LA SEGURIDAD EN el juzgado era todavía más inflexible la mañana del lunes. Un cerco policial rodeaba el edificio. Los agentes vestidos de civil (algunos con auriculares, otros menos visibles) merodeaban entre los mirones. Miami Avenue estaba completamente cerrada, y cientos de manifestantes se habían abierto paso hasta las vallas y habían conseguido situarse tan cerca del palacio de justicia como les permitió la policía. Gritaban en inglés y en español, ni una sola palabra de apoyo en ninguno de los dos idiomas para el primer testigo de la defensa.
El ambiente en el interior estaba menos cargado, pero era igual de tenso que fuera. Los visitantes, tanto de medios de comunicación como de otros ámbitos, fueron cacheados individualmente y con detectores electrónicos. Los detectores de metales en la entrada estaban activados para detectar incluso los empastes de oro. Los perros detectores de explosivos condujeron a sus educadores a través de los largos pasillos. Los agentes federales armados estaban posicionados a intervalos de quince metros de distancia.
Era el espectáculo que Jack esperaba, aunque de alguna manera fue la primera confirmación de que aquello podría suceder en realidad. Jack se había preocupado por ello todo el fin de semana, desde que había hecho la llamada telefónica al coronel Jiménez el sábado por la tarde.
—Lo esperamos el lunes por la mañana —le había dicho Jack.
—Me alegra mucho oír eso —había contestado el coronel.
Puesto que Jack había notificado al gobierno de los Estados Unidos antes del juicio que la defensa podría llamar a un soldado cubano como testigo, el Departamento de Estado había elaborado un detallado procedimiento para llevarlo a Miami de forma rápida y sin problemas. Mientras que un emigrante cubano típico se vería obligado a pagar al gobierno cubano aproximadamente cinco años de salario en efectivo para viajar a los Estados Unidos, lo único que bastó para que aquel soldado cubano en concreto viajara a Miami durante la noche fue la bendición de Castro. Sin embargo, Jack tenía sus dudas. ¿Iría realmente el soldado? ¿Desertaría al pisar suelo estadounidense y se retractaría de su declaración para desaparecer una vez en libertad? Aquellas dudas lo acompañaron hasta que llegó a la sala del tribunal.
De una forma u otra, sabía que no tendría que esperar mucho tiempo para averiguarlo.
Jack se levantó y dijo:
—Señoría, la defensa llama al estrado al soldado Felipe Castillo.
En la sala se oyó un grito agudo y de la galería surgió un aluvión de alaridos.
—¡Orden! —dijo el juez golpeando la mesa con el mazo.
Los gritos continuaron, todos ellos en un español pronunciado a toda velocidad. Cada persona que hablaba tenía su mensaje, lo que causó una algarabía colectiva indescifrable a oídos de Jack, aunque sabía que no eran mensajes del tipo: «¡Vamos, equipo, vamos!».
Los agentes federales controlaron el alboroto de inmediato. Un hombre y una mujer salieron de la sala de manera pacífica. Otros tres hombres salieron esposados, y sus gritos y protestas todavía podían oírse cuando ya estaban en el pasillo. Algunos de los miembros del jurado observaron con horror cómo los arrestaban. Los demás tenían los ojos clavados en Jack y en su cliente, como queriéndoles decir: «¿Cómo se atreven?».
Había en la sala más murmullos y ruidos de pies al arrastrarse de los habituales, y el juez se dispuso a cortarlos de raíz y rápidamente.
—Esto será lo último que tolere —dijo el juez con brusquedad—. Los siguientes alborotos serán motivo para que los expulse a todos de esta sala, excepto a los medios de comunicación.
De pronto reinó el silencio en toda la sala, aunque todavía se notaba la tensión.
—Alguacil —dijo el juez—, haga pasar al testigo.
El alguacil se acercó a una puerta lateral, la abrió y escoltó a un joven hispano hasta la sala del tribunal. Iba vestido de paisano, con traje y corbata, como si con eso hubiera querido rebajar el tono de la polémica. Lindsey apretó la mano de Jack. Los espectadores se sentaron en el borde de sus asientos. Los miembros del jurado se sentaron con rigidez en sus sillas. Era como si todo el mundo se hubiera dado cuenta de que estaban viendo la historia fabricarse, o al menos algo muy interesante de lo que hablar en las fiestas.
El soldado Castillo se acercó al estrado de los testigos a prestar juramento. El alguacil recitó las famosas palabras en inglés y luego un intérprete se dirigió al testigo en español.
—Sí, lo juro. Yes, I swear —respondió él, y a continuación tomó asiento.
Sus ojos se desplazaban del juez al jurado y luego al público. Finalmente su mirada se posó en Jack, el único rostro familiar, la expresión menos desafiante en la sala del tribunal.
Jack se acercó lentamente. Quería que el testigo se sintiera lo bastante cómodo para decir todo lo que debía para ayudar a su cliente, pero tratarlo con mimo podría hacer que Jack y su cliente quedaran como amantes de Castro y su comunismo a ojos del jurado. Sabía que estaba caminando por arenas movedizas.
—Buenos días, soldado Castillo.
—Buenós —respondió él, lo que fue interpretado como un good morning.
La presencia del intérprete parecía casi innecesaria, puesto que todos los miembros del jurado, a excepción de uno, eran bilingües, y uno o dos más de ellos probablemente habrían podido aprovechar más la presencia de un intérprete del inglés al español. Pese a ello, era otro factor para que el abogado de la defensa se metiera de lleno en la mezcla: la mayor parte del tiempo el jurado escucharía cada pregunta y cada respuesta no una, sino dos veces. Cualquier paso en falso, por tanto, podría acabar convirtiéndose en una cagada doble.
Jack repasó rápidamente el historial de Castillo, o al menos tan rápido como se lo permitió el hecho de que hubiera un intérprete.
No había forma de evitar el hecho de que era un soldado enemigo, pero Jack hizo todo lo posible para minimizar el amor del hombre por el régimen, y siguió con el formato de pregunta-traducción y respuesta-traducción.
Jack dijo:
—¿Se requiere realizar el servicio militar en Cuba?
—Sí, de cierta manera sí.
—¿Cuándo se le pidió a usted que iniciara su servicio militar?
—Tan pronto como terminé la escuela secundaria.
—Si usted se hubiera negado a prestar dicho servicio, ¿qué le habría podido pasar?
—Habría ido a la cárcel.
A propósito, Jack no se detuvo mucho a preguntarle sobre sus deberes y responsabilidades como guardia de la torre del lado cubano de Guantánamo. Este era un testigo por el que el jurado nunca sentiría simpatía, con independencia de cuánto tiempo lo mantuviera Jack en el estrado, por lo que trató de personalizar su intervención. La mejor estrategia consistía simplemente en resaltar los puntos y luego enviarlo a su casa.
—Soldado Castillo, ¿estaba usted en su puesto el diecisiete de junio, que fue el día en que falleció el capitán Pintado?
—Sí, lo estaba.
—¿Percibió usted algo inusual en la residencia del capitán Pintado?
—Sí.
—¿Fue algo que usted observó a simple vista? ¿O utilizó algún aparato para verlo mejor?
—Un aparato, por supuesto. Contamos con un equipo de visión bastante sofisticado.
—¿Podría describir qué vio, por favor?
A través de una serie de preguntas y respuestas, el testigo repitió la historia tal y como se la había relatado a Jack en la oficina del coronel Jiménez. Formaba parte de un equipo de vigilancia que controlaba una zona de la base naval en la que estaban incluidas las viviendas oficiales de los marines estadounidenses. La mañana de la muerte del capitán Pintado, alrededor de las cinco y media de la madrugada, vio a Lindsey Hart salir en dirección al trabajo, como siempre. Unos veinte minutos más tarde, poco antes de las seis de la mañana, vio a un hombre entrar en la residencia Pintado. No llamó. Pasó directamente al interior.
—¿Iba uniformado aquel hombre? —preguntó Jack.
—Sí, llevaba uniforme.
—¿De qué servicio?
—De la Guardia Costera de los Estados Unidos.
—¿Llevaba uniforme de soldado o de oficial?
—De oficial, pero de un rango no muy alto.
—¿Podría describirlo físicamente?
—Bastante alto, sin duda más alto que el capitán Pintado. Un poco musculoso, de espalda ancha. Y era negro.
—¿Reconocería a ese hombre si volviera a verlo? —preguntó Jack.
—Sí, por supuesto.
Jack volvió a su mesa y Sofía le entregó una fotografía. Jack había pedido al secretario que la marcara como prueba material de la defensa, entregó copias al fiscal y al juez, y luego se acercó al testigo.
—Soldado Castillo, aquí tengo una fotografía de un grupo de oficiales de la Guardia Costera de los Estados Unidos destinados en Guantánamo y en otros lugares del séptimo distrito de la Guardia Costera. Fue tomada hacia finales del año pasado. Le pido que la mire detenidamente y responda a lo siguiente, por favor: ¿aparece también en esta fotografía el hombre que usted vio entrar a la residencia del capitán Pintado el diecisiete de junio?
Torres se puso en pie.
—Quiero protestar, señoría. Ya hemos oído decir en la declaración que el hombre es negro. Entregarle al testigo una fotografía en la que la mayoría de los oficiales que aparecen son blancos y luego pedirle que señale al que es negro es una broma.
Jack dijo:
—Señoría, hay cincuenta y dos hombres negros en esta fotografía. Si el testigo es capaz de señalar de entre los cincuenta y dos fotografiados al hombre que vio, entonces eso será más fiable que la mayoría de las ruedas de identificación de la policía.
—Protesta denegada. El jurado deberá decidir por sí mismo el peso de cualquier identificación o si se trata de una identificación errónea, según sea el caso.
El testigo parecía estar un poco confundido con todas las traducciones, pero luego se concentró. Jack dijo:
—Por favor, señor, examine la fotografía y dígame si ve usted al hombre que entró en la casa de Pintado la mañana del diecisiete de junio.
Su mirada vagó de un lado a otro, de una fila a otra. Luego de arriba abajo, como si estuviera examinando las muchas caras que había desde distintos ángulos. Todo el proceso llevó mucho más tiempo del que Jack había esperado.
—¿Soldado Castillo? —dijo el juez—. ¿Está el hombre al que vio en esa fotografía?
El intérprete le trasladó de nuevo la pregunta pero él no reaccionó. Jack no lo mostraba, pero estaba empezando a sudar.
—¿Soldado Castillo? —repitió el juez.
—¿Lo ve usted? —preguntó Jack.
El testigo levantó la vista de la fotografía.
—Este es.
Jack dio un paso hacia delante y vio dónde señalaba.
—Que conste en acta que ha señalado al hombre de la tercera fila, el quinto por la izquierda. Teniente Damont Johnson.
Por un momento, el nombre pareció tomar vida propia, ya que los miembros de los medios de comunicación lo estaban anotando a la vez. Jack respiró tranquilamente un suspiro de alivio. El testigo había situado a otra persona en la escena del delito en torno a la hora del asesinato, por lo que Lindsey pasaba a ser una duda razonable.
Si el jurado lo creía.
El juez dijo:
—¿Tiene alguna pregunta más para su testigo, señor Swyteck?
Jack estuvo tentado de terminar con una nota alta, pero habría sido peor que el sexo ilícito apareciera en el contrainterrogatorio. Además, tenía una nueva perspectiva sobre la mal llamada «aventura», la que Lindsey le había confesado a Sofía, la que tanta vergüenza le había dado compartir directamente con Jack.
—Solo tengo una última serie de preguntas —dijo Jack—. Soldado Castillo, ¿por casualidad vio usted al teniente Johnson en la casa del capitán Pintado en otras ocasiones distintas a las de la mañana del diecisiete de junio?
—Sí.
—¿Cuántas veces?
—Muchas veces.
A Jack se le atragantó la siguiente pregunta. Aunque el fiscal ya había convencido al jurado de que Lindsey estaba siéndole infiel a su esposo, el testimonio gráfico de un testigo ocular cambiaría todo el tenor del juicio. Jack tenía que hacer el esfuerzo.
Si Sofía no se equivocaba, aquella sería la única manera de explicar lo que en realidad había sucedido en aquel dormitorio.
—Señor, ¿puede decirme con quién estaba el teniente Johnson en esas otras ocasiones? —Lo vi con la esposa del capitán Pintado.
Entre la multitud se oyó un murmullo de desconcierto que pareció trepar por la columna vertebral de Jack como un enorme, gordo y colectivo: «¿Qué ha dicho?».
—¿Dónde estaban?
—En el dormitorio.
El murmullo se convirtió directamente en un parloteo. El juez usó su mazo.
—¡Orden!
Jack no se atrevía a mirar al jurado, pero casi notaba sus ceños fruncidos.
—¿Qué . . . qué estaban haciendo?
«Por favor, Dios. Haz que diga cualquier otra cosa excepto eso de “Montándoselo como una pareja de estrellas del porno”», pensó Jack.
—Estaban manteniendo relaciones sexuales.
De repente fue como si la sala se hubiera convertido en un cóctel y el anfitrión hubiera entrado desnudo. Parecía que todo el mundo estaba hablando, algunos mortificados e indignados, otros confusos y alborotados por el giro de ciento ochenta grados en que había derivado el caso.
De nuevo, el juez hizo uso del mazo para silenciarlos.
—¡Orden en la sala!
Jack esperó a que el ruido disminuyera y entonces continuó. Estaba arrepintiéndose un poco por aquella nueva estrategia que habían desarrollado, pero ya no había vuelta atrás. El componente sexual ya estaba presente en el caso, y Jack tenía que extraer la parte positiva de ello.
—Soldado Castillo, ¿puede decirme si el teniente Johnson y Lindsey Hart estaban solos en el dormitorio en las ocasiones en las que los vio juntos?
—Protesto —dijo el fiscal.
—¿Por qué motivo? —preguntó el juez.
Torres vaciló, porque estaba claro que no podía señalar ninguna teoría legal estricta. Simplemente no le gustaba cómo estaba evolucionando la situación. Entonces dio con una solución.
—Señoría, creo que el testimonio del testigo debería limitarse a lo que vio.
—¿Puede reformular su pregunta, señor Swyteck?
—Por supuesto. Soldado Castillo, ¿vio usted a alguien más en el dormitorio, aparte de al teniente Johnson y a Lindsey Hart?
—Se refiere a cuando . . .
—Sí —respondió Jack, aunque la aclaración resultara algo dolorosa—, mientras se dedicaban a la actividad sexual.
El testigo reflexionó y a continuación respondió:
—No. No puedo afirmar que viera a nadie más en el dormitorio.
Jack miró a Sofía. Su cara de póquer no mostraba del todo su decepción, pero su teoría no se estaba desplegando como habían esperado. Jack retrocedió unos cuantos pasos, solo para ganar tiempo, para reordenar sus pensamientos. Entonces volvió a la carga.
—Soldado Castillo, ¿sabe usted qué tipo de vehículo conducía el capitán Pintado?
—Sí, una camioneta Chevy de color rojo, un modelo antiguo.
—Ahora quiero que se concentre en recordar bien, ¿de acuerdo? ¿Vio la camioneta del capitán Pintado aparcada en el camino en alguna de las ocasiones en las que vio al teniente Johnson y a la acusada juntos en el dormitorio?
—¿Se refiere a cuando . . .?
—Sí —dijo Jack de nuevo, temiendo la aclaración—, mientras estaban manteniendo relaciones sexuales.
El testigo permaneció un instante en silencio, y luego la respuesta pareció llegarle de un momento a otro.
—Sí, estaba allí.
«¡Toma ya!»
—¿En una ocasión? ¿En dos ocasiones?
—No. Todas las veces. Todas las veces, que yo recuerde.
Jack intentó no sonreír, pero por dentro estaba eufórico.
—Permítame asegurarme de que lo he comprendido. Todas las veces que observó cómo la acusada mantenía relaciones sexuales con el teniente Johnson en el dormitorio de Pintado, el vehículo del capitán Pintado estaba aparcado en la calle. ¿Es ese su testimonio?
—Protesto —dijo el fiscal.
Finalmente pareció darse cuenta de que Jack le estaba dando a aquel triángulo amoroso nuevos e interesantes puntos de vista.
—Protesta denegada —dijo el juez—. El testigo puede responder.
—Sí, es correcto. Realmente antes nunca lo había pensado. Pero ahora que me lo pregunta, estoy seguro de haberlo visto. Siempre había dos vehículos. La camioneta del señor Pintado y el vehículo del teniente Johnson.
—Gracias. No hay más preguntas —Jack volvió a su sitio.
—Señor Torres, ¿contrainterrogatorio? —preguntó el juez.
—Sí, sin duda —respondió el fiscal mientras se acercaba al testigo.
Se detuvo a unos metros de él, sin decir nada, se limitó a dejar que el testigo sintiera la presencia del gobierno de los Estados Unidos. Luego le dio la espalda, negando con la cabeza, y se burló de la respuesta que el testigo le había dado a Jack en su última pregunta.
—Usted nunca se había parado a pensar en ello, pero ahora que se lo ha preguntado el señor Swyteck, está seguro de ello. Usted vio dos coches. —Torres empezó a pasearse, permitiendo así que su escepticismo se diseminara por toda la sala—. Qué apropiado.
—Protesto —dijo Jack—. ¿Hay alguna pregunta?
—Se acepta la protesta.
—¿En qué más no había pensado usted hasta que el señor Swyteck le formuló la pregunta? ¿En la oportuna llegada del teniente Johnson a la escena del delito la mañana del fallecimiento del capitán Pintado, quizá?
El testigo esperó al intérprete, y dijo:
—No le entiendo.
—No es importante. Estoy seguro de que el jurado sí lo habrá entendido.
—Protesto.
—Se acepta la protesta. Formule usted algunas preguntas, señor Torres.
—Sí, señoría. Soldado Castillo, me he percatado de que el señor Swyteck no ha empleado mucho tiempo en pedirle que describiera usted su trabajo. Así pues, permítame hacerle algunas preguntas sobre ello. Usted forma parte de una unidad que desempeña tareas de vigilancia sobre la base naval de Guantánamo, ¿es correcto?
—Sí, en términos generales.
—¿Es su trabajo realizar un seguimiento de lo que sucede dentro de la base?
—Sí.
—Y también es su trabajo realizar un seguimiento de todas las personas que intentan entrar en la base, ¿cierto?
—¿Que intentan entrar en la base? —preguntó Castillo, confundido.
—Permítame aclararlo. Hay cierta distancia entre el perímetro de la base naval de los Estados Unidos y el área que ocupan las fuerzas cubanas, ¿no es así?
—Sí, por supuesto.
—Y el gobierno cubano ha puesto muchos obstáculos en dicha zona, ¿no es así?
—Creo que no le entiendo bien.
—Hay un cercado de alambrada en dicha zona, ¿verdad?
—Sí.
—Incluso hay un campo minado allí, ¿no es cierto?
—Así es.
—Dichos obstáculos fueron colocados para evitar que los ciudadanos cubanos pudieran llegar a la base en busca de libertad en territorio estadounidense.
—Creo que no lo comprendo.
—Pues yo creo que sí. ¿No es cierto que parte importante de su trabajo consiste en evitar que los civiles cubanos alcancen la libertad?
—Protesto —dijo Jack.
—Se acepta la protesta —dijo el juez, aunque el daño ya estaba hecho.
Había conseguido llevar hasta su terreno el argumento de que el testigo era el enemigo, uno de los matones de Castro que eran necesarios para evitar que las familias en el exilio pudieran reunirse con las familias que habían dejado atrás en Cuba.
Torres dijo:
—Ahora, permítame que le haga una pregunta sobre las relaciones sexuales que usted observó en la propiedad de Pintado. Anteriormente, usted ha dicho que vio a la acusada engañando a su marido.
—Protesto —dijo Jack—. Considero que deberíamos preguntarnos si realmente se trata o no de un «engaño», señoría.
—Reformule la pregunta, por favor —pidió el juez.
—Usted observó a la acusada mantener relaciones sexuales con el teniente Johnson.
—Sí.
—Y como acaba de sugerir la protesta del señor Swyteck, usted está intentando dar a entender que había una especie de trío extraño entre ellos.
—No estoy intentando otra cosa más que contarle lo que vi.
—Vamos, por favor, señor. Usted está aquí hoy para sacarle los colores a la familia Pintado y para avergonzar al archienemigo en el exilio de Fidel Castro, Alejandro Pintado.
—Protesto.
—Se acepta la protesta. Preguntas, por favor, señor Torres.
El fiscal se acercó más al testigo; se dirigió a él con un tono cada vez más agresivo.
—Sabe usted que el padre de la víctima es Alejandro Pintado, ¿no?
—Sí, estoy al corriente de ello.
—Sabe usted quién es Alejandro Pintado, ¿verdad?
—He oído su nombre.
—Es uno de los miembros de la comunidad exiliada anticastrista más enérgicos, ¿no es así, señor?
—Si usted lo dice . . .
—No, no es lo que diga yo. Es lo que usted sepa. Usted sabe exactamente quién es Alejandro Pintado, ¿no lo sabe usted, señor?
—Sé que ha sido muy insistente en contra de nuestro gobierno.
—Sí, usted sabe eso. Y usted no estaría hoy aquí si el padre de la víctima no fuera tan tenaz al defender su postura contraria a Fidel Castro, ¿no es verdad?
—Lo desconozco.
—Soldado Castillo, ¿no es cierto que las leyes cubanas prohíben a los militares obtener visados hasta que su servicio obligatorio haya terminado?
El testigo dio un respingo al oír la traducción, como si le hubiera sorprendido el hecho de que el fiscal conociera la existencia de aquella restricción.
—Sí, es verdad.
—Por tanto, usted está en esta sala solo porque alguien ha hecho una muy importante excepción con respecto de las leyes cubanas.
—Sí.
—Entonces, seamos sinceros, señor: usted está hoy aquí solo porque Fidel Castro ha querido que esté.
Jack pensó en objetar de nuevo, pero Torres ya tenía al jurado comiendo de su mano, y a aquellas alturas ninguna protesta iba a conseguir liberarlos de su control.
El testigo se encogió de hombros y dijo:
—Supongo que sí.
—Gracias —dijo el fiscal con aire de suficiencia—. Eso es todo.