Capítulo 36


LA ENTRADA DEL Mario’s Market estaba helada. El juicio se había interpuesto entre Jack y la lección sobre cultura cubana que su abuela le daba cada dos semanas, así que estaba decidido a llevarla al mercado el sábado por la mañana. Ella le había dicho diez u once veces por teléfono que no era necesario, que no pasaba nada si en aquella ocasión se saltaban su pequeña cita de compras. Desde su regreso de Cuba, ella se había negado a hablar acerca del mensaje de voz que había grabado llorando y la visita de Jack al cementerio. Jack prometió no volver a sacar el asunto, y aseguró que aquella salida sería puramente para divertirse. Todavía parecía cautelosa, aunque finalmente Jack la convenció. Sin embargo, después de solo dos minutos dentro de la tienda, se dio cuenta de que la reticencia de su abuela no tenía nada que ver con la madre de Jack ni con el niño que había perdido.

—¿De verdad tienen que mirarnos de esa manera? —dijo Jack.

—No es a mí, mi vida. Es a ti.

La indignación en la comunidad cubana por la posibilidad de que el soldado de Castro acudiera como testigo había parecido coincidir con el incendio del Mustang de Jack, pero las cartas de odio y los ataques violentos en los programas de radio cubanos habían aumentado poco a poco desde el exhaustivo interrogatorio de Jack a Alejandro Pintado en el estrado. Después de haber defendido a condenados a muerte durante sus primeros cuatro años de práctica, Jack podía hacer frente a la crítica. Pero esa mañana de sábado en el Mario’s Market no se trataba de la furia de desconocidos cuya aceptación Jack ni buscada ni creía necesaria. Estos eran buena gente, la gente normal, los vecinos que jugaban al dominó con su abuela en el parque. Era la mujer que estaba detrás del mostrador del bar y que solía tener el café listo para él, exactamente como a él le gustaba, antes incluso de que se lo hubiera pedido. Era el cajero que vendía billetes de lotería y que siempre había insistido en que una combinación del cumpleaños de Jack y el de José Martí era sin duda el número de la suerte. Era el hombre de sesenta y nueve años (el «chico») que le había contado a Jack cómo sucedieron los tiroteos en la Eighth Street (mucho antes de que se convirtiera en la calle Ocho) entre los partidarios de Batista y los partidarios de Castro. Y era el carnicero que se reía del terrible español de Jack, y que le decía que era una buena cosa que su madre fuera de Bejucal, porque un acento como el suyo ni siquiera le concedería la distinción de ser cubano honorario. Jack ya se esperaba la reacción negativa de la comunidad cubana en general, y hasta estaba acostumbrándose a ello. Pero el rechazo de aquellas personas era un rechazo de un nivel completamente diferente.

—Vamos a coger un poco de pan —dijo Jack.

—Creo que deberíamos marcharnos a casa —dijo Abuela.

Él notó en su rostro la expresión de dolor, pero no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. La besó en la frente y dijo:

—Tú espera aquí. Traeré el pan y me llevaré las malas miradas conmigo.

Caminó hasta el final del pasillo y pasó por debajo de un letrero que señalaba el camino hasta el pan caliente. Era la parte trasera de la tienda, que estaba separada de esta por unas tiras de plástico grueso que colgaban de la puerta y que mantenían el calor del interior. Un hombre con un mandil blanco y una camiseta blanca estaba metiendo otra bandeja de masa en el horno.

—Antonio, ¿cómo está hoy?

Antonio estaba sonriendo hasta que asoció la voz a la cara del hablante. Volvió a centrarse en su trabajo y, sin decir nada, colocó una bandeja dentro del horno caliente.

—¿Puede ponerme un par de barras? —dijo Jack.

Antonio cerró la puerta del horno y puso la bandeja a un lado.

—Se nos han acabado.

Jack estaba viendo seis barras encima del horno, que era donde se almacenaba y mantenía caliente el pan recién horneado. Era uno de los secretos que ayudaban a que aquella pequeña tienda vendiera ochocientas barras a la semana.

—Se han acabado, ¿eh? —dijo Jack.

—Sí, todas.

—¿Y qué hay de esas? —dijo Jack señalando al horno.

—Esas no son para usted.

—¡Antonio! —gritó un hombre.

Jack se volvió y vio al dueño, Kiko, salir del almacén. Dijo algo rápido en español, demasiado rápido como para que Jack lo captara. Pero el panadero se alejó rápidamente. Kiko cogió dos hogazas y las dejó sobre la mesa.

—Lo siento —dijo.

—No pasa nada. Soy yo el que debería disculparse. He sido bastante tonto al venir aquí en mitad de un juicio como este.

Kiko se encogió de hombros, como si no pudiera estar del todo en desacuerdo.

—La clientela de aquí es mayor, Jack. La mayoría de primera generación. A todos les robaron sus casas y muchos de ellos conocen a personas que han acabado en las cárceles de Castro solo porque se atrevieron a quejarse. Eso puede hacer que se muestren sensibles.

—Lo entiendo. No estoy intentando hacerle la pascua a nadie. Solo estoy . . .

—¿Haciendo tu trabajo?

Jack apartó la mirada. Era la verdad, pero de alguna manera parecía ser una razón insuficiente.

—Ya no sé qué narices estoy haciendo.

Kiko metió las largas barras en una bolsa y se las entregó a Jack.

—Tenía intención de decírtelo, me gustó el artículo que publicaron sobre ti en el periódico de ayer.

Para marcar el final de la primera semana del juicio, el Tribune había publicado un reportaje sobre los tres abogados principales en el caso del asesinato de Guantánamo: Jack y Sofía en la defensa y Héctor Torres en la acusación. Destacaba las raíces cubanas de los tres abogados, con especial énfasis en Jack, que era conocido por la mayoría de la gente solo como el hijo de un exgobernador gringo.

—No estuvo mal, ¿no? —dijo Jack—. Por una vez acertaron en todo.

—No en todo —contestó Kiko, que de pronto se puso serio.

—¿Hay algo que debería saber? —preguntó Jack.

—En esta tienda corren muchos chismes, pero por casualidad oí una cosa esta semana que pensé que debía dejar pasar. Es sobre tu madre.

—¿Cómo?

Kiko bajó la voz, como si se sintiera incómodo con lo que estaba a punto de decir.

—Yo no hablo con tu abuela sobre su hija ni sobre Bejucal. Sus amigas me han advertido que es un asunto del que no hay que hablar con ella.

—Sus amigas tienen razón —dijo Jack.

Jack no se molestó en dar detalles.

—Sea como sea, uno de mis clientes, al que llamamos El Pidio, es un buen tipo y hace años que viene por aquí. También es de Bejucal. No creo que tu abuela lo conozca, pero por lo visto él sí conoció a tu madre.

—¿De verdad? ¿Y dijo algo sobre ella?

—Bueno, por eso he mencionado el artículo del periódico. Allí había una foto de Héctor Torres de hace veinte años. En la página doce, creo. El Pidio jura que, cuando vio esa foto, estaba seguro de que Héctor Torres había estado una vez comprometido con tu madre allá en Bejucal. Ella supuestamente rompió la relación y vino a Miami.

—Debe de ser un error. Según me han contado, mi madre estaba . . . —Jack se detuvo a escoger las palabras correctas, no tenía intención de entrar en detalles sobre el embarazo—. Estaba teniendo una relación seria con un chico del pueblo cuando se marchó de Bejucal. O sea que no pudo haber sido Torres. El artículo dice que es de La Habana. Y estoy seguro de que mi abuela habría reconocido el nombre y habría dicho algo si hubiera sido Héctor Torres.

—Según El Pidio, el nombre del chico no era Héctor Torres, sino Jorge Bustón.

Jack se quedó sin palabras, en parte por haber oído el apellido Bustón por primera vez, pero también porque no comprendía la situación.

—Eso no tiene sentido. Si su nombre era Jorge Bustón, ¿entonces cómo encaja Héctor Torres aquí?

—Tómalo para lo que creas que valga, Jack. Pero basándose en esa foto, mi amigo dice que se apostaría los ahorros de su vida a que Héctor Torres era de Bejucal y que estaba enamorado de tu madre.

—Espera, espera. ¿Lo que creyó es que Torres es . . .?

—Sí, sí. Exactamente. Héctor Torres es Jorge Bustón. Eso es lo que él cree.

De pronto Jack se dio cuenta de que estaba estrujando las barras de pan.

—Eso no puede ser.

—Puede que tengas razón. Lo siento. No estaba seguro de si debía decirte algo o no. El artículo menciona que Héctor Torres y tu padre son amigos desde hace más de treinta años, que Torres ayudó a Harry Swyteck a que lo eligieran gobernador, y todo eso. No pretendo revolver nada.

—No te preocupes. Gracias por pasarme la información. Y gracias dobles por el pan.

Jack empezó a caminar hacia la salida cuando Kiko se acercó de nuevo y le metió una tarjeta de visita en la mano. En el dorso había escrito un número.

—El número de teléfono de El Pidio —dijo Kiko—. Como te he dicho, a lo mejor está loco. O a lo mejor no.

Jack asintió levemente y se metió la tarjeta en el bolsillo. Kiko le estrechó la mano con firmeza, como si quisiera transmitirle que no volverían a hablar de aquello nunca más. Luego Jack salió de la panadería para encontrarse con Abuela.