A LA MAÑANA siguiente, Jack y Sofía Suárez se encontraron en el aeropuerto.
Entrar en la estación aérea naval de los Estados Unidos en la bahía de Guantánamo nunca había sido fácil, y la guerra que el país había emprendido contra el terrorismo lo había convertido en una tarea tan difícil como entrar a una discoteca de South Beach vestido a la moda del año anterior. Un vuelo comercial a media mañana los llevó de Miami a Norfolk, en el estado de Virginia. Les correspondía a ellos encontrar el transporte terrestre que los llevara a la base aérea naval para su vuelo hasta Guantánamo con el Comando de Movilidad Aérea, que no partía hasta las seis de la tarde. En realidad Jack tenía ganas de echar una cabezada en el avión. Después de su primera conversación por teléfono, Sofía había dispuesto que un servicio de mensajería le enviara las cajas que contenían las transcripciones del gran jurado, las declaraciones de los testigos y otras pruebas en las que la fiscalía se había basado para acusar a Lindsey. Jack se había pasado casi toda la noche revisando la documentación, y aquello le estaba pasando factura. Pese a sus continuos bostezos, Sofía parecía dispuesta a hablar de la estrategia durante todo el camino hasta Guantánamo.
—¿Quieres hacer tú las entrevistas, o crees que debería hacerlas yo? —preguntó Sofía.
—¿No era ese el propósito de que yo viniera con tanta rapidez, para que yo llevara la iniciativa?
—Lo era, pero después me puse a pensar . . . Vamos a hablar, en su mayoría, con hombres, y muchos llevan encerrados en una base militar con muchos otros hombres desde hace mucho tiempo.
—Entonces, ¿qué estás pensando?
—¿Con quién es más probable que se desahoguen y suelten prenda? ¿Contigo? —preguntó Sofía mientras parpadeaba para darle énfasis a la pregunta—. ¿O con una belleza latina total?
Ella puso toda la carne en el asador para obtener el efecto deseado, pero con su larga cabellera castaña y su perfecta piel aceitunada, la cuestión de la belleza latina no era ninguna exageración. Si durante el juicio Jack iba a estar entre Lindsey y Sofía como si de un sándwich se tratara, iba a tener que pensar muy seriamente en conseguir un jurado compuesto en su totalidad por hombres.
«Esto se va a poner interesante.»
Tenían cerca de una hora de tiempo libre antes de dirigirse a la terminal militar, así que encontraron un par de taburetes al final de la barra de un restaurante estilo pub relativamente lleno. Sofía tenía hambre, pero Jack se había visto forzado a alimentarse por su abuela antes de marcharse y no iba a necesitar probar bocado en al menos dos o tres días. Sofía pidió una ensalada Cobb y Jack se pidió un café.
—¿Has estado en Cuba alguna vez, Jack?
—No, pero tengo curiosidad por verla. Mi madre nació en Cuba.
—¿En serio? ¿Y qué le parece a ella que defiendas a una mujer que ha sido acusada de asesinar al único hijo del estimado exiliado cubano Alejandro Pintado?
—Mi madre falleció hace mucho tiempo. Pero mi abuela sigue viva, y tan obstinada como siempre. No es que la idea la haya vuelto loca.
—Me recuerda a mi padre. Es un superviviente de Alfa 66 de la bahía de Cochinos. Estoy orgullosa de él, por supuesto, pero él es un poco extremista. Se ha pasado los últimos cuarenta años vistiendo el uniforme de camuflaje dos sábados al mes, reptando bocabajo en el parque Everglades de Florida, preparándose para la siguiente invasión armada en Cuba. Cuando le conté que estaba representado a Lindsey Hart, creo que en realidad le habría gustado pedir que me inhabilitaran para ejercer como abogada, si no fuera porque le costó muchísimo pagarme los estudios en la facultad de Derecho.
—Es evidente que sus objeciones no te molestan.
—Qué va. Bailaré en las calles como todo el mundo cuando Castro caiga, pero no es mi objetivo en esta vida. A ojos de un hombre como mi padre, o como Alejandro Pintado, supongo que eso me convierte en una comunista. Cuando se trata de política, no nos queda otra que estar de acuerdo o en desacuerdo.
—Yo opino igual que tú —dijo Jack.
—Sí, me parece recordar que se publicó un artículo sobre tu viejo y tú en la revista Tropic hace unos años. «¿Por qué el gobernador no puede obtener el voto de su propio hijo?», o algo así.
—Desde entonces las cosas han cambiado mucho . . . —Jack sonrió y añadió—: Aunque sigo sin tener claro si votaría por él.
No pareció que Sofía se hubiera dado cuenta de que estaba bromeando. Estaba quitándole a su ensalada unos trocitos de huevo duro y dejándolos en una pila de alimentos sospechosamente perecederos en un plato aparte. Por fin, levantó la vista del plato y dijo:
—Bueno, te estarás preguntando que cómo llegó este caso a mis manos, ¿no?
—Pues ya que lo mencionas, sí. ¿De qué conoces a Lindsey?
—Fuimos amantes en la universidad.
—¡¿Qué?!
—¡Te pillé! —dijo ella con un sonrisa—. De verdad, hombre, qué fácil es tomarte el pelo. En realidad, compartimos apartamento en el último año de la Universidad Estatal de Florida. Mantuvimos el contacto unos años, pero después lo perdimos, hasta que su marido falleció. Ella necesitaba un abogado, y supongo que se acordaría de que me las ingenié para empezar a estudiar Derecho. Me llamó hace un par de meses.
—¿Y qué te contó?
—Bueno, me habló de Óscar. Lloramos un poco juntas. Y luego me comentó lo del fondo fiduciario que él le había dejado, y que su suegro no había querido que ella lo recibiera.
—¿Así fue como te lo expuso? ¿Que Alejandro Pintado no había querido que ella recibiera el dinero de la familia?
—Así mismo. Desde el principio, Lindsey pensó que el padre de Óscar no pararía hasta que lograra impedir que ella obtuviera aquel dinero. Aunque ello supusiera acusarla de asesinato.
—En lo que llevo de carrera, he visto infinidad de barbaridades para fingir en los litigios. Aunque a decir verdad, forzar una situación para que llegue hasta una acusación por asesinato lleva el arte de la puñalada a sus cotas más altas, ¿no te parece?
—Para la mayoría, sí. Para Alejandro Pintado . . . quizá no.
La camarera se les acercó y rellenó la taza de Jack. Cuando ya se había marchado, Jack dijo:
—¿Has conocido ya a Brian, su hijo?
—Nos conocimos hará unos tres días. Le dije a Lindsey que debía entrevistarlo si iba a embarcarme en el caso penal.
—Yo le dije lo mismo, pero no me sirvió de mucho.
—Es muy protectora con él. Está verdaderamente devastada por lo que le ha pasado a su marido. Lo último que querría es que su hijo se viera arrastrado por el sistema y acabara tocado psicológicamente.
—Lo entiendo. ¿Y qué tal fue la entrevista?
—Bien. Es un chico fantástico. Te gustará.
Jack vació un sobre de azúcar en la taza de café.
—¿Qué te contó sobre la noche que dispararon a su padre?
—Lo mismo que le contó a la policía. Que no notó nada fuera de lo común aquella noche. Que se había levantado más temprano de lo habitual, pero que no sabía muy bien por qué. Simplemente sintió que algo no iba bien. Salió de la cama y se dirigió al baño. Su madre ya se había marchado a trabajar, pero la puerta del dormitorio principal estaba abierta. Vio la sangre en la cama y luego el cuerpo.
—¿Y fue entonces cuando llamó a su madre al trabajo?
—Sí. Bueno, en realidad le escribió una página digital. Las personas con discapacidades auditivas utilizan un teléfono especial.
—Anoche leí el informe policial. Brian fue muy poco claro con respecto de las palabras exactas que empleó en el mensaje. ¿Ha conseguido recordar algo más sobre eso?
—Lo único que recuerda es que le dijo algo del estilo: «¡Mamá, ven a casa, y ahora, es una emergencia!».
—¿Y ella fue de inmediato?
—Sí.
—¿Y qué pasó entonces?
Sofía se terminó un trozo de aguacate.
—Esa es toda la información que él puede aportar. Su madre lo mandó a su cuarto y no lo dejó salir hasta que llegó la policía.
—¿Y tiene él algún recuerdo de que Lindsey dijera algo como: «¡Ay, Dios mío, tu padre se ha disparado un tiro», o algo así?
—Creo que no se lo pregunté.
Jack vaciló y luego dijo:
—¿Le preguntaste que si había sido él el que había disparado a su padre?
—No de forma directa. Le pregunté, de forma más general, si sabía quién había disparado a su padre, y me respondió que no.
—¿Y le crees?
—Sí.
—¿Por qué?
—Yo habría sabido si estaba mintiendo.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Soy una mujer soltera de treinta y cuatro años. ¿Cuántas veces te crees que me han mentido? Brian tiene diez años. No se me escaparía.
—Es difícil rebatir algo así —dijo Jack.
—El mayor problema con Brian no es que perjudique al caso de Lindsey, sino que no es capaz de ayudar en nada. Es sordo, por lo que no podrá decirnos que oyó a su madre marcharse a una hora concreta, ni que oyó ruidos de un posible intruso. Ni siquiera puede decirnos a qué hora oyó el disparo.
—Un inconveniente para nosotros, y una ventaja para el asesino.
Sofía asintió, como si entendiera su lógica.
—Lo cual quiere decir, probablemente, que el asesino sabía a ciencia cierta que Brian era sordo.
—Eso creo.
—Supongo que esa es una de las cosas que querrás corroborar con algunos de los testigos con los que hables en Guantánamo: ¿quién sabía que Brian era sordo, incapaz de oír nada de nada?
—Ese es uno de los puntos de mi lista —dijo Jack.
—¿Y qué más tienes en la lista?
—Es un trabajo que haré sobre la marcha.
—Venga, hombre. ¿Cuál es el primer punto? ¿Qué quieres averiguar en primer lugar?
—Lo que tengo más interés en saber es, probablemente, una cosa a la que solo Lindsey puede responderme.
—¿Y de qué se trata?
Jack hojeó el informe del forense, que había leído aquella mañana por primera vez.
—¿Cómo terminaron sus huellas en el arma homicida?
Sofía no contestó. Jack cerró el informe y comprobó la hora en su reloj. Si iban a coger aquel vuelo, debían marcharse ya. Ambos sacaron dinero para pagar la cuenta y salieron juntos del restaurante.