Capítulo 18


—¿ESAS LUCES SON realmente necesarias? —preguntó Jack mientras se protegía los ojos.

El coronel caminó alrededor de la mesa y pulsó un interruptor de la pared. Los focos se apagaron y el cambio brusco del brillo de la luz a la normalidad hizo que la habitación pareciera mucho más oscura de lo que en realidad era. El coronel sacó un puro de veinticinco centímetros del bolsillo de su camisa y de inmediato otro hombre se acercó para encendérselo. El hombre era tan rápido y obsequioso que no podía ser otra persona que el ayudante personal del coronel. El coronel resopló con fuerza en un extremo, mientras hacía rodar el otro sobre una llama de unos quince centímetros. En poco tiempo, Jack y Sofía se vieron envueltos en una nube de humo de puro.

—Soy el coronel Raúl Jiménez —dijo mientras el espeso humo brotaba de su nariz—. El pueblo cubano les agradece que hayan venido.

Jack miró a derecha e izquierda.

—Es curioso, no los veo por aquí.

El coronel sonrió, pero la sonrisa se le esfumó enseguida.

—Está usted ante ellos.

Con un movimiento de la mano, los soldados armados abandonaron la sala. El ayudante del coronel permaneció a la espera, atento y de pie, a un lado.

—Gracias —dijo Sofía.

Al principio Jack no estaba seguro de por qué estaba dándole las gracias, pero de pronto él también se sintió más cómodo al saber que las armas automáticas ya no estaban allí.

—Mi objetivo no es asustarlos —dijo el coronel—. Solo quiero hacerles un favor.

—¿Por qué me cuesta creerlo? —preguntó Jack.

—Usted es muy escéptico, señor Swyteck.

—No lo puedo evitar. Soy abogado.

—Cierto, muy cierto. Dígame, ¿cómo fue su entrevista con el teniente Johnson esta mañana?

Jack y Sofía se miraron; no tenían ni idea de cómo lo había sabido. El coronel dijo:

—No creerán ustedes que no tenemos noticia de todo lo que sucede en la base, ¿verdad?

—No he pensado mucho en ello —respondió Jack.

—Estamos sentados justo al otro lado de la alambrada. Nosotros los observamos; ellos nos observan. Así es como se juega en Guantánamo. Así ha sido durante los últimos cuarenta años. Así que díganme: ¿cómo les fue en su breve conversación con el teniente?

—No esperará que hable de ello con usted, ¿verdad?

El coronel se echó a reír de buena gana.

—Justo lo que pensaba. No les ha dicho nada.

—Coronel, ¿qué es lo que quiere de nosotros?

—Unos minutos de su tiempo, nada más.

Se levantó y empezó a pasearse, y mientras hablaba agitaba el puro.

—Permítanme que haga unas cuantas suposiciones bien fundadas. Primero, el gobierno de los Estados Unidos no les permitió hablar con nadie más aparte del teniente Johnson, ¿no es así?

Jack no respondió.

—Segundo —dijo el coronel—, cualquier persona que pudiera saber algo sobre el asesinato del capitán Pintado ha sido destinado a otro lugar, ¿cierto? ¿Al Golfo Pérsico, quizás? ¿O a Guam?

Miró a Sofía y luego a Jack. Estaba claro que no esperaba una respuesta y que tampoco parecía necesitarla.

—Me parece que están ustedes ante una casa de ladrillos.1

—Un muro de piedra —dijo su ayudante.

—Sí, un muro de piedra, con obstáculos. Una casa de ladrillos es algo completamente diferente, ¿verdad? —Estaba mirando a Sofía cuando hizo aquel último comentario. Muchas mujeres servían en el ejército cubano, pero el machismo seguía vivo y coleando.

Jack dijo:

—Coronel, a menos que nos clave brotes de bambú bajo las uñas, no vamos a contarle lo que se ha dicho en la base naval. Y aun así, me lo inventaría todo.

—No hay nada que usted deba contarme, señor Swyteck. Lo único que tiene que hacer es escuchar.

—Está bien. Soy todo oídos.

—Como ya le he dicho, sabemos que se ha reunido con el teniente Johnson, porque estamos vigilando la base constantemente, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

—No esperaba menos.

—Entonces no le sorprenderá saber lo que vimos . . . ¿Cómo decirlo? Vimos cosas de interés en casa de su cliente la noche en que el capitán dejó este mundo.

El interés de Jack se despertó de repente.

—Me gustaría saber de qué se trata.

El coronel lanzó una sonrisa socarrona con el puro humeante entre los dientes.

—Ya lo creo que sí.

—Vamos, coronel. Espero que no nos haya invitado aquí solo para jugar al juego de «tengo un secreto». ¿Qué tiene?

—A un soldado vigilante cubano que observaba desde una torre de vigilancia con unos binoculares de visión nocturna.

—¿Y qué vio?

—Algo que puede probar que su cliente no mató a su marido.

A Jack se le aceleró el pulso. «¿Será verdad?»

—Necesito que sea más concreto —dijo Jack.

—No vaya tan rápido. Antes de ofrecerle a uno de mis soldados en bandeja de plata, tengo que saber qué ofrecerá usted a cambio.

—Coronel, no estoy en posición de negociar con el ejército cubano para conseguir el testimonio de uno de sus soldados.

—Confío en que el hijo del antiguo gobernador de Florida encontrará algo con lo que complacernos.

—Yo no busco complacerles. Y aunque quisiera hacerlo, el testimonio de un soldado cubano en un juzgado de Miami tendría enormes repercusiones. ¿Hace falta que le recuerde, coronel, que la comunidad cubana allí casi explotó porque un niño de siete años llamado Elián fue devuelto a su padre cubano?

—Claro —dijo él—. Lo único que usted tiene que preguntarse desde un principio es: ¿la mujer que está acusada de haber matado al hijo de un cubano exiliado y poderoso está dispuesta a apostar su defensa presentando como testigo bajo juramento a un fiel soldado de Fidel Castro?

La pregunta casi hizo que Jack se cayera de la silla. El coronel la había enmarcado a la perfección.

—Necesito un poco de tiempo para pensarlo —dijo Jack.

—Bueno. Tiene usted veinticuatro horas.

—Quisiera disponer de más tiempo.

—No voy a ofrecerle más. O lo toma, o lo deja.

Jack miró a Sofía, y rápidamente llegaron a un acuerdo en silencio. Jack dijo:

—Está bien, coronel. Hablemos de nuevo mañana, al acabar el día.

—Bien. Ya han perdido su avión, así que disfruten su breve visita nocturna a la preciosa ciudad de La Habana. Ustedes son invitados de honor del pueblo cubano.

—¿Se refiere a usted? —preguntó Jack.

El coronel sonrió ampliamente mientras chupaba el puro.

—Sí, me refiero a mí.