Londres. Septiembre de 1773
La duquesa de Westmount contemplaba con satisfacción los jardines de Westmount Hall donde los invitados a la boda disfrutaban de las conversaciones y de la bebida. El tiempo era un poco fresco, pero a nadie parecía importarle, mucho menos a los recién desposados que, sonrientes, saludaban a cada uno de los presentes.
—Bueno, mi querida duquesa —le dijo Charles, deslizando sobre sus hombros un chal, algo que ella agradeció—, ya has casado a todos tus hijos, ahora puedes dedicarte a malcriar a tus nietos.
—Aún nos queda Jimmy.
—Por Dios, Eloise, el chico solo tiene catorce años. Déjalo divertirse un rato antes de acosarlo con propuestas casamenteras.
La duquesa suspiró.
—Pronto se irá a Eton —le dijo a su marido—. Voy a echarlo de menos.
Miró al rincón del jardín donde Jimmy jugaba con sus primos, bajo la atenta vigilancia de las niñeras. El pequeño Charles, el hijo de Victoria y de James, cumpliría pronto los tres años y seguía a Jimmy como si fuera su sombra. Gabriella, la hija mayor de Arabella y de Alex, de tres años y medio, vigilaba a su hermanito Alex, de año y medio, que jugaba sobre una manta junto a Belinda Eloise, la hija de Edward y Sara, que contaba poco más de dos años.
Lord Charles, que observaba también con orgullo a sus nietos, tomó la mano de su esposa.
—Le irá bien salir del círculo protector de los Marston —le dijo—. Tiene que aprender a defender su lugar en el mundo, porque la sociedad no se lo va a poner fácil.
Eloise lo sabía, y por eso, precisamente, deseaba que no se marchase. Jimmy no poseía la sangre de los Marston, aunque llevase su apellido, y la alta sociedad lo juzgaría por ello. No importarían su carácter dulce, ni su sentido del humor, ni su valía como persona. Esperaba que el amor que le habían dado en la familia fuera lo bastante grande para ayudarlo a enfrentar la vida.
—Ayer discutió con Mary.
—¿Mary? —inquirió lord Charles, rebuscando en su memoria—. Ah, sí, la chica del Hogar de los Ángeles. ¿Por qué?
Eloise sonrió al recordar la visita del día anterior. Había sido la última vez que Jimmy vería a sus amigos, porque tendría que marcharse al colegio, y quiso despedirse.
—Por lo visto, Mary ya no desea casarse con él —repuso, con la sonrisa bailando en sus ojos—. Le dijo que prefería tener por esposo a alguien trabajador como Peter, el aprendiz del herrero, que a un caballero que no sabe hacer nada. Creo que no estaba contenta con su partida.
—Vaya, una mujer con las ideas claras —aprobó el duque.
—Mary solo tiene nueve años, Charles —le replicó—. Y aunque Jimmy le dijo que no le importaba y que ella solo era una cría, creo que sí lo hacía. Por eso ha estado más serio esta mañana.
—Bah, cuando crezca y se convierta en un caballero, se le habrá pasado, ya verás.
Eloise recordó el hermoso rostro de la niña y la forma en que Jimmy la miraba.
—Sí —le respondió—, ya veremos.
Paseó la mirada por el jardín y vio que James, Edward y Alex se habían reunido con Robert y conversaban.
—Lo hemos hecho bien, ¿verdad? —le preguntó a su esposo, haciendo un gesto hacia donde se hallaban sus hijos—. Creo que todos son felices.
—Lo son —convino—. Tú te has preocupado de que lo fuesen.
Lady Eloise asintió. Antes que duquesa era madre, y en eso nunca había transigido con la alta sociedad, que dejaba el cuidado de los hijos a los sirvientes y tutores. Ella siempre se había preocupado por conocer el corazón de cada uno de sus hijos y procurar su felicidad. No importaba cuánto tiempo pasase, siempre velaría por ellos.
James apoyó la mano en el hombro de su hermano y se lo apretó en un gesto de cariño.
—¿Eres feliz? —le preguntó.
—No necesito nada más —le contestó, con la mirada clavada en Judith que se hallaba sentada junto a su hermano.
David se veía delgado y pálido todavía, pero había abandonado el hospital hacía una semana y había podido asistir a la boda, tal como Judith había deseado.
—¿Cómo está? —le preguntó Alex, señalando con la cabeza a David.
—Aún sufre temblores a causa del opio y supongo que las pesadillas tardarán en desaparecer, pero es fuerte y lo superará.
—¿Y qué ha pasado con Fordyce? —se interesó Edward.
James gruñó al escuchar ese nombre. Alexander Fordyce había estado especulando con las acciones de la Compañía de las Indias Orientales y había perdido cerca de trescientas mil libras. No había logrado recuperar ese dinero. Incapaz de afrontar la deuda, se había fugado de Inglaterra en junio de 1772. Lord North había tardado tiempo en encontrarlo, pero, finalmente, lo habían localizado en Francia.
La fuga del banquero y las pérdidas del banco habían provocado un caos financiero en Londres, a causa de las cartas de crédito de los bancos que la gente se negaba a aceptar, y en otros bancos del continente. La Compañía de las Indias también había sufrido un duro golpe. Al no poder pagar su préstamo al Banco de Inglaterra, se había visto obligada a vender los dieciocho millones de libras de té de sus almacenes británicos a las colonias estadounidenses.
—Lord North está tratando de que regrese a Inglaterra —respondió a su pregunta.
—Deberían colgarlo por lo que hizo —farfulló James. Había perdido mucho dinero por su causa.
Robert sacudió la cabeza.
—No tienen pruebas contra él.
—¿Y David? —intervino Alex.
—Nunca vio a Fordyce —le respondió. El hombre había sido listo y había usado siempre la máscara en su presencia. David tenía pesadillas con el demonio bengalí. Volvió su mirada a su amigo y a Judith—. Creo que es hora de que vaya a buscar a mi esposa.
—Entonces, ¿eres feliz, Judith? —le preguntó David.
—Lo amo más de lo que imaginé que podría amar a nadie después de lo de Will —repuso con sencillez.
—Ese hombre era un idiota —refunfuñó su hermano. Judith sonrió. David guardó silencio un momento antes de continuar—: Quiero volver a Langdon Manor.
—¿Estás... estás seguro?
—Lo estoy. Necesito tranquilidad, Judith. Necesito respirar aire puro, pasear por el campo verde, descansar y... olvidar.
Ella le acarició el cabello. Le dolía el corazón por él cada vez que veía los pómulos marcados de su rostro a causa de la delgadez y la falta de brillo en sus ojos azules.
—Si eso es lo que necesitas.
David asintió.
—Pero no quiero que vengas conmigo. Tú tienes ahora tu vida, y a Robert.
—¿Hablabais de mí?
—Por supuesto —repuso David con un amago de sonrisa—, le decía a mi hermana que pienso patearte el trasero como no la cuides bien.
Robert enlazó la cintura de su esposa.
—Puedes contar con que lo haré —le aseguró con una sonrisa—. Y ahora, ¿me permites que te robe a la novia?
Los invitados a la boda continuaron la celebración sin los protagonistas del día. Robert y Judith abandonaron Westmount Hall a media tarde para dirigirse a la mansión de Piccadilly antes de partir, al día siguiente, hacia el continente.
Robert entró en el dormitorio y cerró la puerta tras él. Su esposa se hallaba en mitad de la estancia, envuelta en su batín de seda negra —al que parecía haberle tomado cariño—, con el largo cabello cobrizo cayendo por su espalda. Se veía preciosa.
—Eres hermosa —le dijo, acercándose a ella. Acarició su mejilla y deslizó la yema de sus dedos sobre la piel de su cuello y la clavícula. Judith se estremeció al sentir su cálido aliento cuando él se inclinó y la besó en el lugar que habían acariciado sus dedos—. ¿Sabes cuánto tiempo llevo soñando con hacerte el amor, lady Marston?
—Entonces, lord Marston, ¿a qué estás esperando? —lo retó.
La sonrisa pícara que ella esbozó lo hizo arder por dentro y dejó escapar una carcajada.
Judith se estremeció cuando Robert deslizó las manos sobre sus delicados hombros y retiró con suavidad el batín que la cubría, que cayó a sus pies con un silencioso susurro. A pesar de que se sentía cohibida, no se apartó de su mirada. Sus ojos aguamarina brillaron al deleitarse con la estrecha cintura, los senos firmes y las largas piernas torneadas.
La besó de nuevo, con un hambre que nacía de la necesidad. Devoró su boca mientras sus manos se afirmaban en su bien formado trasero. La notó temblar entre sus brazos y su propio cuerpo se estremeció en respuesta.
—Tú me enseñarás lo que es el amor —susurró contra su boca. Mordisqueó su labio inferior y luego lo lamió en una caricia lenta que arrancó un gemido de la garganta femenina—, y yo te mostraré lo que es el placer.
La tomó en brazos y la depositó sobre el blando lecho antes de despojarse de su propio batín. Ella admiró su cuerpo musculado y bien formado, y sus ojos brillaron con deseo.
—Prometo ser una alumna aplicada —susurró.
Robert se tumbó a su lado y Judith sintió sus manos deslizarse con suavidad por la deliciosa curva de su cadera y su cintura. Con deliberada lentitud, subieron por su vientre liso y treparon a la cima de sus senos en un roce exquisito y sensual que le provocó una miríada de sensaciones. Una placentera calidez se aposentó en su vientre y se arqueó contra la áspera lengua masculina que invadió el hueco de su ombligo, jugueteando. Las manos varoniles abandonaron sus sensibles senos, a pesar de sus protestas, y llegaron hasta sus labios.
—Lo primero que me enamoró de ti fue tu sonrisa —le confesó mientras deslizaba el pulgar por su labio inferior—, y tu mal genio —añadió con una sonrisa.
—Yo no tengo mal genio —protestó Judith, aunque fue un débil murmullo. La mano de Robert deslizándose hacia la parte inferior de su cuerpo hacía estragos en su capacidad de pensar.
De hecho, no pudo hacerlo más cuando sus dedos acariciaron el centro de su femineidad mientras saqueaba su boca en un beso que provocó que todo su cuerpo se encendiera en una ola de calor abrasador. Se aferró a los duros músculos de la espalda masculina y sintió reverberar en su propio pecho el gruñido de Robert. Un remolino de sensaciones la envolvió y todo su cuerpo experimentó una urgencia desenfrenada. Se arqueó contra él, buscando el contacto de su piel ardiente, y el roce de su virilidad contra sus partes íntimas la hizo estallar en mil pedazos. Su grito se perdió en la boca de Robert mientras sus brazos la envolvían, sosteniéndola y acunándola.
Cuando el mundo volvió a aposentarse sobre su eje, Judith lo miró.
—¿Qué... ha sido eso?
Robert sonrió con ternura al ver sus ojos nublados por el deseo y sus labios hinchados por sus besos.
—Eso, mi amor, ha sido solo el principio de nuestro «para siempre».
Ella le acarició la mejilla.
—Muéstrame lo que sigue —le pidió.
Y Robert obedeció. Le hizo el amor lentamente, con suavidad, despertando en ella nuevas emociones que rayaban en un placer doloroso que la hacían gemir y desear algo más. Sus labios ardientes conquistaron cada centímetro de su piel. Ella respondió con pasión y fiereza hasta que estuvo al borde de un precipicio.
—Mírame —le pidió él, con voz temblorosa por el esfuerzo mientras permanecía suspendido sobre el cuerpo femenino—. Te amo, Judith Marston.
Aturdida por las sensaciones y cautivada por sus palabras, Judith apenas notó el dolor cuando los dos se fundieron en una sola carne. Jadeó con cada movimiento que los unía más y más hasta que el placer estalló dentro de su cuerpo y creyó que moriría. Se aferró a Robert, que también temblaba entre sus brazos, y besó la cicatriz que la bala había dejado en su pecho.
—Te amo —le susurró, mientras los dos se adormecían, abrazados.
Robert despertó cuando notó la mano de Judith acariciando su pecho. Aunque no veía su rostro, que descansaba sobre su corazón, supo que algo pasaba. Besó su cabello y alzó su barbilla para que lo mirase. Tenía el ceño fruncido. Él pasó un dedo por su frente para suavizar la pequeña arruga que se le había formado.
—¿Qué te preocupa? —Quiso saber—. ¿Se trata de David?
Ella asintió.
—Quiere irse a Langdon Manor.
—Y tú deseas ir con él —dedujo. Podía ver en sus ojos el miedo que latía por el estado de su hermano.
—Él no quiere que vaya, Robert —le confesó—. Sé que lo hace por mí, por nosotros, pero...
—Pero nunca se te ha dado bien obedecer órdenes, cariño —le dijo con una sonrisa—. No te preocupes. Lo acompañaremos hasta que se recupere.
Judith lo miró con todo el amor que sentía por él reflejado en sus ojos. Sin embargo, y aunque estaba agradecida, no quería que renunciase a su vida en Londres. No sería justo para él.
—Robert, te vas a aburrir, allí no hay sino ovejas y tierra —comentó, preocupada.
Él la acalló con un beso.
—No, Judith, contigo nunca voy a tener tiempo de aburrirme —repuso, divertido. La rodeó con sus brazos y la giró sobre el lecho, cubriéndola con su cuerpo. Entonces, la besó de nuevo, provocándola, hasta que la hizo gemir.
—Pe... pero, la casa —jadeó cuando él comenzó a lamer su cuello y el sensible hueco detrás de su oreja—. Estarás lejos de tu hogar.
Él comprendió lo que quería decir. Langdon Manor era el hogar de David y de ella. Robert se había criado en Londres, allí estaba toda su familia, sus amigos y, en definitiva, su vida. Seguramente Judith pensaba que él querría vivir en Inglaterra y formar allí un hogar para vivir con ella y con sus hijos, y creería que, quizás, se resentiría por tener que vivir en Irlanda, en la casa de su hermano. Se preguntó si echaría de menos Londres y sacudió la cabeza.
—Judith, yo viviré feliz en cualquier parte, siempre que sea a tu lado —declaró. Tomó su rostro entre sus manos y la besó en los labios con pasión—. Tú eres mi hogar.
Fin