LO PRIMERO QUE Jack percibió fueron las estrellas. Millones de ellas parecieron estallar en el cielo en el momento en que bajó del avión. Era el tipo de brillo celestial que nunca podía apreciarse en la ciudad. Para verlo había que estar en alta mar, lejos de la civilización y de las luces urbanas, flotando en mitad de la nada.
O en la bahía de Guantánamo.
La sensación de aislamiento en GTMO (pronunciado «Gitmo» en inglés) era producto tanto de la geografía como del poder militar. La bahía en sí misma era un enclave en forma de bolsa en la costa sureste de Cuba, de unos veinte kilómetros de largo por diez en su punto más ancho. El área circundante era primordialmente agrícola, y lo que más se cultivaba era caña de azúcar y café. Las montañas de Cusco al sur y al este y la Sierra Maestra al norte hacían, en cierta manera, las veces de barrera natural. Si a eso se le añade un cuerpo especial de las cinco unidades del ejército, unos cuantos buques de guerra, aviones de combate, algunas torres de vigilancia bien armadas, y tropecientos mil kilómetros de alambre de púas, voilà!, se obtiene un refugio seguro y perfecto para muchos de los animales y plantas endémicos con los que los campesinos y constructores cubanos habían acabado prácticamente en otras partes de la isla. Aunque sonara a disparate, gran parte de la tierra que no había sido maltratada en toda Cuba la constituía el terreno de la base naval estadounidense. Muchos de los hombres y mujeres técnicos que habían vivido en GTMO se habían marchado de allí con la idea de que en realidad aquel lugar pertenecía a las iguanas y a los cactus, lo que solo acrecentaba su fama de ser el peor lugar y el más alejado. Ese sentimiento era ciertamente comprensible en torno a la pista de aterrizaje, situada en el lado opuesto a la bahía desde la base principal.
Jack y Sofía cogieron sus maletas donde se las habían dejado, en mitad de la pista. Estaba demasiado oscuro como para ver cualquier cosa más allá del camino iluminado que los conducía hasta un Humvee de color verde que estaba aparcado junto a un enorme hangar que tenía el largo de la pista de aterrizaje. En la distancia, las luces de la torre de control parpadeaban. Algunas de las cimas más altas aparecían como siluetas fantasmagóricas, iluminadas por la luna. Jack supo que la bahía no estaba muy lejos, pero no porque pudiera ver u oír su actividad, sino porque casi pudo saborear la sal de la brisa cálida. Incluso en mitad de la noche, la temperatura era lo bastante suave como para prescindir de la chaqueta, y a pesar de haber llegado de Miami y de toda la humedad que hay en ella, Jack se sorprendió gratamente por el clima árido.
—¿Cómo has dormido? —le preguntó Sofía mientras seguían al soldado hasta el todoterreno.
—Como un bebé —respondió Jack—, despertándome cada cuarenta y cinco minutos y muy molesto por ese motivo. —Jack nunca había tenido mucha suerte al intentar dormir cuando volaba.
El viaje para cruzar la bahía duraba más o menos una media hora. Júpiter se alzó sobre el horizonte, eclipsando incluso a la estrella más brillante, mientras abandonaban Leeward Point Field y zarpaban del muelle. El puerto interior servía a los busques comerciales. El ferry rodeó la parte exterior del puerto en dirección a la frontera de la reserva naval, y llegado a un punto, atracó en un amarre que topaba con el muelle principal y las instalaciones portuarias entre Corinasco Point y Deer Point. Allí los recibieron dos miembros de la policía militar de la Marina, que le aseguraron a Jack que su pastor alemán de mirada agresiva estaba completamente controlado. Los perros detectores de explosivos eran el pan de cada día en la base, y no estaban entrenados para que hicieran amigos. Las maletas de Jack y Sofía pasaron la prueba olfativa y a continuación otro infante de Marina los recibió al pie del muelle.
—¿Han comido en el avión? —preguntó el soldado.
—En realidad no —respondió Jack.
—El McDonald’s está todavía abierto, por si tienen hambre.
Jack recordó que Lindsey había mencionado el McDonald’s en su primera reunión. Parecía ser un motivo de orgullo para los que vivían allí.
—¿Mi primer viaje a Cuba, y el primer sitio en el que voy a comer va a ser el McDonald’s?
El soldado dijo:
—Está usted en Cuba, pero en realidad no está en Cuba. No sé si sabe a qué me refiero, señor.
La ironía de la observación a Jack le resultó divertida. ¿Cuántas veces en su vida había oído decir a la gente que él era cubano, pero que en realidad no era cubano?
—Sí —respondió Jack—, sin duda sé a qué se refiere.
Con una agenda repleta de entrevistas para el día siguiente, Jack prefirió dormir antes que comer. Pasaron la noche en casas para huéspedes separadas, y el conductor los recogió a las seis de la mañana. Jack esperaba que Sofía fuera una de esas personas que por la mañana están alegres y animadas, pero el soldado la superó con creces, y probablemente fuera un hombre que corría ocho kilómetros y se marcaba cuatrocientos abdominales antes siquiera de que sonara el despertador. Pasaron junto a un campo de golf, una cancha de béisbol para ligas pequeñas, un centro comercial y algunas casas adosadas ordenadas, que a Jack le parecieron más propias de un suburbio de la década de 1950 que de una base naval estratégica. Incluso los edificios militares tenían un cierto aire pintoresco, ya que eran en su mayoría estructuras de poca altura construidas en madera o con bloques de hormigón, pintadas de amarillo y con cornisas marrones. Los postes de electricidad estaban pintados de verde, tal vez para compensar la escasez de árboles, por no hablar de un bosque de verdad.
Se detuvieron a tomar un café en el Iguana Crossing Coffee Shop, y su viaje terminó en la «Casa Blanca», el nombre irónico con el que habían bautizado el impresionante edificio blanco que alojaba la oficina de la comandancia de Marina de la base. Era una vista magnífica, una estructura simple de bordes blancos con un cielo azul brillante como telón de fondo, y la bandera de los Estados Unidos ondeando con orgullo por la cálida brisa cubana. Su escolta los condujo al interior del edificio, a la sala de reuniones. Las paredes estaban revestidas de listones de madera blancos y las persianas que cubrían las ventanas eran exteriores, abatibles y de madera pintada de blanco. El borroso reflejo de un ventilador en marcha brilló en la parte superior de una larga y pulida mesa de caoba.
Un abogado de la Marina se adelantó a saludarlos.
—Capitán Donald Kessinger —se presentó.
Sofía y Jack le estrecharon la mano y se presentaron, aunque Jack percibió que los ojos del capitán seguían mirando a Sofía pese a estar estrechándole la mano a él. Un largo día de viaje y un breve sueño nocturno en una litera militar la habían bajado uno o dos puntos en el escalafón de bellezones que quitan el hipo, pero a pesar de todo todavía era una estampa bienvenida en una base militar. Por fin, el capitán miró a Jack y los invitó a que se sentaran en los asientos al otro extremo de la mesa rectangular, de espaldas a las ventanas.
—Gracias por haber accedido a mantener esta reunión con nosotros —dijo Jack.
—No hay de qué. ¿Qué tal ha ido su viaje?
—Creo que Dorothy tuvo un viaje hasta Oz mejor que el nuestro —respondió Sofía.
—Oh, qué lástima. ¡Pero lo consiguieron! Y bien, ¿en qué puedo ayudarles?
Jack dejó su carpeta sobre la mesa y sacó una hoja de papel.
—Lo primero que quisiera hacer es cotejar la lista de posibles testigos que ayer le envié por fax desde el aeropuerto.
—Precisamente aquí tengo una copia —dijo el capitán Kessinger extendiéndosela.
—Preferiría empezar las entrevistas con el agente de la policía militar que fue el primero en llegar a la escena del crimen en respuesta a la llamada al 911 que realizó Lindsey Hart.
—Lo lamento, pero no está disponible.
—¿Y por qué no?
—No estoy autorizado a revelarle esa información.
—¿Dónde está?
—Ha sido destinado a otro lugar.
—¿Adónde?
—No puedo decírselo.
Jack marcó con bolígrafo una pequeña equis delante del primer nombre de la lista.
—El informe de los SICN señalaba que hubo otros tres agentes en la escena del crimen. Me gustaría hablar con ellos.
—Trabajan en la misma unidad —aclaró el capitán—. Me temo que también han cambiado de destino.
—¿Entonces tampoco están disponibles?
—Afirmativo.
Jack marcó otra equis y continuó:
—Hablemos del personal de la zona que rodea la casa, las personas que simplemente hayan podido ver algo fuera de lo habitual.
—De acuerdo.
—He visto que hay guardianes en todas las torres. Me gustaría reunirme con el guardián que vigila desde el puesto más cercano al lugar del suceso.
—Hmmmm. Era el soldado de primera categoría Frank Novich. De nuevo, lo lamento.
—¿No disponible?
—No.
—¿Ha cambiado de destino?
—Zarpó ayer. Ha llegado usted tarde por poco. Mala suerte.
—¿Dónde ha ido?
—Creo que a . . . bueno, no tengo libertad para darle esa información.
Jack se inclinó sobre la mesa, poniendo todo de su parte para darle un poco de chispa a sus cansados ojos.
—Capitán, vamos a hacer esto de otra manera. ¿Hay alguna persona de la lista que le he facilitado que no haya cambiado de puesto o de destino?
—Creo recordar que sí había alguien.
—¿Tal vez la agente al mando directo a las órdenes del capitán?
—No, me temo que ella también se ha marchado.
—¿Y los tres infantes de marina con los que él estaba la noche antes de su muerte?
—Tampoco están.
—Entonces, ¿a quién exactamente hemos venido a entrevistar hasta aquí abajo la señora Suárez y yo?
—Pues parece que va a ser al teniente Damont Johnson.
—¿De las dieciséis personas a las que he pedido entrevistar, solo me da usted a una?
—En realidad, yo no voy a darle nada. El teniente Johnson sirve en la Guardia Costera de los Estados Unidos, y todavía está en la base.
—¿Y ya está? ¿Hemos hecho todo este viaje para hablar con un testigo nada más?
—Pues bien les ha valido el viaje, diría yo, porque el teniente Johnson era el mejor amigo de Óscar Pintado.
—¿El mejor amigo de Óscar? ¿O el peor enemigo de Lindsey?
El capitán no pareció apreciar el tono de sarcasmo.
—Señor Swyteck, no debería tener que recordarle a un exfiscal que todos esos testigos no están en absoluto obligados a reunirse con usted antes del juicio. El gobierno de los Estados Unidos ha ido más allá de sus obligaciones al concertar esta entrevista con el teniente Johnson.
—Conozco las normas. Pero no puedo evitar pensar que algo huele a podrido en estos repentinos cambios de destino.
—Los cambios de destino se dan con mucha frecuencia en el ámbito militar.
—Y algunos de ellos por razones muy válidas, no lo dudo.
La expresión del capitán se volvió agria.
—Señor Swyteck, estoy seguro de que es usted consciente de las declaraciones que su cliente hizo al periódico local después del fallecimiento de su esposo, esas ridículas especulaciones sobre que el capitán Pintado había sido eliminado de manera eficaz por alguien de la base porque tenía demasiada información sobre un asunto de máximo secreto. También leí otras declaraciones del mismo tipo de boca de su abogada ayudante, la señora Suárez, que realizó en televisión después del arresto de Lindsey. Entonces, permítame que se lo explique en unos términos que usted pueda entender: no tengo el más mínimo interés en ayudar a un par de abogados profesionales de Miami a salvarle el pellejo a su cliente mediante la construcción de una absurda teoría conspirativa planeada por el todopoderoso gobierno. Discúlpenme si parezco poco razonable, pero le debo mucho a la familia de la víctima.
—Mi cliente es familia de la víctima. Así que hágame un favor, si no le importa: deje los discursos para otro momento y tráigame al teniente Johnson.
Sus ojos se encontraron y finalmente el capitán parpadeó. Jack observó cómo se apartaba de la mesa y abandonaba en silencio la sala. La puerta se cerró tras él.
Sofía exclamó:
—¿Pero qué clase de mierda es esta? ¿Nos hacen bajar hasta aquí para hacer solo una entrevista?
—Sí —dijo Jack—. Y mejor que consigamos que valga la pena.