Capítulo 3

No podía respirar.

El dolor en el pecho lo atormentaba. Sabía que se estaba muriendo, sin embargo, ella no hacía nada más que reírse, con esa risa musical que lo había cautivado tanto la primera vez que la escuchó, pero que en ese momento sonaba estridente y chirriante en sus oídos.

Se preguntó cómo podía reírse mientras él estaba sufriendo. ¿No había dicho que lo amaba? ¿No iba a casarse con él?

—¿Convertirme en tu esposa? —La carcajada reverberó dentro de su mente—. Nunca. Los ingleses sois demasiado fríos y estirados. Una mujer como yo necesita pasión y fuego, Robert.

—Pero yo estoy ardiendo, por ti, Helena, ¿no lo ves?

Ella se acercó a él. Su cuerpo desnudo era una invitación al pecado mientras se movía con movimientos suaves y elegantes. Se detuvo frente a él y Robert estiró la mano para alcanzarla, pero no pudo. Se desvanecía como humo, dejando tras de sí el eco de sus risas, hasta que volvía de nuevo para tentarlo.

De pronto, el rostro hermoso de Helena se contorsionó, deformándose en una horrible máscara de odio, y él solo pudo ver el negro agujero del cañón de una pistola.

—Demasiado frío —repetía la grotesca figura—. No tienes corazón.

El dolor se extendió por su cuerpo, miles de agujas clavándosele en la carne. Su grito agónico murió en su garganta mientras ella seguía riéndose. La vio estirar la mano para tocarlo, pero él no quería que lo tocase, no quería que percibiese la frialdad de la que estaba formado su cuerpo. Agarró su mano y la apartó con fuerza.

—¡Milord! ¡Lord Marston! —La llamada penetró entre la niebla confusa de su mente—. Es solo una pesadilla.

Abrió los ojos. Se hallaba en su propio lecho. Las ropas de cama revueltas daban fe de su estado agitado, mientras el sudor perlaba su frente. Respiró con dificultad. El eco de la voz de Helena golpeaba su corazón una vez más. «Demasiado frío». Sin embargo, su cuerpo ardía en ese momento.

—Creo que vuelve a tener fiebre, milord.

Robert miró a su mayordomo, que lucía en su rostro un gesto de preocupación. A pesar del tiempo que había pasado, seguía teniendo pesadillas. Se preguntó si continuaría atado al recuerdo de Helena eternamente.

—No se preocupe, Bellamy, se me pasará. —Al menos eso esperaba. No era la primera vez que tenía pesadillas, pero el problema residía en que había habido alguna ocasión en que lo habían asaltado de día, perdiendo conciencia de dónde se encontraba y de lo que hacía. Su cuerpo actuaba de forma involuntaria, reaccionando ante recuerdos. Y aquello era peligroso. Lo asustaba pensar que ella pudiera haberle destrozado la cordura además del corazón—. Váyase a dormir.

—La mano, milord.

Robert no comprendió y miró su mano. Sus dedos rodeaban la muñeca del mayordomo, apretándola con una fuerza de la que él no era consciente. La soltó como si quemase.

—Discúlpeme, Bellamy. Yo no...

—Es la fiebre, milord —lo disculpó—. Le traeré un poco de medicina y se le pasará.

—¡No! —Se dio cuenta de que había sonado demasiado brusco y maldijo para sus adentros—. No, no hace falta. Necesito estar a solas, por favor.

—Por supuesto, milord.

Cuando su mayordomo se marchó, Robert se dejó caer contra los almohadones y cerró los ojos con fuerza mientras maldecía una y otra vez el nombre de Helena.

El hombre soportó estoico el duro escrutinio del caballero. Tenía el cuerpo cosido a cicatrices, así que no se iba a amilanar ante aquella mirada; sin embargo, no pudo negar que lo ponía nervioso. Había algo en aquel hombre que parecía ir más allá de lo natural.

El silencio se alargó y cambió el peso de su cuerpo al otro pie.

—Teníamos un trato. —Habló, finalmente, el caballero.

Él asintió.

—Pero no me gusta que el Gobierno ande metiendo las narices en mis negocios —le respondió—. Tengo suficientes ganancias.

—La venta de opio te ha hecho ganar más de lo que ganarías solo con el juego —le recordó. Él mismo había sido testigo de cómo el local que regentaba aquel hombre mejoraba su aspecto y su clientela.

—Es cierto, pero si ese hombre sigue husmeando por ahí y haciendo preguntas, acabaré con mis huesos pudriéndose en la prisión, y ese no es un buen negocio.

—Entonces habrá que silenciarlo —repuso con tranquilidad.

Él sacudió la cabeza.

—Tendrá que ocuparse usted mismo. No quiero ver mi cuello colgando de una soga por culpa de un agente del Gobierno.

El caballero se reclinó contra el respaldo de su silla y observó al hombre. Su postura no delataba miedo, pero tampoco indiferencia. Regía una de las principales bandas de maleantes que controlaban el East End, y sabía que no tenía escrúpulos a la hora de matar a quien se interpusiera en su camino, ni aunque hubiese sido el mismísimo regente. Se preguntó entonces por qué temía al hombre que andaba haciendo preguntas donde no debía.

—De acuerdo, me ocuparé yo mismo.

El hombre asintió y dio por terminada la reunión. Cuando vio que el otro abandonaba la oficina, un sirviente salió de entre las sombras y se detuvo al lado del caballero, silencioso.

—¿Qué es lo que has averiguado? —le preguntó este.

—Se trata de un baronet irlandés —respondió—. Sir David Langdon.

—Comprendo. Ser noble tiene sus ventajas —comentó, esbozando una sonrisa desdeñosa. Él no poseía ningún título, pero su fortuna era más imponente que la de muchos de ellos. Al menos, así sería si lograba estabilizarla. Los últimos movimientos habían sido peligrosos y le habían jugado una mala pasada. Había tenido que convencer a sus socios de que todo marchaba bien. En ese momento necesitaba conseguir el dinero que había perdido. A cualquier precio—. Sin embargo, no puede tratarse solo de eso.

—Tiene amigos poderosos e influyentes —añadió el sirviente.

—¿Tan poderosos como para asustar a un hombre como Jack? —dijo, refiriéndose al matón que acababa de abandonar su oficina.

—Los hijos del duque de Westmount.

El caballero permaneció en silencio tras esta revelación. No conocía personalmente al duque ni a sus hijos, pero sí era consciente de la influencia que ejercían en la sociedad. Según tenía entendido, poseían una enorme fortuna debido a las dotes del mayor de los Marston para hacer negocios, pero, además, sus conexiones con la Corona eran conocidas por todos.

A pesar de todo, no podía dejar que arruinaran su negocio. Si fallaba, tendría que abandonar Inglaterra, y no estaba dispuesto a ver cómo se derrumbaba el imperio que había construido.

—Bien, entonces, tendremos que ocuparnos de hacer desaparecer al joven Langdon durante un tiempo, mientras concluimos nuestros negocios.

—¿Y después? —se interesó el sirviente.

—Después, querido amigo, habrá consumido tanto opio que no recordará ni a su propia madre —respondió con una sonrisa taimada—. ¿Puedes encargarte tú de este asunto? No quiero que nadie más se entere.

El sirviente se inclinó en una profunda reverencia.

—Déjelo en mis manos, sahib.

David se detuvo un instante y miró hacia atrás con cautela. Tenía la sensación de que alguien lo seguía de nuevo, a pesar de que no había escuchado ruido alguno que delatase a su perseguidor. Por si acaso, echó mano a la pistola que guardaba en el bolsillo.

El caso que le había encomendado lord North le había parecido muy sencillo al principio. Pensó que tendría tiempo de acabarlo antes de que llegase Judith a Londres; sin embargo, la situación se había complicado y no había querido ir a verla a la casa que había alquilado para ella en el Soho para no ponerla en peligro. Tampoco le había enviado ningún mensaje. Quien lo siguiese debía ignorar que tenía una baza que podría usar contra él. Ya se disculparía con Judith cuando la viese.

En ese momento, sin embargo, tenía que concentrarse. Gracias a las relaciones que Robert y él habían entablado con algunas gentes del East End, se mantenían informados de lo que allí sucedía, y estaba muy cerca de descubrir a quien se hallaba detrás del incremento de la venta del opio en Londres. Se trataba, sin duda, de alguien que tenía relación con la Compañía de las Indias, aunque estaba casi seguro de que no era ninguno de los directores ni de los socios fundadores. Creía tener una ligera idea de quién podía ser, pero había preferido no comentar sus sospechas en el informe que solía enviar a lord North hasta no confirmarlas.

Reanudó su paso y prosiguió su camino hasta la taberna en la que tenía alquilada una habitación. Vestía como uno de los trabajadores del puerto, y aunque podía no parecerlo, la gente no lo molestaba. Un individuo lo había intentado en una ocasión, pero él se había encargado de desalentarlo con un buen par de golpes.

Se relajó un poco cuando entró en el ruidoso comedor, ocupado en su mayoría por individuos ociosos y pendencieros que bebían y perdían las pocas ganancias que tenían en juegos de cartas.

Ethan, el tabernero, que también era irlandés, lo saludó y le ofreció un plato caliente para cenar. David lo agradeció.

—¿Todo tranquilo por aquí? —le preguntó cuando depositó un plato y una jarra de cerveza sobre la mesa. Aunque el tabernero no sabía quién era ni a qué se dedicaba en realidad, sí podía informarle si alguien extraño llegaba haciendo preguntas sobre él.

Ethan se encogió de hombros.

—Como siempre. Los muchachos dan más guerra que el dinero que dejan en las mesas, pero al menos aquí tengo suficiente para alimentar a mi familia. —David asintió. La situación en Irlanda no era demasiado buena para las familias pobres, y algunos, como Ethan, habían tenido que emigrar—. Avísame si quieres algo más.

—Gracias.

David le entregó una moneda como pago y el hombre volvió a su tarea tras la barra. Desde que había comenzado a usar esa posada como alojamiento, había creído conveniente pagar por cada día y cada comida. Nunca estaba seguro de que algún día no pudiese aparecer por allí, y no quería dejar nada a deber.

Cuando terminó la cena, subió a su habitación. Se trataba de un cuarto pequeño, situado en el primer piso, con una cama estrecha, una mesa y un par de sillas, un lavamanos y un pequeño armario. No necesitaba más, aunque echaba de menos las comodidades de su residencia en Bloomsbury Square.

Abrió la llave y el suelo crujió cuando pisó el tablón que estaba suelto. No supo qué lo alertó en medio de la oscuridad. Tal vez fue el extraño silencio que reinaba en el interior, pero el cosquilleo que recorrió su nuca lo advirtió de que no se hallaba solo.

No le dio tiempo a reaccionar. Alguien saltó sobre su espalda, enviándolo al suelo. Intentó darse la vuelta para pelear por su vida, pero el hombre lo agarraba de tal forma que le impedía cualquier movimiento, al tiempo que un brazo duro como el acero comprimía su garganta dejándolo sin respiración.

No quería morir. Deseaba ver a Judith una vez más; quería cuidar de ella y pasear por los jardines de Langdon Manor, y reírse juntos. Una noche oscura lo envolvió y sus pensamientos se resquebrajaron en su mente como el cristal.

Soñó que Judith lo llamaba, que le pedía que volviera a ella, que no la dejara sola. Él le había hecho una promesa tras la muerte de sus padres, que siempre estaría a su lado. Su voz pareció hacerse más nítida y abrió los ojos. Parpadeó cuando la luz de una vela incidió directamente en sus pupilas. Cuando sus ojos se acostumbraron, no fue capaz de distinguir más allá del círculo que lanzaba la pequeña llama. Todo eran sombras a su alrededor. Lo poco que podía ver era un suelo polvoriento y el catre donde se hallaba echado.

Intentó levantarse, pero un tirón en el cuello y el tintineo de una cadena se lo impidieron.

—¡Maldita sea!

No estaba muerto, pero casi hubiese preferido estarlo cuando descubrió la cadena que rodeaba su cuello. ¿Qué clase de personas ataban a un hombre como si fuese un animal salvaje y peligroso?, se preguntó. Al menos sus captores le habían dejado las manos libres. Quizás podría intentar abrir la argolla o arrancar la cadena de la pared.

Miró a su alrededor para ver si había algo que pudiera usar para librarse. Solo encontró una pequeña jarra con agua y un plato que contenía pan. Tomó la jarra y bebió. Aún le dolía la garganta. Mientras bebía, se puso a pensar en cómo debía actuar. Sin embargo, comenzó a marearse y tuvo que echarse sobre el catre. Un sopor profundo fue apoderándose de él hasta que, finalmente, cerró los ojos.

Se removió inquieto. Estaba sudando y su cuerpo temblaba sin control. Tenía sed. Abrió los ojos y tomó la jarra. Alguien la había llenado de nuevo. Bebió con fruición, a pesar de que los temblores provocaban que derramara el agua. Se sentía mal. El estómago le ardía y su cuerpo estaba débil. Se preguntó dónde estaba y qué hacía allí. Se pasó la mano por los ojos, como si así pudiese aclarar su visión. Entonces escuchó el sonido de unos pies acercándose.

—¿Dónde estoy? ¿Qué me pasa? —preguntó a la oscuridad.

—Estás enfermo —le respondió una voz cavernosa. Aquel tono bajo y grave le provocó un escalofrío.

—Tengo... —Jadeó en busca del aire que comenzaba a faltarle—. Tengo que salir de aquí.

Aunque no comprendía el porqué, sabía que no tenía que estar en aquel lugar. No era bueno para él. Había alguien que lo necesitaba. Se esforzó por recoger sus pensamientos, que parecían diluirse en su cerebro apenas se formaban.

—No puedes —repuso la voz—. Este es tu castigo.

Su castigo. ¿Por qué tenía que ser él castigado? ¿Qué había hecho? Intentó recordar.

—No he... hecho nada —declaró mientras su cuerpo se estremecía—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?

Una figura se movió entre las sombras y avanzó hacia la luz. David palideció, y la cadena tintineó cuando se echó hacia atrás hasta tocar la pared fría. El rostro que observaba era horrible. La piel rojiza y ennegrecida en algunas partes, como si se hubiese quemado en el Infierno, los largos colmillos y la sonrisa grotesca.

—Quiero tu alma y tus pensamientos.

David sacudió la cabeza y cerró los ojos con fuerza.

—No existes, no existes —repitió como una letanía—. Estoy enfermo, es mi imaginación.

Una mano fría lo sujetó con fuerza de la mandíbula, apretándosela de tal modo que creyó que se la rompería.

—Estoy aquí —le dijo la voz—, y no hay lugar seguro en el que puedas esconderte de mi presencia.

Lo soltó con un empujón que hizo que se derrumbara sobre el catre. David escuchó su carcajada, mientras mantenía los ojos firmemente cerrados, y se estremeció. Se cubrió los oídos con las manos, para no escucharlo, y trató de aferrarse a algún recuerdo de su mente, algo que fuese bello. Una imagen de alguien cálido y lleno de luz apareció en su pensamiento, y él la reconoció. Judith, su hermana. Se aferró a esa imagen para no perder la cordura. El demonio se marchó.

—¿Se le pasará pronto el efecto? —le preguntó el caballero a su sirviente mientras subían las escaleras hacia el piso superior del almacén. En cuanto llegó arriba, se despojó de la máscara.

—Mientras más beba, más efecto hará el opio y más se le nublará la mente hasta el punto que será incapaz de distinguir sueño de realidad —respondió este.

—¿Y si deja de beber? —inquirió con cierta preocupación. No le interesaba que sir Langdon supiese quién era él.

El sirviente sacudió la cabeza.

—No lo hará. La sed lo obligará a continuar bebiendo de la jarra, que contendrá cada vez dosis mayores.

El caballero entró en la oficina que habían improvisado en aquel almacén y guardó la máscara en el cajón del escritorio.

—Recuerda que no podemos matarlo —señaló, temiendo que una dosis mayor pudiese resultar mortal.

—No morirá, sahib.

—Bien, entonces ya podemos ocuparnos de los negocios.

—Hay otro pequeño problema, sahib —repuso el criado.

El caballero frunció el ceño, molesto. Parecía que, últimamente, las cosas se complicaban demasiado. Hasta aquel momento, todo había funcionado a la perfección, pero después, la fortuna cambió de mano y las cosas comenzaron a desmoronarse. Si esos estúpidos del banco no le hubiesen pedido cuentas, no tendría necesidad de buscar dinero. Clavó la mirada en su sirviente mientras esperaba que aquella nueva complicación no tuviese demasiada importancia.

—¿De qué se trata?

—Cuando el hombre comenzó a delirar por el efecto del opio, mencionó a una mujer —le contestó.

—Bueno, eso no me parece que tenga nada de extraño.

—Por la información que pude obtener, se trata de su hermana, que ha venido a visitarlo.

—Quizás la situación no revista mayor importancia —le comentó. Sin embargo, mientras lo decía, él mismo tenía sus dudas. Las mujeres pecaban muchas veces de exceso de curiosidad, y quizás, esta, si no encontraba a su hermano, podía causar problemas, acudiendo a quien no debería—. En cualquier caso, quiero que contrates a dos hombres para que la vigilen y me informen de cada paso que da.

—¿Y si comienza a dar problemas? —insistió el sirviente.

El caballero esbozó una sonrisa desagradable.

—Yamir, te tomas demasiadas molestias por un asunto tan pequeño. Se trata tan solo de una mujer, ¿qué crees que pueda hacer? —se burló.

Los ojos oscuros del sirviente refulgieron con un brillo ardiente.

—Mujeres hay que han provocado caídas de grandes imperios —sentenció.

—Busca a esos hombres, ponlos a trabajar y deja de preocuparte. No tengo pensado rendirme ante ninguna mujer —le aseguró.

El sirviente se inclinó ante él y se alejó con andar sigiloso. Su amo no había tomado en serio sus palabras, y eso constituía un gran error. Las mujeres parecían criaturas débiles e inocentes, como podía parecerlo también una víbora dormida. Hubiese preferido ser él mismo quien vigilase a la mujer, ya que habría comprendido mejor cada uno de sus movimientos y de sus acciones, pero tendría que conformarse con esperar que los dos perros ingleses que contratara hiciesen bien su trabajo.

El hecho de que su señor se hubiese burlado del poder de las mujeres lo había puesto algo nervioso. Le parecía un presagio de mal agüero. ¿Cómo podía creer que las mujeres no eran fuertes? Quizás fuese porque no conocía a la poderosa y destructora Kali.

Un estremecimiento lo sacudió. Inclinó la cabeza y elevó una plegaria a la diosa para que no permitiese que la mano de una mujer inglesa aplastase al demonio que gobernaba a su señor.