Capítulo 6

La Compañía Británica de las Indias Orientales había sido fundada en 1599 por un grupo de empresarios cuyo propósito era dedicarse al comercio con las Indias con el fin de acabar con el monopolio que las compañías holandesas ejercían sobre el comercio de las especias.

En aquel momento, muchos ricos comerciantes y aristócratas ingleses poseían acciones de la Compañía. Si bien este no era el caso del Gobierno inglés, sí que ejercía un control indirecto sobre esta, dado el volumen comercial y financiero de la empresa. Los barcos arribaban a los diversos puertos de la India y al puerto de Cantón en China, donde comerciaban con diversos productos, llegando a obtener un beneficio de unos dos millones de libras anuales.

El comercio con China se había demostrado especialmente lucrativo. La Compañía comerciaba con lana británica y algodones indios a cambio de té, porcelanas y sedas chinas. Sin embargo, la demanda de té había crecido tanto en Inglaterra en los últimos tiempos, que se había generado una gran escasez de plata para pagar las importaciones, ya que a los comerciantes chinos no les interesaban los productos que Inglaterra ofrecía a cambio, con lo que tuvieron que buscar otros recursos para compensar la balanza de pagos. Y, finalmente, lo habían encontrado: el opio.

La Compañía era el mayor productor de opio en la India, y aunque la venta de este había sido prohibida en la China por un edicto imperial en 1729, supo gestionar el tráfico de tan codiciada mercancía, especialmente por su valor medicinal, a través de pequeñas agencias privadas, creando así una red de narcotráfico paralela al comercio legal.

—Por supuesto que el Gobierno estaba al tanto de todo esto —le dijo a Robert tras haberle explicado la situación—, pero puesto que suponía un beneficio económico para Inglaterra, decidimos no intervenir.

Robert asintió. Gracias a las gestiones de su hermano James, poseía acciones en la Compañía, lo que le había reportado grandes beneficios.

—¿Qué es lo que investigaba David?

Lord North dejó escapar un suspiro de cansancio.

—Mientras el opio fuese destinado a China, el Gobierno no tenía ningún problema en mirar hacia otro lado —le explicó. Luego, frunció el ceño—. Sin embargo, hace unos meses descubrimos en el East End algunos fumaderos de opio. Enviamos a Langdon a investigar.

—El cabecilla de alguna banda trafica con opio —aventuró Robert.

El primer ministro asintió.

—Hay una red muy bien articulada de venta de opio, y la violencia en los bajos fondos se ha recrudecido últimamente por esta causa —señaló. Las bandas del crimen organizado suponían todo un desafío para las autoridades británicas. Su poderío en los barrios marginados del East End era indiscutible, y ni siquiera los Bow Street Runners se atrevían a pisar sus dominios—. El opio atrae a mucha gente, y la banda que dirige todo aumentó el número de garitos de juego y el mercado de la prostitución. Sin embargo, lo que más nos interesaba era la procedencia del opio. Langdon descubrió que alguien, en la Compañía de las Indias Orientales, tenía tratos con el cabecilla de la banda, y se estaba lucrando con ello.

El silencio pareció espesarse en el ambiente tras esta declaración. Judith no estaba segura de haber comprendido a fondo el problema, pues desconocía muchas de las cosas sobre las que habían hablado, pero el ceño fruncido de lord Marston no auguraba nada bueno, así como tampoco la mención que se había hecho al East End. David la había prevenido de no adentrarse nunca, ni sola ni acompañada, en esa zona. Un doloroso nudo de angustia le apretó la garganta.

—¿Averiguó Langdon de quién se trataba? —Quiso saber Robert.

—Creo que estaba cerca de conseguirlo, y por eso lo... —Se detuvo al ver la mirada horrorizada de la joven y maldijo para sus adentros. Había estado a punto de decir que por eso lo habían matado, ya que estaba convencido de que eso era lo que había sucedido, pero cambió sus palabras—. Por eso ha desaparecido —concluyó.

Robert apretó la mandíbula con fuerza. Sabía lo que lord North había querido decir, aunque él no podía, ni quería, aceptar que David estuviese muerto.

—¿Podría proporcionarme toda la información que posee de esta investigación?

—Por supuesto, aunque los papeles se encuentran en la oficina —le dijo lord North—. Enviaré un mensaje a mi secretario para que se los preparen y podrá pasar a recogerlos mañana.

—Haré todo lo que pueda para encontrar a David —respondió con gesto grave.

Sus palabras, casi una promesa, iban más dirigidas a la mujer que se sentaba a su lado que al primer ministro. Judith tenía el rostro demasiado pálido y las manos apretadas en puños sobre el regazo.

—No me cabe la menor duda —convino lord North mientras lo examinaba con atención, como si pretendiera descubrir sus intenciones. Finalmente, dejó escapar un largo suspiro antes de añadir—: Tenga cuidado, Marston. Esta gente sabe lo que hace. Además, no será fácil averiguar algo más de lo que ya descubrió Langdon. Tenga en cuenta la cantidad de personas que trabajan en la Compañía o que poseen acciones en ella; cualquiera podría ser el cerebro de esta operación.

—Soy consciente de ello.

—Señorita Langdon —dijo, dirigiéndose a Judith con gesto contrito—, siento no haber podido ofrecerle mejores noticias sobre su hermano.

Ella se limitó a asentir. En ese momento no se sentía con fuerzas para dejar salir ni una sola palabra de su garganta.

—Lord North lo da por muerto, ¿verdad? —le preguntó cuando iban en el carruaje, de vuelta a Londres. Sentía el estómago revuelto, y aunque temía la respuesta, prefería conocer la verdad.

Robert permaneció un momento en silencio, pensativo. La situación no era ni mucho menos halagüeña. El mundo de las mafias del East End resultaba oscuro, complejo y peligroso. No les importaba robar, secuestrar o asesinar con tal de conseguir un beneficio, pero el hecho de que el cuerpo de David no hubiese aparecido flotando en el Támesis representaba una pequeña esperanza.

—No lo está —le aseguró. Judith respiró hondo y él admiró su capacidad para controlar sus emociones. En ningún momento se había dejado llevar por la histeria a pesar de que no debía haberle resultado fácil escuchar las palabras del primer ministro.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

Quedaba descartado hablarle de lo que sucedía con quienes se aventuraban a desafiar a las mafias, no quería que la joven sufriera pesadillas, así que se encogió de hombros.

—Simplemente lo sé.

Judith no era ninguna estúpida y comprendía a los hombres tan bien como a las ovejas, quizás porque le parecían igual de simples. Lord Marston no le mentía, creía realmente que David vivía, pero también le ocultaba algo. Sabía que buscaría a David, y ella planeaba estar a su lado a cada paso del camino; nunca había sabido permanecer ociosa, y no iba a hacerlo en esa oportunidad, que se hallaba en juego la vida de su amado hermano. El cómo iba a lograr eso ya era otro cantar, pues estaba convencida de que aquel aristócrata de mirada profunda y rostro atractivo e impenetrable no se lo iba a poner fácil. Más le valía aclarar las cosas cuanto antes.

—Voy a acompañarlo en la búsqueda.

Robert se tensó en el asiento.

—No.

Tal vez la tajante negativa hubiese funcionado con otra mujer más sumisa y obediente, pero no fue así en el caso de Judith.

—No le estoy pidiendo permiso, milord —rebatió con firmeza—. Simplemente he creído necesario informarle de mis intenciones.

—Usted no vendrá conmigo. Yo trabajo solo y no necesito estorbos de ninguna clase —le espetó con brusquedad—. ¿He sido claro?

Judith casi se echó a reír. La actitud prepotente de lord Marston le recordaba mucho a la de su hermano cada vez que ella quería realizar alguna actividad que David consideraba de ámbito exclusivamente masculino, como cuando aprendió a disparar. En cuanto los hombres sentían que una mujer podía hacerles sombra, se encrespaban como gallitos.

—Muy claro —repuso con calma, clavando sus ojos azules en los de él. Robert asintió, pensando que ella se había dado por vencida—. Entonces yo también trabajaré sola e investigaré por mi cuenta.

Robert gruñó una maldición. Sabía que había sido una mala idea permitir que la muchacha lo acompañase a ver a lord North, no sabía por qué demonios había cedido cuando ella se lo propuso. Pensar que podía adentrarse sola en el East End le revolvió las entrañas. ¿Acaso esa necia mujer creía que podía pasearse por Londres como si estuviese paseando por un campo irlandés en un día de primavera? Entrecerró los ojos y la miró, pero ella le devolvió una mirada clara, cargada de burlona inocencia. Sus labios esbozaban una media sonrisa y Robert se quedó prendido de esa boca. Su pensamiento se transformó entonces en un caos de emociones y deseos, y apartó la mirada con brusquedad. Metió la mano en el bolsillo y acarició la frialdad de la bala. Un recordatorio que lo apartó de la tentación que lo impulsaba a probar esos labios.

El estómago de Judith hacía cabriolas, y estaba segura de que no se debía al traqueteo del carruaje. La intensidad de la mirada verdeazulada de lord Marston había enviado una descarga a todas sus terminaciones nerviosas. En cualquier otro momento se hubiese puesto a parlotear, como hacía siempre que se encontraba nerviosa, pero en ese instante, se sentía incapaz de decir una sola palabra, así que permaneció en silencio mientras intentaba que su corazón recuperase su ritmo normal en lugar de la loca carrera que parecía haber emprendido cuando él la miró.

—Es usted igual de terca que David.

Judith sacudió la cabeza.

—Él siempre decía que yo era mucho más terca que él —comentó con una sonrisa que tenía visos de tristeza.

—¡Dios me libre! —exclamó Robert. Judith le dirigió una mirada con el ceño fruncido. No sabía si enfadarse o echarse a reír. Lo cierto era que el rostro de lord Marston permanecía imperturbable. Así pues, guardó silencio hasta que él volvió a romperlo poco después—. Londres es demasiado peligrosa. No puede aventurarse sola por sus calles, especialmente en ciertos lugares.

Judith contuvo un suspiro de cansancio. Sabía que lo que decía era cierto, pero el peligro no la amedrentaba, al menos no lo bastante como para refrenar su deseo de hacer algo por David. Nunca podría perdonarse si se quedaba cruzada de brazos y su hermano moría.

—No me importa el peligro —le aseguró con la mirada clavada en sus manos enguantadas—. Sé cuidarme sola.

—¿Sabe a lo que se expone una mujer que camina sola por las calles? —recalcó con tono endurecido a causa de su terquedad y de la postura de serena tranquilidad que había adoptado. Esa calmada seguridad le provocó un escalofrío cuando lo retrajo al pasado, a otra mujer—. Una verdadera dama jamás se aventuraría en algo así.

—Tal vez las damas inglesas no amen lo suficiente a sus hermanos como para arriesgarse por ellos —le espetó con reservada dignidad. Luego lo miró con una sonrisa burlona—. Ustedes, los ingleses, son tan fríos y estirados, con sus normas y sus...

Robert no oyó nada más. Le zumbaron los oídos y se le nubló la visión. Aquellas mismas palabras las había escuchado de labios de Helena, cargadas de desprecio y burla, justo antes de que ella, la mujer a la que había amado, le disparase. Una avalancha de emociones se desbordó sobre él y volvió a revivirlo todo en ese mismo momento.

Su movimiento fue un acto instintivo, nacido de oscuros recuerdos que anidaban en lo profundo de su memoria y de su corazón.

Si Judith no hubiese estado mirando su rostro, no se habría percatado del cambio en su expresión, pero fue su mirada lo que la asustó. Sus ojos, esos dos lagos azules, a veces pacíficos, a veces chispeantes, parecían arder con una rabia fría y oscura que la perturbó.

No tuvo tiempo de reaccionar. De repente se encontró aprisionada contra el acolchado asiento por un cuerpo de sólido músculo, y un brazo de acero apretándole la garganta con tal fuerza que pensó que le partiría el cuello. Se obligó a sí misma a permanecer tranquila, tal y como le había enseñado David; si se comportaba como una histérica, solo Dios sabía cómo reaccionaría lord Marston.

—Robert... —lo llamó con suavidad.

Su tono calmado no pareció surtir ningún efecto tranquilizador en el hombre, al contrario, el brazo que le atenazaba la garganta se tensó un poco más. Sus ojos eran aterradores, no solo por la frialdad que demostraban, sino porque parecían mirar a través de ella, como si realmente no la viera.

—No vas a acabar conmigo —gruñó con fiereza—. Sé quién eres. ¡Antes te mataré yo a ti, Helena!

Judith jadeó. Le faltaba el aire y la situación era más seria de lo que había creído. El hombre estaba enajenado, tenía el cerebro confundido, y si no hacía algo pronto iba a matarla.

—¡Lord Marston, suélteme! —le ordenó. Trató de imprimir fuerza a su voz, pero lo cierto era que apenas podía respirar. El sudor le perlaba la frente y descendía en gotas por su espalda. A pesar de todo, no tenía miedo, porque sabía que aquel hombre no era su enemigo—. Soy Judith Langdon, la hermana de David.

—Intentaste matarme —farfulló—, pero él me salvó. David me salvó.

La presión sobre su cuello cedió un poco y Judith aprovechó para tomar una bocanada de aire. En ese momento, el carruaje se sacudió con fuerza cuando las ruedas pasaron sobre un bache de la carretera y, sin pensárselo dos veces, empujó a Robert con todo el ímpetu de que fue capaz, a pesar de que le temblaba el cuerpo, y este cayó hacia atrás sobre el mullido asiento, golpeándose la cabeza contra el lateral del carruaje.

—No se mueva.

El temblor en la voz femenina lo sorprendió.

—Maldita sea —juró por lo bajo mientras se frotaba el costado de la cabeza que le dolía por el golpe. No recordaba lo que había pasado. ¿Habían tenido un accidente? Levantó la mirada y se sorprendió todavía más cuando vio a Judith blandiendo una daga que apuntaba hacia él. Frunció el ceño, desconcertado. Luego todo su cuerpo se tensó. ¿Acaso se había equivocado y aquella mujer no era en realidad la hermana de David? ¿Lo habían engañado otra vez? Sacudió la cabeza. No, no podía ser, se dijo, aquellos ojos eran los de David. Se enderezó en el asiento.

—He dicho que no se mueva —le espetó con la voz enronquecida.

—Baje ese cuchillo —le ordenó con un bufido—, o terminará por hacerse daño.

—¿No va a volver a atacarme?

Robert se envaró ante sus palabras. Le dolía la cabeza y eso acrecentaba su mal humor.

—¿Por qué demonios iba yo a atacar...?

Enmudeció de repente al fijarse en su garganta. La piel enrojecida mostraba las marcas claras de unos botones. Supo, sin lugar a dudas, que se trataba de los de su casaca. Abrió los ojos horrorizado.

Judith se llevó la mano al cuello en un vano intento por cubrirse. Le dolía la garganta, pero le dolió aún más ver el sufrimiento y la desesperación en el rostro de él cuando se percató de lo que había hecho.

—No ha sido nada —le aseguró, pero su voz quebrada la traicionó.

—¡Dios mío! ¿Qué he hecho?

Robert sacudió la cabeza como si no fuera capaz de creer lo que veía, pero las marcas estaban allí, a pesar de que ella tratase de cubrirlas. Se aflojó el lazo de la corbata cuando sintió que le faltaba el aire.

—¿Está enfermo? —le preguntó Judith con toda la calma que pudo. Se había quedado pálido y parecía respirar con dificultad. Pensó que quizás sufría ataques con frecuencia, tal vez por eso no guardó la daga todavía. Como vio que no le respondía, continuó hablando con tono suave, como si intentase calmar a un animal herido—. Me confundió con otra persona. Me llamó Helena.

Él reclinó la cabeza contra el asiento y cerró los ojos. Su rostro era una máscara de dolor. El silencio se dilató en el interior del carruaje.

Judith sentía curiosidad, quería comprender lo que había sucedido. ¿Con quién la había confundido? Tal vez se trataba de una amante. Fuera quien fuese, le había hecho mucho daño, o no hubiera reaccionado así. Al ver que él no iba a responder, prosiguió.

—¿Quién es Helena?

Judith podía notar la tensión en su cuerpo que, aunque reclinado contra el asiento, permanecía rígido, y tenía los puños apretados. No creyó que le contestase, por eso se sorprendió cuando escuchó la respuesta.

—Helena está muerta.

Su tono desapasionado, casi indiferente, le provocó un escalofrío.

—¿Usted la mató?

Robert abrió los ojos y clavó en ella una mirada doliente.

—No, fue su hermano, David.

Judith apretó con fuerza el mango de la daga mientras miles de pensamientos asaltaban su mente. ¿Lord Marston había matado a David para vengarse de él por haber asesinado a su amante? Sacudió la cabeza. Aquello no tenía sentido. Lord North había dicho que David había desaparecido por meterse en un asunto de la Compañía de las Indias, pero ¿y si no era verdad?

—Pero...

—David me salvó la vida —la interrumpió con tono cansado—. Hele... ella me había disparado, y estaba dispuesta a volver a hacerlo, pero su hermano llegó a tiempo.

No añadió nada más, y Judith no quiso indagar a pesar de que sentía mucha curiosidad por conocer la relación que los unía.

—¿Me parezco a ella?

Robert la observó en silencio. No podían parecerse menos. Helena tenía la piel de alabastro, el cabello rubio y unos ojos azules que ahora, con la distancia del tiempo, se le antojaban fríos y duros. Sus labios rojizos sonreían seductores mientras su magnífico y deseable cuerpo se movía con elegancia, dejando tras de sí un delicado aroma a jazmín. Judith, en cambio, tenía la piel dorada, salpicada de pecas en el puente de su fina nariz. El cabello cobrizo hacía que sus grandes ojos azules destacasen aún más en su rostro ovalado. No había en ella nada de artificiosidad, ni siquiera su aroma, olía a campo y a frescor.

—No —respondió, antes de cerrar de nuevo los ojos para que no volvieran a posarse sobre su cuello enrojecido—. En absoluto.

Judith supuso que la tal Helena debía de ser una mujer hermosa, y se enfadó consigo misma por haber permitido que la respuesta de él le afectase. Desde luego, sabía que ella no poseía una belleza deslumbrante —la escasez de pretendientes en su vida así lo demostraba—, y tampoco es que estuviese deseosa de gustarle a lord Marston, por muy atractivo que lo encontrase.

Guardó silencio el resto del camino, hasta que el carruaje se detuvo con una suave sacudida frente a la pequeña casita alquilada en la que la aguardaban Janet Porter, su dama de compañía, y el vacío y la ausencia de David. La portezuela del carruaje se abrió y Judith se giró hacia Robert.

—No hemos hablado de los siguientes pasos que vamos a dar —le dijo después de hacer una seña al cochero, que aguardaba para ayudarla a bajar.

—No habrá ningún paso más —repuso tajante.

Judith se indignó.

—Usted me dijo que podía ayudarlo. Es mi hermano, y no pienso quedarme de brazos cruzados mientras se encuentra ahí fuera, en algún lugar, y quizás está en peligro —le espetó, cruzándose de brazos.

Robert vio el brillo furioso de sus ojos azules y la admiró por su valentía, por ser capaz de enfrentarse a él sin miedo a pesar de lo que le había hecho antes. ¡Dios!, se avergonzaba de su comportamiento. ¡Había estado a punto de matarla! No importaba que hubieran transcurrido casi tres años, Helena seguía envenenando su mente y poblando sus pesadillas. ¿Y si la próxima vez no podía detenerse? No, no podía haber una próxima vez.

—Escúcheme bien, señorita Langdon, porque no pienso volver a repetirlo. No hay un «nosotros» en esta causa, yo trabajo solo —declaró con tono firme—. Y si usted quiere de verdad que la ayude a encontrar a su hermano, se quedará en casa como una buena chica a esperar mis noticias.

Robert se dio cuenta de que, en ese momento, no solo su cuello se veía enrojecido, sino todo su rostro, a causa sin duda de la ira que brillaba en su mirada azul.

—¿Me quedaré en casa? —repitió con un sonsonete burlón—. Muy señor mío, no soy ningún adorno para conservarse entre cuatro paredes, yo tomo mis propias decisiones.

—¿Es que no se ha dado cuenta de lo que ha estado a punto de suceder, mujer? —le dijo, elevando la voz con furia contenida.

—Por supuesto que me he dado cuenta —gritó ella a su vez—, pero si cree que eso es suficiente para asustarme y hacer que me eche atrás, no me conoce en absoluto.

Se retaron con la mirada, ninguno de ellos dispuesto a ceder, con las cabezas tan próximas que notaban en el rostro el aliento jadeante del otro.

—Hará lo que le digo —gruñó Robert.

—Tendrá que obligarme —repuso ella, esbozando una dulce sonrisa.

Robert se echó hacia atrás y cerró los ojos.

—Por favor. —Su voz sonó en un susurro suave—. No quiero que se repita lo que sucedió antes. Le juro que no era mi intención hacerle daño, pero no deseo...

Se calló, aunque Judith comprendió lo que pretendía decirle. Debía de ser la primera vez que le sucedía aquello, y, aunque no lo dijera, tenía miedo. Ella también se había asustado, pero, si ya sabía lo que podía pasar, podría estar mejor preparada. Sin embargo, y aunque sabía que esto era cierto y que podía defenderse sola, comprendía a lord Marston. Decidió que valía más una retirada a tiempo, para planear un buen ataque, que lanzarse de cabeza a un fracaso seguro.

—Está bien —le dijo—, pero le ruego que me mantenga al tanto de todo lo que averigüe.

Robert abrió los ojos y la miró con desconfianza. Había cedido con demasiada facilidad. ¿Dónde estaba la legendaria terquedad de la que hablaba David? Tal vez la había asustado de verdad con su comportamiento, y ese pensamiento lo hizo sentirse culpable. Era cierto que no había sido consciente de nada, pero eso no era excusa y sí un motivo para preocuparse.

No tuvo tiempo de agradecerle su decisión; con la rapidez de una tormenta de verano, descendió del carruaje y desapareció tras la puerta de la casa alquilada sin siquiera un adiós.

Se preguntó si volvería a ver a la honorable señorita Judith Langdon.