JACK NO SE consideraba un bebedor, pero después de la vertiginosa reunión con la madre adoptiva de su hijo biológico —decir «hijo» a secas parecía demasiado personal en aquel punto— se vio en la necesidad de tomarse una copa. Su amigo Theo Knight era dueño de un bar llamado Sparky’s, que estaba cerca de la entrada que llevaba a los cayos de Florida, lo que significaba un camino largo para conseguir una copa de consuelo, aunque Theo tenía una manera de hacer que valiera la pena el viaje.
—Bourbon —le pidió Jack al camarero de la barra.
Sabía cuál era el riesgo de no pedir una marca de primera calidad, pero el solo hecho de cruzar la puerta de un sitio como el Sparky’s era vivir rozando el peligro, así que ¡qué narices!
El Sparky’s era una vieja gasolinera que había sido convertida en bar, aunque el término «convertida» debería usarse vagamente. Si uno echaba un vistazo alrededor, juraría que los tipos de aquel hoyo grasiento no se habían marchado nunca, sino que se habían acercado sigilosamente a la barra vestidos con sus mugrientos monos de trabajo, preguntándose de dónde habían salido los ciclistas borrachos y aquella estupenda banda. Sin duda, el local era una máquina de hacer dinero, sobre todo cuando Theo cogía su saxofón y lo tocaba hasta que amanecía. Podría haberse permitido renovarlo un poco más, pero estaba claro que le gustaban las cosas tal y como estaban. Jack sospechaba que todo estaba relacionado con su ego, que Theo se sonreía a sí mismo cada vez que un quisquilloso y su novia, ataviada con un ceñido vestido de Gucci, visitaban un antro en el no habrían puesto un pie ni muertos, solo para escuchar a Theo y a sus colegas del jazz entonar melodías dignas del mejor Harlem.
Ya era de noche, aunque era temprano, y la banda todavía no había terminado. Theo estaba solo en el escenario. Por lo general no cantaba ni tocaba el piano, excepto cuando uno de sus amigos más cercanos iba a verlo. Jack lo observaba desde el taburete de la barra y le daba pequeños sorbos al bourbon, que le abrasaba la garganta, mientras Theo cantaba dándolo todo y añadiendo de su cosecha letras satíricas a las canciones conocidas. La víctima de aquella noche era Bonnie Raitt y su megaéxito de R&B I Can’t Make You Love Me, una canción completamente deprimente sobre una mujer que decide llevarse a la cama por última vez a su novio insensible antes de terminar con la relación. El truco de Theo consistía en adulterar la canción y rebautizarla simplemente como La canción del suicidio.
Slit both my wrists.
Jump out the window.
Fire a bullet
into my brain.
Cuz you can’t make me live
if I don’t want to . . . 1
El público de moría de risa. Theo nunca decepcionaba en sus actuaciones, y menos si había alcohol de por medio.
—¡Eh, hola, Jacko! —Finalmente Theo lo había visto y, le gustara o no, había anunciado su llegada a toda la multitud.
Theo bajó del pequeño escenario y se unió a su amigo en la barra.
—Ha sido una actuación divertida —dijo Jack.
—¿Crees que el suicidio es algo divertido?
—Yo no he dicho eso.
—Respuesta incorrecta. Todo es divertido, Jack. Hasta que aprendas eso siento decirte que voy a tener que seguir cobrándote el doble por el whiskey de garrafón.
Theo le hizo una seña al camarero de la barra, que rápidamente les sirvió otra ronda. Otro bourbon para Jack y un agua con gas para Theo.
—Tengo que tocar más tarde —dijo Theo a modo de disculpa por su bebida sin alcohol.
—Por eso es por lo que he venido.
—Mientes. Después de diez años, ¿crees que todavía no te conozco? Jack Swyteck no bebe bourbon a palo seco y directo del barril a menos que le hayan dado calabazas, haya sido acusado, o las dos cosas a la vez.
Jack sonrió levemente, aunque le pareció algo desconcertante ser tan transparente.
De pronto Theo se encontró mirando más allá de su hombro, y Jack siguió su mirada hasta el otro extremo de la barra, donde su bajista se estaba preparando para la actuación nocturna. Un grupo de gente empezó a gravitar hacia el escenario y se hizo con las mesas buenas. Jack sabía que no volvería a captar la atención de Theo en un buen rato, ¿pero qué había de nuevo en eso?
—Bueno, ¿y qué te ha pasado ahora? —preguntó Theo.
—En dos palabras: Jessie Merrill.
—¡Buf, qué raro se me hace volver a oír ese nombre después de haber cantado La canción del suicidio!
—Ha regresado.
—¿De entre los muertos?
—No literalmente, idiota.
Jack lo puso al día y a toda velocidad sobre el asunto de Lindsey Hart. Theo no era abogado, pero si Jack decidía coger el caso de Lindsey, muy probablemente Theo tendría su papel en él como investigador, por lo que ya no se incumpliría el pacto de confidencialidad entre cliente y abogado. Además, Jack necesitaba hablar de ello con alguien, y Theo era una de las pocas personas que conocían al detalle la historia de Jessie Merrill. También era el único cliente del que Jack tenía noticia que hubiera pasado tiempo en el corredor de la muerte por un delito que no había cometido.
Theo dejó que terminara, sonrió y negó con la cabeza.
—Para un tipo que se acuesta con alguien cada dos eclipses solares, seguro que tienes un truco especial para extraerle el máximo valor ruinoso a tus relaciones.
—Gracias. Y para que conste, es cada dos eclipses solares parciales.
—Eres un fiera, tío. —Theo cogió un puñado de cacahuetes y masticó mientras hablaba—. ¿Y esa tal Lindsey está embarrada hasta arriba?
—No estoy seguro. He intentado leer el informe de la investigación antes de venir, pero tengo la cabeza en otra parte.
—Esa charla sobre Jack Junior te ha dejado un poco fuera de juego, ¿eh?
—¿Un poco? Me enteré de lo de la adopción hace un par de años, cuando Jessie falleció. Pero supongo que hasta que Lindsey no me ha enseñado la foto no me había afectado de verdad. Tengo un hijo mío por ahí.
—No, es su hijo. Tú lo único que hiciste fue acostarte con tu novia.
—No es tan sencillo, Theo. Somos como dos gotas de agua.
—¿Sí, en serio? ¿O lo ves así porque es lo que te ha dicho su madre y por alguna extraña razón darwiniana quieres que sea cierto?
—Créeme, el parecido es enorme.
—Supongo que podría haber sido peor. Podría haberse parecido a alguno de tus amigos.
—¿No puedes ser serio por una vez?
—No, pero puedo fingirlo. —Theo dio un sorbo—. Entonces, ¿vas a ser su abogado?
—Todavía no lo sé.
—¿Qué te dice tu instinto? ¿Es inocente?
—¿Y eso qué más da? He representado a un montón de clientes que eran culpables. Incluso pensé que tú lo eras cuando empecé con tu caso.
—Pero yo no era culpable.
—Habría luchado con las mismas ganas incluso si lo hubieras sido.
—Puede ser, pero creo que en este caso es distinto.
—¿Tú también ves un dilema?
—Sí, solo que de donde yo vengo no lo llamamos así, «dilema». Decimos que es «pillársela con la cremallera».
—¡Uf! Bueno, supongo que también serviría el término . . .
—Pues claro que sirve. Pongamos por caso que presentan cargos contra tu cliente por haber matado a su marido y tú aceptas ser su abogado. Digamos que es culpable, pero que tú eres capaz, con tu magia, de convencer al jurado de que no lo es. Ella se va de rositas. ¿Y en qué lugar te deja eso a ti?
—Olvídate de mí. ¿En qué situación queda su hijo?
—Viviendo con una asesina, así.
Jack se quedó mirando el fondo del vaso y dijo:
—No es algo que cualquier abogado penalista que se precie querría para sí mismo.
—Por otro lado, si no aceptas el caso . . . Vamos a suponer que es inocente, y que un abogaducho la caga (como la cagó el que llevó mi caso antes que tú) y la condenan. El chico acaba perdiendo a su padre y a su madre, o al menos a la única madre que ha conocido en su vida. ¿Podrías vivir con eso?
—Creo que has dado en los dos extremos del dilema.
—A la mierda con el dilema. Eso son miles de pequeños dientes de metal que se te clavan en la . . .
—Sí, ya lo he captado, Theo. ¿Qué crees que debería hacer?
—Fácil. Coge el caso. Si al profundizar te das cuenta de que es culpable, renuncia.
—Eso es arriesgado. Una vez se inicia un caso, uno no puede dejarlo así, por las buenas. Los jueces no te permiten echarte para atrás si tu único argumento es que de pronto te has dado cuenta de que tu cliente es culpable. Si eso fuera lo habitual, habría abogados a diario que abandonarían sus casos en mitad del proceso.
—Entonces tienes que encontrar la forma de convencerte de que tu cliente es inocente antes de aceptar el caso. ¿Y si le pides que se someta a la prueba del polígrafo?
—No tengo fe en ellos, sobre todo si se trata de una persona que está emocionalmente desconsolada, como ella. Sería como echarlo a cara o cruz.
—Entonces, ¿qué estás queriendo decirme?
—En conclusión, que por lo que sé a ella podrían acusarla mañana mismo. Necesito una respuesta rápidamente y, como suele ocurrir, no la tengo.
Theo le quitó el vaso de la mano, lo dejó sobre la barra y lo apartó.
—Entonces bájate del maldito taburete, vete a casa y léete el informe de la investigación. Léelo como si ese niño fuera cualquier otro niño que no conocieras.
Su tono era firme y Theo no sonreía, aunque Jack sabía que esas palabras provenían de un amigo. Se levantó, dejó un billete de cinco dólares sobre la barra para pagar las dos bebidas.
—Eh —dijo Theo—, que no estaba de broma.
—Ya lo sé.
—Me refiero a la dolorosa, listillo. Hasta que no encuentres ese sentido del humor, te cobraré el doble, ¿te acuerdas?
Jack sacó su billetera y lanzó otro billete sobre la barra.
—Gracias por haberme dado una lección —dijo riendo entre dientes.
Sin embargo, mientras caminaba en zigzag entre los ruidosos clientes del bar para llegar a la puerta, pasando junto a conversaciones que no tenían sentido, no pudo evitar preguntarse por qué había tantas risas forzadas, y su sonrisa se esfumó. Ojalá que Theo tuviera razón. Ojalá que para Dios todo fuera divertido.