Capítulo 5

Se había equivocado. Judith volvió su vida un infierno.

David le había dicho que se llevaría mal con su hermana a causa de su terquedad, y había tenido razón. Pero la muchacha no solo era terca, también mandona, impulsiva, irritante y, ¡demonios!, demasiado atractiva.

Aún recordaba la primera vez que la había visto ataviada como correspondía a su estatus. Había tenido que luchar contra su propio cuerpo para no boquear cuando sintió que perdía el aliento. Su cabello no era rubio, como él había creído, sino de un color caoba que asemejaba a las hojas de los arces en otoño, y no supo por qué, pero le hizo pensar en el calor del hogar. Su rostro ovalado, con la piel ligeramente dorada —supuso que debía olvidar con frecuencia usar sombrero cuando estaba en el campo— y una sarta de pecas que salpicaban el puente de la nariz. Las largas pestañas oscuras acentuaban el azul claro de sus ojos, que seguían siendo vivos y penetrantes, al igual que sus labios le seguían pareciendo carnosos y deseables.

Sin los voluminosos ropajes que usaba cuando la conoció por primera vez, su figura esbelta, moldeada por deliciosas curvas, le hizo tragar saliva, y luego fruncir el ceño cuando se dio cuenta de su propio comportamiento. Recordar a Helena estabilizó su espíritu y puso de nuevo las cosas en su lugar.

—No va a venir conmigo —le espetó por enésima vez.

Ella se limitó a ignorarlo y a seguir colocándose los guantes con una serenidad tal que le hizo rechinar los dientes de rabia.

Se hallaban en el vestíbulo de la mansión de Piccadilly, y Bellamy, su mayordomo, aguardaba paciente a que terminase la discusión para poder entregarle el sombrero y el bastón a su señor. En tres días se había acostumbrado a la tónica que seguían los dos contrincantes y, en su fuero interno, se alegraba de que la señorita Langdon hubiese irrumpido en la vida de lord Marston, puesto que lo había arrancado de esa melancolía y ese aburrimiento que parecían haberlo absorbido durante los últimos tiempos. Además, estaba seguro de que la contienda no duraría demasiado, siempre terminaba ganando la señorita Langdon.

—¡Demonios! —gruñó Robert antes de arrancar, literalmente, el sombrero y el bastón de manos de Bellamy y dirigirse con furiosos pasos hacia la puerta con una silenciosa Judith a la zaga.

El mayordomo se apresuró a abrir la puerta y respondió con una sonrisa a la sonrisa pícara que Judith le dedicó cuando pasó a su lado. Sí, le caía bien la joven, y era justo lo que su señor necesitaba, pensó cuando cerró la puerta tras ellos.

—No sé qué es lo que le molesta tanto —le dijo Judith apenas arrancó el carruaje—. En la ocasión anterior me comporté tal y como usted me pidió.

—En la ocasión anterior, usted ni siquiera debería haber venido —espetó molesto.

Ella se había empeñado en acompañarlo cuando le dijo que acudiría al ministerio. Por supuesto, Robert se negó. No podría hablar libremente con lord North si la joven se hallaba de por medio. Sin embargo, no hubo poder humano que la convenciese de que no fuera, y tuvo que obligarla a prometerle que se quedaría en el carruaje, sin salir de él y sin siquiera asomarse por la ventanilla.

—Tiene que comprender que no puedo quedarme de brazos cruzados en la salita de mi casa mientras espero a que usted me traiga noticias sobre mi hermano —le contestó.

«Eso es lo que haría cualquier dama», gruñó para sí Robert.

—Señorita Langdon, no estamos en Irlanda, ni en el campo, donde tal vez ciertas cosas no sean mal vistas —le recordó—. Estamos en Londres, en el mayor nido de cotillas del mundo. ¿Tiene usted idea de lo que pensará la gente si nos ven juntos con frecuencia? ¿Qué les contestaré si me preguntan quién es usted?

Judith se encogió de hombros con indiferencia. Lo cierto era que le traía sin cuidado lo que pudiesen pensar todos aquellos esnobs que conformaban la alta sociedad de Londres. Una vez que supiera que su hermano se hallaba a salvo y que no le había ocurrido nada, regresaría a su querida Irlanda y no volvería a saber nada de todos ellos.

—Dígales que soy su amante.

La palabra lo golpeó con fuerza en el estómago, y en otras partes de su anatomía. Sin embargo, el recuerdo de Helena volvió a asaltarlo. Su voz tentadora, esas caricias de manos suaves que lo envolvieron en la red de la seducción, esos labios mentirosos que lo traicionaron. Su tono se volvió cortante como el acero de una hoja de espada cuando respondió.

—No ofrezca tan alegremente lo que no puede cumplir, señorita Langdon.

Ella lo miró sorprendida ante lo desagradable de su tono y la crudeza de sus palabras. Emanaba de él una rabia oscura y poderosa que parecía dominarlo por entero en aquel momento, y Judith se preguntó qué podía haber causado esa reacción.

—No quería decir... —La excusa murió en sus labios cuando percibió su mirada atormentada. Tras el aguamarina de sus ojos había encerrado un profundo dolor. Fuese cual fuese el secreto que guardaba lord Marston, la herida aún no había cicatrizado—. Lo siento —declaró con sinceridad.

Robert miró al frente y permaneció en silencio. Se recriminó a sí mismo por su comportamiento. Ella no tenía la culpa. No trataba de seducirlo, como había hecho Helena, para sacar algo de él. Sabía que a Judith no le preocupaban los rumores, pero él no podía permitir que hablasen mal de la hermana de David. Tampoco debería haber volcado en ella la rabia por la traición de Helena.

—Discúlpeme usted a mí, no debería haberle hablado de ese modo.

Judith asintió, aceptando la disculpa.

—Supongo que, al no conocernos, es normal que hagamos o digamos cosas que pueden molestar al otro, pero puesto que vamos a trabajar juntos...

—Señorita Langdon —la interrumpió él sin miramientos—, nadie ha dicho que vayamos a trabajar juntos.

—Por supuesto que sí —insistió ella con terquedad—. No voy a permitirle que me deje atrás. Si es necesario, me plantaré todos los días en la puerta de su casa. Estoy segura de que a Bellamy no le importará dejarme entrar.

Robert dejó escapar un gruñido elocuente. Sabía que era lo suficientemente osada para actuar así y, además, había notado también la rapidez con la que había conquistado la lealtad de su mayordomo.

—Usted no lo entiende —le dijo, tratando de no perder la paciencia—. Esto puede resultar peligroso.

—Pues explíquemelo —le rogó. En su súplica había un matiz de angustia que lo conmovió. Comprendió cómo debía sentirse ella, que andaba a ciegas, pero ¿hasta qué punto podía contarle lo referente al trabajo de David? Se sobresaltó cuando ella posó la mano sobre su brazo—. Por favor. David es todo lo que me queda.

Trató de evaluar la situación con frialdad, y supuso que para Judith resultaba más peligroso desconocer la realidad que saberlo todo, al menos todo lo que podía contar. Si ella decidía actuar por su cuenta —y era muy capaz de hacerlo si él seguía negándose a que lo acompañase—, podría encontrarse en graves problemas. Dejó escapar un suspiro de resignación y claudicó.

—David y yo nos conocimos en las oficinas del Ministerio de Gobierno —comenzó a explicarle.

—¿Usted también trabaja como secretario? —le preguntó con un evidente tono de incredulidad.

Robert no pudo evitar soltar una carcajada.

—¿Eso le contó David?

Judith enrojeció por la vergüenza. Se daba cuenta de que un hombre como él, con esa arrogante seguridad y su capacidad de actuar con rapidez y precisión, no concordaba con el perfil de un secretario, pero ¿qué otra cosa podía pensar? Lo cierto era que no comprendía muy bien a qué se dedicaba toda esa gente que pululaba por los pasillos de un ministerio que, a su juicio, no tenía ni idea de lo que significaba gobernar un país.

—No. David me mintió —le contó. Su voz revelaba lo disgustada que se sentía al respecto—. Todos estos años he creído que dirigía una compañía naviera. Fue Denson, su mayordomo, quien me dijo que trabajaba en el ministerio.

Robert sacudió la cabeza con pesar. Entendía la necesidad de David de proteger a su hermana. Durante los años que trabajó para el Gobierno, él tampoco le dijo a su familia a qué se dedicaba, excepto al duque; sus hermanos seguramente lo suponían. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que aquello era un error.

—David es un agente del Gobierno británico —le dijo.

Vio cómo sus ojos se agrandaban por la sorpresa antes de llenarse de curiosidad. No sabía por qué, pero estaba convencido de que ella reaccionaría así. Judith no parecía de esas jovencitas que se escandalizaban y horrorizaban por todo, suponía que no se habría desmayado ni una sola vez en su vida.

—Un espía —comentó en un tono bajo y grave que envió un escalofrío a su columna. Luego lo miró fijamente, como si tratase de desentrañar un problema—. ¿Usted también lo es?

Robert negó con la cabeza.

—Lo era. Lo dejé hace unos años.

La respuesta, breve y seca, le dio a entender a Judith que no deseaba hablar más al respecto, aunque ella se moría de curiosidad por conocer hasta el último detalle. Desde luego, la labor de espionaje le sentaba mucho mejor que imaginárselo detrás de un escritorio redactando cartas.

—¿Cree que la desaparición de David está relacionada con algo de esto?

Robert se encogió de hombros. No tenía ni idea de si era así. Cuando había ido al ministerio, lord North no se encontraba en la oficina y no habían sabido darle razón de cuándo volvería, por eso se dirigían en ese momento hacia Guildford, en el condado de Surrey, donde lord North, como conde y barón de Guildford, poseía una bella mansión. Robert sabía que, en ocasiones, se retiraba al campo para poder reflexionar, con más tranquilidad y silencio, sobre algunos temas de importancia para el país.

—Si lo está, lord North nos lo dirá.

Judith asintió y luego permaneció en silencio. La revelación de lord Marston cambiaba por completo las circunstancias de la desaparición de David, y un sentimiento de aprensión se instaló en su estómago. No se atrevió a pensar en lo que podía haberle sucedido a su hermano.

—Judith. —Ella se volvió a mirarlo. Se había percatado de que usaba su nombre de pila cuando trataba de consolarla, y lo cierto era que en ese momento necesitaba ese consuelo con desesperación—. David es muy bueno en su trabajo.

Sí, estaba segura de que así era.

—Siempre se le han dado bien todas las cosas —repuso con una sonrisa cargada de tristeza y nostalgia—. Nuestro padre se sentía orgulloso de él, decía que había nacido para triunfar.

El silencio se dilató en el interior del carruaje, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Fue Robert quien lo rompió al cabo de un rato.

—Si vamos a trabajar juntos, será mejor que pensemos cómo vamos a explicar su presencia —le dijo.

La sonrisa radiante que ella le dedicó provocó un revuelo en su estómago, y Robert se preguntó si habría tomado la decisión correcta.

—Por supuesto —respondió. No añadió nada más, no quería tentar a la suerte. Había conseguido lo que deseaba. También controló el impulso que le sobrevino de abrazar a lord Marston, supuso que a él no le agradaría tanta efusividad. Si hubiese sido irlandés... Los irlandeses eran expresivos y afectuosos. No comprendía cómo podían soportar los ingleses tanta frialdad en el trato. Se preguntó cómo habían podido llegar David y él a ser amigos.

—Esperaremos a ver qué nos dice lord North para poder trazar un plan concreto. Tal vez David solo haya viajado al continente con algún encargo —le comentó, aunque él mismo estaba convencido de que no se habría marchado sin notificárselo a su hermana o a Denson, su mayordomo.

La mansión que lord North poseía en Guildford era un magnífico edificio de ladrillo rojo, de estilo Tudor, con grandes ventanales y abundantes chimeneas, rodeado de una amplia extensión de jardín.

El coche se detuvo junto a la entrada principal pasado el mediodía.

—¿Me va a pedir otra vez que me quede en el carruaje? —le preguntó Judith cuando vio que él descendía del coche.

Robert se volvió y la miró largamente antes de responder.

—¿Se quedaría si se lo pidiera?

—No —repuso con sinceridad.

Él sacudió la cabeza y ocultó una sonrisa.

—Entonces, será mejor que me acompañe —le dijo, tendiéndole la mano para ayudarla a bajar—. A lord North no le va a gustar tener que dar explicaciones ante usted —declaró mientras se dirigían hacia la casa—. Se supone que todo nuestro trabajo es secreto, así que más vale que no diga nada si no se le pregunta, ¿lo ha comprendido?

—Sí, lo he comprendido, milord, aunque eso no significa que esté de acuerdo.

Robert emitió un sonido, mitad quejido, mitad suspiro de resignación.

—¿Siempre va a cuestionar todo lo que yo le diga? —se quejó.

—Probablemente sí, milord —admitió. Luego añadió con una sonrisa cargada de ironía—: Por extraño que le pueda parecer, las mujeres también poseemos un cerebro con capacidad para pensar. David siempre ha reconocido que mis ideas son mejores que las suyas en lo que se refiere a la administración de Langdon Manor.

—No lo dudo, señorita Langdon, soy consciente de que posee usted una asombrosa creatividad.

Judith entrecerró los ojos y contempló su rostro varonil en busca de algún indicio de burla. Iba a responder cuando se abrió la puerta de la entrada y un mayordomo con librea se inclinó en una reverencia.

—Buenas tardes, milord. Milady.

Robert no se molestó en corregir al mayordomo acerca del título que ostentaba Judith.

—Me gustaría ver a lord North, si es posible. Soy lord Robert Marston.

El hombre llamó a uno de los lacayos que aguardaban en el vestíbulo.

—Veré si su señoría se encuentra disponible —respondió—. Mientras tanto, permitan que los acompañen a una de las salitas donde estarán más cómodos.

Siguieron al joven y silencioso lacayo por uno de los corredores laterales. Los condujo a una salita primorosamente decorada en tonos dorados y verdes, y una enorme chimenea de mármol gris que permanecía encendida para paliar el ambiente húmedo y fresco del exterior.

Ninguno de los dos tomó asiento. Judith se dirigió hacia uno de los grandes ventanales desde donde podía contemplar los jardines, con los parterres llenos de flores, y las grandes rosaledas. Robert se acercó a la chimenea. A veces tenía la sensación de que el frío que había experimentado cuando Helena le disparó nunca desaparecería del todo de su cuerpo.

La puerta se abrió de nuevo y Robert se giró.

—¡Marston! —La exclamación de placer del primer ministro lo hizo sonreír—, ¿ha venido a decirme que quiere retomar su puesto?

Robert negó con la cabeza. No había trabajado al servicio de lord North, puesto que el hombre había sido nombrado primer ministro tan solo dos años atrás, pero el duque de Grafton se había encargado de darle buenas referencias acerca de él y, desde entonces, había estado intentando convencerlo para que regresara al servicio activo como agente. Según le había dicho, el duque de Grafton le había asegurado que él era uno de los mejores hombres que había tenido, tanto por su inteligencia como por su intuición —aunque esta le hubiese fallado miserablemente en su último caso, y le hubiese costado la vida a un hombre y casi a él mismo—, y se negaba a darlo por perdido.

—Ya sabe que no —le dijo, al tiempo que estrechaba la mano que el otro le tendió.

—Es una lástima, me hacen falta más hombres como usted —se lamentó—. Y, dígame, ¿qué tal sigue su herida? ¿Se ha recuperado?

—Sin ningún problema, milord.

Lord North le dio unas palmaditas en la espalda.

—Bien, bien. Eso está bien.

Judith no se había perdido un ápice de la conversación, y le sorprendió escuchar que lord Marston había sido herido, con toda probabilidad en alguna de sus misiones. Se percató también del momento exacto en que el primer ministro fue consciente de su presencia en la sala. Realizó una rápida evaluación de su persona y Judith experimentó una cierta incomodidad bajo el escrutinio de esos ojos, un tanto saltones, que parecían captar hasta el último detalle. Se sintió tentada de llevarse la mano al cabello para asegurarse de que tenía cada rebelde mechón en su lugar, pero se controló.

—Enhorabuena, Marston —dijo el hombre mientras se acercaba a ella—. No sabía que había tomado esposa, y una bella esposa, además. Lady Marston. —Tomó su mano y la besó con galantería. Judith le sonrió, pero no respondió nada. Quería disfrutar un poco más de la situación. Lord Marston le había dicho que no hablase si no le preguntaban, así que, por una vez en su vida, obedeció, y esperó a ver cómo salía él solo del problema.

Robert fulminó a Judith con la mirada cuando vio la sonrisa que tomó forma en sus labios. Sabía lo que ella estaba pensando, y maldijo en su interior. Carraspeó para llamar la atención del primer ministro, quien parecía embelesado con «su esposa».

—Discúlpeme, milord —le dijo, acercándose a su lado—. La honorable señorita Judith Langdon no es mi esposa, sino la hermana de sir David. Y tampoco estamos prometidos —se apresuró a añadir antes de que el hombre volviese a precipitarse en sus conclusiones.

—¿La hermana de Langdon? —repitió, como si no acabase de creérselo. Se volvió hacia Robert y lo miró con el ceño fruncido.

—Sabemos que David ha desaparecido —le informó este.

El estómago de Judith dio un vuelco ante sus palabras. Sabía que lo que lord Marston le había dicho en el carruaje sobre el posible viaje de David era tan solo una afirmación gratuita, destinada a tranquilizarla. Por eso, escuchar en aquel instante esa categórica aseveración la golpeó con fuerza y se tambaleó. Robert dio un paso hacia ella, pero Judith lo detuvo con un gesto apenas imperceptible que él captó de inmediato. No quería que lord North la juzgase como una dama frágil a la que las malas noticias convertían en una histérica temblorosa.

Lord North los miró alternativamente, primero a uno y luego al otro, y, finalmente, dejó escapar un suspiro de resignación.

—Mi esposa, Anne, y yo nos disponíamos a almorzar —les dijo—. Estaremos muy honrados de que se unan a nosotros. Después, podremos hablar sobre este tema.

El alivio inundó a Judith, casi como si hubiesen aplazado su sentencia de muerte. Anhelaba saber sobre el paradero de David, pero, al mismo tiempo, tenía miedo de lo que podría descubrir.

—Será un placer, milord —respondió Robert.

El primer ministro ofreció, galante, el brazo a Judith y esta lo aceptó. Mientras se dirigían hacia el comedor, seguidos por Robert, lord North le fue explicando la historia de la mansión.

—Lo cierto es que hubiese preferido una casa en Wroxton, cerca de la residencia familiar —declaró cuando entraban en el amplio comedor—, pero Oxfordshire queda demasiado lejos de Londres. ¡Ah!, Anne, querida, permíteme que te presente a nuestros invitados.

Judith vio la sonrisa afable que esbozó la mujer y supuso que debía de encontrarse en numerosas ocasiones con situaciones parecidas, dado el puesto que ocupaba su esposo en el Gobierno. Se trataba de una mujer delgada, de rostro alargado, labios finos, nariz respingona y cejas arqueadas. Contrastaba con lord North, que era más bien grueso y de cara redondeada.

—Bienvenidos —les dijo una vez que los hubo presentado—. Por favor, tomen asiento. No solemos ser demasiado formales cuando estamos en el campo.

La comida transcurrió de forma agradable mientras conversaban sobre diversos temas, todos inocuos, puesto que nadie mencionó nada referente a la política.

—Anne, tomaré la copa con lord Marston y la señorita Langdon en el despacho, si no te importa —le comentó a su esposa cuando terminaron el postre.

La mujer accedió con una sonrisa amable. Se levantó y se despidió de ellos, que también se habían puesto en pie. Lord North los condujo a su despacho, que quedaba justo en la otra ala de la casa. Se trataba de una estancia austera, con muebles de madera oscura e innumerables estanterías con libros. Sobre el gran escritorio abundaban los papeles, entre ellos algunos mapas.

—Disculpen el desorden —les dijo al tiempo que retiraba las cosas de la mesa y guardaba los mapas—, este asunto de las colonias americanas me absorbe demasiado tiempo. Tomen asiento, por favor.

Cuando se acomodaron en las sillas, Robert miró de reojo a Judith. Aunque la joven mantenía el rostro sereno, pudo ver cómo apretaba sus manos con nerviosismo. Esperaba, de todo corazón, que lord North no les diera malas noticias.

—Comprendo que todo lo relativo al trabajo de las oficinas de Gobierno debe mantenerse en secreto —comenzó Robert—, pero creo que la señorita Langdon...

—No se preocupe por eso, Marston —lo interrumpió el primer ministro—, entiendo la situación. Cuando le encargué esta misión, Langdon me comentó que tendría la visita de su hermana. —Frunció el ceño, pensativo—. Creímos que la cuestión se resolvería con facilidad, pero, por lo visto, no calculamos bien la profundidad del asunto. Langdon estuvo enviándome informes hasta hace poco más de una semana. Después de eso, no he vuelto a tener noticias suyas.

—¿En qué andaba metido? —inquirió Robert.

Lord North se reclinó contra el respaldo de su silla de cuero y cruzó las manos sobre su voluminoso vientre al tiempo que le dirigía una mirada penetrante, como si reflexionase sobre la conveniencia de dar o no esa información.

—¿Está usted dispuesto a aceptar la misión, Marston? —le preguntó a su vez.

Robert se tensó ligeramente. No tenía pensado volver al servicio activo, pero comprendía la posición de lord North. Si no estaba dispuesto a llevar la misión adelante, no podría facilitarle la información, puesto que otro agente se encargaría de llevar el caso mientras averiguaba el paradero de su amigo. Sintió sobre sí el peso de la mirada de Judith. Él estaba en deuda con David. Si quería salvarlo, tendría que aceptar volver a actuar de nuevo como espía. Un estremecimiento de excitación lo recorrió por entero.

—Acepto.

Casi le pareció oír a Judith exhalar el aire que había contenido, pero no se volvió hacia ella.

Lord North asintió satisfecho.