Capítulo 31


AL FINAL DEL día, Jack le dijo adiós a su cliente en la sala del tribunal, la entregó a los alguaciles federales y le dijo que mantuviera la cabeza alta en su viaje de regreso a la cárcel.

Aquella era la realidad de un juicio de pena capital sin fianza.

Jack sabía que la rutina desmoralizaría a Lindsey. Había cambiado su traje de trabajo por el uniforme de presidiaria, el reloj de pulsera por las esposas. En lugar de subirse a la cama de su hijo para darle un beso, lo mejor que podía esperar era que, efectivamente, pudiera dormir sola. Solía quedarse despierta y pensando sin parar en el siguiente día del juicio, o jugar el lunes por la mañana como quarterback con cada uno de los testigos del día. Los soplones de la cárcel tratarían de hacer amistad con ella, de hacerla hablar sobre su caso, con la esperanza de desenterrar alguna pequeña joya con la que ganarse el favor de la fiscalía y hacerse así con una tarjeta «sal de la cárcel gratis» antes de cumplir la condena entera. Ella se encerraría en sí misma y buscaría con constancia estrategias mecánicas de estimulación mental, cualquier cosa para evitar preguntarse si no valdría la pena morir en vez de pasarse en prisión el resto de su vida, o preguntándose si en realidad la inyección letal sería indolora. Sus pensamientos serían su única parcela de privacidad, no los compartiría con nadie, ni siquiera con sus abogados.

Después de eso, Jack y Sofía se retiraron para gestionar las sesiones de planificación nocturnas.

—¿Cómo crees que ha ido hoy? —preguntó Jack.

Estaba sentado en la mesa del comedor, enfrente de Sofía. Pasar una noche tras otra en el despacho podría llegar a hacerlos envejecer a toda prisa, así que él y Sofía acordaron que los informes finales de la tarde los alternarían entre su casa y la de ella.

—Has perdido a los miembros del jurado números tres y seis, sin duda. Es probable que también al dos. Aunque ya lo sabíamos incluso antes de que abriera la boca. Cualquiera de ellos sería un buen candidato para presidir el club de fans de Alejandro Pintado.

Jack respiró profundamente y lo dejó escapar:

—Siento que me estoy enemistando con toda la población cubano-estadounidense.

—¿Parece irónico, verdad? Después de todo lo que acabas de pasar y de lo que has sabido sobre tu madre y tus raíces medio cubanas . . .

—Cuando este caso se acabe me parece que los dos vamos a tener que mudarnos a Iowa.

—O finalmente podría hacer feliz a mi madre, casarme, cambiarme el nombre y adentrarme en la vida de las zonas residenciales.

—¿Ah, así que ahora hablas de matrimonio, eh? Eso debe de ser la cita que tuviste el otro día.

—Estaba hablando en teoría.

—¿Entonces fue un fiasco?

—Yo no he dicho que él fuera un fiasco.

—Está claro: fue un fiasco. Te apuesto a que sí.

—¿Y por qué crees que llevas razón?

—Soy abogado litigante. Mi instinto es bueno.

—Vale —dijo ella con una sonrisa—. Entonces, sin contar el Mustang achicharrado que está en la puerta de tu casa, ¿cuántas veces te ha dejado totalmente frito ese fabuloso instinto?

—¡Ooh! Eso me ha dolido, Sofía. Pero . . . ¿a que he acertado? ¿Fue un fracaso?

—Vale, sí, has acertado. ¿Pero quién eres tú para hablar? Tu amigo Theo me ha contado lo de esa novia a distancia que tienes en África. ¿Cómo se llama? ¿Ramapithecus o algo así?

—Rene.

—Sí, Rene. La que aparece de visita casa dos o tres meses.

—Es pediatra. Hace labores de voluntariado allí y vuelve a Miami siempre que puede.

—Eso no es exactamente lo que me ha contado Theo. Dice que se cuela aquí, te deja roto en la cama y se marcha volando.

—¿Eso te ha contado Theo?

—Sí. Y debo añadir que en un tono de envidia bastante notorio. Pero para el resto del mundo, no parece que se trate mucho de una novia.

Jack no estaba seguro de como devolvérsela. Tenía razón, Rene no podía calificarse de «novia».

—Por lo menos ella no conduce un El Camino. De verdad, ¿quién puede pensar que ese coche es un clásico?

Sofía estaba medio sonriendo y medio horrorizada.

—¿Cómo sabías que mi cita conduce un . . .?

Un fuerte ruido en el exterior de la casa les dio a ambos un buen susto. Sonaba como si alguien estuviera aporreando ollas y sartenes en la calzada de Jack.

—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó Sofía.

—Es Theo. Desde que la policía despejó la escena del delito, ha estado haciendo de las suyas.

—¿No estará pensando que en realidad lo va a poder arreglar? Lo devoraron las llamas.

—No sé qué estará haciendo. A veces con Theo es simplemente mejor no saber ni preguntar.

Jack limpió los restos de la cena, consistente en ensalada de bolsa y pizza. Pasaron a la sala de estar, donde Sofía empezó a revisar las anotaciones del juicio y le hizo algunos comentarios a Jack. El testimonio de Pintado había ocupado toda la mañana, y el del forense, toda la tarde. El fiscal había hecho un trabajo decente al convocar al forense para que concretara que la hora del fallecimiento había sido antes de que Lindsey se marchara al trabajo. Jack había hecho todo lo posible porque afirmara que se trataba de un cálculo aproximado, y que, por tanto, había un margen de duda.

Los golpes en la calzada siguieron, incluso más fuertes que antes. Jack apartó la mirada de sus notas, fastidiado.

—¿Pero qué narices está haciendo ahí fuera? ¿Ensamblar un crucero?

—Es tu amigo, dímelo tú.

—Voy a ocuparme de esto.

Jack saltó del sofá y salió por la puerta principal. La chapa ennegrecida del Mustang se encontraba al final de la calle, justo donde había ardido. Ya no era la escena del crimen, pero Theo se había negado a dejar que Jack lo remolcara. Iba vestido con un mono sucio y tenía una llave inglesa en la mano. De alguna manera, se las había arreglado para abrir el capó haciendo palanca sobre él.

—¡Theo! —gritó Jack por encima de todo aquel barullo—. Estamos intentando trabajar.

Él dejó de dar golpes, se apartó del coche y se secó el sudor de la frente.

—Y yo también, tío. Mira lo que le han hecho a mi coche.

—Siento comunicártelo, pero no es tu coche.

Theo se quedó con la boca abierta, como si estuviera a punto de decir: «Et tu, Brutus?».

—¿Que no es mío? He lavado a esta criaturita con mis propias manos. Cuando ronroneaba, yo sonreía. Cuando se quejaba, yo lo arreglaba. ¿Y qué has hecho tú por él? ¿Ponerle gasolina y pagar el seguro? Ni siquiera le compraste un garaje, todo lo que le has dado ha sido un maldito cobertizo. Una porte-cochère, que creo que traducido al inglés es como decir «aparque su mierdoso Chevy Vega justo aquí».

—¿Crees que a mí no me encantaba ese coche? Yo fui el que . . .

—¡Chicos! —gritó Sofía.

Jack y Theo se volvieron y la vieron de pie al otro lado de los restos carbonizados del Mustang. Lo rodeó mientras arrastraba el dedo índice sobre la cubierta de metal llena de hollín y hablaba.

—¿De verdad que vosotros dos, hombres adultos, estáis discutiendo sobre quién quería más al coche? ¡Ho-laaaaa! Es un coche, chicos. En el gran esquema de las cosas, ¿tan importante es?

Se hizo un silencio. Finalmente, Theo miró a Jack con expresión socarrona.

—¿Está colocada?

—Debe de estarlo, sí.

Sofía puso los ojos en blanco y volvió a entrar en la casa. Ellos se rieron un poco, hasta que Jack se puso serio.

—Lo digo de verdad, Theo. Suena como si el elenco musical de Stomp estuviera aquí. ¿No puedes hacer lo que sea que estés haciendo en otro momento?

—¿Quieres saber quién le prendió fuego a su Mustang o no?

—Sí, claro que quiero, pero para eso está la policía.

—La policía . . . ¡Por favor! Dile a los polis que se hagan a un lado y que me dejen hacer el trabajo a mí.

—¿Crees que vas a dar con el que le metió fuego al coche?

—Sí, solo hay que hacerle el seguimiento a las piezas.

—¿De qué estás hablando?

Theo se metió la llave inglesa en el bolsillo y se apoyó en el coche, con los brazos cruzados.

—Este es el trato. Durante los tres últimos días me he estado preguntando: ¿cómo puede un tipo cruzarse con este coche tan impresionante y simplemente quemarlo? Es un desperdicio.

—A algunas personas les fascina ver las cosas arder.

—Es verdad. Pero hay más gente a la que le gusta hacer dinero rápido.

—¿Qué quieres decir?

—Las piezas, Jacko. Por eso he estado dando golpes. Se ha quemado bastante, pero te puedo asegurar que alguien se marchó con algunas piezas y luego le prendió fuego. Definitivamente se llevó tus asientos de cuero. Es probable que se llevara también los medidores de gasolina y velocidad, el volante de madera, la palanca de cambios . . . Ya he podido ver que robó el carburador de cuatro bocas y válvulas del compartimento del motor, y solo acabo de empezar.

—¿Y qué habrá hecho con todo eso? ¿Venderlo?

—¿No me digas? Estamos hablando de un Mustang descapotable que es un clásico. Se puede amasar una pequeña fortuna fácilmente solo con las piezas.

—Entonces ¿el tipo ha robado algunas piezas? ¿Y a qué te conduce eso?

—Como ya te he dicho, hay que hacerle un seguimiento a las piezas. Acabo de hacer algunas comprobaciones con los talleres de por aquí que están especializados en coches de colección. Veré si alguien se ha deshecho de algunas piezas de Mustang en los últimos días.

Jack asintió cuando entendió su lógica.

—En realidad no hay muchos. Al menos, no que sean buenos. Te lo digo por experiencia. —Exactamente. Entonces, lo único que tengo que hacer es pasearme en busca de esas piezas concretas. Cuando haya encontrado al tipo que las tiene, le diré que me las venda.

—Suena bien en la teoría. Pero ningún mecánico grasiento te va a decir dónde compró el material robado.

—Te equivocas otra vez, Jacko. Ningún mecánico grasiento te diría a ti dónde compró esas piezas . . . —Theo se sacó la llave del bolsillo y la golpeó contra la palma de la mano mientras decía—: Pero a mí sí. Créeme, me suplicará poder confesarlo.

—Haré como que no lo he oído —dijo Jack.

—¿He dicho yo algo? —dijo Theo.