A LAS NUEVE de la mañana del día siguiente, Jack y Sofía estaban en el tercer piso de uno de los muchos edificios de arquitectura común y corriente de la plaza de la Revolución. La plaza era el centro del gobierno cubano. Jack veía a través de la ventana la oficina central del poderoso Ministerio del Interior, desde la cual se alzaba una monumental efigie del Che, perfectamente situada para que pudiera verse en los innumerables mítines políticos que se celebran de forma periódica en la inmensa explanada. El Che parecía un poco aburrido, pensó Jack, lo cual concordaba con la realidad, ya que algunos de los discursos de Castro habían llegado a prolongarse hasta catorce horas. La plaza estaba tranquila aquella mañana, y Jack y Sofía estaban esperando solos en un despacho.
El coronel Raúl Jiménez entró en la sala con la confianza de un oficial, los saludó con cordialidad y tomó asiento detrás de su escritorio.
—¿Han tomado ya una decisión?
—Sí —dijo Jack—. Estoy dispuesto a escuchar lo que su soldado tenga que decirnos, pero no voy a prometerle nada a cambio.
—Eso es una lástima. No suele presentarse la ocasión de poder ofrecer ofertas tan generosas como esta.
—Se lo agradezco, pero nos vemos obligados a enfrentar la realidad. Seamos honrados. Desde el punto de vista de la pura estrategia del juicio, obtener el testimonio de un soldado del ejército de Castro podría fácilmente hacer que el jurado se volviera en contra de mi cliente. La matemática simple indica que al menos la mitad del jurado podría estar formado por cubano-estadounidenses.
—Sí, y la otra mitad por no cubano-estadounidenses. No soy abogado, pero ¿no es un hecho que usted está obligado a convencer a un solo miembro del jurado de que su cliente es inocente? Eso es todo lo que necesita para que su cliente sea declarada inocente, ¿verdad?
—Cierto. Pero incluso sin haber hablado con mi cliente, sé que a ella no le va a gustar la idea de poner su destino en manos de un soldado cubano.
—¿Y cómo se siente ella ante la idea de morir por una inyección letal?
—Hace usted buenas preguntas, coronel.
Él se echó hacia atrás en su silla, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. El uniforme verde se había oscurecido por el sudor a la altura de las axilas.
—No le estoy pidiendo mucho a cambio, señor Swyteck. Simplemente ofrézcame algo que compense el embrollo de tener que enviar a uno de nuestros soldados a testificar a Miami.
—¿Es dinero lo que usted quiere?
—En absoluto.
—Entonces, concrete más. ¿Qué pretende obtener?
El coronel se acercó un poco más mientras entrecerraba los ojos.
—Después de que dispararan al capitán Pintado, oímos hablar a su cliente en un programa de radio de Guantánamo. Fue muy sincera. Dijo que creía que su marido había sido asesinado porque sabía algo. Algo que estaba sucediendo en la base y que el gobierno no quería que saliera a la luz.
—Esa ha sido su postura todo este tiempo.
—Entonces, ahí lo tiene —dijo el coronel—. Queremos saber: ¿qué secreto guardaba el capitán Pintado?
—No puedo prometerle ese tipo de información.
—¿Por qué no?
—Por muchos motivos. El más importante de ellos es porque no voy a hacer un trueque con usted por un testimonio. Presentar a un soldado cubano como testigo supone un montón de problemas de credibilidad. Y si se descubriera que ha habido un trato paralelo, fuera cual fuera, esos problemas de credibilidad se volverían insuperables.
—Nadie está diciendo que debamos hacer público este acuerdo.
—Para usted es fácil decirlo, coronel. No es su profesión como abogado la que está en juego.
—Entonces, ¿esa es su postura? ¿No habrá trato?
—Estoy dispuesto a llamar a uno de sus soldados para que testifique. No estoy dispuesto a compensarle a usted de ninguna manera por dicho testimonio.
—A lo mejor su cliente cambiaría de opinión si supiera la naturaleza del testimonio.
Jack dudó, y entonces preguntó:
—¿Qué dirá?
El coronel se inclinó sobre su escritorio. Sus ojos oscuros brillaban bajo la luz del fluorescente.
—En líneas generales, el testimonio sería así. La mañana en la que murió el capitán Pintado, vio cómo su cliente se marchaba a trabajar. Entre diez y quince minutos más tarde, vio cómo un hombre se acercaba a la casa, entraba y a continuación salía con prisas.
Jack se quedó callado, pero Sofía dijo:
—Eso nos sirve de mucho.
—Y eso no es todo —dijo el coronel—. Les diría, además, de qué hombre se trata.
—¿Quiere decir eso que su soldado puede identificar a esa persona con nombre y apellidos?
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
Era como si de pronto el aire hubiera sido aspirado de la habitación. Jack miró a Sofía de reojo, pero ella parecía haberse quedado aturdida, en silencio. Al final, Jack habló:
—Esto me preocupa.
—¿Por qué tiene que preocuparse?
—Por sus motivos.
—¿A qué se refiere?
—Todo se reduce a la víctima. Era el hijo de Alejandro Pintado. Y no es un secreto que el señor Pintado ha sido una china en el zapato de Castro. Incluso ha sido acusado de haber invadido el espacio aéreo cubano para lanzar panfletos anticastristas en La Habana. Me da la impresión de que a Castro no le importaría provocarle cierta indigestión al señor Pintado durante el juicio para que la sumara al dolor por la pérdida de su hijo.
—Esto no consiste en eso.
—Pero así es precisamente como se verá en Miami. ¿No se limitaría a un «oh, qué listo ha sido Castro al meter a uno de sus soldados en el juicio de la acusada de asesinar al hijo de Alejandro Pintado» y que ella salga de rositas?
—Pero el hecho de que el Presidente no sienta aprecio alguno por el señor Pintado no convierte el testimonio del soldado en falso.
De pronto se encontraron inmersos en un triángulo silencioso: Jack, Sofía y el coronel.
Sofía dijo:
—Quizá deberíamos hablar con nuestro cliente.
El coronel les ofreció el teléfono, deslizándolo por el escritorio.
—Gracias, pero no —dijo Jack—. Mi posición es firme: aceptaré el testimonio, pero no voy a pactar un acuerdo con el gobierno cubano.
—Es usted duro en el regateo, señor Swyteck.
—Es la única manera de resolver esto.
El coronel se encogió de hombros y dijo:
—En ese caso, no se resolverá.
—¿Cómo? —preguntó Sofía. Parecía estar a punto de suplicarle que lo reconsiderara, pero Jack se levantó y ella lo siguió.
—Supongo que ya no hay nada más que hablar —dijo el coronel.
—Eso creo —dijo Jack.
El coronel les ofreció una sonrisa respetuosa, como si reconociera que había sido un oponente digno. Tendió la mano y Sofía se la estrechó. Jack rehusó hacerlo.
—Les deseo un feliz regreso a casa —dijo el coronel.
Jack se despidió y abandonó el despacho mientras seguía al asistente del coronel hacia la salida.