JACK ESTABA MIRANDO al último testigo de la acusación. Después de una noche con Rene, apenas podía mantener los ojos abiertos. Pero no tardó en darse cuenta de que el fiscal había reservado lo mejor para el final.
El teniente Stephen Porter era el jefe de los investigadores de los SICN en el caso contra Lindsey Hart. La causa ya había sido establecida: Alejandro Pintado y el doctor Vandermeer habían dejado a Lindsey como una esposa infiel que con gusto se convertiría en viuda, si ese era el precio que había que pagar para salir de la base naval y heredar el dinero de la familia de su marido. El médico forense había confirmado su oportunidad de cometer el crimen: situó el momento de la muerte antes de que Lindsey se fuera a trabajar, pese a que Jack había estado machacando su cálculo aproximado. El último extremo del triángulo del asesinato era el medio, que era lo que el jefe de los investigadores debía determinar.
—¿Contempló usted la posibilidad de un suicidio? —preguntó el fiscal.
Porter se enderezó, aunque ya estaba bastante rígido. Estaba alerta, muy bien peinado y elegantemente vestido con su uniforme naval, la antítesis del típico detective de homicidios del ámbito civil, fumador empedernido y quemado por el trabajo.
—Sí —dijo—. Lo consideramos. Pero el hecho de que el arma de la víctima se encontrara con el seguro puesto nos sugirió que tal vez no fuera un suicidio. Resulta un poco difícil activar el seguro después de haberse disparado a uno mismo.
Aquel comentario provocó un murmullo divertido entre el público.
Torres dijo:
—¿Observó usted alguna particularidad en las salpicaduras de sangre o algún otro detalle que sirviera como prueba para determinar que fue un suicidio?
—No, y ese punto es importante. Cuando una persona se quita la vida al dispararse una bala en la cabeza a corta distancia, lo que normalmente cabe esperar es que la sangre salpique la parte posterior de la cabeza y la mano de la propia víctima. A simple vista no observé nada parecido cuando llegué a la escena del crimen, y añadiría que no había restos microscópicos en el informe de la autopsia.
—¿Y huellas? Si va a descartar el suicidio, es probable que espere encontrar huellas en la pistola que no pertenezcan a la víctima.
—Encontramos una huella extraña en la culata, cerca del gatillo.
—¿Y ha encontrado usted una huella coincidente?
—Sí, la encontramos, gracias a la colaboración del FBI.
—Por favor, ¿podría decirle al jurado a quién pertenecía la huella?
—Era del dedo índice derecho de Lindsey Hart.
La fiscalía había expuesto así de rápidamente sus puntos clave: la muerte de Óscar Pintado no fue un suicidio, y había una huella dactilar de la mano derecha de Lindsey —la mano con la que disparaba— en el arma. La única manera de que la defensa pudiera dar una explicación era llevar a Lindsey al estrado. Pero tenían un largo camino por recorrer antes de que la explicación llegara, si es que alguna vez se daba. Lindsey no tuvo que subir al estrado en su propia defensa, y Jack no estaba seguro de querer que ella subiera. Así que debía tomar las riendas para controlar la situación antes de que empezara el fin de semana.
—Teniente Porter —dijo Jack mientras se acercaba al testigo—, me gustaría saber más sobre esa ausencia de salpicadura posterior de la que ha hablado. En primer lugar, permítame que me asegure de que lo comprendo. La salpicadura posterior sucede cuando la bala se dispara a muy corta distancia de la víctima, ¿correcto?
—Así es. Es lo que se conoce como heridas a corta distancia.
—Es decir, ¿a unos pocos centímetros o menos?
—A unos pocos centímetros, o quizá sin ningún tipo de separación entre el arma y la piel de la víctima.
—Así pues, estamos de acuerdo en que el capitán Pintado sufrió una herida a corta distancia, ¿es así?
—Sin ninguna duda.
—Y también estamos de acuerdo en que no había ninguna salpicadura posterior en la mano del capitán Pintado, lo cual determina que no fue un suicidio.
—Correcto.
Jack hizo una pausa, y entonces dio un paso más para acercarse.
—¿Y qué hay de las manos de Lindsey Hart, teniente? Encontraría alguna salpicadura posterior en sus manos, ¿verdad?
Porter se movió en la silla.
—No. Pero se trata de materia orgánica. Basta con emplear agua y jabón para que desaparezca.
—No tenía restos en el pelo, en la cara ni en la ropa, ¿no es así?
—No encontramos ninguno. Pero tuvo bastante tiempo para ducharse, cambiarse de ropa e incluso echar la ropa manchada de sangre al incinerador del hospital cuando fue a trabajar aquella mañana.
—Teniente, ¿conoce usted las sustancias como el luminol o la fluoresceína?
—Sí, son químicos que reaccionan ante la presencia de sangre.
—Son capaces de detectar restos de sangre que podrían haber desaparecido con un lavado o que pueden resultar invisibles a simple vista, ¿no es así?
—Básicamente, sí. El luminol vuelve la sangre verde y la fluoresceína la hace brillar con la luz ultravioleta.
—No usó usted luminol ni fluoresceína para hallar una conexión entre los restos de sangre y mi cliente, ¿verdad?
—No —dijo el teniente, dispuesto a ampliar su respuesta—. Los reactivos químicos pueden destruir otras pruebas, por eso no los utilizamos.
—¿Es ese el motivo por el que no los empleó, teniente? ¿O fue porque sabía que los resultados solo podrían perjudicar a su caso en contra de mi cliente?
—Protesto.
—Se acepta la protesta —dijo el juez—. El testigo ya le ha dicho por qué no los utilizó. Continúe, señor Swyteck.
—¿Y qué me dice de los residuos de pólvora? —preguntó Jack—. Cuando el arma se dispara a una distancia tan corta, ¿no es habitual que el residuo salga por el gatillo y manche la mano?
—Puede ocurrir, sí. Entiendo que usted se refiere al polvo de nitrocelulosa, que es el propulsor que obliga a la bala a bajar al cañón.
—Su equipo de investigadores no recogió ningún tipo de residuo del disparo cuando examinó las manos de Lindsey Hart, ¿es eso cierto?
—No, no lo encontramos. Pero una vez más, el arma del delito en este caso es una Beretta M9 de nueve milímetros. Con un cargador automático quedan menos residuos, por lo que es mucho más fácil eliminarlos de las manos. Quizá solo exija un par de friegas, pero aun así, bastaría con emplear agua y jabón.
Jack volvió a su mesa y Sofía le entregó el informe de la investigación. Lo hojeó el tiempo suficiente para que el fiscal se preguntara qué estaba haciendo, luego volvió a colocarse frente al testigo y le dijo:
—Cuando leí el informe final de los SICN, teniente, no vi ninguna identificación de testigos que hubieran visto cómo la acusada se lavaba las manos.
—No hay ninguna lista de testigos.
—No vi ninguna referencia en su informe a abrasiones o rojeces en las manos de la acusada, ni ningún tipo de olor fuerte a jabón, nada que pudiera sugerir que ella hubiera podido frotarse las manos de manera enérgica.
—No se observó nada parecido.
—No vi ninguna referencia en su informe a que el lavabo o la bañera estuvieran mojados, lo que indicaría que se habían utilizado recientemente.
—El informe no se ocupa de esas cuestiones —dijo el teniente con voz cada vez más suave.
—No vi referencias en su informe a que hubieran examinado las cañerías en busca de restos de sangre u otra materia que hubiese podido escurrirse por el desagüe.
De nuevo, la voz del teniente sonó débil.
—No hicimos nada de eso.
—Podrían haberlo examinado, ¿verdad? Su equipo de investigadores y forenses podría haber retirado las cañerías y haber examinado el interior de las tuberías en busca de restos de sangre o de residuos de pólvora.
—Es posible.
—¿Pero no lo hicieron?
—No.
—Entonces, solo para que quede claro: usted y su equipo de investigación no pueden afirmar de ninguna manera si Lindsey Hart estuvo frotándose las manos afanosamente para limpiárselas antes de que la policía llegara a la escena del delito.
—No, no podemos.
—Y usted y su equipo de investigación no pueden afirmar si en el desagüe se encontraron restos de sangre o de pólvora.
—No, no podemos.
—No obstante —dijo Jack alzando la voz y avivando el ritmo—, ¿su postura es que Lindsey Hart disparó el arma en la cabeza de su esposo a corta distancia y que luego se lavó las manos hasta que quedaron absolutamente limpias?
—Sí.
—Ella se metió en todo ese problema (se lavó toda aquella sangre de las manos, lavó todos y cada uno de los residuos de pólvora), pero luego se dejó una enorme huella dactilar en el arma homicida. ¿Ese es su testimonio, teniente?
El teniente se quedó callado, visiblemente incómodo por la interpretación positiva de Jack.
—Esas cosas suceden —dijo.
—Esas cosas suceden —repitió Jack con un punto de sarcasmo—. Gracias, teniente. Creo que ya hemos terminado.
Jack le dio la espalda al testigo y volvió a su sitio. Lindsey lo miró con aprobación, a pesar de que la preocupación en sus ojos todavía era evidente. Aún era pronto para empezar a celebrar nada, pero su aportación parecía haber calado en el jurado.
—Señor Torres —dijo el juez—, puede usted volver a interrogar al testigo.
—Gracias, señoría.
Mientras se levantaba se abrochó la chaqueta, pero en lugar de acercarse al testigo permaneció en su sitio, detrás de la mesa del fiscal.
—Muy brevemente, teniente. Usted ha dirigido unas cuantas investigaciones a lo largo de su carrera, ¿me equivoco?
—Muchas, muchas de ellas.
—A la luz de su experiencia como investigador de los SICN, ¿cómo es posible que puedan ustedes dar caza a los asesinos que hacen grandes esfuerzos por cubrir sus huellas?
—Muy a menudo porque cometen un error tonto.
—¿Solo uno?
—Con uno es suficiente.
—¿Como olvidarse de limpiar una huella en el arma?
Porter asintió, luego miró al jurado y dijo:
—Como olvidarse de limpiar el arma.
—Gracias, teniente. No hay más preguntas.
La euforia que Jack había sentido durante su interrogatorio acababa de caer en picado. Dos de los miembros del jurado incluso habían sonreído y asentido, como si se ofrecieran voluntarios para trasladar el nuevo mantra del fiscal a la sala donde deliberarían: «Con uno es suficiente».
El juez dijo:
—El testigo puede retirarse. Señor Torres, ¿tiene usted algún testigo más al que llamar?
Torres le dio a su testigo el tiempo para que pudiera retirarse. Estaba listo para anunciar lo más importante, y no quería que nada distrajera la atención que los presentes pondrían en él.
Finalmente, dijo con voz firme:
—Señoría. La acusación da por concluidos sus alegatos.
—Gracias —dijo el juez.
Todos se pusieron en pie cuando el juez despidió al jurado. Cuando el último miembro hubo salido de la sala, Lindsey, los abogados y los espectadores se sentaron de nuevo.
El juez anunció algunas cuestiones de organización y luego miró a Jack.
—Señor Swyteck, si su cliente está dispuesta a presentar pruebas para su defensa, le sugiero que esté todo listo para las nueve de la mañana del lunes. —Dio un golpe con el mazo y dijo—: Se levanta la sesión.
—¡Todos en pie! —ordenó el alguacil.
El juez se retiró a su despacho y el murmullo de la multitud llenó la sala. Jack se volvió hacia Lindsey y dijo:
—Tenemos todo un fin de semana por delante, Lindsey. Es momento de tomar decisiones.
—¿Tomar decisiones para qué?
Jack cerró su maletín y dijo:
—Para casi todo.