Capítulo 12


PASARON POR LA caja sin que ello resultara un daño atroz para sus finanzas, y Jack condujo hasta su casa. Abuela tenía una buena cocina, pero nada parecía causarle más satisfacción que hacerse cargo de otra persona. En apenas unos minutos había vaciado las bolsas de la compra y había dispuesto los ingredientes sobre la encimera y los fogones para preparar varios platos.

Jack fue directo a encender el televisor para poner el telediario Action News del canal seis. La chicha del reportaje principal era básicamente lo mismo que Jack había visto en español. Sin embargo, como contenido extra la presentadora había conseguido de alguna manera arrancarle una entrevista exclusiva en directo a Alejandro Pintado, en su megamansión de Journey’s End, una de las zonas más selectas y adineradas del sur de Florida.

—Señor Pintado, según tenemos entendido, su hijo y su nuera tenían un solo hijo, un niño de diez años. ¿Quién se hará cargo de él ahora que su madre ha sido acusada y se le ha denegado la fianza?

Pintado hablaba en tono solemne, mientras su mujer permanecía sentada a su lado en el sofá.

—La pérdida de nuestro hijo ha sido una tragedia, pero estamos dispuestos a evitar que nuestra familia sufra más. Nuestro nieto ha decidido quedarse con nosotros mientras su madre está en prisión, y la abogada de Lindsey se ha mostrado de acuerdo con esta decisión.

—¿Y dicha situación será permanente en caso de que su nuera sea declarada culpable de asesinato?

—Esperamos que así sea, sí.

La presentadora intentó que Pintado hablara sobre las pruebas que pesaban contra Lindsey, pero él se negó por prudencia, probablemente siguiendo las directrices de la fiscalía. Ella le dio las gracias y concluyó la entrevista.

Jack alzó la vista y vio a su abuela lanzándole una mirada de reproche.

—¿Qué? —dijo él.

—¿Me vas a ayudar o vas a ver la tele?

—Te ayudaré.

Jack caminó hacia la encimera de la cocina, apiló los cuencos sucios y se dirigió hacia el fregadero. Otra mirada de su abuela lo dejó clavado en el suelo.

—¿Quién te enseñó a lavar mientras cocinas? —preguntó ella.

—Lo siento —dijo Jack.

Estaba claro que ella y su amigo Theo eran de la misma escuela, la de quienes disfrutan del placer de cocinar.

—Anda, ve y siéntate allí —le ordenó ella—. Mira y aprende.

Abuela estaba cantando algo en español mientras cocinaba, y al verla y oírla cantar Jack tuvo una idea. Cogió un atlas de la estantería y buscó un mapa de Cuba. De pronto, Abuela estaba mirando por encima de su hombro, como si estuviera equipada con un radar de su tierra natal.

—Bejucal —dijo, señalando un pequeño punto negro de una población cercana a La Habana—. Ahí fue donde tu madre se crio.

Jack se quedó sentado en silencio. Había escuchado la historia de cómo su madre había llegado a Miami después de la revolución cubana. Centrado en aquel punto del mapa, se pudo imaginar a su madre y a su abuela abrazándose y dándose un beso por última vez. Abuela había tomado la dolorosa decisión de enviar sola a su hija adolescente a los Estados Unidos, a sabiendas de que era mejor que ella viviera en libertad, y con la esperanza de que pronto encontrarían la manera de reunirse. Por desgracia, no fue hasta mucho tiempo después de que su hija hubiera fallecido cuando por fin Abuela pudo hacer aquel viaje.

Como ocurre con cualquier ruta de escape, la que partía de La Habana estaba repleta de tragedias personales, por lo que la de Abuela y la madre de Jack era una entre tantas otras. Sin embargo, en los vastos anales de la historia de la inmigración de los Estados Unidos, el caso de la cubana había sido un éxito sin precedentes, particularmente en Miami. Había habido complicaciones, por supuesto, y cualquier comparación con la primera oleada de inmigrantes de la década de 1960 con los últimos refugiados habría provocado asombro incluso entre los cubanoamericanos. Ese debate podría alargarse hasta el día del juicio final. Sin embargo, la conclusión era que tanto la ciudad como las comisiones de los condados estaban controladas por cubanos, el alcalde de la ciudad era cubano, el alcalde del condado era cubano, tres de los cinco representantes del congreso del sur de Florida eran cubanos, y muchos de los bancos, empresas, bufetes de abogados y agencias de corredores de bolsa de más éxito estaban dirigidos por cubanos. A diferencia de la mayoría de los grupos latinos, los cubanoamericanos eran mayoritariamente republicanos, no demócratas, y no era solo porque los demócratas fueran considerados demasiado blandos con Castro: era porque muchos cubanoamericanos, entre los que se contaba Alejandro Pintado, habían acumulado riqueza suficiente de forma honesta como para que el Partido Republicano los tuviera en cuenta como los mayores contribuyentes de sus campañas. Pese a todos esos logros, no obstante, muchos seguían contemplando la posibilidad de volver a Cuba si no a vivir, al menos sí a reconstruir la economía después de la tan esperada caída de Castro.

A Jack nunca le había atraído aquel discurso de volver a Cuba. Él no se había criado en Cuba, hablaba un español poco natural, y en realidad tampoco se había movido en los círculos sociales latinos. La mayoría de sus conocidos ni siquiera sabían que su madre era cubana, por lo que no resultaba extraño que él se encontrara en una reunión privada rodeado de angloamericanos que trazaban su inminente partida de aquel «lugar tercermundista» en el que se estaba convirtiendo Miami. Si corría el suficiente alcohol, algunas personas bastante respetables estarían más que dispuestas a hacerse amigas de un gringo aparente apellidado Swyteck y revelarle su deseo oculto de mirar a su vecino cubano a los ojos y soltarle un: «¡Eh, José, si tantas ganas tienes de volver a Cuba, entonces haznos un favor a todos y lárgate de una puñetera vez en tu barco en forma de plátano!». A veces Jack se habría animado a decir algo, pero otras se imaginaba que no valía la pena el esfuerzo. Aunque en su fuero interno sabía que lo que realmente les fastidiaba a los que se quejaban con más ahínco era que, si todos esos supuestos Josés regresaran a Cuba, no lo harían en una lancha con forma de plátano. De hecho, un buen puñado de ellos harían que sus hijos volvieran a casa en avión después de abandonar sus campus universitarios de Harvard o Yale, y se subirían a sus yates de veinticinco metros de eslora que estaban atracados en el muelle trasero de la mansión de tres millones de dólares de Gables Estates, y tendrían una bonita travesía en familia, tomando el sol y bebiendo mojitos fríos que les habría servido una de sus tres sirvientas hondureñas.

—Debería ir a Bejucal —dijo Jack.

—¿Cómo?

—Si acepto el caso de mi amiga Lindsey, tendré que viajar a Cuba. Debería escaparme a conocer Bejucal.

Abuela no dijo nada. Jack le preguntó:

—¿Cómo era aquello cuando mi madre se marchó?

Abuela respiró profundamente y después suspiró. Luego respondió en español:

—Era exactamente igual que cuando me fui, treinta y ocho años después.

—¿De verdad?

—Sí. Y también era totalmente diferente.

Jack volvió a mirar el mapa. Bejucal estaba a cierta distancia de Guantánamo, pero en la mente de Jack ambas ciudades estarían ligadas de por vida. Una le hacía pensar en sí mismo, en el chico que nunca había conocido a su madre. La otra le hacía pensar en otro niño, un chico adoptado que nunca había conocido a sus padres biológicos. No era lo mismo, ni por asomo, aunque a Jack le parecía irónico que tuvieran ante sí la misma opción: podrían intentar saber más cosas sobre la persona que los había traído al mundo, o podrían desechar esa opción.

A Jack la opción se le presentó de pronto más clara que nunca. Miró a su abuela y le dijo:

—Quiero ir.

Jack buscó en su expresión algún signo de aprobación, pero solo vio con confusión cómo su abuela daba media vuelta y se recluía en la cocina.

—¿No quieres que vaya? —preguntó él.

Ella no contestó. Estaba delante de los fogones, ocupándose de cocinar. Jack era plenamente consciente de que un viaje de vuelta a Cuba era un asunto emocional para muchos cubanoamericanos, especialmente para los ancianos, pero se había esperado una mezcla de emociones de Abuela. En lugar de ello, solo obtenía el silencio por respuesta.

Sonó el teléfono y Jack decidió dejar que saltara el contestador. Todavía estaba intentando interpretar la reacción de su abuela, pero ella era demasiado inteligente para él. Ella misma respondió al teléfono. Jack le hizo señas con los brazos, como si quisiera decirle que fuese quien fuese le dijera que no estaba allí. Abuela ignoró sus súplicas silentes, porque estaba claro que no quería seguir hablando sobre el viaje de Jack a Cuba.

—Sí, Jack está aquí mismo —le dijo a la persona que estaba al otro lado del teléfono.

Jack se quejó y cogió el teléfono.

—Hola.

—¿Es usted Jack Swyteck? —Era una mujer, una voz que él no reconocía.

—Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Sofía Suárez. —Hizo una pausa, como si Jack tuviera que reconocer su nombre. Luego añadió—: Represento a Lindsey Hart.

Jack salió de la cocina para alejarse del ruido que hacía la abuela al cocinar.

—Sí, la he visto en televisión.

—Uf, odio las cámaras, pero con todos aquellos medios allí, sentí que debía decir algo. ¿Y qué le pareció?

Por el momento, Jack no le vio sentido a echar por tierra su teoría conspirativa.

—Es difícil de decir.

—Es una mierda, lo sé. He quedado como una de esas chifladas que dicen «el mundo va a por mí».

—No estuvo usted tan mal.

—Está siendo amable conmigo. Escuche, le llamo porque . . . bueno, en realidad los motivos son dos. En primer lugar, Lindsey me ha pedido que lo llame.

—¿Ah, sí?

—Sí. Me ha contado cómo lo despidió el otro día, y dice que lo lamenta mucho. Está sometida a mucho estrés, y sé que no es una excusa, pero en gran medida eso explica muchas cosas.

—¿Y qué quiere?

—Teme pedirle que vuelva a representarla. Pero créame, en el fondo de su corazón le está suplicando que la perdone. Le necesita, y la única persona que lo sabe bien además de Lindsey soy yo.

—¿Qué quiere decir?

Ella se echó a reír con desgana y dijo:

—Esto está muy por encima de mis posibilidades. No soy abogada penalista, y Lindsey me contrató para que llevara el asunto de la sucesión. El Estado no va a entregarle a ella el fondo fiduciario de Óscar.

—Lo sé. Ella me lo contó, aunque fuera al final.

—Eso sí puedo llevarlo. Pero un juicio por asesinato, de ninguna manera. Así que, por favor, espero que pueda usted pasar por alto lo que sucedió el otro día y hacer lo correcto. Obviamente, habrá fondos más que suficientes para pagarle sus honorarios cuando la cuestión sucesoria se haya solucionado.

—No lo habría aceptado por el dinero —aclaró Jack.

—Lo sé. Lindsey me contó . . . ya sabe, lo de usted y Brian.

Jack se alejó un poco más de la cocina y puso cuidado en que su abuela no oyera ni una sola palabra.

—¿Qué le ha contado?

—Que es usted el padre.

Jack se quedó en silencio. Resultaba extraño, pero de alguna manera el hecho de que Sofía supiera su secreto lo hacía sentirse más conectado a ella.

—He visto al suegro de Lindsey en la televisión. ¿Llegó usted al acuerdo de permitir que Brian se quedara con sus abuelos?

El suspiro de Sofía crujió en la línea.

—Fue una decisión difícil de tomar. La hermana de Lindsey habría estado encantada de quedarse con él. Pero Brian quería quedarse realmente con los Pintado, y Lindsey no quería llevarlo a juicio para decidir quién debería hacerse cargo de él mientras ella esté en prisión.

Jack sabía lo que Lindsey pensaba sobre Pintado. Debía respetar a una madre que quisiera honrar los deseos de su hijo en semejantes circunstancias.

—Bueno, espero que al final todo sea para bien.

—Sí, si ella sale absuelta. Lo cual, una vez más, lo implica a usted.

—Es una decisión complicada —dijo Jack.

—No lo dudo. Y yo odio tener que presionarlo, pero necesito un compromiso por su parte con la mayor brevedad. Tengo previsto un viaje a Guantánamo para mañana por la mañana.

—¿Y para qué irá allí?

—Para tener una serie de entrevistas e inspecciones in situ. A los civiles no nos es fácil organizar visitas a la base. Si no aprovecho la apertura de mañana, podrían pasar semanas antes de que pudiera volver a planificar otro viaje.

Jack estaba pensando en voz alta.

—Yo debería estar presente, si voy a ser el abogado principal.

—Por supuesto. Entonces, ¿qué me dice?

—Deje que lo consulte con la almohada.

—Jack, de verdad que necesito una respuesta rápida. Si usted no me va a ayudar en este viaje a Guantánamo, necesito encontrar a un abogado penalista que sí quiera hacerlo.

—Lo entiendo.

—No, no creo que Io comprenda del todo. ¿Ha leído ya el documento de la acusación?

—No.

—Es un caso de pena capital. Están pidiendo la pena de muerte para ella.

Jack se quedó helado.

—Le necesita, Jack. De verdad que le necesita.

Jack lo sopesó. ¿Una abogada experta en casos sucesorios al frente de un caso de pena de muerte? Lindsey no tenía elección. Él no estaba convencido al cien por cien de que fuera inocente, pero ella se había ofrecido a pasar la prueba del polígrafo. Probablemente mereciera un trato mejor del que había recibido hasta ese momento.

Definitivamente, Brian se merecía algo mejor, y eso bastó para equilibrar la balanza.

—Está bien —dijo Jack—. Cuenten conmigo.