Capítulo 19


CUATRO DÉCADAS DE comunismo no habían sido capaces de robarle el corazón a La Habana, aunque sí necesitaba una angioplastia con urgencia.

Mirara donde mirara, Jack veía cosas viejas, rotas, cosas que parecían extraídas directamente de un mundo que había existido incluso antes de que él hubiera nacido. Viajaron en un taxi con el capó de un Chevrolet de 1956, la parte trasera de un Ford de 1959, y el interior de algo solo un escalón por encima de un carro de bueyes. El taxista era un cirujano que ganaba más con las propinas que en el ejercicio como médico. Les dio a Jack y a Sofía un paseo por La Habana vieja, una parte histórica de una ciudad magnífica que podía resultar encantadora o desastrosa, dependiendo de lo cerca que se la mirara. Jack intentó imaginársela como la habría visto su madre en su adolescencia, como una maravilla arquitectónica de la que se podía presumir por tener algunas de las catedrales, plazas y mansiones coloniales más impresionantes del Caribe. Más de ochocientos de sus edificios históricamente significativos se levantaron antes del siglo XX, y algunos datan incluso del siglo XVI. Sin embargo, y después de años de abandono, muchos de esos edificios irremplazables sufrieron daños irreversibles, y los recientes esfuerzos de restauración encaminados a reforzar el turismo fueron demasiado escasos y llegaron muy tarde. A pesar de algunos trabajos de pintura y lavados de cara convincentes, era imposible ignorar la gran cantidad de techos hundidos y paredes desmigajadas. Algunas zonas del sur de La Habana vieja recordaban al Berlín de finales de 1944, con paredes ausentes por completo, edificios a punto de desmoronarse que seguían en pie por el leve apoyo de un débil andamio de madera, barrios enteros que parecían estar unidos por cuerdas y cables que cruzaban las calles, y en los que los habitantes colgaban la colada por la mañana.

Una mujer mayor en un balcón de un tercer piso estaba tirando de un cubo con una soga.

—¿No hay cañerías? —preguntó Jack al taxista.

—Aquí no, señor. Si sale a pasear, es muy importante que mire hacia arriba. No pasa nada si se moja con los cubos que suben, pero con los que bajan . . .

—Yo comprendo —dijo Jack.

Siguieron al oeste y a lo largo de la costa por la amplia y concurrida avenida Maceo, hasta que llegaron al Hotel Nacional. El taxista habría estado más que contento de continuar con la visita por la ciudad, pero Jack le ofreció una propina extra para hacerlo corto.

—Gracias —dijo Jack al entregarle un par de billetes de veinte dólares. Eso era más o menos lo que cobraba un médico al mes.

El Hotel Nacional era la gran dama añeja de la década de 1930 de los hoteles habaneros, erigido sobre un acantilado con vistas de postal del puerto de La Habana. Su arquitecto también había diseñado el famoso hotel Breakers de Palm Beach, y estaba construido en un estilo español similar, con un largo camino de entrada flanqueado por esbeltas palmeras reales. El vestíbulo era pura opulencia, si no ostentación, con suelos de mosaico, arcos moriscos y techos de vigas altas. Jack miró a su alrededor. Vio a varios turistas en el bar tomando mojitos de ron y daiquiris. Vio a otro grupo de empresarios dándose un festín de camarones grandes como puños y de langosta con mantequilla derretida. De la discoteca llegaba el sonido de la salsa, las risas de la gente bailando y la charla de los europeos adinerados que estaban de vacaciones.

Y entonces oyó el recordatorio en la voz del recepcionista:

—Una última cosa, señor. Por ley, no está permitido que los locales ingresen al hotel, y mi deber es recordárselo. Así que, por favor, no los traiga.

—Por supuesto —dijo Jack.

Una amarga ironía hizo que se acordara de aquel viejo lema turístico de Miami: «Miami, véala como un nativo». En ese caso, el lema debería haber sido: «Cuba, véala como NO lo hará un nativo».

Jack y Sofía pidieron cuartos separados y se alojaron en el sexto piso, reformado recientemente. Jack descorrió las cortinas y abrió la ventana para observar las vistas. Una cálida y suave brisa le acarició la cara. Si miraba al este podía ver el puerto de La Habana, donde la explosión del Maine había desatado la guerra hispano-estadounidense. En algún lugar al oeste sabía que estaba el pueblo de Mariel, el punto de partida del éxodo infame que había llevado a doscientos cincuenta mil cubanos —los «Marielitos»— a Miami a principios de 1980. La mayoría se habían adaptado muy bien, pero veinticinco mil de ellos provenían de las prisiones de Castro, y al menos uno de ellos había sido condenado por asesinato una vez más y había terminado en el corredor de la muerte de Florida. Jack sabía bien de quién se trataba, porque el joven y único hijo del gobernador Harold Swyteck había sido su abogado, hasta que lo ejecutaron en la silla eléctrica.

Jack sintió un ligero mareo en el estómago.

De pronto sonó el teléfono. Entró de nuevo en la habitación y respondió. Era una voz de mujer que hablaba en español.

—¿Estás solito . . .?

Jack necesitó un momento para traducir la frase, y además no estaba seguro de haberla oído correctamente. Entonces se rio de forma burlona y dijo:

—Venga, Sofía, sé que eres tú.

—No soy Sofía, pero puedo serlo si tú quieres. Puedo ser quien tú quieras. Puedo hacerte lo que quieras, cuando quieras, las veces que quieras. ¿Has estado alguna vez con una muchacha de dieciséis? Lo único que tienes que hacer es . . .

Jack colgó el teléfono. Estaba claro que el botones o el portero o cualquier otro empleado le había pasado el dato de que un hombre americano estaba solo en la habitación 603. La advertencia del recepcionista (que no se admitían locales en el hotel) resonaba en su cabeza.

«Ya, claro. Y las drogas están rigurosamente prohibidas en las discotecas de Miami Beach.»

Jack se sentó en el filo de la cama, en el mismísimo borde. Se preguntó cuántas jóvenes cubanas de dieciséis años se habrían echado en aquellas sábanas, y a continuación se acordó de aquellos dos cerdos del aeropuerto que no dejaban de hablar de lo baratas y bonitas que eran las mujeres en Cuba. Descolgó el teléfono y marcó el número de Sofía. Ella respondió al tercer timbrazo.

—Oye, Sofía. Soy Jack.

—¿Qué pasa?

—Solo quería decirte que me largo de aquí.

—¿No te gusta la habitación?

—La habitación está bien. Lo único que pasa es que no quiero quedarme aquí.

—¿Y dónde quieres ir?

No contestó de inmediato. Por su mente pasaron las escenas de su abuela, que vivió en una casa cochambrosa durante treinta y ocho años sin apenas qué comer. Pensó en Abuela diciéndole adiós a su madre, ayudándola a que desapareciera en Miami, sin saber en aquel momento que nunca más vería a su hija adolescente. Pensó en los turistas engullendo ron y camarones y fumando puros, y en las dos niñas que se convirtieron en prostitutas.

Pero la única imagen que Jack no se veía capaz de imaginar era la de aquel pequeño suburbio de La Habana, el lugar donde la madre que nunca llegó a conocer vivió la mayor parte de su corta vida.

—ME MARCHO A Bejucal —respondió.