Capítulo 20


DOS HORAS MÁS tarde, Jack y Sofía estaban en un coche de alquiler cerca de las afueras de Bejucal.

—No hacía falta que vinieras —dijo Jack.

—¿Y cómo tenías pensado moverte sin mí? —preguntó Sofía.

—Mi español es bastante útil.

—Te he oído hablar, Jack. Y aunque impresiona mucho que hayas podido aprender español cuando eras un escurridero, probablemente no te llevaría muy lejos en un pueblo pequeño.

—¿Un escurridero? ¿Fue eso lo que dije?

Ella sonrió.

—Está bien. Tu español es realmente muy bueno.

—¿Cómo de bueno?

—A lo mejor lo bastante bueno para que te peguen y te estafen. Por eso he venido.

—Ah, entonces has venido para protegerme, ¿no?

—No. He venido para ver cómo te pegan y te roban. Eso supera a la porquería de televisión cubana.

«Touché», pensó él.

El tiempo de conducción desde La Habana era de solo media hora, y llegaron a Bejucal cerca de la hora de cenar. Abuela le había dicho alguna vez que era el pueblo más bonito de la provincia de La Habana, y probablemente tuviera razón. Se veían fachadas coloniales por todas partes, y solo las suficientes estaban recién pintadas como para permitir a la imaginación que coloreara el resto. En el centro de la localidad había una pequeña plaza pintoresca con una iglesia colonial pintada de ocre. Ya era valiosa en sí misma, pero a Jack el solo hecho de poder ver aquella vieja iglesia le impresionó. Su madre había sido bautizada allí. El cine Martí estaba cerca, y Jack se preguntó si su madre habría ido alguna vez allí con sus amigas o incluso con algún novio, si habría soñado con ser una estrella de cine estadounidense. De pronto, su mirada se dirigió a una valla al final de la plaza con un mensaje escrito: SOCIALISMO O MUERTE. Enseguida entendió el comentario de su abuela sobre Bejucal: era exactamente como hacía cuarenta años, y a la vez era totalmente diferente.

—¿Estás bien? —le preguntó Sofía.

Jack no se había dado cuenta, pero se habían detenido unos minutos en un cruce sin un motivo concreto. Él había estado empapándose de todo aquel entorno.

—Sí —respondió él, librándose de aquellos pensamientos—. Solo estaba desconectando un poco.

—¿Tienes hambre? El restaurante El Gallo parece estar bastante bien.

—Claro —dijo Jack.

Jack aparcó el coche, caminaron hacia el restaurante y se sentaron en una mesa junto a la ventana. La casa estaba especializada en comida criolla, así que Jack pidió pollo asado con plátanos a puñetazos. La camarera era muy amable, y como era natural, los reconoció como turistas. Ella insistió en que visitaran la plaza Martí, que según ella fue el escenario de la película Paradiso, basada en la novela de José Lezama Lima. Jack no sabía si aquello era o no cierto, pero al oírlo sonrió, como si hubiera sido su pequeño pueblo el que hubiera aparecido en un largometraje. En cierta manera, sí era su pueblo.

La cena fue bastante agradable, y la camarera les llevó láminas de mango de postre. Parecía tomarse verdadero interés por asegurarse de que disfrutaban de su visita a Bejucal, por lo que Jack decidió tentar a la suerte.

—¿Ha oído hablar alguna vez de una mujer que se llama Celia Méndez? —preguntó él.

Ella arrugó la cara, pensando.

—Conozco a un par de familias Méndez. Pero a una Celia Méndez . . . no. ¿Qué edad tiene ella?

Jack sacó del bolsillo la vieja fotografía de su madre y Celia Méndez. Tener aquella oportunidad lo puso nervioso. Durante todos aquellos años había pensado que Celia Méndez, la mejor amiga de su madre en Cuba, sería su mejor fuente de información sobre su madre. Pero ¿y si no resultaba serlo?

Le mostró la instantánea a la camarera y le dijo:

—Esta es de hace más de cuarenta años, así que supongo que debe de tener alrededor de sesenta.

La camarera negó con la cabeza; no la reconocía.

—Lo siento. No puedo ayudarlo. Pero hay un Méndez que lleva una casa particular encima de la calle Martí. Esa familia hace años que vive en Bejucal. ¿Por qué no pregunta por allá? Tal vez allí lo ayuden.

—Gracias. Eso haremos.

Ella les anotó la dirección en un papel. Jack pagó la cuenta en dólares, la única moneda que parecía tener peso en la Cuba comunista, y se marcharon.

Para muchos viajeros no había mejor alojamiento en Cuba que alquilar una habitación en la casa particular de una familia cubana. Después de la revolución, alquilar una vivienda en Cuba se había convertido en ilegal, pero todo aquello cambió con la caída de la Unión Soviética y con la necesidad del gobierno cubano de encontrar un nuevo «superpoder» (léase «turismo») para apuntalar su economía en crisis. Una nueva ley promulgada en 1996 permitió a los cubanos alquilar una o dos habitaciones de sus hogares, y pronto aparecieron en todo el país cientos de casas particulares, que proporcionaban una buena cantidad de ingresos fiscales a un dictador que estaba claramente más interesado en perpetuarse en el poder que en los principios comunistas.

La Casa Méndez era una vivienda sencilla, aunque limpia, frente a una calle de adoquines. Una mujer regordeta con la piel oscura y una diadema de color amarillo chillón en el pelo les dio la bienvenida en la puerta. Tendría como mucho cincuenta años, supuso Jack, demasiado joven para ser Celia, la amiga de su madre. Se presentó como Felicia Méndez Ortiz. En vez de embutirse en su papel de detective con una montaña de preguntas sobre Celia Méndez, Jack decidió romper el hielo con algunas preguntas sobre el alojamiento.

—¿Tiene alguna habitación libre?

—Sí —dijo ella con voz agradable—. Una nada más.

—¿Podemos verla, por favor?

—Por supuesto. Pasen.

La habitación estaba en la parte trasera de la casa, cerca de la cocina. Había dos camas individuales, un armario y una vieja alfombra en el suelo. El molesto resplandor de una lámpara sin pantalla era la única luz de la habitación. Habían pasado delante de la sala de estar y de otras dos habitaciones más para llegar a aquella. Jack contó a once personas en la casa, siete adultos y cuatro niños. La mujer cubana les explicó que la gran ventaja de quedarse en una casa particular era que se llegaba a vivir con una familia cubana, pero la gran desventaja era también que se llegaba a vivir con una familia cubana.

—Nos quedamos —dijo Sofía.

—¿Cómo? —preguntó Jack.

Ella se pasó al inglés, para que solo Jack pudiera entenderlo.

—Si eres realmente bueno, dejaré que juntes las camas. Pero no cuentes con ello.

Él sabía que ella estaba de broma.

—Solo estaba siendo amable cuando le pregunté por la habitación. En realidad no estaba planeando quedarme aquí.

—¿Quieres que sea esta bonita familia la que se quede con tu dinero? ¿O prefieres volver al Hotel Nacional?

—¿Estás segura de que esto es lo que quieres?

—Tuve un compañero de piso durante toda la facultad. Nunca pasó nada, y era incluso más mono que tú.

Jack no estaba seguro de si aquel comentario había sido un cumplido o un insulto, pero no le importó.

—De acuerdo. Si para ti está bien, nos quedamos. —Miró a la mujer y le dijo en español—: Nos la quedamos.

Ella les sonrió y los acompañó hasta la cocina. Se sentaron a la mesa y ella anotó sus nombres y sus números de pasaporte. Y, por supuesto, les ofreció algo para comer. Jack llegó a la conclusión de que aquella obsesión cubana por ofrecer comida a un invitado, incluso cuando no hubiera nadie en la casa, era genética. Jack y Sofía le dijeron que no, pero sí tomaron café. Estaba caliente y era fuerte, y a él el aroma de los granos tostados le recordó a la cocina de su abuela. Jack acababa de terminarse su taza cuando decidió que había llegado el momento de sacar la foto.

La dejó sobre la mesa y preguntó:

—¿Por casualidad no conocerá a una mujer que se llama Celia Méndez?

La mujer dejó su taza sobre la mesa. Una sonrisa asomó a sus labios mientras examinaba la fotografía.

—¿Conoce a Celia?

—No, la conocía mi madre.

—¡No me diga que su madre era Ana! —exclamó ella.

A Jack le dio un vuelco el corazón. «¡La conocía!»

—¡Sí, Ana María Fuentes!

Ella observó con detenimiento la cara de Jack, y luego miró de nuevo la fotografía. Se llevó una mano a la boca, para tapársela, como si se hubiera sorprendido por la cantidad de años que habían pasado.

—Ahora lo veo. Usted se parece mucho a su madre, que era bien bonita. Celia y ella eran amigas íntimas. A Celia se le rompió el corazón cuando se enteró de que su madre había fallecido. Qué lástima . . . —La mujer se estremeció, parecía sentirse avergonzada por su propia sensibilidad—. Disculpe, siento mucho su pérdida, por supuesto.

—Gracias. ¿Conocía usted a mi madre?

—Un poco. Cuando Ana se fue a los Estados Unidos yo tenía siete años, nada más. No, ocho. Celia era mi hermana mayor.

Una vez más, a Jack se le aceleró el pulso.

—¿Y dónde puedo encontrar a Celia?

Ella parpadeó y bajó la mirada.

—Celia murió.

Jack se quedó hundido y su «Oh, no» le salió sin querer.

—Murió el pasado mes de marzo. Fue de repente, de un ataque al corazón.

—Lo siento. Sé que debe de resultarle difícil hablar de ella, pero si hubiera alguna cosa que usted recordara sobre Celia y mi madre . . . me gustaría escucharlo.

—Sé algunas cosas, sí. Pero me resulta difícil distinguir entre lo que recuerdo y lo que recuerdo que Celia me contó, no sé si ve la diferencia . . .

—Sí, claro. Cualquier cosa que pueda contarme, es lo único que quiero saber.

La tristeza pareció disiparse. Pensar en una Celia mucho más joven pareció alegrarle el ánimo a la mujer.

—Celia y Ana eran inseparables —dijo ella con cierta nostalgia—. Todo lo hacían juntas. Fue Celia quien le presentó a su madre su primer novio.

—¿Recuerda su nombre?

—No, pero a la madre de Ana, su abuela, no le gustaba ni siquiera un poquito. Y tampoco le gustaba Celia, más que nada porque había sido Celia la que le había presentado aquel muchacho a su hija.

—¿Y qué tenía el hombre de malo?

—Nada, que yo sepa.

—¿Y por qué estaba mi abuela tan en contra?

La mujer hizo una mueca, como si se sintiera un poco avergonzada.

—Su abuela nunca le habló del novio de Ana, ¿verdad?

—No. Cuénteme.

—¿Está seguro de que quiere saberlo todo?

—Sí. Créame que no habría venido hasta aquí si no lo estuviera.

Ella suspiró profundamente y luego dijo:

—Su madre se quedó embarazada.

Jack se quedó helado. Ella negó con la cabeza mientras miraba la fotografía y dijo:

—Es posible que en esta foto ya tuviera al niño dentro. Apenas tenía diecisiete años cuando pasó.

—¿Está segura? —preguntó Jack.

—Sí. En eso sí que no me equivoco. Estamos hablando de hace cuarenta años. ¿Una muchacha, embarazada? Armó bastante revuelo en Bejucal. No recuerdo todo lo que pasó cuando tenía ocho años, pero de eso sí me acuerdo.

—¿Y ella . . .? —Jack dudaba, por temor, si hacer o no la pregunta—. ¿Y tuvo ella al niño?

—No estoy segura de si supe exactamente qué sucedió. Recuerdo haber oído que esperaba un bebé. Oí a la gente hablar de ello. Y no fue al día siguiente, pero sí al poco de que Ana María se marchase a Miami.

—¿Estaba embarazada cuando se marchó?

—No lo sé. De verdad que no lo sé.

Se quedaron un momento en silencio, Jack mirando su taza vacía. La mujer se levantó, como si hubiera percibido la repentina necesidad de Jack de tener un momento de recogimiento.

—Disculpen, pero tengo que ir a ver a mi nieto —dijo, y salió de la habitación.

Sofía se quedó con él un minuto, y finalmente él la miró. Ella parecía estar a punto de decir algo, pero se limitó a sonreír un poco como muestra de apoyo, le dio unas palmaditas en el dorso de la mano y lo dejó solo en la mesa.

LA LUZ DE la farola que había junto a la ventana se colaba a través de los listones de la persiana y se proyectaba en forma de rayas, como una cebra, a lo largo de las camas. Jack estaba más cerca de la puerta. Sofía estaba echada sobre la cama contigua a la ventana. La habitación no tenía reloj, pero Jack sabía que era tarde. No había sido capaz de cerrar los ojos, y mucho menos de dormir.

—¿Jack? —le preguntó Sofía en la oscuridad—. ¿Estás despierto?

—Mmm, hmm.

—¿Estás bien? Me refiero a lo que Felicia te ha contado . . .

Él se rio sin ganas.

—No era exactamente lo que esperaba oír . . .

—Lo sé.

Volvió el silencio. Pasó un coche junto a la ventana y la luz de los faros barrieron la pared.

—¿Jack?

—¿Sí?

—¿Esto te resulta raro?

—¿El qué?

—Estar durmiendo en la misma habitación conmigo.

—Eh . . . bueno, un poco.

—¿Cuándo fue la última vez que dormiste en dos camas individuales?

Él se quedó pensando, y entonces se dio cuenta de que la última vez había sido con su exmujer, en uno de los últimos viajes que habían hecho juntos. Camas individuales. El principio del fin.

—No me acuerdo muy bien . . .

—No pretendo que te sientas raro, pero por alguna extraña razón esto me recuerda a cuando era adolescente. Mi hermana y yo compartíamos la misma habitación, con dos camas. Por la noche nos quedábamos hablando de todo tipo de cosas hasta que se hacía tarde. De chicos, de fútbol, de ropa . . . Pero sobre todo de chicos.

—¿Y yo te recuerdo a tu hermana?

—Ni mucho menos. Pero no sé por qué me ha venido eso a la cabeza. Supongo que me he acordado de lo mucho que echo de menos aquella época. Algo me habrá hecho pensar en ello . . .

—A lo mejor ha sido porque nadie se ha molestado nunca en contarme que yo podría tener un hermano o una hermana . . .

Ella se incorporó y se quedó apoyada en un codo, y aunque la luz era tenue, Jack pudo ver la cara de horror en su cara.

—Vaya, lo siento . . . No he nombrado a mi hermana con la intención de . . . No estaba comparando la situación . . .

—No te preocupes —dijo él.

Ella apoyó la cabeza sobre la almohada. Estaba echada de lado, y la sábana fina y blanca se ceñía a la suave curva de su cadera, mientras la estrecha franja de luz que atravesaba la persiana se reflejaba sobre su pelo. Jack se dio la vuelta y se colocó de lado, de cara a ella. Los separaba el espacio entre las camas. Sin embargo, y debido a la oscuridad, casi parecía que aquel hueco no existiera.

—Es curioso . . . —dijo Jack.

—¿El qué?

—Lo de mi madre. En mi cabeza, me había construido la imagen noble de una mujer joven en busca de libertad. Deja a su familia atrás, a sus amigos, lo deja todo y de alguna manera encuentra el valor de enfrentarse a un mundo nuevo por completo.

—Nadie te ha borrado esa imagen. Simplemente le han dado un giro.

—Por lo menos ahora comprendo por qué mi abuela nunca ha querido hablarme de ello.

—Es una mujer mayor, y es natural para alguien de su generación que quiera mantenerlo en secreto. Debió de dolerle terriblemente tener que escuchar los comentarios de la gente sobre su hija, que si era una joven con problemas y que huía para escapar de ellos.

—Pero llega un punto en el que yo tengo derecho a saber la verdad, ¿no?

—¿Derecho a saber la verdad sobre qué?

Jack miró a media distancia, a la oscuridad que estaba detrás de Sofía.

—Sobre mi medio hermano, el hijo que dejó atrás.

—No sabes a ciencia cierta si tu madre lo tuvo o no.

—Tienes razón. Pero aun así, quiero saberlo.

—Supongo que solo hay una persona que pueda decírtelo.

Jack lo pensó y dijo:

—Lo único que tengo que hacer es inventarme una forma de preguntárselo a mi abuela sin romperle el corazón.

—Pues que tengas suerte —respondió Sofía mientras se daba la vuelta.

Jack ahuecó su almohada y le dijo:

—No me dejes dormir demasiado.

Tenían suficiente luz como para que Jack pudiera ver la sonrisa en sus labios.

—¿Qué? —dijo él.

—Estamos en una casa con once cubanos. Si eso no te despierta, te prometo que se lo notificaré a tu pariente más cercano.

—Esa es buena.

—Buenas noches, Jack.

—Buenas noches, Sofía.