabe al respecto? —Esbozó su mejor sonrisa, la que usaba para tranquilizar a su administrador en Blarney y convencerlo de que hiciese lo que ella deseaba. Surtió el mismo efecto en el sirviente. El hombre se enderezó y efectuó una ligera reverencia.
—Por supuesto, señorita. Permítame que la acompañe a la salita.
La dejó en una sala decorada con elegancia masculina y cierta sobriedad. No pudo, sin embargo, recrearse en ello. Su cerebro, como una maquinaria bien engrasada, se movía elucubrando posibilidades e hipótesis. ¿Un accidente? Tal vez había salido a navegar en alguno de los barcos de su flota y este había naufragado. Tendría que revisar la prensa para ver si notificaban algún suceso extraordinario.
La puerta se abrió de nuevo, interrumpiendo sus lúgubres pensamientos, y entró el sirviente con una bandeja de plata en la que traía un exquisito juego de té de porcelana. Permitió al hombre que le sirviera el té y lo invitó a tomar asiento. En su rostro se evidenció la incomodidad que experimentaba ante semejante situación, pero Judith no le dio tiempo a arrepentirse.
—Dice que mi hermano falta desde hace una semana.
—Sí, señorita. Salió temprano hacia su club, como cada mañana —le explicó—, y me comentó que regresaría para la hora del almuerzo. La cocinera le preparó sus platos favoritos, pero no llegó. Pensé que, tal vez, le habría surgido algún imprevisto, y que enviaría una nota. En ocasiones le había sucedido, pero siempre mandaba aviso. El señor es muy considerado con nosotros —apostilló. Parecía orgulloso de trabajar al servicio de David, y Judith le sonrió alentadora—. Sin embargo, no llegó ningún recado, y cuando cayó la noche, el señor no regresó.
—¿Ha tenido noticia de algún naufragio reciente? —Se interesó.
Esperó, con el estómago encogido por la aprensión, una respuesta afirmativa, pero el señor Denson se limitó a mirarla con extrañeza antes de contestar.
—No, señorita. Que yo sepa, las gacetas informativas no han relatado ningún suceso semejante. ¿Por qué lo pregunta?
Judith frunció el ceño, a pesar del alivio que experimentó. Tal vez, simplemente había tenido problemas con las mercancías que transportaban sus barcos y había considerado necesario quedarse en el lugar hasta solucionar el asunto.
—Bueno, quizás se ha quedado a dormir en las oficinas del puerto —pensó en voz alta.
El sirviente enarcó las cejas, sorprendido.
—¿Y por qué iba a hacer eso el señor? —Llevaba cinco años al servicio de sir Langdon, y siempre le había parecido un joven cabal y poco pendenciero como para andar frecuentando tabernas de puerto, tal y como parecía sugerir su hermana.
—No sé —repuso, agitando una mano en el aire—. Si alguno de los barcos de su flota ha tenido problemas, puede haber creído que...
Un leve carraspeo la interrumpió.
—Discúlpeme, señorita, pero sir Langdon no posee ninguna flota de barcos.
Judith se lo quedó mirando con una fijeza tal que el hombre comenzó a enrojecer.
—Mi hermano no posee... —Barnaby Denson negó con la cabeza antes de que ella llegase a completar siquiera la frase. Judith se tragó una maldición. ¿David había estado mintiéndole todo ese tiempo?—. Me puede explicar, entonces, señor Denson, ¿a qué se dedica mi hermano?
—Oh, el señor trabaja para el Ministerio de Gobierno.
Lo dijo con tal naturalidad, que Judith supo que tenía que ser cierto. ¿Por qué, en nombre del cielo, no se lo había contado a ella? Esa desconfianza le dolió. David y ella siempre habían estado muy unidos, pero la muerte de sus padres había estrechado todavía más esos vínculos, a pesar de que la mayoría de las veces discutían a causa de la testarudez de ambos. Apretó los labios con firmeza mientras se decía a sí misma que ya ajustaría cuentas con él cuando lo encontrase, y lo primero de todo era eso, encontrarlo.
—Bien. ¿Tiene alguna idea de dónde puede haber ido mi hermano? ¿Hay algún amigo con el que suela pasar mucho tiempo?
Mientras hacía las preguntas, Judith se percató de lo poco que parecía conocer de la vida de David. Cuando él la visitaba en Irlanda, solían hablar de los problemas de la propiedad, de los últimos libros que habían leído o de los chismes del pueblo; también hablaban de sus padres y compartían recuerdos de su niñez. Lo cierto era que él rara vez hablaba de Londres, y como a Judith no era un tema que le interesase demasiado, tampoco le había consultado al respecto. Pero ahora se preguntaba si él no se lo habría ocultado a propósito. ¿Se avergonzaba acaso de trabajar para el Gobierno inglés? Su hermano, al igual que ella, amaba su patria, las verdes tierras irlandesas, y lo había escuchado muchas veces quejarse del Gobierno que George Townshend ejercía sobre la isla en nombre del rey. A pesar de tener su residencia en el Castillo de Dublín, prácticamente todas las decisiones sobre la isla verde se tomaban en Londres, con el rey y su gabinete británico, ignorando así al Parlamento irlandés.
La voz del señor Denson la trajo de vuelta a la realidad.
—Sir Langdon posee bastantes amistades —contestó. Judith no lo ponía en duda. Su hermano tenía un carácter alegre y extrovertido que le granjeaba de inmediato las simpatías de todos, al contrario que ella, que resultaba más bien torpe para las relaciones sociales. Se obligó a prestar atención a las palabras del sirviente—. Quizás se podría considerar que su amigo más cercano es lord Robert Marston. Antes, milord solía visitarlo con frecuencia, sin embargo, hace bastante tiempo que no viene a esta casa.
—¿Cree usted que se habrán enemistado?
El hombre frunció el ceño, pensativo, aunque luego eligió la vía diplomática para su respuesta.
—No sabría decirle, señorita.
—Ya, supongo que sería mucho pedirle que lo supiera todo —suspiró con tono resignado.
—¿Cree... cree que debería de llamar a la policía? —preguntó dubitativo.
Judith clavó la mirada en el fondo vacío de su taza de té, como si allí pudiese encontrar las respuestas que necesitaba. Lo cierto era que no se fiaba demasiado de la policía inglesa. ¿Por qué demonios iban a tener interés en encontrar a un joven irlandés, por mucho que se tratase de un baronet?
Intentó pensar en otras alternativas. Desde luego, visitar su club, el último lugar en el que supuestamente había estado David, quedaba descartado. Por mucho que pudiera disfrazarse de hombre para entrar, nadie accedía a esos sacrosantos santuarios masculinos si no contaba con una membresía.
—Déjeme primero que vaya al ministerio —le dijo mientras barajaba esa posibilidad—. Tal vez allí puedan darme razón de su paradero.
—Muy bien, señorita. Como usted juzgue conveniente. —Le sorprendió el tono de alivio del hombre, como si se hubiese quitado un peso de encima.
—Señor Denson, ¿podría ver el despacho de mi hermano? Tal vez allí pueda encontrar alguna pista que nos revele dónde se encuentra.
El hombre asintió y esperó a que se levantase para hacerlo él después. Entonces, se adelantó para abrirle la puerta de la sala y la condujo por el largo corredor alfombrado hasta el fondo de este, donde se detuvo.
Cuando entró en el despacho, la asaltó enseguida el olor a cuero y a libros. Una buena selección de volúmenes descansaban en las repisas de los inmensos armarios de caoba que ocupaban, casi por completo, una de las paredes de la estancia. Del otro lado, una chimenea de mármol gris sobre la que habían colocado pequeñas figurillas de porcelana.
Sintió nostalgia cuando se detuvo delante del enorme escritorio que dominaba el centro de la estancia, frente a los grandes ventanales. Su hermano nunca había sido muy ordenado, y ver todos aquellos papeles desparramados sobre la superficie pulida de madera le encogió el corazón al pensar que algo podía haberle sucedido. Era todo lo que le quedaba en este mundo y no podía perderlo.
Ojeó los documentos por encima, dedicando especial atención a las cartas personales, pero no hubo en ellas nada que le llamase la atención. Resopló con fastidio, un gesto que siempre había criticado la señora Porter por considerarlo poco femenino. Abrió uno de los cajones, solo para encontrarse con un juego de plumas, papel secante, papel de carta, un afilador de plumas y algunas cosas más. Siguió revisando cajón por cajón, y ya empezaba a desesperarse cuando en el último de ellos encontró algo que le llamó la atención. Se trataba de una carta, pero lo curioso era que estaba dirigida a ella.
La abrió y la leyó con atención. Estaba fechada tan solo unos meses atrás, pero David no había llegado nunca a mandarla. Se preguntó por qué. La elegante y sobria caligrafía de su hermano resaltaba contra el papel marfileño en unas breves líneas.
Querida Judith,
Si algo me llegase a suceder, quiero que acudas a lord Robert Marston. No solo es un caballero honorable, del que puedes fiarte por completo, además lo considero mi mejor amigo. Estoy seguro de que te ayudará en todo lo que esté en su mano.
Perdóname por no poder explicarte de qué se trata todo esto, pero lo hago por tu bien. Ya sabes lo importante que eres para mí.
Tu hermano que te quiere,
David
De pronto las letras se emborronaron, y Judith se percató de que tenía los ojos llenos de lágrimas. En un primer momento, le dolió la desconfianza de su hermano, pero luego el dolor dio paso a una angustia más profunda. ¿En qué andaba metido?
Se enjugó las lágrimas con decisión. Lloraría solo cuando tuviera la certeza de que David había muerto, mientras tanto, haría todo lo posible para encontrarlo. Dobló la breve nota y la guardó en su bolsito. Cuando fue a cerrar el cajón, observó que había una tarjeta de visita. Pertenecía a lord Marston. Su hermano le había asegurado que podía fiarse de él, pero Judith era de las que prefería sacar sus propias conclusiones. Se la guardó también y miró al señor Denson. En su rostro enjuto se traslucía una cierta incomodidad, probablemente porque la había visto llorar, supuso Judith.
—Muchas gracias, señor Denson —le dijo, esbozando una sonrisa que tembló casi de modo imperceptible en sus labios.
—¿Ha encontrado lo que buscaba? —Quiso saber. Su tono reflejaba la misma ansiedad que ella sentía en su interior.
—No se preocupe —lo tranquilizó con una confianza que estaba lejos de sentir—. Traeré a mi hermano de vuelta.
Fue un juramento que se hizo a sí misma. Estaba dispuesta a todo por cumplirlo. Nadie, nadie le arrebataría a David.
Se reunió con Daisy, la doncella, en el vestíbulo, y después de despedirse del señor Denson, subieron al carruaje que este había hecho venir.
Enseguida volvieron a atravesar las calles, aunque, en esta ocasión, Judith no prestó atención al trayecto hasta que el coche se detuvo frente a las oficinas del Ministerio de Gobierno.
La visita resultó ser una gran pérdida de tiempo. Entre la multitud de secretarios que pululaban de acá para allá por los interminables pasillos, los pocos que se dignaron atenderla no dieron muestras de conocer a sir David Langdon. Al último de ellos le exigió ver al primer ministro, lord Frederick North, pero el hombre se limitó a alzar las cejas y sacudir la cabeza con desconcierto.
Abandonó el lugar indignada, y se dirigió al carruaje avanzando a grandes zancadas, muestra de su irritación. Su doncella apresuró el paso para alcanzarla.
—¿Le queda algún lugar más por visitar, señorita? —le preguntó en un tono que traslucía nerviosismo—. La señora Porter estará esperando por su té.
La mención de su dama de compañía hizo que Judith se percatase de lo tarde que era. Sin embargo, aún tenía una última cosa que hacer.
—Solo uno más, Daisy, pero no nos llevará demasiado tiempo, te lo prometo.
Indicó la dirección al cochero, y el carruaje partió con una brusca sacudida.
Por suerte, la mansión de lord Marston no se hallaba lejos del Soho. Cuando el coche enfiló la calle de Piccadilly, Judith se quedó admirada del inmenso trasiego que reinaba en el lugar. El cochero tuvo que maniobrar en varias ocasiones para no chocar con otros carruajes. Elegantes damas y caballeros salían y entraban de los numerosos comercios que llenaban la calle. Alcanzó a ver un par de librerías, varias posadas y tabernas, como la que rezaba un letrero, The Black Bear, junto a elegantes mansiones, un club de caballeros y la espigada aguja de la iglesia de St. James.
—¿Es aquí, señorita? —le preguntó Daisy.
Judith asintió despacio, pero no descendió del coche. Continuó mirando a través de la ventanilla la elegante fachada de piedra blanca cuya entrada se hallaba al resguardo de un baldaquino con columnas de mármol.
Antes de pedir ayuda a lord Marston, se dijo, tendría que averiguar qué tipo de persona era.