«¿PEONES DE CASTRO?» Ese fue el gran titular de las noticias latinas de la noche.
Se trataba de una ingeniosa táctica difamatoria que el equipo de abogados de la cadena había urdido para cubrirse las espaldas, una práctica de la que se había abusado mucho para menospreciar y luego eludir cualquier responsabilidad con un simple juego de signos de interrogación a lado y lado del ataque.
«¿Peones de Castro?»
«¿Adicto a las drogas?»
«¿Perdedor lamepiés y huelebragas que en realidad marca los números de teléfono desde los baños de hombre?»
Afortunadamente, el sinsentido se había detenido en «Peones de Castro», lo cual ya era bastante malo. A Jack le importaba muy poco todo aquello, sobre todo los ataques de un periodista extremo que esa semana atacaría al testigo cubano de Jack y a la semana siguiente pediría que se prohibieran ciertas canciones infantiles que promovían estilos de vida homosexuales. (Rub-a-dub-dub, trhree men in a tub.)2 Fuera cual fuera la fuente, no quería estar en casa cuando el teléfono empezara a sonar sin parar por las llamadas de los medios de comunicación. Tampoco quería que su abuela se muriera de vergüenza cuando pusiera las noticias de la noche. Así que se fue a casa de su abuela, dispuesto a poner paños fríos sobre la situación y en el terreno.
—¡Dios mío! —dijo ella en un quejido.
—Lo siento —respondió Jack.
—No estoy enfadada contigo —aclaró ella mientras sus emociones hacían jirones su inglés—. Lo estoy con ellos. ¿Un soldado cubano de testigo? Es loco.
Jack no dijo nada. Parecía una posibilidad remota, pero él no estaba dispuesto a descartar por «loca» la idea de que un soldado cubano testificara en su caso.
—Mira —dijo Abuela señalando el televisor—: es el señor Pintado.
El juez había decretado el secreto de sumario, por lo que la primera reacción de Jack había sido pensar que el canal estaba retransmitiendo imágenes de archivo. Pero no fue así. Alejandro estaba haciendo aquellas declaraciones desde su casa. Él y su mujer aparecían de pie al otro lado del portón de hierro de la entrada de su finca amurallada. Varios miembros de la prensa se habían concentrado al otro lado, en una larga hilera que se extendía por la acera y a lo largo de la calle. Pintado les pidió silencio haciendo un gesto con la mano. Entonces miró a la cámara y se dirigió al público en su lengua materna.
—Les digo esto a los cubano-americanos, al pueblo de Cuba, a todo el mundo. Fidel Castro se arrepentirá el día que envíe a uno de sus soldados a la corte de Miami para defender a la mujer que mató a mi hijo.
—Bien dicho —dijo Abuela.
«Vaya . . .», pensó Jack.
Pintado le dio las gracias a la multitud, le dio un beso a su mujer y empezó a recorrer el camino de vuelta hacia la casa. El locutor resumió rápidamente lo que acababa de suceder y repitió una y otra vez lo que Pintado acababa de decir, analizando hasta el más mínimo detalle, lo que demostraba que las noticias hispanas no eran, a este respecto, distintas del periodismo tradicional. Sin embargo, cuanto más pensaba Jack en aquellas declaraciones de Pintado, más sentido empezaba a adquirir todo lo que había sucedido aquel día. El fiscal sería un amigo cercano de su padre, pero Jack no estaba dispuesto a dejarse intimidar por ello durante todo el proceso. Se alejó de su abuela y se marchó de la sala de estar, y entonces cogió el teléfono para marcar el número de la casa de Torres.
—Héctor, soy Jack Swyteck.
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo?
—No soy su hijo, y lo que puede hacer por mí es explicarme esa pequeña treta que acaba de poner en práctica en la televisión el señor Pintado.
—¿Treta? ¿Qué quieres decir?
—El juez decretó el secreto de sumario. Se supone que nadie debería estar hablando de la posibilidad de que un soldado cubano testifique en favor de mi cliente.
—A ver, relájate, por favor. Con secreto de sumario o sin él, estoy seguro de que no vas a pedirle al juez que sancione por desacato a un padre afligido por una frase en defensa de su hijo muerto.
—Eso es exactamente con lo que usted cuenta, ¿verdad? —preguntó Jack.
—No sé de qué me estás hablando.
—Déjese de tonterías, Héctor. Conozco su reputación. Usted lo orquesta todo. Alejandro Pintado no ha dicho nada a los medios sin que antes haya mediado su consentimiento.
—¿Me estás acusando de eludir el secreto de sumario?
Aquello era precisamente lo que Jack estaba haciendo. Diez años antes, el viejo Jack Swyteck se habría arrastrado a través de la línea del teléfono para escupirle al fiscal justo en el ojo. Sin embargo, la experiencia le había enseñado a darle a las cosas un enfoque menos acusatorio.
—Deje que le diga una cosa. Me parece bastante sorprendente que los medios de comunicación conocieran toda esta historia incluso antes de que tanto usted como yo hubiéramos abandonado el edificio este mediodía. Después de todo, mi moción ha sido presentada bajo secreto de sumario. Las únicas personas que sabíamos lo del soldado cubano éramos Sofía, el juez, su gabinete y yo.
—Y la oficina del secretario, por supuesto. Usted ya sabe lo descuidados que pueden llegar a ser esos funcionarios.
—Claro —respondió Jack con sarcasmo—. Estoy seguro de que habrá sido la oficina del secretario la que lo habrá filtrado a la prensa.
—O quizá haya sido el mismo Castro. ¿No has pensado en ello, Jack? No en vano, tú eres su peón.
—«Peones de Castro.» Interesante elección de palabras, la suya. ¿Las ha tomado prestadas de las noticias de la noche? ¿O también ha redactado usted el guion del noticiero?
—Se me está enfriando la cena. Ha sido un placer charlar contigo, Jack.
—Claro. Me alegra que hayamos aclarado esto. Al menos ahora ya sé a quién me enfrento.
Intercambiaron un seco saludo de buenas noches. Jack colgó el teléfono y volvió a la sala de la tele. Abuela seguía en el sofá, con la mirada fija en el programa de noticias. La cobertura del asunto de Pintado ya estaba terminando, y el presentador cedió paso a un meteorólogo que parecía un estudiante de secundaria de un colegio interno de moda. Jack apagó el televisor. Abuela siguió mirando la pantalla negra, como si no se creyera lo que había visto.
—¿Estás bien? —preguntó Jack.
Sus labios temblaron ligeramente.
—Me habría gustado que el señor Pintado hubiera dicho algo en tu defensa.
—¿En mi defensa? No es a mí a quien están juzgando.
—Es solo que . . . mis amigos. ¿Qué les voy a contar?
—¿No Castro, no problem?
—¿Crees que esto es una broma? Mucha gente me hará preguntas. ¿Qué les voy a decir?
—Diles que tu nieto está haciendo su trabajo. Y que está yendo bien.
Ella se sentó con la espalda recta, como si buscara con ese gesto la fortaleza para formular la siguiente pregunta.
—¿Estás hablando con el gobierno cubano?
—Abuela, esa información es confidencial. Es un asunto entre abogado y cliente.
—Pues a mí me parece que eso es un sí.
—No es un sí. Lo que pasa es que no puedo hablar de esto contigo.
—No hay nada que no puedas hablar con tu abuela.
—Créeme, hay ciertas cosas que . . . —Jack se detuvo. Abuela le estaba lanzando una de esas miradas suyas patentadas, y de pronto a él se le ocurrió una idea—. ¿Dices que no hay nada de lo que no podamos hablar?
—Nada —dijo ella con firmeza.
—Está bien. Quiero hablar sobre Bejucal.
—¿Y qué, sobre Bejucal?
—Fui allí. Cuando Sofía y yo estuvimos en Cuba.
El rostro de Abuela se ensombreció por la tristeza.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque . . . —Una leve punzada de culpa le roía por dentro. Se sintió como si estuviera a punto de dejarle caer un yunque sobre la cabeza—. Porque conocí a la hermana pequeña de Celia Méndez.
Abuela se quedó lívida y su voz se endureció.
—¿Y estuvo bien la charla?
—Muy bien.
—¿De qué hablasteis?
—De mi madre.
—¿Y por qué hiciste eso? —Ella se había pasado al español, y Jack le respondió en el mismo idioma.
—Porque quiero saber cosas de ella.
—Jack, no tienes que ir donde la familia Méndez para saber la historia de la vida de tu madre. Todo lo que necesitas saber sobre ella puedo contártelo yo.
Se estaban mirando a los ojos, y de pronto Jack sintió que se ahogaba en un torbellino de emociones mezcladas. Estaba molesto porque ella no se lo había contado todo. Sin embargo, se sintió culpable por aquella dulce mujer que era tan orgullosa, tan católica y tan profundamente arraigada al dogma moral de otra generación que no le quedaba más alternativa que mentir a su propio nieto, por temor a que pensara que su propia madre hubiera sido una mujer fácil. Él se inclinó y suavizó el tono.
—Abuela, te quiero. Nunca haría nada que te lastimara. Pero quiero saber la verdad.
—¿Qué verdad? —preguntó ella.
Él estaba esforzándose con su limitado conocimiento del español, pero quería hacerle la pregunta de la forma más suave posible. Finalmente encontró las palabras, la miró a los ojos y le preguntó:
—¿Tengo un medio hermano o una media hermana en Cuba?
Abuela contuvo el aliento. El pecho se le infló y por un momento Jack pensó que tendría que llamar al 911 para una emergencia.
—¿Quién te dijo eso?
—Felicia Méndez, la hermana menor de Celia.
—¿Por qué tuviste que preguntarle a ella una cosa como esa?
—Yo no se lo pregunté, simplemente . . .
—¿Por qué estás haciendo esto, desenterrando esas historias? —dijo Abuela chillando y hablando a toda velocidad—. Tu pobre madre, que en paz descanse, ¿qué pensaría? ¿Por qué iba su propio hijo a deshonrar así su memoria?
—Estoy honrando su recuerdo. Solo estoy intentando averiguar quién fue realmente.
Por las mejillas de Abuela empezaron a rodar las lágrimas; las arrugas y las líneas provocadas por la preocupación dirigían el flujo de su dolor hacia un lado y otro de su rostro. Su voz tembló cuando dijo:
—Quiero que detengas esto.
—¿Detener el qué?
Se levantó rápidamente y empezó a agitar los brazos. Su puño rebotó sobre su pecho, como si hubiera encontrado una voz que le quemaba por dentro.
—¡Quiero que dejes de partirle el corazón a tu madre!
Jack quería decir algo, pero no consiguió decir nada. Vio con angustia cómo ella salía de la sala, llorando. La puerta se cerró de un portazo cuando entró en su habitación.
Su mirada recorrió toda la sala de estar, hasta que se posó en la mesa y a continuación en una vieja fotografía de Abuela con la madre de Jack. Estaban abrazadas y muy sonrientes, y de fondo se veía el oleaje turquesa y unas sombrillas de playa de colores vivos. Era una fotografía alegre, de un momento de alegría. Pero a medida que el silencio se iba aposentando, Jack sintió una opresión en el pecho que casi empezaba a sentir como si se tratara de un arrepentimiento que le duraría toda la vida. Su mente no abandonaba el mismo pensamiento.
Abuela no lo había negado.
«Ya no soy hijo único.»