Capítulo 21

Los ruidos continuaron en el interior de la habitación durante unos minutos más, luego todo quedó en silencio.

El guardia se removió inquieto en su puesto.

—¿Qué demonios pasa ahí dentro? —gruñó con fastidio. No era la primera vez que se encontraba con que un cliente echaba algo más que un vistazo a la mercancía, lo que hacía que esta perdiera valor. Eso supondría un gran contratiempo y podía costarle no solo el puesto, sino también la vida, si se enteraba el señor Fordyce.

Pegó la oreja a la puerta, pero no se oía nada. Sacó la pistola que guardaba en el fajín del pantalón. No dispararía, por supuesto; matar a un noble suponía la horca, y le gustaba su cuello tal como estaba en ese momento, sin adornos.

Abrió despacio y soltó una maldición cuando vio a la chica desmadejada sobre el lecho. Fue imprudente al entrar en la habitación, se dio cuenta demasiado tarde. Cuando escuchó el sonido a sus espaldas, solo le dio tiempo a girarse antes de que algo impactase contra su cabeza enviándolo a la oscuridad.

Robert se apresuró a cerrar la puerta y tomó las tiras que había cortado para atar las manos del hombre y amordazarlo.

—Has estado muy convincente, cariño —le dijo a Judith. Ella se sonrojó ante el uso de tal apelativo y lo miró con curiosidad, pero Robert no se dio cuenta de ello—. Ahora solo tenemos que salir con discreción. Feston tiene el carruaje en el callejón lateral y nos llevará a casa.

—Me gustaría cambiarme de ropa. —Nunca le había importado disfrazarse, pero caminar de esa guisa por las calles de Londres la avergonzaba.

—No hay tiempo, Judith. La subasta comenzará dentro de poco y pueden subir a buscarte. Necesitamos salir de aquí cuanto antes —le explicó. Luego sonrió con picardía y le guiñó un ojo—. Además, a mí me gusta ese vestido.

Judith sacudió la cabeza. No supo si se debía a sus nervios, pero la actitud desenfadada de Robert la irritaba.

—Pues entonces, póntelo tú —le espetó molesta.

A pesar de su respuesta seca, Robert sonrió. Prefería verla así que asustada. Terminó de atar al individuo y se dirigió hacia la puerta.

—Ahora, haz todo lo que yo te diga —le ordenó mientras la tomaba de la mano—, ¿de acuerdo?

—Como ordene, mi señor —repuso con sarcasmo.

Robert se volvió y la sujetó por la nuca, atrayéndola hacia él.

—¿Sabes el miedo que pasé cuando Eddie me dijo que te habían secuestrado? —le dijo mientras le acariciaba la mejilla con el pulgar.

Judith se perdió en el azul intenso de su mirada.

—Robert, yo iba a...

—Ya hablaremos después, irlandesa —la interrumpió—. Hay muchas explicaciones que dar.

La besó. Como si solo existiera ese instante en sus vidas, como si respirar dependiese de esos labios ardientes, la besó. Su boca la subyugó, moviéndose con lentitud, tentando, susurrando, con sus caricias, palabras sin voz.

Cuando se separaron, Judith se sentía aturdida y solo pudo dejarse conducir por él para abandonar la habitación. Su mano era cálida, como cálidas eran las sensaciones que danzaban en su interior, arremolinándose como mariposas en su vientre, mientras su corazón latía a un ritmo desconocido.

Descendieron las escaleras, atentos al bullicio que se escuchaba cerca. Al llegar al vestíbulo, Elsa salió de detrás de una cortina y les hizo señas.

—Los muchachos ya se fueron. Será mejor que ustedes salgan por la puerta de servicio —les indicó—. Madame ha organizado una velada especial antes de la subasta, para proporcionarles algo de tiempo.

Caminaron por un corredor poco iluminado y pronto les llegaron los fuertes olores que emanaban de los guisos que se cocinaban en ese momento en la cocina. Siguieron adelante, cruzando por enfrente de las despensas hasta llegar a la salida.

—Querida señora, es usted un ángel —le dijo Robert, con una sonrisa seductora mientras besaba su mano recargada de anillos.

A pesar de sus años, la mujer se sonrojó y soltó una risilla.

—Yo que tú no lo dejaría escapar, corazón —le comentó a Judith, entregándole un chal para que se cubriese los hombros desnudos—, no hay muchos como él por ahí.

—No se preocupe, no tengo intención de que nadie me lo arrebate —le aseguró. Sus palabras provocaron una mirada ardiente en Robert que ella fue incapaz de sostener. Abrió el chal y se cubrió la cabeza y los hombros.

Salieron a la calle. Se trataba de un sucio callejón, mal iluminado, en el que depositaban los desperdicios y la basura. A Judith no le importó el desagradable olor con tal de verse libre de la nube de perfume que arrastraba con ella.

Recorrieron el callejón pegados al muro de ladrillo hasta detenerse en la esquina. Frente a la puerta principal había un gran trasiego de gente. Algunas de las prostitutas intentaban llamar la atención de los transeúntes, en su mayoría borrachos y caballeros que habían ido a la subasta.

Evaluó la situación y se volvió hacia Judith.

—El carruaje se encuentra en la otra parte. Atravesaremos la calle como una pareja, aprovechando que algunas de las chicas de miss Davenport están fuera. ¿Estás lista? —le preguntó. Judith asintió. Dio un paso, pero él la detuvo un momento—. Judith, lo que has dicho antes, ¿lo decías en serio?

Ella sabía a qué se refería. Acercó su rostro al de él y lo besó en los labios con suavidad.

—Completamente, lord Marston.

Robert esbozó una amplia sonrisa y tiró de su mano para conducirla hacia la calle principal. La colocó a su lado izquierdo y la sujetó de la cintura, pegándola a él.

Mientras cruzaban despacio ante el burdel, él iba susurrándole palabras al oído, e incluso en algún momento la besó, de tal manera que su rostro quedaba casi siempre oculto contra su pecho; lo cual, se dijo Judith, era una suerte, ya que se moría de la vergüenza por usar tal escasez de ropa, a pesar de que el clima de primeros de junio resultaba más cálido de lo normal.

Respiró tranquila cuando dejaron atrás la entrada de la casa de miss Davenport, los gritos de los borrachos, las risas impostadas y las palabras obscenas. Las sombras de la zona cercana al callejón parecieron engullirlos de nuevo. A pocos pasos se hallaba el carruaje.

Robert frunció el ceño. Su instinto le advertía de algún peligro. Antes le había parecido reconocer un rostro entre los congregados, pero había sido solo algo fugaz, una sombra borrosa. Se volvió para mirar de nuevo, pero no descubrió nada extraño. Doblaron la esquina del edificio hacia el callejón y sintió alivio al ver, al fondo, el carruaje. Sin embargo, cuando la oscuridad se hizo más densa al alejarse de la calle principal, un presentimiento lo asaltó. Se movió por instinto, cubriendo con su cuerpo el de Judith, aunque tarde. La afilada hoja del cuchillo que le habían arrojado le provocó un corte en el brazo.

—Corre hacia el carruaje y no te detengas ni mires hacia atrás —le ordenó.

La urgencia que denotaba la voz de Robert hizo que, por una vez, Judith obedeciese sin cuestionar sus palabras. Sus pies tropezaron con algo metálico que resbaló hacia delante por el suelo empedrado. Bajo la mortecina luz de un farol distinguió el brillo acerado de un cuchillo. Se agachó para cogerlo y prosiguió su carrera hasta alcanzar el carruaje.

—¡Feston! —llamó al cochero.

Una cabeza asomó por el hueco de la ventanilla.

—Señorita Langdon —exclamó Eddie—. ¿Dónde está lord Marston?

Judith respiraba en jadeos y necesitó tomar aire.

—Atrás, en el callejón —respondió—. Alguien nos atacó. ¡Eddie, hay que ayudarlo! —lo apremió.

El chico abrió la portezuela y saltó del carruaje, seguido por otro muchacho que Judith reconoció como el jefe de la banda de ladronzuelos que había querido pelear con Eddie. Se preguntó qué hacía ahí, en el carruaje, pero no había tiempo para averiguaciones.

—Usted métase ahí dentro —le indicó Eddie—. Feston, quédese con la señorita.

—Toma. —Judith le entregó el cuchillo a Rhys—. Quizás os haga falta.

El muchacho asintió y salió corriendo tras Eddie, mientras ella permanecía en pie, observando entre las sombras de la oscuridad del callejón, a lo lejos, las negras figuras que se movían como espectros de la muerte.

Robert vio correr a Judith y se sintió aliviado. Si ella estaba a salvo, nada más importaba. Tomó la daga que llevaba escondida y escudriñó la oscuridad. El brazo derecho le dolía como el demonio, y sentía la sangre caliente empapándole la camisa y la casaca. No creía que fuese un corte profundo, pero si perdía demasiada sangre, probablemente se desmayaría.

Entornó los ojos y observó a su alrededor mientras intentaba captar cualquier sonido. Sabía que el sirviente indio estaba ahí, sin embargo, solo alcanzaba a ver sombras informes.

El ataque lo pilló por sorpresa. Yamir se lanzó sobre él como un halcón sobre su presa, rodeando su cuello con una fina cuerda que se le clavó en la carne y le cortó la respiración. El estrangulamiento era el método favorito de los indios para acabar con sus víctimas. Rápido, silencioso, eficaz.

Mientras se esforzaba por tomar aire, Yamir tiró de él hacia atrás y lo golpeó en la parte baja de los muslos, con lo que Robert cayó de rodillas sobre los adoquines. Pensó que su vida no podía acabar ahí, no en ese momento, que tenía una razón poderosa para vivir. Se aferró a ese pensamiento, a pesar de que comenzaba a nublársele la vista y la fuerza se le escapaba como el agua entre los dedos. El roce del frío metal sobre su rostro, mientras intentaba aflojar la cuerda que lo ahogaba, le recordó que aún conservaba la daga en la mano. Soltó la cuerda, y empuñando con fuerza el cuchillo, lo llevó hacia atrás en una estocada.

Oyó gruñir a Yamir cuando la hoja atravesó la carne. No supo en qué parte del cuerpo le había acertado, pero el lazo se aflojó y Robert aspiró una bocanada de aire con esfuerzo. Sabía, sin embargo, que no tenía demasiado tiempo antes de que el hombre volviese a apretarlo, así que impulsó su cabeza hacia atrás con fuerza y tuvo la satisfacción de escuchar crujir la mandíbula del sirviente de Fordyce que, esta vez, sí retrocedió, lo que le permitió levantarse y enfrentarlo.

Yamir abandonó la cuerda y sacó un cuchillo de su fajín. Era de hoja larga y puntiaguda, muy distinto a los que se usaban en Inglaterra. Si se descuidaba, pensó Robert, el criado podría rajarle el estómago en dos de un solo tajo. Escuchó unos pasos que se acercaban a su espalda y se tensó. Como fuese Judith, pensó, la estrangularía una vez que hubiese acabado con su adversario.

La distracción casi le costó la vida. Yamir atacó con el cuchillo y él apenas tuvo tiempo de retirarse de la hoja afilada. Forcejearon y Robert se vio arrojado contra la fría pared de ladrillo mientras trataba de evitar la punta del largo cuchillo que apuntaba a su garganta. El brazo herido le temblaba. No aguantaría demasiado tiempo. Lo golpeó con el puño izquierdo debajo de las costillas, y aunque no tuvo la fuerza suficiente, al menos sí le dio un respiro cuando Yamir trastabilló.

El cuchillo destelló cuando su adversario alzó el brazo para clavárselo en una puñalada mortal, pero de pronto se quedó rígido y cayó de rodillas antes de desplomarse en el suelo con el mango de una daga sobresaliendo de su espalda.

—¿Se encuentra bien, lord Marston? —le preguntó Eddie cuando llegó jadeante a su lado, acompañado de Rhys.

Robert se dejó caer contra la pared, agotado. Le dolían todos los músculos del cuerpo y el brazo le latía de forma dolorosa.

—Ahora sí —les dijo—, gracias a vosotros.

Eddie negó con la cabeza.

—No fuimos nosotros.

Sus palabras lo pusieron alerta de nuevo. Se enderezó y escudriñó entre las sombras. Rhys se agachó junto al sirviente y contempló el mango de madera del cuchillo.

—Es el de Eddie —comentó con seriedad—. El que le arrojó al tipo ese que escapó del almacén.

Robert asintió para nada sorprendido. Le había parecido entrever el rostro del hombre, con esa característica cicatriz que atravesaba su amplia frente, entre los que aguardaban a la entrada del burdel. Debía de haber seguido a Yamir, quizás con la esperanza de una venganza. Por si acaso quería vengarse también de él por haber matado a su compañero, lo mejor sería largarse de ahí cuanto antes.

—Vámonos de aquí —les ordenó—. Venga, al carruaje.

Tropezó en el camino de vuelta, aunque logró mantener el equilibrio. Necesitaba cortar la hemorragia del brazo. Empezaba a marearse y no le parecía conveniente desmayarse en aquel momento.

Judith lo vio y corrió hacia él.

—¡Robert!

—Sube al coche, ¡ahora! Hay que salir de aquí.

El látigo restalló y los caballos partieron casi antes de que Robert hubiese cerrado la portezuela. Apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.

—Voy a necesitar ropa nueva —se quejó Eddie mientras arrancaba otra tira de su camisa. Se la entregó a Judith, que la anudó alrededor del brazo herido para atajar la hemorragia.

—Luego habrá que limpiar bien la herida —señaló con voz suave. Alzó la mano y la posó sobre la áspera mejilla masculina. Robert la cubrió con la suya y dejó escapar un débil suspiro.

Estalló un alboroto en cuanto llegaron a la casa de Piccadilly. Bellamy cacareó como una mamá gallina cuando vio a su señor herido, y enseguida comenzó a repartir órdenes entre los criados.

—Bellamy, va a hacer que me duela la cabeza además del brazo —se quejó Robert.

—Lo lamento, milord —se disculpó el hombre, visiblemente nervioso—. Mandaré llamar al doctor Wilson de inmediato.

—No se moleste, no es más que un rasguño.

Judith se volvió hacia el mayordomo.

—Haga el favor de llamarlo, Bellamy —repuso enfadada—. Su señor es demasiado terco para reconocer lo evidente.

Robert gruñó ante la intromisión. Agarró a Judith del brazo y tiró de ella hasta ocultarla tras su cuerpo.

—Bellamy, cierre la boca —le ordenó, con tono brusco—, deje de mirar a la señorita Langdon y haga lo que le pide. Acomode a los chicos...

—Por mí no se preocupe, jefe —lo interrumpió Rhys, esbozando una sonrisa torcida—. Yo me largo. No podría cerrar un ojo sobre un colchón de plumas.

Robert lo miró con atención y asintió.

—Cuando quieras, estaría encantado de que trabajaras para mí —le dijo—. Te pagaría bien.

Rhys se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.

—Puede ser que alguna vez me interese.

—Entonces sabrás dónde encontrarme —respondió tendiéndole la mano. Rhys se la estrechó con un fuerte apretón—. Gracias por toda la ayuda que nos has prestado hoy.

El muchacho alzó la mano a modo de despedida y se marchó. Eddie lo observó dirigirse hacia la puerta y se volvió hacia Robert.

—Milord...

—Puedes irte, Eddie —le comentó, comprendiendo lo que quería el chico—. Vuelve mañana a por tus honorarios y los de Rhys.

Eddie sonrió y salió corriendo detrás de su amigo.

Robert se tambaleó y Judith se apresuró a pasarle un brazo por la cintura.

—Y ahora, lord Marston, vamos directo a la cama —le dijo mientras lo ayudaba a subir las escaleras.

—No se le dice eso a un hombre herido, mi querida señorita Langdon —susurró Robert con un gemido, haciendo que Judith se ruborizase.

—Eres, eres...

—Hum, te he dejado sin palabras, qué interesante. —Esbozó una sonrisa impenitente que le ganó un pellizco por parte de Judith—. ¡Auch!

—Así aprenderás a tratar a una dama.

Por supuesto, él sabía cómo tratar a las damas, su madre se había encargado de enseñarle casi desde la cuna, pero con Judith a su lado soñaba con cosas que nada tenían que ver con el refinado arte del cortejo. Se apoyó un poco más en ella, para poder sentir su cuerpo cálido.

Helena le había dicho en muchas ocasiones que lo amaba, y todo había resultado ser una mentira. Judith nunca había pronunciado esas palabras, pero estaba convencido de que así era. Lo amaba. Sí, Judith era suya. Para siempre.

La bala se elevó en el aire y volvió a caer sobre su mano, antes de arrojarla de nuevo. Cuando volvió a recuperarla, la miró con atención. Ahora solo era un pedazo de metal frío. Nada más. Las viejas heridas habían cicatrizado.

Se reclinó contra el respaldo de la butaca y saboreó el líquido aromático de su copa. El médico, finalmente, había tenido que coserle la herida, y le había recomendado que hiciese reposo. ¿Cómo podía descansar sabiendo que tenía a Judith bajo su mismo techo? Al día siguiente volvería a Westmount Hall, y quedarse con ella a solas sería casi imposible. Lord North había enviado un mensaje para decir que todavía no habían localizado a Fordyce. David había sido conducido al hospital St. George, en la esquina de Hyde Park. Necesitaría muchos cuidados y tiempo, y Judith, sin duda, querría permanecer a su lado.

Posó la copa sobre la mesilla y se levantó hasta la ventana. La brisa suave removía las cortinas y se filtraba por las solapas de su batín de noche, refrescando su cuerpo. Las estrellas decoraban el firmamento, salpicando el negro manto para dibujar formas caprichosas. Su fulgor le recordó al de los ojos de Judith cuando se enfadaba. Se preguntó en qué momento se había colado tan profundo en su corazón y en sus pensamientos.

La herida del brazo le ardía, pero no había querido tomar el láudano que le había procurado el doctor, así que sabía que le resultaría imposible dormir. Decidió que bajaría a la biblioteca en busca de algo de entretenimiento.

El suelo alfombrado absorbía el sonido de sus pies descalzos que se dirigieron, como impulsados por el deseo que latía oculto en su corazón, hacia el dormitorio que ocupaba Judith. Robert se detuvo ante la puerta y sacudió la cabeza cuando se dio cuenta de lo que hacía.

—Seguramente está dormida —murmuró, con el puño alzado a punto de llamar. No se atrevió. A pesar de haber sido secuestrada, maltratada y arrojada a un burdel, se había quedado a su lado todo el tiempo durante la visita del doctor. El agotamiento por las emociones del día tenía que haberla vencido—. Mañana...

A pesar de todo, se resistía a marcharse. El mañana quedaba todavía lejos, era incierto y tenía mucho que decir.

Su dilema se resolvió cuando la puerta se abrió de repente. Judith apareció enfundada en uno de sus batines de satén negro con bordados de oro que hacía que su cabello cobrizo asemejase a un fuego vivo que lo cautivó.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó al ver que él no decía nada.

—No podía dormir.

—¿Te duele el brazo? —Quiso saber.

Su tono de preocupación lo conmovió; sin embargo, en ese momento le dolían otras cosas además del brazo, aunque no era cuestión de que ella lo supiera.

—Quería hablar contigo —le dijo en cambio.

Judith se acercó a él y lo tomó de los bordes del batín.

—¿Le ha pasado algo a David? —le preguntó. La angustia se filtró en su tono y Robert la envolvió en sus brazos.

—No, tranquila. Tu hermano se encuentra en buenas manos. Además, David es fuerte, se repondrá —le aseguró—. Quería hablar de ti y de mí.

Ella lo miró. Había fuego en sus ojos aguamarina, y Judith se preguntó si era un reflejo de la luz que proyectaban los candeleros o de algo más. Fuera lo que fuese, le provocó un estremecimiento de anticipación. Aquella misma mañana había ido a decirle que lo amaba; quizás la noche no era el momento más apropiado para ese tipo de declaración, pero sabía que tal vez no dispondría de otro.

Se apartó de él con suavidad y lo tomó de la mano.

—Ven, entra.

—¿Estás segura? —La miró, dubitativo—. No quiero...

Lo besó, tal y como deseaba hacerlo, y Robert se rindió al inevitable deseo que lo envolvía desde que la había conocido.

Sin dejar de besarla, entraron en el dormitorio y cerró la puerta con suavidad. Robert percibió la urgencia de Judith en las caricias de sus manos y su cuerpo tembló. Tenía que ser él quien se controlara, al menos hasta después de decirle lo que deseaba. Abandonó sus labios y la besó en la punta de la nariz.

—Judith, dame tu mano —le pidió mientras introducía la suya en el bolsillo del batín.

Ella lo miró extrañada, pero hizo lo que le pedía. Robert depositó en su palma la bala que le había servido como recordatorio de la falta de sinceridad de una mujer. Judith abrió los ojos al reconocerla.

—Es tu...

Él tomó su mano y cerró sus dedos apresando en el valle de su palma aquel trozo de metal.

—Judith, te entrego mi confianza y mi amor —le dijo, mirándola a los ojos con intensidad—. Ahora, solo tú tienes el poder de romper mi corazón, porque es tuyo. Te pertenece desde la primera vez que te besé. —La abrazó con fuerza—. Te amo más que a mi vida, Judith. Creí haber amado una vez, pero entonces no sabía de verdad lo que significaba el amor.

Ella se aferró a su cintura y apoyó la mejilla contra su pecho. Sentía el corazón henchido de esa felicidad que la había rehuido desde la muerte de sus padres.

—Te quiero, Robert —susurró contra su piel mientras apretaba con fuerza la bala en su puño.

Él le había dado más de lo que habría esperado. Por eso, no quiso añadir nada más. Las palabras no podían definir lo que sentía, ni abarcar la intensidad de sus sentimientos por aquel hombre. Prefirió demostrárselo. Alzó el rostro, tomó el de él entre sus manos y lo besó.

—Judith, yo no comprendía el amor —le susurró, tomando su mano y besando su palma—. Cuando me enamoré de Helena, creí que todo terminaba al conseguir su amor, que eso era todo lo que podía desear. Ahora comprendo lo equivocado que estaba. El verdadero amor es siempre un nuevo comienzo. Y yo quiero comenzar siempre contigo, una y otra vez, porque pienso amarte cada segundo de mi existencia. —Se arrodilló frente a ella, con su mano entre las suyas—. Señorita Judith Langdon, ¿me harías el honor de convertirte en mi esposa?

—Si viviera mil vidas, creo que mi alma te buscaría en cada una de ellas, Robert —le aseguró, con la voz cargada de emoción. Se arrodilló frente a él y acarició su rostro. Su sonrisa habría apagado el brillo de las estrellas—. Te amo, y no dejaré de amarte mientras quede una brizna de aliento en mi vida.