Capítulo 8

Robert frunció el ceño ante la tarjeta que sostenía en la mano.

Por supuesto, no era la primera vez que recibía una invitación para un baile. Por lo general, la bandeja de plata que había en el vestíbulo estaba a rebosar de ellas, ya que solía ignorarlas por completo. Sin embargo, sí que era la primera vez que dicha invitación venía con una nota de parte de la duquesa. Una nota bastante escueta, a decir verdad.

«No faltes». Eso era todo lo que había escrito su madre con su elegante caligrafía. ¿Qué tenía de especial la fiesta de los Bellesford para que él no debiera faltar? Porque Robert no se engañaba, aquellas dos palabras encerraban una orden que él no podía ni debía obviar.

Se frotó la nuca y dejó escapar un suspiro de resignación. No tenía ningún interés en acudir al baile, aunque no le vendría mal darse un respiro. La investigación sobre el paradero de David no iba tan bien como desearía. Sus contactos en los bajos fondos le habían informado de cuáles eran los locales que ofrecían el consumo de opio y se estaban lucrando con ello; sin embargo, no habían podido decirle quién proveía la droga a los dueños. Hacía más de una semana que no había visto a Judith, y después de todo ese tiempo sabía lo mismo que al principio de la búsqueda.

Volvió a mirar la invitación y la dejó sobre la mesilla lateral en la que reposaba una copa de brandy que no había consumido. Reclinó la cabeza contra el respaldo de la butaca y cerró los ojos. Iría al baile, ya que no quería desairar a su madre, y al día siguiente visitaría a Judith para informarle de la situación. Seguramente la muchacha estaría desesperada por tener noticias. De hecho, le extrañaba que no se hubiese presentado en su casa para exigirle información, pensó con una sonrisa. Sin embargo, la sonrisa desapareció al momento de su rostro al recordar su último encuentro. Tal vez la joven no había acudido de nuevo a él porque le tenía miedo. Ese pensamiento lo mortificó y lo hizo sentirse culpable.

A pesar de todo, no podía permanecer en su asiento, regodeándose en su culpabilidad, así que se puso de pie y subió a su dormitorio para cambiarse de ropa. Quedaba mucho tiempo para el baile, bien podría salir a cabalgar y pasarse por el club un rato.

Se sentía mucho más descansado cuando su carruaje se detuvo frente a la blanca fachada de la mansión de los Bellesford. Las lámparas de óleo iluminaban la entrada principal y la música se filtraba a través de los grandes ventanales.

Llegaba tarde, y aunque sabía que su madre lo reprendería, prefería pasar el menor tiempo posible en el lugar. Otra cosa que le debía a la traición de Helena: la pérdida del gusto por las reuniones sociales y por los interesantes coqueteos con las damas. Aunque no le faltaba la compañía femenina, no la elegía entre la aristocracia.

Subió los escalones y se adentró en el amplio e iluminado vestíbulo, donde un lacayo se apresuró a tomar su tricornio, su bastón y su capa. Al acercarse al salón de baile, esbozó una mueca de disgusto. El ambiente en el interior estaba cargado y era demasiado cálido para su gusto, a pesar de que los grandes ventanales franceses permanecían abiertos. El sonido de la música y de las conversaciones se mezclaba en una cacofonía que impedía disfrutar de la una y de las otras.

Descubrió a varios conocidos mientras miraba alrededor, intentando encontrar a la duquesa. Finalmente la vio, justo al lado de una columna, cuchicheando con Victoria. Arabella estaba encinta de siete meses, así que no había acudido al baile.

Rodeó la pista donde los bailarines se deslizaban al son de una animada cuadrilla y se acercó a ellas.

—No puedo creer que las dos damas más hermosas del salón permanezcan alejadas de la pista de baile —las saludó, inclinándose en una elegante reverencia—. ¿Acaso los caballeros están ciegos?

Victoria soltó una carcajada y su madre sonrió con discreción.

—Yo te estaba esperando a ti para que me sacaras a bailar —repuso Victoria risueña—, creo que eres el único caballero que no se amedrenta ante la mirada asesina de James.

Robert alzó una ceja y miró alrededor. Un par de columnas más allá, vio a su hermano, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada recelosa en sus ojos aguamarina, aunque pareció tranquilizarse cuando descubrió que era él.

—¿Lleva mucho tiempo así? —le preguntó.

Victoria puso los ojos en blanco.

—Desde que hemos llegado. Como no está Arabella para hacerme compañía, que según él es la más sensata de las dos, ha decidido sacrificar su partida de cartas y quedarse a vigilarme —le explicó.

—¿Y por qué no está aquí a tu lado? Sería mucho más eficaz, creo yo.

—Y, sin duda, la mejor manera de que nadie se acerque a Victoria —intervino la duquesa—. Nos ha costado horrores echarlo, así que no te pongas ahora de su parte. Por cierto, me alegro de que hayas venido, Robert.

—Y yo me alegro de verte, madre. Bien, ya que estoy aquí, ¿me concedes el honor, Victoria?

La música había cesado mientras los bailarines se preparaban para la siguiente pieza.

—Será un placer —respondió esta con una radiante sonrisa, aceptando la mano que él le tendía.

Se colocaron en la pista, uniéndose a las filas de los danzantes mientras desde la orquesta se anunciaba que el siguiente baile sería un minué.

Robert le sonrió a Victoria y observó a los bailarines más cercanos. Había un joven con una enorme y ridícula peluca que abultaba casi el doble que él. No le gustaba esa nueva moda de los «macaroni». Había sido importada por jóvenes que, con su extravagante y lujosa vestimenta y sus pelucas, querían anunciar a gritos que habían realizado el Gran Tour por Europa. En realidad, su exagerado gusto por la moda había servido únicamente para ser motivo de sátira en folletines. A Robert no le gustaba; de hecho, él ni siquiera usaba peluca, a menos que tuviese que acudir al palacio de St. James, prefería llevar el pelo recogido con una cinta negra y sin empolvar.

Desvió su mirada a la dama situada al lado del extravagante joven que había atraído su atención y, por un momento, se quedó sin respiración. Su perfil, lo único que podía ver, puesto que se había girado para hablar con su acompañante, era exquisito, con pequeñas orejas delicadas —nunca se había fijado en las orejas de una mujer, pero aquella que asomaba entre el cabello empolvado de la dama le llamó la atención— y un cuello elegante en el que refulgía un collar de esmeraldas que acentuaba el tono dorado de su piel.

Su cuerpo se tensó y sus partes nobles cobraron vida mientras se mantenía a la expectativa. La mujer dejó escapar una carcajada muy femenina que reverberó en las entrañas de Robert, y tuvo un presentimiento. Pudo confirmarlo cuando la dama miró al frente. ¡Judith! ¿Qué demonios hacía ella allí?

La música comenzó a sonar. Todos los bailarines se movieron, ejecutando los pasos, girando y formando círculos que los alejaban y los volvían a acercar. Robert esperaba ansioso el momento en que ella tuviese que tomar su mano para uno de los giros. Cuando por fin sucedió, casi soltó una carcajada al ver los hermosos ojos azules de la dama abrirse de par en par con asombro al reconocerlo. Se recompuso enseguida, aunque la sonrisa que esbozó temblaba en sus labios.

—Me gustaría saber qué hace aquí, señorita Langdon —le dijo al tiempo que unían sus manos y giraban juntos.

—Divertirme, lord Marston, y bailar. ¿No es a eso a lo que se viene a los bailes?

Robert gruñó en respuesta mientras cambiaba el sentido del giro.

—Me extraña que no se haya disfrazado para la ocasión —repuso con sarcasmo.

Su mirada se deslizó sobre ella y tuvo que reconocer que se veía espléndida. Lucía un vestido del color del cobre bruñido; el corpiño estaba adornado con lazos verdes, al igual que el borde de las mangas a la altura del codo, que hacían juego con las esmeraldas de su cuello y de los zarcillos que pendían de sus delicadas orejas. Tenía la cintura estrecha, y la piel dorada del borde superior de sus senos apenas quedaba cubierta por una fina tira de encaje.

Fue una suerte que la música le ordenase cambiar de pareja, o se habría puesto a babear como un tonto hechizado. Sacudió la cabeza.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Victoria al tomar su mano.

—Perfectamente, Vic.

Su voz sonó ronca y tuvo que carraspear para aclararse la garganta. Luego le sonrió a su prima para que no se preocupara, mientras esperaba con impaciencia la siguiente serie de giros.

—¿Cómo ha llegado aquí? —volvió a interrogarla cuando se reunieron de nuevo.

Judith esbozó una sonrisa cargada de fingida inocencia.

—En carruaje, milord, por supuesto.

Robert tensó la mandíbula y apretó los dientes.

—Sabe que no es eso lo que le estoy preguntando.

—¿Ah, no?

—Judith —le dijo en tono de advertencia—. ¿Quién la invitó?

Ella ladeó graciosamente la cabeza mientras lo observaba con diversión.

—¿Volverá a gruñirme si le respondo que fueron los anfitriones?

—Haré algo más que gruñir si no me responde ahora mismo lo que deseo saber —replicó molesto. A pesar de su tono enfadado, en el fondo, la actitud de ella, su forma de desafiarlo, lo divertía.

—Pues es una pena que me vaya a perder el espectáculo, milord, porque este es el último giro —replicó con descaro antes de efectuar una graciosa reverencia y soltar su mano para tomar la de su acompañante, un caballero que él conocía bien y que, si no recordaba mal, tenía negocios con la Compañía de las Indias.

Así que había sido incapaz de quedarse en casa y esperar con tranquilidad a que él le llevase noticias, se dijo a sí mismo. En el fondo, la aplaudía por su actitud, sobre todo, teniendo en cuenta que él no le había proporcionado ninguna información ni se había personado en su casa. Por otro lado, sin embargo, le preocupaba. Si alguien había hecho desaparecer a David, bien podían hacer lo mismo con ella. La miró de reojo, mientras la escuchaba reír por algo que dijo su acompañante. Imaginarla en manos de alguna de las bandas de maleantes que poblaban el East End le provocó un escalofrío.

El baile terminó y Robert acompañó a su prima hasta donde se hallaba su madre. James se encontraba junto a la duquesa, esperando a Victoria.

—Aquí la tienes, sana y salva —le dijo a su hermano, burlándose de él por su comportamiento celoso.

—Cuando tengas esposa, será mi turno de burlarme de ti —replicó James, con un ligero encogimiento de hombros. No le importaba que la gente supiera lo mucho que amaba a su esposa y cuánto le gustaba tenerla junto a él.

Robert evitó responder a la provocación. No pensaba casarse. A pesar de que siempre había sido un gran defensor del amor y nunca se había opuesto al matrimonio, la experiencia con Helena le había hecho ver que no poseía esa gran capacidad para juzgar a las mujeres como él creía.

—Querido. —La voz de su madre, a su espalda, lo sobresaltó, arrastrándolo fuera de sus pensamientos. Se giró hacia ella con un suspiro de resignación, y todo su cuerpo reaccionó cuando sus ojos se encontraron con la mirada divertida de la señorita Langdon—. Déjame que te presente a la señorita...

—Ya nos conocemos, madre —la interrumpió él. Elevó una ceja en una muda interrogación que la joven comprendió de inmediato y que respondió con una sonrisa de suficiencia mientras elevaba el mentón con orgullo.

—Claro, por supuesto —convino la duquesa—, al fin y al cabo, David y tú sois amigos. Deberías haberme dicho que Judith estaba en Londres y haberla traído a casa.

—Por lo visto, no ha hecho falta —replicó él con sarcasmo—. Ella sola se sobra y se basta.

—Por supuesto, milord. Seguramente ya conoce el refrán: «A la larga, el galgo a la liebre caza».

Robert esbozó una media sonrisa.

—Al menos no me ha comparado con una gallina.

—No me atrevería a eso, milord... —respondió al tiempo que negaba con la cabeza. Luego, fingió una sonrisa y añadió—: a cometer semejante error. Más bien me recuerda usted a un gallo que cacarea y agita sus alas con fuerza, marcando su territorio, para que nadie más pueda entrar en él.

Él contuvo una carcajada, a pesar de la acusación que ella le hacía de no permitirle ayudar en la búsqueda de su hermano, y se llevó una mano al corazón.

—Me hiere usted, señorita. En mi defensa solo puedo decir que prefiero cacarear alto y fuerte antes que consentir que algún zorro astuto robe en mi gallinero —la provocó.

Judith resopló de forma poco femenina, pero no pudo responder como le hubiese gustado, pues su siguiente pareja de baile hizo acto de presencia en ese momento y ella no tuvo más remedio que acompañarlo a la pista.

Robert la vio alejarse, con una mezcla de satisfacción y decepción. Habría querido seguir conversando con la joven; le gustaban su agudo ingenio y sus respuestas prontas.

—Querido, ¿podrías explicarme de qué iba todo eso de los gallos, las gallinas y el zorro? —lo interrogó lady Eloise mientras lo observaba con atención a través de sus ojos entrecerrados.

—Nada importante, madre —respondió, sacudiendo la cabeza.

—Si tú lo dices —comentó la duquesa con un tono burlón que él ignoró, ocupado como se hallaba en seguir los pasos de la muchacha mientras se deslizaba por la pista. Los ojos de lady Eloise brillaron con satisfacción. En ese momento no tenía duda de que había sido una buena idea obligar a su hijo a acudir al baile—. No sabía que conocías a Judith, no nos comentó nada al respecto cuando estuvo en casa.

Robert se volvió hacia ella, sorprendido.

—¿Estuvo en Westmount Hall? ¿Cuándo?

—Oh, hace más o menos una semana. Se encontró con Victoria y ella la trajo a tomar el té —le explicó—. Nos comentó que había venido a acompañar a su hermano, pero que este tuvo que salir de viaje, dejándola sola en Londres. Si quieres mi opinión, me parece una falta imperdonable por parte de David —añadió. Su ceño fruncido delataba su disgusto—. No sé en qué estaba pensando para abandonar así a su hermana. Por cierto, Judith es una joven encantadora y me alegra que pueda disfrutar de Londres. ¿No estás de acuerdo?

Robert gruñó para sus adentros cuando vio que Judith le regalaba una amplia sonrisa a su acompañante. Encantadora, desde luego, se dijo, y también una taimada manipuladora a la que tenía ganas de retorcerle su precioso cuello. ¿Qué diablos creía que estaba haciendo?

—Por supuesto, madre.

Los últimos acordes de la música sonaron y esperó a que la joven regresase junto a la duquesa. Sin embargo, en lugar de volver, vio cómo se despedía del caballero y se alejaba hacia las puertas francesas que se abrían al jardín posterior de la casa de los Bellesford.

—... y no debería ser tan permisiva con él.

No tenía ni idea de sobre qué hablaba la duquesa y le molestó mostrarse tan distraído. Él no era así, y mucho menos con su madre, pero sabía que la culpa la tenía esa muchacha irlandesa de cabellos de fuego que se había metido en su vida, causándole problemas. Sacudió la cabeza con pesar. Tenía que poner fin a aquello antes de que las cosas se torciesen más.

—Si me disculpas, madre.

No esperó a su contestación. Con gesto decidido, avanzó a grandes zancadas hacia las puertas por las que había desaparecido la joven.

Judith se acercó a la balaustrada de piedra y aspiró el embriagador perfume de las flores mientras dejaba que la brisa le acariciase el rostro.

No podía decir que no se estuviera divirtiendo, pero no estaba habituada a ese tipo de fiestas, y tener que sonreír constantemente en ese ambiente tan refinado como falso la enervaba. Dejó que la soledad y el silencio, roto solo por la suave música que se filtraba a través de los grandes ventanales, la envolviesen, concediéndole el descanso que necesitaba.

Elevó la mirada al cielo y lo encontró tan oscuro como su propio estado de ánimo. Su pensamiento voló hacia David. ¿Estaría vivo? ¿Cómo se encontraría? Cada minuto que pasaba se le clavaba como una espina en el alma, mientras imaginaba a su hermano agonizando en algún lugar, abandonado y solo.

—Veo que no ha perdido el tiempo.

Judith no se volvió. Habría reconocido esa voz profunda en cualquier lugar, y, por extraño que pareciera, le resultaba reconfortante. Quizás porque sabía que David lo apreciaba y confiaba en él.

—Yo no, ¿y usted, milord?

Sabía que no debería provocarlo, pero, de alguna manera, era algo que no podía evitar. Si él le hubiese permitido ayudarlo, quizás en ese momento estarían más cerca de descubrir el paradero de David.

Robert apretó la mandíbula con rabia. Por mucho que le molestase, tenía que reconocer que no había conseguido demasiado. Se esforzó por relajarse y se frotó la nuca.

—No he descubierto gran cosa —admitió—. Lo siento, Judith.

A ella le sorprendió la sinceridad de su respuesta. Se volvió hacia él y lo observó con atención. Se veía tan apuesto como siempre, con su casaca color burdeos y sus calzas negras; su cabello rubio ondulado, peinado en una coleta y sin empolvar. Sin embargo, había un rictus amargo en su boca y sus ojos delataban el cansancio acumulado por noches en vela.

—Él está vivo, lo sé. —Su voz se ahogó en un nudo que le apretó la garganta—. David es lo único que tengo, lo único que me queda. No puedo perderlo.

No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que no sintió el suave roce de los dedos de él limpiando sus mejillas. Aquel gesto sencillo hizo que, por primera vez desde que había sabido de la desaparición de su hermano, se derrumbara. Se apoyó contra él y sollozó.

Robert se sorprendió, primero, cuando la joven se apretó contra su pecho y comenzó a llorar, pero luego, sus brazos la envolvieron, estrechándola contra sí, y trató de calmarla con palabras suaves.

Judith se recompuso pronto y se avergonzó de haber mostrado tal debilidad delante de él.

—Lo... siento —balbuceó, apesadumbrada.

Él puso los dedos bajo su barbilla y le levantó el rostro. Se sorprendió aún más cuando se inclinó hacia ella y depositó un ligero beso en su frente.

—Todo va a estar bien, Judith.

Había tanta ternura en su mirada, que se quedó prendida en esta. El aire se tornó denso a su alrededor y su corazón comenzó a latir con fuerza. Entreabrió los labios para que el aire, que parecía faltarle, llegase a sus pulmones. Entonces, él deslizó el pulgar sobre su labio inferior en una suave caricia que la estremeció de la cabeza a los pies, y dejó escapar un jadeo.

Aquel sonido pareció devolver la cordura a Robert, que soltó su rostro y dio un paso atrás. Judith volvió a estremecerse al sentir la pérdida de su calor.

—Deberías regresar adentro —le dijo él, siguiendo con el tuteo.

Ella negó con la cabeza. No tenía ánimos para volver a la fiesta, y menos aún después de las emociones que el roce de su mano había provocado en ella.

—Nunca obedeces, ¿verdad?

Su tono había sonado brusco, pero Judith pudo ver la media sonrisa que adornaba su rostro.

—Solo cuando me conviene —repuso.

Robert la miró con atención. No era tan hermosa como otras mujeres que había conocido, pero en ese momento reconoció que se sentía atraído por ella. Le gustaba su espíritu libre, su franqueza y hasta su insolencia. Allí de pie, iluminada por la tenue luz de las velas que brotaba del salón, parecía una ninfa de fuego. Sintió la tentación de probar con su boca la suavidad y la dulzura de sus labios, solo para comprobar si podía encender en ella la pasión que sabía guardaba dentro. Todo su cuerpo se tensó, reaccionando ante ese pensamiento, y supo que era una mala idea seguir por esos derroteros.

—Pues quizás ahora te convendría —murmuró con un gruñido bajo.

Ella, ajena a la lujuria que había despertado en él, volvió a sacudir la cabeza.

—No, es demasiado pronto, y hay algo que quiero decirle.

—¿No puede esperar?

Cuanto antes se alejara de ella, mejor para su paz mental. Vio cómo fruncía los labios en un mohín de disgusto y su cuerpo se estremeció en respuesta al gesto. Apretó los puños con fuerza y rogó para que no se percatase del estado de excitación en el que se encontraba. Pensar en Helena tendría que bastarle para enfriar su ardor, se dijo. Metió la mano en el bolsillo de su casaca y palpó la frialdad de la bala que le había atravesado el pecho por depositar su confianza en una mujer.

Judith le dirigió una mirada cargada de dureza. Notaba la tensión que brotaba del cuerpo masculino como oleadas de un mar bravío. Sabía que a él le disgustaba tener que trabajar con ella, pero iba a tener que aceptarla, le gustase o no.

—¿Y permitir que desaparezca otra vez, dejándome eternamente a la espera de tener noticias suyas? —replicó enfadada. Respiró hondo para apaciguar su mal genio antes de proseguir. No le convenía enfrentarse a él, sino ganárselo para que le permitiese colaborar—. He conocido a varios caballeros que tienen contacto con la Compañía de las Indias, y he conversado con ellos.

—Eso ha sido una estupidez —declaró Robert, frunciendo el ceño.

—¿Solo porque la idea no se le ha ocurrido a usted?

—¿No se da cuenta de que si alguno de ellos tiene relación con la desaparición de David, ahora saben que está investigando el asunto? —la amonestó con dureza—. Ha puesto su vida en peligro.

Judith comprendió que tenía razón, pero se negó a reconocerlo delante de él.

—Mejor eso que quedarme cruzada de brazos —replicó. Alzó una mano para detener la respuesta masculina—. He descubierto que la Compañía estaba casi en bancarrota...

—Eso ya nos lo dijo lord North —la interrumpió él—. El Gobierno británico tuvo que pagar una fuerte suma para que no quebrara.

—... y muchos de los accionistas —continuó ella, ignorando su interrupción— perdieron grandes sumas de dinero. Enseguida se recuperaron, supongo que con el tráfico de opio, pero algunos de ellos aumentaron con sospechosa rapidez su fortuna.

—Eso no significa nada —rebatió él.

Judith se molestó por aquella actitud negativa.

—¿Por qué no? —quiso saber.

—Yo mismo logré grandes beneficios con mis acciones en la Compañía, y le aseguro que no tengo nada que ver con la desaparición de David —añadió, viendo que ella estaba dispuesta a replicar.

—Entonces, ¿no ha servido para nada?

A Robert lo conmovió el abatimiento que mostró el rostro de Judith, pero se refrenó de consolarla. Sin embargo, una cosa tenía clara, no podía dejarla sola o se metería en grandes problemas.

—Bueno, creo que una cosa sí ha conseguido —comentó con un suspiro de resignación—, a partir de ahora trabajaremos juntos.

«Y que Dios me ayude», pensó cuando vio la radiante sonrisa que ella le dedicó, y su cuerpo reaccionó en respuesta.