THEO KNIGHT ESTABA en una compra compulsiva. Había iniciado la búsqueda de las piezas robadas y del tipo que había incendiado el Mustang de Jack.
Como cabía esperar, eran relativamente pocas las tiendas que estaban especializadas en piezas clásicas de coches, y muchas de las que estaban altamente especializadas se ocupaban en exclusiva de Corvettes o marcas extranjeras. Después de más de diez llamadas telefónicas no obtuvo ninguna pista. Por fin, una llamada a la Mustang Solution de Hialeah dio con el tipo de parachoques que Theo estaba buscando. Una visita en persona a la tienda confirmó que se trataba efectivamente del de Jack. Theo había lavado aquel automóvil cientos de veces, conocía cada una de las abolladuras. El parachoques trasero del coche de Jack tenía una abolladura a la derecha de la placa. Aquel tenía el mismo desperfecto.
—¿Cuánto quieres? —le preguntó Theo al dueño de la tienda.
—Cuatrocientos.
«Maldito ladrón», pensó Theo. Contó los billetes y dijo:
—Y cien pavos más si me dices de dónde lo has sacado.
—¿Eres poli?
—Los polis piden billetes, imbécil, no los reparten.
El propietario sonrió mientras enrollaba el dinero y se lo guardaba en el bolsillo de la camisa.
—Su nombre es Eduardo González. Lo llaman Eddy. Lo conozco desde el instituto.
—¿Dónde puedo encontrar al tal Eddy?
El tipo hizo una mueca cursi, como queriendo decir que lo sabía, pero que no se lo iba a soltar. Theo desplegó otro billete de cincuenta sobre el mostrador, lo que obró el milagro.
—Tiene su propio taller de soldadura o un estudio de algún tipo sobre la calle Flagler y la 57. Ya lo verás. En la puerta pone «El palacio de Eddy».
Veinte minutos más tarde Theo bajaba por la calle Flagler con el parachoques trasero de un Mustang descapotable del 67 atado a la baca de su coche. Aparcó en una calle lateral y se dirigió hasta el bloque, pasó delante de una tienda de licores, de un teatro vacío, de una de esas tiendas que venden de todo por solo un dólar. Se detuvo en una vieja tienda con una ventana de vidrio donde se podían leer las palabras EL PALACIO DE EDDY.
Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. La ventana parecía que no la habían limpiado en años. Theo limpió un poco de polvo y se asomó a ver el interior. Había luz suficiente como para permitirle ver algunas cosas aquí y allá. Al principio parecía que no había nada más que un montón de chatarra, de todos los tamaños y formas. Al mirar más de cerca, sin embargo, pudo ver que todas las piezas encajaban. Tenían forma. Eran esculturas. El palacio de Eddy era un estudio de arte.
Theo hizo bocina con las manos para que le sirvieran de anteojeras y así reducir el brillo. Las formas se volvieron más nítidas. Un enorme brazo de metal salía del suelo, como una mano de la tumba. El hombre situado al lado estaba atravesado por una lanza, la boca abierta de manera exagerada para enfatizar su sufrimiento. Otras esculturas parecían normales de cintura para arriba, pero la mitad inferior de su cuerpo estaba retorcido y se fundía, superado por lenguas de fuego metálicas. Había cientos de esculturas, algunas pequeñas, otras enormes, todas con la boca abierta, todas con aquella exagerada expresión de dolor.
Parecía la versión del infierno de un solo hombre.
Theo se apartó de la ventana, y estaba a punto de darle una segunda oportunidad a la puerta cuando vio un letrero junto al timbre: EL TIMBRE NO FUNCIONA. POR FAVOR, ENTRE POR LA PUERTA DE ATRÁS.
La tarde caía y estaba oscureciendo, e incluso Theo se estaba pensando si caminar por un callejón en busca de la puerta de atrás hacia el infierno. El vecindario era, cuando menos, cuestionable. Las ventanas de los edificios cercanos estaban cubiertas de rejas, y Theo reconoció la tienda de cigarros de enfrente porque la había visto en un noticiero cerca de mes antes. El propietario había sido abatido a tiros en un robo. Pero había llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás ante un artista convertido en obrero metalúrgico que no había tenido miramientos antes de incendiar una verdadera obra de arte, un clásico descapotable Mustang. Theo se alejó unos pasos hacia el norte y luego entró en el callejón.
Era un callejón largo y estrecho, y a cada paso que daba, Theo iba dejando atrás el ruido del tráfico proveniente de la calle Flagler. Pronto estuvo solo junto a los contenedores de basura, hundido entre sombras tan oscuras que tuvo que detenerse un momento para que sus ojos se adaptaran. Había una farola, y para entonces ya debería haberse encendido. Seguramente se habría fundido. Theo caminó unos cuantos pasos más, pero cuando llegó al final del callejón se detuvo y dobló la esquina de la parte trasera del edificio. Oyó algo. Sonaba como un silbido.
«¿Una serpiente?»
La idea hizo que se estremeciera. Theo no era miedoso, pero no era el tipo de persona a la que le gustaran las serpientes. El siseo continuó y entonces Theo descubrió la procedencia. La puerta de la entrada trasera del estudio estaba abierta de par en par. El silbido procedía del interior. Theo empezó a caminar hacia la puerta abierta. No podía tratarse de una serpiente. El silbido era continuo. Ninguna serpiente silbaba sin parar. Se detuvo en el dintel y miró hacia dentro.
La parte trasera del palacio de Eddy era más una tienda de metal que un estudio. Obviamente, Eddy creaba sus esculturas en las mismas instalaciones. Un hombre, supuestamente Eddy, estaba ocupado en la mesa de soldar, de espaldas a la puerta. Llevaba una visera de metal sobre la cabeza, de esas oscuras para protegerse los ojos del brillo intenso del hierro de soldar. Theo notaba el calor que salía por la puerta. Theo había hecho algunos trabajos de soldadura, la mayoría en coches. Sabía que el arco de la soldadora podía llegar a varios miles de grados. No era de extrañar que la puerta estuviera abierta.
Theo lo observó durante un par de minutos. El artista estaba del todo ensimismado en su obra, dando forma a lo que parecía ser la importantísima boca de otro habitante del infierno. Theo podría haber entrado rodando por la puerta trasera sobre una bombona y habría pasado inadvertido.
Eso le dio una idea.
Entró con cuidado en el estudio. Eddy seguía concentrado en su trabajo, ajeno a todo lo demás. Las bombonas de gas estaban junto a la puerta. Otro soplete colgaba de un gancho junto a las bombonas. Theo abrió la válvula del otro soplete. Notó cómo el gas fluía por el tubo. Tenía el poder del fuego, lo que le hizo sonreír un poco. Luego cerró la válvula del soplete con el que estaba trabajando Eddy y cerró la puerta con suavidad.
La llama del soplete de Eddy se fue haciendo cada vez más pequeña, hasta que se apagó del todo. Eddy se enderezó, como si estuviera listo para cambiar las bombonas. En el momento en que se apartó la visera y se volvió hacia las bombonas, Theo estaba encima de él como un Tyrannosaurus rex a la hora de comer. Eddy se encontró bocabajo en el suelo antes de que supiera qué lo había golpeado. Se revolvió un momento, y luego la llama de treinta centímetros de largo quedó sobre el suelo de cemento, justo a unos centímetros de su nariz.
—No te muevas —dijo Theo.
Estaba sentado en los riñones de Eddy, presionándolo contra el suelo. Los ojos de Eddy eran como dólares de plata y la voz le temblaba.
—No me hagas daño, tío.
—Cállate la boca o empezaré a cocinarte la nariz desde dentro hacia fuera.
Eddy estaba temblando, pero no dijo una palabra.
—Bien —dijo Theo—. Bueno y quietecito, y así nadie se hará daño. Soy un verdadero amante del arte, así que sería una pena tostarte. Lo digo en serio. Realmente me gusta tu trabajo. Son piezas muy poco frecuentes. Me recuerdan mucho a . . . Vaya ¿en qué estoy pensando?
Las gotas de sudor rodaban por la cara de Eddy. Su respiración era cada vez más fuerte, pero no contestó.
Theo golpeó la cabeza del soplete sobre el cemento, para asustar a Eddy.
—Puedes hablar cuando te haga una pregunta, idiota.
Eddy apenas podía contener la saliva en la boca.
—¿Cuál era la pregunta?
—He dicho que tu trabajo me recuerda a algo de lo que no consigo acordarme ahora mismo.
—¿Salvador Dalí?
—Hmmm. En realidad, yo iba a decir que me parecen pedos mentales de un asesino en serie. Pero acepto Dalí, si eso te hace sentir mejor.
—Solo dime qué quieres, tío.
—Quiero información. ¿Puedes darme información, Eddy?
—Lo que quieras. Pero no me hagas daño, ¿vale?
—Claro. Lo que quiero saber es . . .
Theo se detuvo un momento. Aquello era demasiado fácil. ¿Dónde quedaba la diversión? Su mirada barrió el taller rápidamente, y una delgada sonrisa asomó a sus labios mientras observaba las muchas esculturas que estaban a medio terminar a su alrededor, todas aquellas almas que sufrían y acabarían en el infierno. De pronto se sintió espiritual.
—¿Crees en Dios, Eddy?
—No lo sé, tío. ¿Quieres que crea en él?
—Debes de creer en él, por todo este infierno que te rodea. No puede haber infierno si no hay Dios, ¿no?
—Claro, claro. Creo en Dios.
—Bien. Porque esto es lo que quiero saber. Digamos que, hipotéticamente, soy Dios. Ahora solo lo vamos a fingir, ¿vale? No vayas a salir corriendo a la tumba de mi madre a decirle que me creo que soy Dios o algo así. Entonces, soy Dios y he decidido conceder mi primera entrevista. Tú has conseguido la primicia, Eddy, pero solo puedes hacerme una pregunta. Solo una. Entonces, dispara. ¿Qué quieres preguntarle a Dios?
—¿Eh?
—Aquí no hay cosas que estén ni bien ni mal, amigo. Solo suéltala. Solo estáis tú y Dios en la parte trasera de tu estudio. Por el momento, vamos a ignorar el hecho de que Dios lleva un soplete que puede fundir tu cara en el cemento. Adelante, haz tu única pregunta.
El punky apenas podía hablar de lo asustado que estaba.
—Emm . . . ¿cuál es el sentido de la vida?
Theo hizo una mueca, como si algo le doliera.
—¿Qué clase de pregunta de mierda es esa?
—Has dicho que no había preguntas buenas o malas.
Theo le dio un golpe en uno de los lados de la cabeza.
—¿Alguien te ha dicho alguna puta vez que te creas lo que digo?
—No.
—Venga, haz otra pregunta. ¡Y hazlo bien!
Eddy tragó saliva, pero no se le ocurría nada que decir.
—¿Qué eres? ¿Un muerto cerebral? —preguntó Theo—. ¿No puedes pensar en una pregunta decente? A ver qué te parece esto: «¿Por qué el agua fría hierve más rápido que el agua caliente?». ¿Quieres preguntarle eso?
Él asintió con la cabeza.
—No es así, imbécil. ¿Quién te ha dicho que estaba bien hacerle a Dios una pregunta con trampa, eh?
—¡No, no! —A Eddy le pareció sentir cómo se acercaba la llama del soplete.
Theo apretó el gatillo y lanzó una lengua de fuego sobre el cemento. Estaba tan cerca de Eddy que le chamuscó el pelo. El tipo estaba a punto de derrumbarse.
—Dame una tregua, ¿vale?
Theo suspiró y dijo:
—Mierda, yo tengo que hacerlo todo. Bueno, esta es la última propuesta. Tengo a Dios al teléfono, ¿vale? «Qué pasa, Dios, soy Theo. ¿Cómo va todo? Tengo una pregunta para ti. ¿Hay algo que este pobre diablo que está aquí . . .?» ¿Cómo te llamabas?
—Eddy.
—«¿Hay algo que el pobre Eddy, que está aquí, pueda hacer para evitar que lo abrase un tipo negro grande, cabreado y que se pasó cuatro años en el corredor de la muerte después de haber sido condenado injustamente por un jurado formado por un puñado de blancos y un pequeño latino bobalicón que se parece muchísimo a Eddy?»
Eddy necesitó un momento para procesar la pregunta, y a continuación tragó saliva.
—Yo no fui, tío. ¡Yo no he estado en ningún jurado!
Theo le golpeó la parte posterior de la cabeza una vez más.
—¡Ya sé que no fuiste tú, imbécil! Pero durante cuatro años que me pasé en la prisión estatal de Florida, mis compañeros de celda fueron Cindy Crawford y Whitney Houston. Así que si crees que no tengo capacidad de imaginación, entonces no tienes ni puta idea de lo mal que se te va a poner esto.
—Por favor . . . —dijo Eddy ya en un tono servil—. Dime nada más qué quieres.
Theo lo dejó libre un momento, vio cómo le rodaban las lágrimas por las mejillas a aquel hombre ya adulto. Entonces se inclinó hacia delante y le susurró al oído.
—¿Por qué le metiste fuego al coche de Jack Swyteck?
Eddy se quedó de piedra. Theo dijo:
—Fuiste tú, ¿verdad?
—No fue idea mía —contestó él, temblando—. Me dijeron que lo hiciera.
—¿Quién te lo dijo?
—No me hagas decírtelo, tío, me matarán. Te juro que me matarán.
—Bueno, todo esto es bastante gracioso, Eddy. Si me lo dices, ellos te matarán. Pero si tú no me lo dices a mí, ¡entonces te mataré yo! Es lo mismo que le tuve que decir una vez a mi viejo amigo Jack: ¡Parece que te la has pillado con tu propia cremallera, amigo!
—Te lo digo en serio. Me matarán.
Theo se inclinó un poco más, su nariz casi tocaba la nuca de Eddy.
—Yo también voy en serio. Te mataré. —Le dio al soplete una ráfaga rápida, para crear efecto.
Eddy se estremeció y dijo a la carrera:
—¡Vale, vale, te lo diré!
—Buen chico, Eddy. Soy todo oídos.
JUSTO DESPUÉS DE medianoche Jack creyó oír un golpe en la puerta principal. Iba vestido con unos pantalones cortos para correr de nailon y una camiseta, con el cepillo de dientes lleno de espuma en la mano, preparándose para irse a la cama. Se enjuagó la boca y se dirigió a la sala de estar. Estaba oscura, solo iluminada en algunos puntos por el tenue resplandor de una lámpara del porche que brillaba a través de las aberturas de las cortinas. Se acercó hasta la puerta y escuchó. Lo oyó otra vez. Era un toque con ritmo.
DUH, duh-duh-duh-duh, DUH . . .
Se quedó en silencio, esperando el último DUH, DUH. En lugar de eso, se produjo un aluvión de golpes, la firma de la llamada del psicópata, y Jack pensó que sabía de quién se trataba. Abrió el cerrojo y a continuación la puerta.
Apenas pudo verle la cara antes de que cruzara el umbral, le echara los brazos al cuello y le plantara los labios en los suyos. Al principio Jack se sorprendió, pero la pasión era contagiosa, y en un momento él ya estaba devolviéndole el beso. Finalmente, ella paró para tomar aire.
—¡Hola, Jack!
—¡Qué hay, Rene! —dijo él sin aliento—. ¿Cómo te va?
El gesto de ella se volvió serio.
—Han pasado tres meses desde que viniste a verme. Trabajo en un país del oeste de África tan lleno de sida que me da miedo incluso pensar en el sexo. —Rene le cogió el culo y le dijo—: ¿Cómo crees que me va?
—Creo que a lo mejor querrás pasar, ¿no?
Ella cerró la puerta con una patada trasera, sin apartar los ojos de él. Jack miró hacia otro lado, rascándose la cabeza. Era un poco agobiante, sobre todo porque la mente apenas se le había despejado después de la preparación del juicio para el día siguiente. Pero así era Rene. Incluso después de un viaje transoceánico en avión, estaba guapísima. Al menos a ojos de Jack.
Él caminó hacia el sofá y se sentó en el reposabrazos.
—Debe de haber pasado por los menos un mes y medio desde la última vez que me mandaste un correo. Me sorprende bastante verte.
—Lo siento, pero lo primero es lo primero, ¿vale? Voy a dar una conferencia pediátrica sobre el sida mañana en Los Ángeles. Mi vuelo de conexión sale a las seis de la mañana.
—Pues no parece que haya muchas opciones de pasar un buen rato vertical y de calidad.
—No. Entonces escucha, por favor. Muchos tipos ahora mismo te estarían envidiando.
—Muchos tipos creen que la mujer perfecta es una estríper de veinte años sin náuseas. —¿Estás diciéndome que no soy perfecta?
—No, quiero decir que . . . —Jack se quedó en silencio.
Había dos columnas blancas en la entrada a la sala de estar de Jack. Rene intentó estar al menos la mitad de seria cuando apretó su cuerpo contra la columna más cercana y luego la rodeó con la pierna como si fuera una bailarina de barra americana.
—Vale, ya no tengo veinte años. Pero dos de tres no está mal.
Jack se rio entre dientes y ella también. Era una buena combinación, alguien que pudiera hacerte reír y calentarte al mismo tiempo.
—Tú, ven aquí.
Ella se acercó y le acarició el cuello.
—¿Cuánto tiempo has estado viajando? —le preguntó él.
—Diecisiete horas.
—¿Qué tal una ducha?
—Llevo un tanga.
—¿Y una ducha rápida?
Ella le dio un beso en la cara y le preguntó:
—¿Y si te duchas conmigo?
—Hmm. Muy tentador, cariño. Pero no hay forma de que salgamos de ahí sin haberlo hecho, y el sexo en mi pequeña ducha es como hacerlo sobre una mesita de café. Fascinante, en teoría, ¿pero para qué, si tenemos un excelente colchón a seis metros de distancia?
—Eres un idiota.
—Lo sé. Es un don.
—Mueve el culo y a la ducha.
Él sonrió y dijo:
—Sí, señora.