LA MAÑANA LLEGÓ rápidamente. Jack ya se había vestido y estaba listo para salir cuando atendió a la persona que llamó a la puerta de la cabaña donde había dormido.
—El coronel Jiménez lo verá ahora —dijo el hombre, de pie ante la puerta abierta.
Jack comprobó la hora en su reloj. Un conductor lo había ido a recoger al aeropuerto la noche anterior y le había indicado que estuviera listo a las ocho de la mañana. Ya casi eran las nueve, pero Jack llevaba viviendo en Miami el tiempo suficiente como para saber cómo funcionaban los horarios cubanos.
—Justo a tiempo —dijo Jack.
Jack no estaba seguro de cuál era su ubicación exacta, aunque sí sabía que estaba en La Habana y que aquello no era un hotel. Su chófer lo había llevado a un barrio relativamente tranquilo en El Vedado, al oeste del centro de La Habana, y Jack había pasado la noche en una cabaña de una sola habitación detrás de una casa principal. Su habitación no tenía televisión, ni radio, ni teléfono. No había tenido tiempo de hacer las maletas antes de salir de Miami, apenas un momento para coger el pasaporte y marcharse. Pero en la casa había útiles de aseo para el baño y un par de calcetines limpios y ropa interior, cortesía del gobierno cubano. Supuso que se habría alojado en otra casa particular, sin duda propiedad de alguien leal al régimen. Se había convencido a sí mismo de que estaría constantemente vigilado, lo que se tradujo en que fuera al baño a oscuras.
Aquella mañana su escolta estaba vestido de paisano, con la ropa de uno de los empleados del servicio de la casa. Condujo a Jack por un camino empedrado hasta la casa principal. Era una antigua mansión de estilo neoclásico, no tan grande de estructura como las decadentes joyas de tres pisos de La Habana vieja, pero sin duda una de las muchas casas prerrevolucionarias que habrían sido arrebatadas a los ricos de La Habana; su propietario habría muerto a tiros en los escalones de la entrada o lo habrían enviado huyendo a Miami, y tal vez Jack se hubiera cruzado con él alguna vez. Los jardines eran pequeños pero estaban muy bien cuidados. Las rosas diminutas y las flores púrpura se reunían como mariposas en las enredaderas de buganvillas, y los arbustos de hibiscos lucían flores grandes de colores rojo y amarillo brillantes. El sendero conducía hacia un patio central, una disposición tradicional del siglo XIX, donde todas las habitaciones daban al exterior. Algunas ventanas todavía conservaban las vidrieras originales, que no solo eran hermosas, sino que ayudaban a filtrar el abrasador sol tropical. Ya era bien pasada la medianoche cuando Jack llegó del aeropuerto de La Habana, por lo que no se había dado cuenta de lo encantador que resultaba aquel lugar. De la misma manera, tampoco había visto a los soldados armados apostados en cada una de las esquinas de la propiedad tapiada.
—¿Quién vive aquí? —preguntó Jack en español.
—El coronel Jiménez, por supuesto.
Era huésped del mismísimo coronel. El comunismo le sentaba bien, pensó Jack.
Jack siguió al hombre por un sendero cubierto, y luego escaleras arriba hasta la segunda planta. Al final del pasillo había un par de enormes puertas de madera, cada una tallada con esmero y adornada con grandes aldabas de bronce. La gran entrada parecía anunciar el hecho de que alguien importante estaba esperando en el interior, una impresión que se vio reforzada por los soldados armados que se apostaban como pilares a lado y lado de la puerta. Sin mediar palabra, y con toda la personalidad de la Guardia de la Reina en el Palacio de Buckingham, el soldado de la izquierda se volvió, llamó a la puerta y anunció la llegada de Jack.
—Hágalo pasar —fue la respuesta.
Jack reconoció la voz del coronel.
El soldado abrió la puerta y acompañó a Jack hasta una espaciosa biblioteca con paneles oscuros. Con un golpe de talones, el soldado se retiró y dejó a Jack a solas con el coronel, que se levantó, sonrió con amabilidad e invitó a Jack a que se sentara. El coronel parecía haber aprendido en su reunión anterior que Jack no tenía ningún interés en estrecharle la mano.
—¿Café? —preguntó el coronel.
—No, gracias.
El coronel se pasó al inglés, que era exactamente lo que la mayoría de los hispanohablantes hacían cuando escuchaban a Jack masacrar su idioma.
—Gracias por haber venido en tan poco tiempo.
—No hay de qué. Gracias por haber amenazado a mis familiares cubanos.
El coronel se mostró forzadamente empático.
—Vaya, ¿de verdad que hizo eso? Le prometo que envío a mis hombres a Miami y es allí donde se vuelven groseros. ¿Qué tendrá esa ciudad?
Jack evitó la breve conversación.
—Su mensajero me dijo que tiene algo para mí.
—Sí, así es. Creo que se pondrá usted muy contento.
—Eso es lo que acostumbro a decirles a mis clientes cuando les anuncio que su fecha de ejecución ha sido aplazada del lunes al jueves.
—Es usted un hombre muy divertido —dijo el coronel, aunque su sonrisa no parecía franca.
—¿Qué tiene, coronel?
El coronel descolgó el auricular del teléfono, pulsó un par de botones y a continuación habló en un español muy brusco. Apenas unos segundos después de haber colgado se abrió una puerta lateral, de la que Jack no se había dado cuenta debido a la forma en que se camuflaba en la pared panelada. Dos soldados entraron, solo uno de ellos armado. El que no portaba arma se sentó frente al coronel, con el cuerpo inclinado hacia Jack. El soldado armado salió de la habitación.
El coronel dijo:
—Le presento al soldado Felipe Castillo.
Castillo asintió con la cabeza mientras miraba a Jack, que le devolvió el gesto.
El coronel dijo:
—El soldado Castillo forma parte del equipo de vigilancia de la bahía de Guantánamo. Es uno de los muchos militares en suelo cubano cuya responsabilidad principal es la de supervisar la actividad de la base naval estadounidense. Tenemos torres de vigilancia a lo largo de todo el perímetro, pero vaya, no voy a decirle cuántas hay ni dónde están ubicadas. No es que sea un secreto, porque ambos lados controlan la actividad del que está al otro lado.
—¿Está usted queriendo decirme que el soldado Castillo vio al intruso que entró en la casa de mi cliente?
—Creo que le permitiré al soldado Castillo que se explique por sí mismo. No habla inglés, por lo que traduciré todo lo que él diga.
—No será necesario —aclaró Jack—, le haré saber si no entiendo algo de lo que diga.
—Está bien.
El coronel se dirigió al soldado en español.
—Soldado Castillo, ya le he contado al señor Swyteck que sirve usted en el equipo de vigilancia de la bahía de Guantánamo. En líneas generales, explíquele qué hace y en qué momento lo hace.
—Estoy en el tercer turno de ocho horas. Trabajo desde la medianoche hasta las ocho de la mañana.
—¿Trabaja, así pues, tanto de noche como a la luz del día?
—Sí, aunque mayormente por la noche, como es obvio. Lo que significa que utilizo prismáticos infrarrojos. Cuando ya ha salido el sol, utilizo prismáticos normales.
—¿Qué parte de la base es la que usted divisa?
—La sección de alojamiento permanente de la base principal. Habitada sobre todo por oficiales.
El coronel dijo:
—Soldado Castillo, usted sabe por qué está aquí el señor Swyteck, ¿no es así?
—Sí.
—¿Conoce usted la naturaleza de los cargos contra su cliente?
—Sí, me lo han explicado.
—¿Tiene usted alguna información que pueda serle de utilidad al cliente del señor Swyteck?
—Sí, la tengo.
—¿Podría por favor proporcionarle dicha información al señor Swyteck ahora?
—Sí, por supuesto.
Tomó aliento; parecía estar luchando contra la sequedad de boca. El coronel le sirvió un vaso de agua, y la mano del joven tembló mientras bebía, lo que provocó que una gota corriera hacia abajo desde la comisura de la boca. Jack no se lo tomó como un signo de engaño. Cualquier soldado de su rango habría estado nervioso delante del coronel.
Castillo dijo:
—La mayoría de las noches que vigilo no hay incidencias, pero lo más inusual que sucedió aquella noche en particular fue entre las cinco y media y las seis de la madrugada.
—¿Qué ocurrió?
—Parte de la zona que controlo son las casas de los infantes de Marina. Me di cuenta de que un soldado llegaba a una de las casas.
—¿Qué hizo que aquello fuera algo digno de ser recordado?
—Que no era su casa. Pero entró directo en ella, sin llamar ni nada parecido.
—¿Antes de las seis de la mañana?
—Correcto.
—¿Y a qué casa lo vio entrar?
—A la casa del capitán Óscar Pintado.
El corazón de Jack latía con fuerza.
—Disculpe, y ¿de qué fecha está hablando?
—Del diecisiete de junio.
Aquel fue el día en que dispararon a Óscar Pintado. Jack casi temía hacer la siguiente pregunta, como si un testimonio tan bueno como aquel tuviera que desentrañarse.
—¿Vio usted que el hombre quien entró en la casa?
—Por favor —dijo el coronel—, permítame que sea yo el que formule las preguntas. Su español no es . . .
—Creo que me ha entendido bien —lo interrumpió Jack.
El coronel lo consideró y accedió.
—Está bien. Puede usted hacer las preguntas.
Jack no se había dado cuenta, pero por instinto ya se había desplazado hasta el borde de la silla. No quería mostrarse agresivo, pero tenía que hacerle algunas preguntas incómodas para tantearlo.
—¿Vio usted bien al hombre que entró en la casa?
—Sí, lo hice.
—¿Quién era?
—El teniente Damont Johnson, de la Guardia Costera de los Estados Unidos.
—¿Cómo puede estar seguro de que era el teniente Johnson?
—Porque ya lo había visto en la casa de Pintado muchas otras veces.
—¿Y cómo es que lo vio entrar en esa casa en tantas ocasiones distintas?
—Porque ese era mi cuadrante. Tengo un mapa y un gráfico que muestra todos los edificios y a sus ocupantes.
—Por tanto, es parte de su trabajo examinar ciertas áreas de la base.
—Sí —contestó Castillo mientras se encogía de hombros—. Pero, si soy sincero, todos los del equipo de vigilancia teníamos un ojo puesto en la casa de Pintado.
—¿Debido a quien era su padre?
—No. —El soldado sonrió un poco, como si se sintiera avergonzado—. Era nuestro pasatiempo.
—¿Su pasatiempo?
—Sí. Nos pasábamos las horas mirando a la nada. Cuando nos aburríamos, siempre escaneábamos la casa de Pintado para ver qué estaba pasando allí.
Jack observó su expresión con detenimiento, en busca de un gesto que insinuara algo.
—¿Qué tipo de cosas sucedían allí?
—Bueno, como le he dicho, vi muchas veces al señor Johnson.
—¿Y le parecía que él era entretenido?
—Ah, sí. Mucho.
—¿Se refiere a cuando acudía a visitar al capitán Pintado?
—No, no mucho en esas circunstancias. Diría que era más entretenido cuando iba a visitar a la esposa del capitán Pintado.
Jack intentó ocultar su sorpresa.
—¿Se refiere a Lindsey Hart?
—Sí.
—¿Con qué frecuencia veía juntos al teniente Johnson y a la señora Hart en la casa de Pintado?
—Muy a menudo.
—Bien. Antes me ha dicho que usted vigilaba en el turno que va de la medianoche a las ocho de la mañana. Entonces, quiero que piense con cuidado en lo siguiente. ¿Está seguro de haber visto juntos a Lindsey Hart y al teniente Johnson muchas veces entre la medianoche y las ocho de la mañana?
—Sí. Los vi. Por lo general, más entre las dos y las cinco de la madrugada.
—¿Y de verdad los vio juntos en el interior de la casa?
—Por supuesto. Disponemos de un equipo muy sofisticado. Lo único que necesitamos para ver el interior del dormitorio es una pequeña abertura en las persianas.
—El dormitorio —dijo Jack, casi de forma involuntaria.
—Sí. El dormitorio.
—Aunque esta pregunta suene estúpida . . ., ¿qué estaba haciendo el teniente Johnson en el dormitorio con la mujer del capitán Pintado en mitad de la noche?
Castillo sonrió y dijo:
—¿Qué cree usted que estarían haciendo?
—A nadie le importa lo que yo pueda pensar que estaban haciendo. Quiero saber exactamente lo que usted vio que hacían.
Castillo lanzó una mirada al coronel, y pronunció algunas palabras y expresiones que Jack no entendió.
El coronel miró a Jack y le dijo en inglés:
—Estaban como si fueran una pareja de estrellas del porno.
JACK PERMANECIÓ EN silencio y por un momento sus ojos no fueron capaces de enfocar.
—¿Con qué frecuencia los veía juntos?
—Quizá una vez a la semana.
—¿Cuándo fue la primera vez que los vio juntos?
—Diría que dos meses antes de que muriera el capitán Pintado.
—¿Y cuándo fue la última vez que los vio juntos?
—La noche en que murió el capitán Pintado.
—¿Estuvieron juntos la noche en que el capitán Pintado recibió el disparo?
—Sí. El teniente Johnson se marchó de la casa de Pintado hacia las tres de la madrugada. La señora Hart abandonó la casa para irse a trabajar alrededor de las cinco y media. Entonces, unos veinte minutos después, el teniente Johnson volvió a la casa y entró en ella por la puerta de atrás. Se marchó diez minutos más tarde, y luego la policía llegó al amanecer. Ya sabe el resto.
Una vez más, Jack guardó silencio. Esperaba haber oído algo acerca de un intruso, y en lugar de eso había topado con un escándalo sexual.
El coronel dijo:
—Gracias, soldado Castillo. Por ahora es todo.
—Tengo un par de preguntas más —dijo Jack.
—Es todo, de momento —dijo el coronel, dirigiéndose tanto a Jack como al soldado.
El soldado se levantó y abandonó la habitación. Mientras la puerta se cerraba, el coronel miró a Jack y le preguntó:
—¿Sorprendido?
Jack asintió, como si ya nada fuera una sorpresa.
—¿Qué espera que haga con la información del soldado Castillo?
—Por eso estoy aquí, para hablar de ello. En primer lugar, ¿le ha gustado lo que le ha dicho? ¿O no?
—No estoy seguro —dijo Jack.
—Es una de esas espadas de doble filo, ¿verdad? Tiene al teniente, que se dirigió a la residencia de Pintado justo en el momento del asesinato. O por lo menos en el momento del asesinato según lo establecido en el informe de los SICN, que he leído, por cierto.
—Naturalmente.
—Y entonces, tiene al teniente en la casa de Pintado en el momento del asesinato. Pero también lo tiene involucrado en una relación amorosa con la esposa de la víctima. Ambos tienen un motivo. A ambos se les presenta la oportunidad.
—Habla usted como un abogado —dijo Jack.
—Es que veo mucho la serie Ley y Orden. La televisión norteamericana es mi única indulgencia capitalista.
El entorno opulento le ofrecía a Jack un buen puñado de argumentos para discutirle al coronel su lista de «indulgencias capitalistas», pero lo dejó pasar. Jack dijo:
—¿Sigue en pie la oferta de que pueda disponer del soldado Castillo para que testifique en el juicio de Lindsey Hart en Miami?
—Eso depende —dijo el coronel Jiménez—. Si le ha gustado lo que tiene que decir, entonces sí: se lo ofrezco para su disponibilidad.
—¿Sin ataduras?
—Sin ataduras.
Jack entrecerró los ojos.
—No sé por qué no termino de creerle . . .
El coronel cogió un puro del humidor que estaba sobre su escritorio y lo hizo rodar entre el pulgar y el índice.
—Lo dije antes, y lo diré otra vez. Usted es muy escéptico, señor Swyteck.
—Y yo se lo dije la última vez que nos vimos: no voy a llegar a ningún acuerdo con el gobierno cubano.
—No andamos detrás de ningún acuerdo.
—¿Entonces qué ganan ustedes con esto?
—Hemos llegado a la conclusión de que es lo suficientemente placentero para nosotros poder mostrarle al mundo que el hijo de Alejandro Pintado estaba casado con una furcia y que lo asesinó su encantador mejor amigo.
—¿Y qué pasa si yo decido negarles ese placer?
—¿A qué se refiere?
—¿Qué pasaría si sencillamente me negara a llamar a su soldado como testigo?
—Le sugiero que lo piense muy, muy bien. O será Lindsey Hart la que sufra.
—Quizá Lindsey esté dispuesta a correr ese riesgo.
—Quizá. Pero tal vez haya otros que no puedan permitirse el lujo de poder escoger.
Buscó el cajón del escritorio y sacó una fotografía de veinte por veinticinco centímetros. La dejó encima de la mesa.
Jack la examinó. En ella aparecía un grupo de personas de pie en una acera, mirando cómo unos hombres vestidos con uniformes verde oscuro sacaban sus pertenencias a la calle. Su ropa estaba esparcida por el suelo. Los muebles habían sido rotos a pedazos.
—¿Qué es esto? —preguntó Jack.
—Mírela bien —dijo el coronel.
Jack se fijó mejor, y luego reconoció a las personas que aparecían fotografiadas. De pie a uno de los lados estaba Felicia Méndez, la mujer de Bejucal con la que Jack había hablado de su madre. Estaba llorando sobre el hombro de su marido. Las demás personas de la foto también estaban llorando, incluidas dos niñas que tal vez tuvieran seis y ocho años.
—Esta es la Casa Méndez —dijo Jack.
El coronel olfateó el puro, saboreando el rico tabaco.
—Sí. Lamento informarle de que perdieron su arrendamiento. Eso sucedió precisamente ayer. Trece personas sin un sitio para vivir. Es una pena.
—¿Les han quitado la casa?
—No es que no puedan recuperarla. O a lo mejor debería decir que no es que usted no pueda devolvérsela.
—Hijo de puta. ¿Es eso lo que el matón de Miami quería decir cuando me amenazó con que trataría a mi familia como gusanos?
—De forma indirecta, sí. Por supuesto, sabemos que la familia Méndez no es su familia, pero es un buen punto de partida.
—¿Está usted insinuando que tiene noticia de que tengo familiares de sangre aquí en Cuba?
Casi sonrió, pero su rostro se volvió frío.
—No sería mucho implicarlo si lo admitiera ahora mismo. ¿Verdad, señor Swyteck?
Jack no respondió.
El coronel se levantó y pulsó un botón que estaba cerca del teléfono. Las puertas dobles se abrieron inmediatamente y los dos soldados que estaban fuera de la biblioteca entraron.
—Gracias por su visita, señor Swyteck. Le concederé unos cuantos días para que medite su respuesta.
—Coronel, yo . . .
El coronel Jiménez lo cortó en seco con un movimiento de la mano.
—Hable con la esposa del capitán muerto. —El coronel se rio burlonamente para sí mismo y dijo—: ¡Ay, cómo me gustaría poder mirar y escuchar por un agujerito esas conversaciones!
Jack quería pegarle, pero se mordió la lengua. Cuanto más siguiese hablando, más probabilidades tenía de decirle algo a Jack sobre su medio hermano, y a pesar de todas las amenazas, no estaba claro que el coronel supiera nada de eso. Jack no quería ser quien se lo dijera.
—Tendrá noticias mías, de una u otra forma.
Jack abandonó la residencia del coronel acompañado por la pareja de soldados, sin abrir la boca en todo el camino de vuelta hasta que llegaron al aeropuerto.