Capítulo 29


ERA EL DÍA anterior al juicio y Jack era víctima de la mirada de acero del juez García. Si no decía algo pronto, los láseres ardientes lo podrían borrar hasta que él quedara en el olvido legal. Por el momento, sin embargo, lo único que podía hacer era quedarse sentado en silencio mientras el fiscal hablaba con el juez en aquella concurrida y vieja sala del juzgado.

—Esto es completamente indignante, señoría —decía Torres—. Brian Pintado solo tiene diez años. Es una edad en la que todo causa mucha impresión. Ya ha sufrido la deshora de la muerte de su padre. Algún día tendrá que aceptar el hecho de que fue su propia madre quien le quitó la vida a su padre. Mientras tanto, sus abuelos están haciéndolo lo mejor que pueden para proporcionarle un entorno normal para su crianza. Y, sin embargo, estos abogados de la defensa —hizo un gesto acusatorio hacia Jack y Sofía, con un tono lleno de desdén—, estos mal llamados funcionarios de la ley insisten en contactar con el hogar de Pintado en su inquebrantable esfuerzo para coaccionar a este niño para que se reúna con ellos.

Jack se levantó y dijo:

—Señoría, si se me permite decir una cosa, por favor.

—¡Siéntese, señor Swyteck! Ya le llegará su turno.

Jack se hundió en su asiento. Era humillante, fuera cual fuera el caso, ser reprendido por el juez, pero era especialmente humillante que sucediera en un tribunal que estaba repleto de espectadores. Y lo que era peor, la mayoría de ellos eran medios de comunicación.

El fiscal pareció aumentar su confianza.

—Gracias, señoría. Como estaba diciendo, Brian Pintado no tiene ningún deseo de hablar con estos abogados. Antes de su comparecencia, Lindsey Hart acordó que su hijo permaneciera con sus abuelos mientras ella estuviera en la cárcel, y es totalmente ajeno a su voluntad el querer reunirse con estos abogados. Las normas del proceso penal no dan derecho a estos abogados a tomar declaración a este niño, como tampoco exigen a Brian que atienda a estos abogados de la defensa en un encuentro informal. Francamente, señoría, es preciso que alguien les haga saber tanto al señor Swyteck como a su colega que ya está bien. La respuesta es no. Váyanse. Adiós. Brian Pintado no hablará con ellos.

El fiscal le lanzó a Jack una última mirada de hastío y regresó a su sitio.

La sala estaba en silencio, aunque Jack tuvo la impresión instintiva de que si aquella hubiera sido la Cámara de los Comunes inglesa, los diputados habrían movido los pies con entusiasmo y habrían murmurado su aprobación coreando un rotundo: «¡Aquí, aquí!».

El juez dijo:

—Señor Swyteck, es su turno. Por su bien, espero que pueda ofrecernos una explicación.

Jack se levantó y se acercó al atril. No le hizo falta mirar por encima del hombro al público embelesado para darse cuenta de que todos los ojos estaban clavados en él.

—Señoría, en contra de lo que ha insinuado el señor Torres, nosotros no hemos estado persiguiendo a Brian Pintado ni a sus abuelos en casa esquina. Hemos hecho algunos intentos limitados para concertar una entrevista, y hemos sido muy discretos y educados en todas nuestras llamadas.

El juez se burló.

—No me importa si ha contratado usted a Doña Modales para imprimir unas invitaciones. Si el chico no quiere verlos, entonces van a tener que aceptar el no por respuesta.

—Lo comprendo, pero esta es la primera vez que he oído decir que Brian no quiere reunirse con nosotros. Todas las veces que he hablado con la familia Pintado la respuesta ha sido, en líneas generales: «Sí, se reunirá con usted, pero ahora no es buen momento». Nunca han dicho que fuera un deseo expreso de Brian el no querer vernos.

Torres saltó de la silla.

—Señoría, me molesta la insinuación de que de alguna manera hemos hecho creer a la defensa que cabía la posibilidad de que pudieran reunirse con el chico. Si al señor Swyteck le ha dado esa impresión, ha sido error suyo.

El juez se quitó las gafas y se frotó los ojos, como si estuviera cansado de las disputas.

—Está bien —dijo desde el estrado—. Quizá fuera un malentendido. O tal vez fuera que la defensa sobrepasó sus límites. Sin embargo, a partir de este momento confío en que la situación ya esté clara. ¿No es así, señor Swyteck?

Jack miró a Sofía. Sin duda, había sido un revés que no tuvieran la oportunidad de entrevistar a Brian, y parecía que el juez no se mostraba dispuesto a defender el derecho de los abogados de Lindsey a exigir una entrevista con su hijo.

—Si así es como Brian quiere que sea —dijo Jack—, entonces lo aceptaremos.

—Bien. No habrá más llamadas telefónicas a la residencia de los Pintado. Ni más intentos de contactar con Brian Pintado. ¿Estamos de acuerdo?

Una vez más, Jack dudó. El golpe a la preparación del juicio era una cosa, pero su decepción era más profunda. Por absurdo que le hubiera parecido que Lindsey tratara de limitar que Jack accediera a su hijo, aún le resultaba más extraño que las cosas estuvieran sucediendo exactamente como ella había deseado: Jack nunca se reuniría con Brian a menos que consiguiera la absolución.

—Señor Swyteck —dijo el juez—, ¿está usted de acuerdo con eso?

—Sí —respondió Jack sin convicción—. De acuerdo.

El juez miró al otro lado de la sala y dijo:

—¿Le resulta satisfactorio este acuerdo, señor Torres?

—Sí, lo es, señoría. Solo espero que el señor Swyteck sea tan fiel a su palabra como lo es su padre.

Jack le lanzó una mirada de fastidio. «¡Qué golpe tan bajo, Torres!»

—¿Hay algo más que debamos solucionar en este tribunal? —preguntó el juez.

Jack oyó cómo los miembros de los medios de comunicación se movían en la galería de prensa que había detrás de él. Estaban a punto de correr hacia las salidas en el momento en que el juez levantara la sesión.

Pero el fiscal tenía una última sorpresa.

—Sí, hay un asunto más —dijo Torres—. Tiene que ver con un testigo concreto que es materia del secreto de sumario de este tribunal.

El juez no pudo ocultar cómo ponía los ojos en blanco.

—Considere la orden de secreto de sumario como suprimida. No creo que quede un solo periodista en esta sala que no sepa más de lo que yo sé.

Se oyó un leve rumor de risas en la sala y luego todo quedó en silencio. Torres dijo:

—Según el acuerdo preliminar de la vista, las partes ya han intercambiado las listas de testigos. A lo mejor me he despistado, pero yo no veo por ninguna parte en la lista de la defensa el nombre del soldado cubano.

El juez hojeó el expediente y encontró la lista de testigos. Luego miró a Jack y le dijo:

—¿Está en su lista, señor Swyteck?

Jack vaciló. No estaba siendo poco honrado, pero uno de los trucos más viejos estaba a punto de volverse en su contra.

—No lo hemos incluido en la lista por su nombre, señoría. Pero sí hemos aclarado en la lista nuestra intención de llamar a algún testigo de refutación.

El juez resopló.

—¿No tendría pensado usted colar a un soldado cubano en el listado general con la categoría de «testigo de refutación», verdad?

—Para serle del todo sincero, señoría, todavía no hemos decidido si llamar a ese soldado para que declare como testigo.

El fiscal dijo:

—Con el fin de evitar sorpresas, me gustaría que en el registro este asunto quedara muy claro. Si el señor Swyteck tiene la intención de llamar a un soldado cubano como testigo, debería estar obligado a revelarlo aquí y ahora.

—No voy a ser tan estricto —respondió el juez—. El señor Swyteck podrá decidir más adelante si lo va a llamar al estrado. Pero si hay un soldado cubano por ahí que dice que sabe algo acerca de este crimen, quiero saber su nombre. Si no lo dice usted, señor Swyteck, habrá renunciado a su derecho a presentarlo.

Jack miró al público presente. Muchos de los espectadores se habían trasladado literalmente al borde de sus asientos.

—Señoría, estamos en un foro público. No sé qué consecuencias podría tener para este soldado o su familia el hecho de revelar su nombre en una audiencia pública.

—Entonces no lo llame para que testifique. Si pese a ello quiere conservar su derecho a hacerlo, señor Swyteck, díganos cómo se llama. Ahora.

Jack hizo una pausa y a continuación dijo:

—Su nombre es Felipe Castillo.

El silencio dio paso a un creciente murmullo entre la multitud. Jack casi pudo oír los lápices rascar en los cuadernos de notas en la galería de prensa que tenía detrás. Jack no se sentía bien por haber mencionado el nombre del soldado, pero sí sentía algo de satisfacción al ver la cara de estupefacción del fiscal. Era como si Torres de hecho hubiera pensado que la defensa era un farol, como si por el hecho de verse presionado Jack se hubiera sentido incapaz de revelar un nombre.

—Está bien —dijo el juez con un tono que dejaba entrever cierta sorpresa—. Tenemos un nombre. ¿Le parece bien, señor Torres?

Una vez más el fiscal miró a Jack, todavía sin poder creerse que en realidad había un soldado cubano que pronto podría entrar en la sala del tribunal.

—Sí, señoría.

—Entonces aquí termina nuestra audiencia preliminar. Les veré aquí de nuevo mañana por la mañana, a las nueve en punto. Vamos a escoger a un jurado. Hasta entonces, se levanta la sesión.

El juez dio un golpe con el mazo y abandonó la sala de audiencias a través de una salida lateral que conducía a su despacho. De inmediato se desató la locura en forma de carrera hacia la salida. Las cámaras no estaban permitidas en el tribunal federal, por lo que los periodistas de televisión lideraron la carga hacia las puertas exteriores para dirigirse a sus furgonetas a preparar sus emisiones. Otros corrieron hacia los abogados para acribillarlos a preguntas.

—¿Está en Miami Felipe Castillo? —preguntó uno.

—¿Es cierto que el soldado se alojará en su casa, señor Swyteck?

—¿Ha hablado usted directamente con Fidel Castro?

Jack quería responder, pero con toda la confusión y la histeria al límite, temía que sus respuestas fueran tergiversadas a la hora de salir en la prensa. No miró a nadie en concreto y dijo:

—Emitiremos una declaración sobre este asunto una vez hayamos tomado una decisión final acerca de este testigo. Eso es todo por ahora. Gracias.

Las preguntas seguían llegando. Le gustara o no, Felipe Castillo estaba a punto de convertirse en un nombre conocido (al menos sería un nombre latino conocido) en todo el sur de Florida. Jack y Sofía se abrieron camino hacia la salida. Les pareció una eternidad, pero por fin cruzaron el largo pasillo y las puertas dobles. Pasaron varios minutos antes de que pudieran atravesar el pasillo lleno de gente y llegar a la salida principal. A Jack le resultaba difícil escucharse a sí mismo pensar, y aún más poder discernir una voz en concreto entre todo aquel alboroto. Sin embargo, en algún lugar por encima del gentío oyó a Héctor Torres hacer una última declaración para las noticias de la noche.

—Estén atentos mañana —decía Torres—. No será la fiscalía la que excluya de manera sistemática a los cubano-estadounidenses durante la selección del jurado.

Jack empujó la puerta giratoria; Sofía estaba a su lado cuando les dio en la cara el sol del mediodía. En comparación con la multitud que esperaba fuera, la de dentro había sido un modelo de civismo. Una sesión previa al juicio no solía ser un espectáculo, pero podía llegar a serlo, sobre todo si alguien tan poderoso como Alejandro Pintado se había enterado por el fiscal de que él iba a obligar a la defensa a invertir de una u otra forma en el soldado cubano como testigo. Héctor Torres era, no cabía duda, amigo del padre de Jack. Pero él estaba demostrándose a sí mismo que no era amigo de Jack.

—Parece que tenemos visita —dijo Sofía.

Ella lo seguía de cerca, como un corredor detrás de un bloqueador.

Una gran multitud se había reunido en la acera frente al edificio federal. Algunos eran la versión mirona del tribunal, ya que solo los había atraído el alboroto. Otros estaban con los medios de comunicación, revisando notas, portando cámaras y arreglándose el pelo, todo lo cual se lograba con el juego de piernas periodístico necesario para evitar enredarse y tropezar con su propia maraña de cables. Los más numerosos, y que constituían la razón obvia para que hubiera una fuerte presencia policial, eran los manifestantes. Era una aglomeración, cientos de personas empujando hacia la entrada del palacio de justicia. Lograban contenerlos con unas barricadas de madera y una hilera tras otra de policías, algunos en bicicleta y otros a caballo. Un manifestante había subido hasta la mitad de un poste de luz, y cuando Jack y Sofía salieron del edificio, hizo un gesto con la mano a la multitud y gritó algo en español que debía de ser el equivalente a un «¡ahí están!». Al instante, un mar de puños en alto empezó a agitarse, y la multitud comenzó a gritar los mensajes que se mostraban en sus pancartas, la mayoría de ellos en español.

¡Señor Pintado, le queremos!

¡Queremos justicia para los cubanos, no mentiras de soldados cubanos!

¡Los cubano-estadounidenses son ESTADOUNIDENSES!

¡Si no hay Castro, no hay problema!

Jack no estaba muy seguro de cómo podía encajar el último mensaje, pero aquello era Miami, después de todo.

—Santo cielo —susurró Sofía al oído de Jack.

Fue una reacción casi involuntaria ante la reunión en el aparcamiento al otro lado de la calle. Decenas de furgonetas de los medios de comunicación estaban aparcadas allí, muchas de ellas con torres de conexión inalámbrica y antenas parabólicas. Las letras pintadas en los vehículos revelaban que había aproximadamente el mismo número de cadenas de televisión y radio en inglés que en español.

—Sigue andando —le dijo Jack a Sofía.

La multitud les pisaba los talones, gritando y agitando sus pancartas mientras el equipo de la defensa bajaba las escaleras de granito.

Jack sintió un impulso creciente cuando pasó bajo los árboles del patio y un ejército de cámaras de televisión los recibió en la amplia acera. Las preguntas y los micrófonos les llovieron de todas partes.

Jack había previsto que acudiera una multitud, pero nada como aquello. No obstante, se ciñó a su plan original y se volvió hacia las cámaras de televisión. Él no era el político consumado que era su padre, pero aún mostraba signos de poseer el don Swyteck cuando se dirigió a la prensa, una habilidad perfeccionada con la que pretendía estar observando a todo el mundo directamente a los ojos cuando en realidad no se centraba realmente en nadie.

Jack dijo:

—En vísperas de este juicio importante, es importante para todos nosotros que recordemos que nadie está sufriendo más por la pérdida del capitán Óscar Pintado que su hijo, Brian, y su esposa Lindsey, que estuvo casada con él doce años. Lindsey estaba muy orgullosa del servicio que su esposo prestaba a la Infantería de Marina de los Estados Unidos de América, y yo me siento orgulloso de ser su abogado. Todos esperamos que sea absuelta de todos los cargos y que pueda limpiarse su nombre. Gracias.

Los periodistas gritaron una batería de preguntas de seguimiento, pero en el momento en que Jack terminó su declaración, un sedán se detuvo junto a la acera y justo detrás de él y Sofía. La puerta se abrió de golpe. Jack y Sofía no hicieron más comentarios y se sentaron en la parte trasera del coche. La puerta se cerró y, si no hubiera sido por la policía, la muchedumbre se habría subido al capó. El vehículo avanzó poco a poco, y la multitud finalmente logró despejar una abertura. El sedán se alejó y se dirigió a la autopista.

Theo estaba al volante.

—No corras —dijo Jack—, pero tampoco pierdas tiempo en salir de aquí.

—De acuerdo, jefe.

Sofía miró por la luna trasera para comprobar si la turba se había quedado atrás.

—¡Vaya, me siento como una famosa!

—Vete acostumbrando —dijo Jack.

—¿Quieres decir que tendremos seguidores? —preguntó Theo.

Jack puso los ojos en blanco.

—Limítate a conducir, Theo.

Theo se las arregló para coger varios semáforos en verde, y el coche pareció entrar de un salto en la autopista en cuanto llegaron a la rampa de entrada. En apenas unos minutos ya estaban rodando por la I-95, lejos del centro de Miami, y luego hacia Key Biscayne a través de la carretera elevada Rickenbacker.

Key Biscayne era como otro mundo, y ese era el motivo por el que Jack vivía allí. Era un paraíso en una isla, prácticamente entre las sombras de los rascacielos de Miami, pero lo bastante alejado del caos como para poder disfrutar de las vistas de la ciudad sin que ello le recordada siempre al trabajo. Viajaron en silencio hasta que Jack se relajó. Nadie mejor que Theo sabía cuándo Jack estaba listo para volver a hablar, y por la misma razón, no había nadie con tan poca vergüenza como él como para que le importara un comino si Jack quería o no quería hablar.

—Bueno, ¿y cómo ha ido? —preguntó Theo.

—¿Cómo lo has visto? —dijo Jack.

—Como una fiesta de celebración de los quince años desde el infierno —dijo Theo.

Sofía se rio entre dientes al recordar su propia fiesta de quince años, que había sido una completa exageración de una de las mayores tradiciones cubanas.

Jack no se ría. Estaba centrado en los vehículos de emergencia que estaban al final de la que, en circunstancias normales, era una calle residencial tranquila. Dos camiones de bomberos amarillos estaban bloqueando el tráfico. Había una maraña de mangueras de incendio duras como piedras esparcidas por el asfalto mojado. Los bomberos estaban dispuestos en torno al perímetro acordonado, y una amenazante columna de humo negro formaba una nube ondulante que subía desde el lado sur de la calle. Un equipo de cuatro estaba apuntando con una manguera abierta y rociaba un coche con un potente chorro de agua. Jack casi se quedó sin aliento. La emergencia estaba sucediendo justo enfrente de su casa.

—¡Mierda! —gritó Theo—. ¡Ese es tu Mustang, Jack!

Theo dio un frenazo. Los tres saltaron del sedán y corrieron hasta el borde de la calle. Algunos curiosos se habían reunido en la acera. Jack se abrió paso entre ellos, pero un agente de la policía lo detuvo en seco.

—¡Ese es mi coche! —exclamó Jack.

El policía se encogió de hombros.

—Querrá usted decir que era su coche. No hay nada que pueda hacer por él, amigo. Quédese ahí.

Jack era incapaz de moverse. Se había comprado aquel viejo coche con sus primeras pagas de la facultad de derecho. Había sido lo único que había conseguido después de divorciarse de Cindy. Era lo único que en su solitaria vida podía sacarlo de la oficina y forzarlo, literalmente, a tomar una ruta pintoresca.

Y ahora era un caparazón caliente de metal carbonizado.

Miró a Theo; nunca había visto tanta tristeza en los ojos de su amigo. Era la única persona del planeta que amaba aquel Mustang incluso más que Jack.

Jack miraba sin poder creérselo, sin hablar. Entonces se dio cuenta de que había algo en el camino de entrada al lado del coche. Estaba observando desde el otro lado de la calle, por lo que no pudo distinguirlo bien desde el principio. Sin embargo, después de librarse del resplandor con las gafas de sol, pudo ver que alguien había escrito con un espray sobre el asfalto un mensaje en letras rojas, supuestamente antes de haber incendiado el vehículo. Jack necesitó un momento para leer las letras de arriba abajo, y finalmente descifró el mensaje.

AMANTE DE CASTRO, era lo que ponía.

Theo lo miró y dijo:

—Vaya, vaya, pues parece que la fiesta ya ha empezado.

Las llamas empezaron a apagarse. Los bomberos tenían el incendio controlado, y solo necesitarían unos cientos de galones de agua más para convertir aquella espectacular hoguera en unos restos sin valor.

—Sí —dijo Jack—. Pues sí que ha empezado.