Si aquel hombre pensaba que se iba a quedar sentada viendo pasar las horas y los días mientras esperaba alguna noticia de su parte, estaba muy equivocado, se dijo Judith al tiempo que se ponía los guantes y luego el sombrero. Miró a Daisy, su doncella, que aguardaba en el vestíbulo.
—Estoy lista —le anunció.
En la puerta las esperaba el cochero, que enseguida abrió la portezuela del carruaje. Judith se acomodó en el interior y resopló con disgusto. Odiaba llevar guantes y sombrero, pero no le quedaba otro remedio si quería llevar adelante su plan ese día.
El coche arrancó con una sacudida y avanzó traqueteando por las adoquinadas calles de la ciudad. Echaba de menos el campo, los tonos verdes y ocres, el azul del cielo, la brisa fresca, el sonido de los pájaros y de las ovejas. Londres era un laberinto de calles y callejuelas atestadas de hombres y mujeres de todas clases sociales que parecían preocuparse solo por ellos mismos.
Eso le había venido bien en los días que llevaba investigando. Nadie parecía reparar en las ancianas, y su disfraz le había venido de perlas para averiguar lo que necesitaba saber. En ese momento, había llegado la hora de poner en marcha su plan.
El carruaje se detuvo al inicio de Bond Street, tal y como le había pedido al cochero. En cuanto se bajaron, Judith se dirigió inmediatamente al negocio de madame Bissette, donde estaba segura de que podría hallar a la persona que buscaba. No tuvo que aguardar demasiado tiempo para que el encuentro se produjese.
—Oh, lo siento mucho —se disculpó Victoria de inmediato tras chocar contra una joven al salir de la modista—. No la había visto. ¿Está usted bien?
Judith le dedicó una sonrisa tímida.
—Sí, discúlpeme, milady, no miraba por dónde andaba. Es todo tan nuevo para mí —exclamó con ilusión contenida, como si Londres fuese una gran maravilla que acababa de descubrir.
Victoria sonrió ante el entusiasmo de la joven.
—¿No vive usted en Londres?
—Oh, no, milady —se apresuró a responder, siguiendo con su papel de muchacha ingenua—. Vivo en Irlanda. Soy la honorable señorita Judith Langdon. Mi hermano, sir David Langdon, es baronet, pero parece que le gusta más vivir en Londres que en su propia tierra.
—¿Es usted la hermana de David? —inquirió Victoria sorprendida, mirando a la joven con más atención.
Judith frunció el ceño, como se esperaba de ella.
—¿Conoce usted a mi hermano?
—Hemos sido presentados —reconoció con una sonrisa—. Es el mejor amigo de mi primo.
Esa declaración sorprendió realmente a Judith. Sabía que lady Victoria estaba casada con lord Blackbourne, pero ignoraba que fuesen también primos. Su idea había sido acercarse a ella para entablar relación y lograr que la ayudase a entrar en los círculos de la alta sociedad, pues sabía que algunos de sus miembros tenían tratos con la Compañía de las Indias y podían ser una fuente de información que la llevase a su hermano.
—¿El mejor amigo de su primo? —repitió, sin saber muy bien qué decir.
La sonrisa de Victoria se hizo más amplia y Judith se admiró de la belleza que irradiaba. A pesar de tener el cabello cobrizo como el suyo, el de lady Victoria lucía brillante, como una puesta de sol, haciendo destacar sus ojos verdes como esmeraldas. Judith dejó escapar un suspiro de envidia. Ella no poseía esa belleza que la hacía destacar entre otras mujeres; era más bien una mujer normal, con mucho mal genio y una enorme tendencia a meterse en problemas.
—Discúlpeme por no presentarme —le dijo Victoria, interrumpiendo sus pensamientos—. Soy lady Victoria Blackbourne, y lord Robert Marston es mi primo y mi cuñado.
Judith se sacudió de encima aquel indigno sentimiento de envidia que la había asaltado, y continuó con su papel.
—Mi hermano me ha hablado mucho de lord Marston —mintió con descaro. En realidad, lo poco que sabía de él, lo había conocido de primera mano. Le habría gustado que él no la hubiese abandonado de esa manera, pero, después de tres días sin señales de vida, no le había quedado más remedio que aceptarlo—. Sé que son grandes amigos y que le salvó la vida.
El rostro de Victoria se ensombreció al escuchar sus palabras, y Judith contuvo el aliento a la espera de poder conocer más detalles de aquel episodio y de la mujer que lo provocó. Sentía mucha curiosidad, aunque no entendía qué podía importarle a ella quién fuese realmente aquella Helena de la que él le había hablado. Vio cómo el rostro de Victoria componía de nuevo su sonrisa, y supo, con certera desilusión, que no obtendría más información al respecto.
—Así es, le debemos mucho a su hermano —corroboró con sinceridad—. ¿Ha venido usted a acompañar a David?
Judith ocultó una sonrisa de triunfo. Ese era el momento que había estado esperando.
—Así es, milady...
—Por favor, llámeme Victoria —la interrumpió.
—Entonces, usted debe llamarme Judith —repuso contenta. Lo cierto era que todo iba mejor de lo que había esperado, incluso le caía bien lady Victoria—. Efectivamente, vine a acompañar a David. Mi hermano tenía la intención de presentarme a algunas personas para que pudiera asistir a bailes y fiestas y gozar un poco de la temporada londinense, ya que en Irlanda vivo bastante aislada. —Lo cual era cierto, pensó, si bien le gustaba esa soledad—. Sin embargo, mi hermano ha tenido que marcharse de viaje, dejándome sola en esta inmensa ciudad y sin un solo conocido al que recurrir, y no sé cuándo volverá.
Creía que su tono tenía el toque justo para despertar lástima. Se sentía orgullosa de su actuación, aunque empezaba a saberle mal tener que engañar así a aquella encantadora mujer, pero, por David, sería capaz de todo. Además, no todo había sido actuado, la voz se le había quebrado realmente al pronunciar las últimas palabras, y las lágrimas habían acudido a sus ojos.
—Pero eso es terrible —declaró Victoria, realmente compungida con la situación de la joven. Era incapaz de pasar al lado de alguien que necesitaba ayuda y no ofrecérsela—. No puedo permitir que mientras esté en Londres se aburra. Yo me ocuparé de que pueda usted asistir a fiestas y bailes.
De buena gana, Judith habría gruñido al escuchar esas palabras, en cambio, sonrió con agradecimiento y deleite. No es que no le gustase bailar, pero estaba tan acostumbrada a la soledad, que las relaciones sociales no se le daban especialmente bien.
—No deseo causarle ninguna molestia.
—Por supuesto que no me supone ninguna molestia, al contrario, estoy encantada de poder ayudarte —respondió, tuteándola, al tiempo que enlazaba su brazo y echaba a andar calle abajo, como si fueran dos viejas amigas. Judith sintió un agradable calorcillo en el corazón, ella nunca había tenido amigas de su edad—. Además, conozco a la persona adecuada para introducirte en sociedad.
Hacía tiempo que Judith no se ponía nerviosa delante de alguien. Siempre había sabido contener sus emociones, pero en ese momento, bajo la atenta mirada de la duquesa de Westmount, le daban ganas de confesar todos los pecados que había cometido desde que tenía uso de razón.
Cuando lady Victoria le había dicho que conocía a la persona adecuada para introducirla en sociedad, no había imaginado que se refiriese a la madre de lord Marston.
Judith depositó su taza sobre el primoroso plato de porcelana y se felicitó a sí misma por haber logrado que no tintinease al hacerlo, puesto que las manos le temblaban ligeramente.
—Así que vives en Irlanda y te ocupas de la administración de la mansión y de las tierras de tu hermano.
—Así es, su Excelencia.
Seguramente, lord Robert debía ser un espía extraordinario si había heredado algo de la habilidad de su madre para interrogar a las personas, pensó Judith con la mirada clavada en la duquesa.
—Oh, por favor, querida, llámame Eloise —repuso con una sonrisa afable—. No comprendo cómo tu hermano ha podido dejarte aquí en Londres sin compañía.
—Bueno, la señora Porter, mi dama de compañía, me acompaña —se apresuró a defender a su hermano. No quería que pensaran que la descuidaba.
La duquesa desestimó el comentario con un gesto elegante de su mano.
—Me refería sin una compañía adecuada para introducirte en sociedad.
Quizás porque ella no tenía pensado pasar en Londres más de dos días, se dijo Judith, y porque no le agradaban las fiestas y los bailes, al menos no los de la gran ciudad, en los que todo el mundo parecía observar y cuchichear acerca de uno. Dejó escapar un suspiro. Desde luego, no podía decirle eso a la duquesa y tampoco sabía bien qué responder, así que creyó que lo mejor sería cambiar de tema.
—Supongo que las fiestas en Londres deben ser fastuosas y espléndidas —comentó con voz soñadora.
—Bueno, querida, algunas pueden ser mortalmente aburridas —le aseguró lady Eloise.
Judith parpadeó confusa. ¿No se suponía que todas las damas elegantes de la aristocracia adoraban las fiestas y se deshacían en halagos hacia ellas? Al menos es lo que siempre había pensado.
La risita que soltó lady Victoria la distrajo.
—A tía Eloise lo único que le gusta de las fiestas es poder bailar con el duque —le confesó.
—Y los cotilleos, querida —añadió la duquesa con un guiño que hizo sonreír a Judith.
La puerta de la salita se abrió de pronto y las tres mujeres se giraron a la vez. Judith se sobresaltó y el corazón comenzó a latirle a mil por hora. No había pensado en la posibilidad de encontrarse con lord Robert y no tenía una excusa que justificara su presencia allí. Tendría que improvisar. Enderezó la espalda y se dispuso a afrontar la situación lo mejor que pudiera. Compuso una sonrisa inocente y lo observó acercarse.
Sus ojos se abrieron, entre sorprendidos y horrorizados, cuando él se inclinó y besó a lady Victoria en los labios.
—Querida —la saludó y su sonrisa, cargada de amor, impresionó vivamente a Judith. Luego se volvió hacia la duquesa—. Buenos días, madre, ¿cómo se encuentra hoy?
—Hola, James. —Permitió que su hijo la besara en la mejilla antes de volver la atención hacia su invitada—. Quiero presentarte a la señorita Judith Langdon, la hermana de sir David. Judith, este es mi hijo James, el marqués de Blackbourne y esposo de Victoria.
—Para mi entera satisfacción —repuso él, sonriendo a su esposa—. Es un placer, señorita Langdon. Conozco a su hermano, y debo decir que es usted mucho más agraciada que él.
James pensó que debía haber perdido su capacidad de galanteo, porque aunque la joven que tenía delante lo miraba casi sin parpadear, no se había sonrojado ni había soltado la típica risita femenina ante los halagos. Lo cierto era que, desde que se había casado con Victoria, no tenía interés en coquetear con ninguna otra mujer que no fuese su esposa, pero no pensaba que hubiese perdido la habilidad con tanta rapidez. Carraspeó incómodo.
—Querida —intervino lady Eloise reclamando la atención de Judith, que se sonrojó al tomar conciencia de su grosería al mirar fijamente al marqués—, son trillizos.
—¿Trillizos?
La duquesa, que había comprendido la sorpresa de Judith, asintió con una sonrisa.
—Sí, James, Edward y Robert nacieron el mismo día con escasos minutos de diferencia —le explicó—. James es el mayor.
—Ah.
Fue todo lo que su mente le permitió decir, sin apartar la mirada del marqués, que le sonrió incómodo, aunque a Judith no le importó. Efectivamente, era idéntico a lord Robert, aunque, si se fijaba bien, podía notar algunas pequeñas diferencias. Lord Blackbourne era algo más bajo y fornido que su hermano Robert, y las arrugas alrededor de su boca revelaban que se reía mucho más que este. Lo cierto era que los dos le parecían hombres sumamente atractivos, eso no podía negarlo.
—¿Se encuentra de visita? —le preguntó él.
—Eh, sí, me encontré con lady Victoria y me invitó a tomar el té.
James sonrió y sus ojos aguamarina brillaron con diversión.
—Me refería a si estaba visitando a su hermano —comentó risueño.
Judith se sonrojó y se amonestó a sí misma por haber permitido que se le reblandeciese el cerebro.
—¡James! —lo reprendió Victoria—, deja en paz a la señorita Langdon, la vas a poner nerviosa.
—Discúlpenme, por favor —se apresuró a intervenir ella—, luce tan parecido a lord Marston que...
No supo qué más añadir, así que optó por guardar silencio. Un silencio que duró apenas un suspiro. Lady Eloise, que había permanecido atenta al comportamiento de la muchacha y a sus reacciones, lo rompió enseguida.
—Dígame, querida, ¿está usted casada?
Judith arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.
—No, milady.
La duquesa le dio unas palmaditas reconfortantes en la mano.
—No se preocupe, querida, estoy segura de que pronto encontrará a alguien.
La sonrisa satisfecha que esbozó la mujer le provocó un escalofrío a Judith. No tenía ni idea de a qué había venido aquello, pero asintió para mostrar su acuerdo con lady Eloise, aunque lo cierto era que no buscaba marido ni tenía ganas de casarse. Le gustaba su independencia y, además, sabía que no sería fácil encontrar un hombre que respetase su libertad y la aceptase tal y como era, con sus muchos defectos: su carácter volátil, su tendencia a decir las verdades sin morderse la lengua, su terquedad... No es que quisiera estar sola, pero no había muchos hombres como David.
David. El nombre de su hermano se repitió en su mente y la obligó a centrarse en lo que la había llevado hasta esa casa, en su objetivo. Por suerte para ella, lady Victoria no lo había olvidado.
—Esta noche hay un baile en casa de los Sheridan, podrías venir. Sería una buena oportunidad para que conocieses gente.
A Judith le parecía fabuloso, sin embargo, tuvo que declinar la invitación.
—Te lo agradezco mucho, pero me temo que no va a poder ser. No poseo ningún... no vine preparada para la ocasión —se disculpó. Tampoco podía encargar un vestido a una modista para esa misma noche, pero lo haría para las siguientes invitaciones que recibiese.
—Si te refieres a que no tienes un vestido adecuado, querida, no hay problema. Victoria te prestará uno —le dijo la duquesa.
Judith se volvió hacia lady Blackbourne y elevó las cejas en un gesto que denotaba cierto escepticismo. Lady Victoria era alta, pero Judith debía sacarle al menos cinco centímetros. Cuando eran niños, ella siempre se había reído de David porque era mucho más bajo que ella; cuando se convirtieron en adolescentes, las tornas cambiaron, y los demás niños comenzaron a burlarse de ella porque era demasiado alta para ser una dama. Sin embargo, pronto había aceptado su altura, ya que con su metro setenta y cinco podía pasar perfectamente por un joven muchacho, un disfraz al que le había sacado mucho partido.
—Por supuesto que sí —repuso la aludida—. Encontraremos alguno que te quede bien y una doncella le hará los arreglos necesarios.
—No quisiera abusar de su generosidad —comentó Judith, un poco abrumada por las molestias que se tomaban con ella sin apenas conocerla.
—Le digo por experiencia —intervino James, mirándola con una sonrisa—, que resulta imposible oponerse a dos fuerzas de la naturaleza como son mi madre y mi esposa cuando se proponen algo.
—Bueno, en ese caso...
—¡Mamá!
Judith se sobresaltó ante el grito y abrió los ojos con asombro al observar al niño que acababa de irrumpir corriendo en la estancia. Parecía la viva imagen de su padre, si bien sus ojos tenían un tono más azulado, era alto y debía tener unos doce o trece años. «Dios mío, ¿a qué edad se casaron?», se preguntó.
Victoria no dijo nada, simplemente alzó una mano y el chico se detuvo en medio de la estancia. Bajó la cabeza y se dio la vuelta para volver a salir por donde había entrado. La puerta se cerró tras él, pero enseguida sonaron unos golpes y lady Eloise permitió la entrada. El niño volvió a entrar, con pasos más calmados esta vez, y se detuvo delante del grupo.
—Buenos días —saludó, inclinando la cabeza en una graciosa reverencia. Luego miró a su madre y esperó. Cuando esta sonrió, al niño se le iluminó la mirada de satisfacción.
—Ven, Jimmy, quiero presentarte a la honorable señorita Langdon —le dijo Victoria—, es la hermana de sir David.
El niño fue preso de una súbita excitación y Judith se sorprendió.
—¿Usted también sabe disparar? —le preguntó con cierto nerviosismo. Luego pareció darse cuenta de su error, se enderezó como un pequeño soldado, y ejecutó una perfecta reverencia—. Es un placer conocerla.
La sonrisa que esbozó conquistó el corazón de Judith, que no pudo evitar sonreírle a su vez. Estaba convencida de que cuando creciera, aquel jovencito levantaría muchos suspiros y rompería muchos corazones.
—El placer es mío, Jimmy —respondió Judith—, y sí, disparo mejor que mi hermano —añadió al tiempo que le guiñaba un ojo.
James soltó un gemido.
—Eso ha sido un error —le dijo—, ahora querrá que le enseñe a disparar, como lo hacía David.
—¿Mi hermano le estaba enseñando? —le preguntó sorprendida.
—Bueno, desde que sir David le salvó la vida a mi hijo Robert, se ha convertido en alguien muy querido en mi familia —contestó la duquesa—. Lo invitamos con frecuencia, y Jimmy siempre ha sentido una gran fascinación por las armas —declaró, con un gesto que delataba su desagrado—. Espero que su hermano regrese pronto de su viaje y tengamos el placer de su visita.
—Yo también lo espero —respondió ella.
Sin embargo, había mucho que hacer para que aquel deseo se convirtiese en realidad. Había pasado ya demasiado tiempo, y no estaban más cerca de saber dónde se hallaba David de lo que lo había estado al principio.
—Ven —le dijo Victoria, sacándola de sus tristes pensamientos—, vamos a ver si encontramos algo que pueda servirte. Jimmy, cariño, ¿qué querías?
—Charles se ha despertado de su siesta, ¿puedo jugar con él? —le preguntó esperanzado.
—Solo si Betty está de acuerdo.
El niño asintió con seriedad, convencido de que la niñera le daría permiso. Se despidió con una reverencia y se dirigió despacio hacia la puerta. Apenas esta se cerró tras él, se escucharon sus pasos a la carrera. Victoria sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro.
Charles Theodore William Marston había nacido en noviembre de 1770, y, desde el primer momento en que abrió sus ojos, Jimmy se había convertido en su protector y en un amoroso hermano mayor. En esos momentos en que el primogénito y futuro marqués de Blackbourne contaba un año y cuatro meses de edad, Jimmy había decidido que era lo suficientemente grande como para ser su compañero de juegos.
—No tiene remedio —expresó la duquesa en voz alta, aunque su rostro lucía una sonrisa en la que se apreciaba un inmenso cariño por su nieto—. ¿Te quedarás a comer con nosotros, Judith?
—Lo lamento mucho, milady, pero me es imposible. La señora Porter me espera en casa, y no me gustaría dejarla sola —se excusó. Lo cierto era que tenía miedo de que Robert apareciese por la casa y la descubriera antes de que ella pudiese haber llevado a cabo su plan. Conociéndolo, no le gustaría nada y le diría, de nuevo, que se quedara en casa.
—Bien, quizás en otra ocasión —aceptó lady Eloise—. De cualquier modo, nos veremos esta noche en el baile de los Sheridan.
—Por supuesto, milady.
Mientras subía las escaleras siguiendo a Victoria, observó y admiró la elegante mansión de los duques. Todo estaba decorado con un gusto exquisito.
—Es una casa preciosa —musitó en un tono casi de veneración.
—Lo es —admitió Victoria—. James y yo tenemos nuestra propia casa, aunque pasamos mucho tiempo en esta, quizás demasiado —añadió—, pero es bueno para los duques poder disfrutar de los niños. Por eso tengo aquí un vestuario; sin embargo, si no encontramos algo que te agrade, puedes venir a mi casa esta tarde y te buscaremos otra cosa.
—Oh, seguro que no hará falta —le dijo, esperando que fuese cierto. Sentía que se estaba involucrando demasiado con esa familia. A pesar de todo, no pudo evitar saciar su curiosidad—. ¿A qué edad se casaron?
Victoria supo inmediatamente a qué se refería y soltó una carcajada.
—Jimmy no es hijo mío —le respondió—. Ni tampoco es hijo de James —añadió, al intuir la conclusión a la que debía haber llegado la joven a causa del parecido entre el niño y su esposo—. Jimmy es huérfano, y James y yo lo adoptamos como hijo.
No supo por qué, pero aquella confesión la emocionó. «¡Maldita sea!», se quejó, aquella familia estaba comenzando a metérsele en el corazón. Eran alegres, generosos, y querían a David, y esto último era para ella, quizás, lo más importante.
—Es un gesto muy generoso de vuestra parte.
Victoria se encogió de hombros, restándole importancia, mientras entraban en el dormitorio.
—Veamos si encontramos algo que pueda servirte —respondió, abriendo las puertas del vestidor.
No había demasiada ropa, algo normal, se dijo Judith, si en realidad no vivía en esa casa. Sin embargo, en todo lo que había se notaba una calidad exquisita.
No habían cerrado la puerta del dormitorio, y una voz femenina las sobresaltó.
—Tu marido y la duquesa me han dicho que quizás necesitarías mi ayuda, y como veo que se trata de vestidos, estoy convencida de que así es.
Judith observó a la mujer que se hallaba en el vano de la puerta. Era bajita, de cabello castaño que llevaba recogido en un precioso moño, y ojos del color de la miel. Lucía un embarazo avanzado que confería a su rostro un resplandor especial.
—¡Arabella! —Victoria avanzó hacia ella y la tomó de las manos—. No hace falta que te pregunte cómo estás, te ves radiante —señaló—. ¿Dónde has dejado a la pequeña Gabriella?
—Jimmy se ha ofrecido a hacer de niñera —repuso con una sonrisa—. Alex está encantado, porque dice que así tendrá tiempo de disfrutar de una conversación entre hombres. Creo que lo abruma que Gabriella y yo lo superemos en número. Dice que el próximo será niño —comentó, acariciando con suavidad su abultado vientre—, para que haya un equilibrio justo.
—Da igual lo que sea, niño o niña, lo querrá con locura —le aseguró Victoria—, es un padre estupendo.
—Sí que lo es —contestó Arabella orgullosa—. Y bien, ¿qué estáis haciendo?
—Ah, te presento a la honorable señorita Judith Langdon, la hermana de sir David. Judith, esta es Arabella Thornway, la hermana de James, Edward y Robert.
Judith se inclinó en una leve reverencia y no pudo evitar sonreír. Arabella no se parecía en nada a sus hermanos. Ella pareció leerle el pensamiento.
—Gracias a Dios no nos parecemos en nada, habría odiado tener que competir con ellos —repuso sonriente—. Entonces, ¿qué hacéis?
—Necesitamos encontrar un vestido para Judith —respondió Victoria, girándose de nuevo hacia el vestidor—, para que pueda asistir esta noche al baile de los Sheridan.
Judith comenzó a removerse inquieta bajo la atenta mirada de Arabella. Quizás no le hacía gracia que su cuñada se tomase tantas molestias por una desconocida, pensó. Finalmente, la vio asentir.
—Cabello cobrizo, ojos azules, piel dorada... Bien, déjame a mí, Victoria, creo que ya sé lo que podemos usar. —Le dedicó una sonrisa espléndida que pareció iluminar la estancia. Judith se asombró de cómo una simple sonrisa podía dotar de una belleza deslumbrante aquel rostro que parecía tan corriente—. Querida, esta noche vas a causar sensación.
Judith tragó saliva. No es que desease llamar la atención, pero, en fin, si iba a entrar en escena para ejecutar su plan, más valía hacerlo a lo grande, pensó, y sonrió a su vez.