—¿ESTÁ SEGURO DE que este es el sitio? —le preguntó Jack al taxista.
—Sí —respondió el taxista—. Zapata con la calle Doce.
Jack miró por la ventanilla del coche abierta. No es que pensase que el conductor se equivocaba, pero le estaba costando procesar las consecuencias. Habían aparcado en una calle en el barrio de El Vedado, el corazón comercial de La Habana, no lejos de donde Jack había pasado la noche como invitado del coronel Jiménez. Justo enfrente de ellos había un portón de hierro. Un muro de piedra recorría toda la manzana. Sobre la entrada había un letrero grabado, un impresionante arco de letras de latón envejecido. En él se podía leer: NECRÓPOLIS CRISTÓBAL COLÓN.
—Pero esto es un cementerio . . . —dijo Jack.
—Sí, el cementerio de Colón.
—Estoy buscando la L-37, en Zapata con la calle Doce. Supongo que debe de ser un edificio o un apartamento.
—No hay nada más en esta dirección. Consulte al jardinero que está dentro. Quizá pueda ayudarlo.
Jack pagó al taxista y se subió a la acera. La puerta se cerró de golpe, y el taxi se alejó y se perdió en el tráfico. Jack se volvió y estudió la entrada, con la cabeza revuelta. Abuela lo había enviado a un cementerio. L-37. Tal vez fuera la indicación de un edificio. A lo mejor él tenía un hermano o una hermana mayor que trabajaba allí, puede que incluso viviera en la propiedad. Pero no creía que fuera así.
Con paso lento, se dirigió hacia el portón, mientras la grava crujía bajo sus pies. Era una tarde cálida y soleada, y Jack entrecerró los ojos hasta que llegó a la sombra de los árboles, unos jagüeyes amplios y frondosos que se alineaban en las calles de El Vedado, con sus largas y enmarañadas raíces aéreas que caen al suelo como rastas caribeñas. Se detuvo en la entrada principal. Los sonidos distantes de La Habana todavía se oían —el ruido de una bocina, el zumbido de tráfico urbano—, pero el ruido parecía disiparse mientras miraba a través de los barrotes de hierro hacia el lado tranquilo de la tapia del cementerio. La zona verde no era exactamente abundante, pero todavía se sentía asombrado por la inmensidad de los jardines. Tanto si miraba a la izquierda como si miraba a la derecha o hacia delante, veía muchos mausoleos grandes, capillas, panteones familiares y lápidas en el suelo. Aquel lugar era a los cementerios lo que Manhattan a los horizontes. La mayoría de los monumentos parecían bastante viejos, muchos de ellos eran del siglo XIX. Jack cogió un mapa en la entrada, hizo un pequeño donativo y entró.
—¿Le puedo ayudar? —dijo un hombre en español.
Jack se detuvo y apartó la mirada del mapa. Era un hombre mayor, vestido con un mono y una gorra de béisbol. Un espeso bigote impedía que se le viera la boca, y los cercos de sudor se extendían bajo las axilas de su camiseta. Por la suciedad de las rodillas Jack supuso que era uno de los jardineros.
—Estoy buscando a alguien —respondió—. En realidad, una dirección.
Se veía claramente que al hombre le costaba entender el español de Jack, pero por lo visto el inglés tampoco era una alternativa posible.
—¿Una dirección? —preguntó.
—Sí. Mi abuela me dijo que fuera a la L-37.
Jack le tendió el mapa. El hombre se acercó, le echó un vistazo rápido y le dijo:
—El cementerio está dividido en muchos bloques rectangulares. La letra le indicará la zona. El número es la parcela.
A Jack se le hundió el corazón. Definitivamente, L-37 no era un edificio. Hasta allí llegó la búsqueda de su medio hermano vivo.
—¿Puede llevarme hasta allí, por favor?
—Claro —dijo el hombre.
Jack lo siguió por un camino más ancho de gravilla. Pasaron junto a un sinfín de tumbas, muchas de ellas adornadas con ángeles, grifos y querubines. Algunas se veían más alegres, con flores recién cortadas, pero las manchas más impresionantes de rosa, naranja y otros colores vivos provenían de las espesas buganvillas y los arbustos de hibisco que habían sido plantados muchos años antes, probablemente por las plañideras que habrían encontrado el descanso eterno allí. Por fin, llegaron a una tumba cubierta con flores frescas, desde begonias y orquídeas a lirios africanos, de decenas de ramos de flores que habían sido colocados en la parte superior de la tumba y a su alrededor. El hombre se detuvo, y Jack se quedó de pie junto a él. Observaron en silencio cómo una mujer joven colocaba un ramo de flores de corteza amarilla cerca de la lápida. Luego se santiguó, se puso en pie y se alejó. Lo hizo caminando hacia atrás, sin darle la espalda a la tumba en ningún momento, lo que resultaba extraño.
El hombre le susurró:
—Esta es La Milagrosa.
Jack tuvo que pensar un momento en las palabras que le había dicho el hombre, pero estaba casi seguro de haberlo entendido.
—¿Quién es La Milagrosa?
—Era una mujer joven que murió al dar a luz en 1901.
Jack sintió un escalofrío. Su madre había muerto en las mismas circunstancias.
—¿Y por qué todas esas flores?
—Por la leyenda —le contó el hombre—. La enterraron con el hijo muerto a los pies. Pero muchos años después, cuando se abrió el féretro, encontraron al bebé acunado entre sus brazos.
Jack observó cómo la joven daba un paso hacia atrás delante de la tumba.
—¿Y quién es ella?
—Otra mujer joven, una sin hijos, claro. Durante años las mujeres han venido aquí a presentarle sus respetos y a rezarle con la esperanza de tener un hijo. Pero no hay que darle nunca la espalda a La Milagrosa, por eso camina hacia atrás.
Jack la observó un poco más, incapaz de sentir otra cosa que no fuera tristeza y lástima. La mujer parecía más afligida que esperanzada, y pese a ello siguió rezando en voz alta mientras ponía un pie tras otro en su reverente retirada. Al final, desapareció detrás de un mausoleo.
—¿Esta es la L-37? —preguntó Jack.
—No, no. Estas tumbas son mucho más antiguas que las del sector L. Venga por acá.
Anduvieron por un sendero a la sombra hasta que llegaron a un pequeño claro. El jardinero se detuvo un momento, como para orientarse, y luego continuó hacia el este. Las placas de piedra se hicieron menos impresionantes, y eran más modernas que las que estaban en los sectores anteriores, aunque tampoco eran nuevas. La mayoría de los que habían partido allí habían muerto antes de que Jack hubiera nacido.
—Aquí está —dijo el jardinero.
Jack se detuvo y miró la lápida blanca. Era del tamaño de la almohada de un niño, sin tallas ni adornos de ningún tipo. Había un nombre escrito, pero no un apellido. Tampoco aparecía la presentación habitual de «nacido el» y «fallecido el» con las fechas correspondientes. Solo había una fecha. Rezaba:
ramón
17 de febrero de 1961
Fue un momento de reflexión. Jack la leyó una y otra vez, pero solo había una manera de leerlo. Poco a poco, casi sin pensar en ello, se arrodilló. El frescor de la hierba verde traspasaba los pantalones. Su índice recorrió las ranuras de la lápida, trazando el nombre y la fecha. No estaba seguro de qué se suponía que debía sentir. Se sentía, por encima de todo, vacío, carente de toda emoción.
—Ramón —susurró. Aquel era su nombre. Solo había vivido un día.
Jack intentó evocar una imagen del bebé, pero no lo consiguió. Era incapaz de imaginarse a aquella pequeña persona a la que nunca había conocido, pero no porque no le importase. De pronto, se sintió consumido por sus propios sentimientos hacia la madre a la que nunca conoció, y sencillamente no encontró más espacio en su corazón para nada ni nadie más. Era todo tan confuso . . . Ahora, tras visitar aquel sitio, la conocía mejor que nunca, pero no se sentía ni por asomo mejor. Ana María había dado a luz a dos niños. El primero había muerto el día en que nació. El segundo sobrevivió, pero la madre murió el día de su nacimiento.
«¿Por qué?», fue lo único que Jack pudo preguntarse.
Tal vez fuera el abogado escéptico que habitaba en él, o simplemente la ira del niño que había perdido a su madre, pero Jack no pudo aclarar si toda su tristeza se debía únicamente a la crueldad del destino . . . o si detrás habría algo sospechoso.
—Voy a dejarle solo —dijo el jardinero.
—Gracias —contestó Jack, pero aquella palabra se quedó pendida en el aire.
Solo. En aquel momento doloroso, Jack parecía estar en el lugar al que realmente pertenecía.
Siempre, solo.