LA RESPUESTA LLEGÓ antes de lo previsto. Era lo que Jack había sospechado.
Se había tomado un fin de semana de descanso; había navegado con Theo por la bahía, y trabajado un poco en el jardín. Nada podía evitar que dejara de preguntarse lo diferente que podría haber sido su vida. Al principio, la atracción que había sentido por Jessie Merrill había sido abrumadoramente física. Ella era una belleza imponente, no era una mojigata, aunque la imagen de chica mala era más que nada una pose. Era tan brillante como cualquiera de las mujeres con las que había salido en la facultad de Derecho, y si su impresionante esfera de conocimientos incluía el saber cómo complacer, ¿quién era Jack para impedírselo? Por desgracia, a él no se le había ocurrido que Jessie podría ser «la elegida» hasta que interpretó el impecable discurso y de larga tradición: «Yo no te merezco, y espero que podamos seguir siendo amigos». Jack lo habría dado todo porque ella volviera. Cinco meses más tarde, cuando Jessie regresó, Jack ya se había enamorado hasta el tuétano de Cindy Paige, la chica de sus sueños, la que sería su esposa, la mujer de la que más tarde se divorciaría y con la que nunca más volvería a hablar.
Jessie dio un paso atrás con humildad y le deseó que las cosas le fueran bien, y nunca se molestó en contarle que llevaba en el vientre un hijo de los dos.
¿Qué habría pasado si no hubiera conocido a Cindy? ¿Se habrían casado él y Jessie? ¿Habría evitado Jessie las elecciones vitales que la habían conducido hasta la muerte a una edad tan temprana? Quizá Jack podría haber tenido un hijo al que llevar a ver partidos de béisbol, con el que salir de pesca, al que defender con saña de las influencias del tío Theo. El domingo por la noche, Jack ya se había imaginado aquel mundo perfecto y pequeño, los tres viviendo juntos y felices para siempre, la imagen de su hijo bien metida en su cabeza, todo lo relacionado con él tan real como podía ser: su voz, el olor de su pelo, aquellos brazos flacos de niño de diez años abrazándolo mientras luchaban en el suelo.
Y entonces llegó el lunes por la mañana y la llamada de teléfono de la oficina del fiscal, como recordatorio de que nada en la vida era en realidad perfecto.
—El hijo de Lindsey Hart es sordo —dijo Gerry Chavetz.
Jack casi se quedó sin habla, y apenas alcanzó a murmurar algo que era obvio:
—Por eso no oyó el disparo.
—Por eso no puede oír nada —dijo el fiscal.
Gerry siguió hablando mientras Jack agarraba el auricular con firmeza, como si temiera que se le cayera de la mano. Jack podría haber presionado a Gerry para obtener más información y hacer que este se hubiera pasado toda la mañana hablando, si el niño hubiera sido otro niño cualquiera. Pero las circunstancias le impedían fingir que no le importaba, y su lazo con el hijo de Lindsey Hart era un aspecto que Gerry y el mundo no debían saber. No podía permitirse ningún desliz.
—Gerry, muchísimas gracias por el favor.
—¿Eso quiere decir que vas a defenderla?
—Tengo que pensarlo.
—Pero dijiste . . .
—Lo sé. Lo siento, pero tengo que marcharme ahora mismo.
El auricular cayó sobre el soporte del teléfono con un poco más de peso del habitual. Jack caminó hasta la ventana de la cocina y miró en dirección a la bahía de Biscayne. Observó en silencio cómo la brisa cálida que llegaba del suroeste traía consigo una interminable ristra de olas que golpeaban suavemente el paseo marítimo. No era la irresistible fuerza de la naturaleza ni el tipo de demostración que podía infundir miedo en el alma. Sin embargo, sí era imparable, igual de implacable que la oleada de sentimientos que corría por las venas de Jack.
Una imagen le cruzó la mente: Jack de pie en la maternidad del hospital y con el bebé en brazos, el padre joven y orgulloso sonriéndole a su hijo al oído mientras el doctor se acerca lentamente hacia ellos, con un gesto serio que borra la sonrisa de la cara de Jack. Es obvio que las noticias no son buenas, y Jack de alguna manera se da cuenta de que el médico va a decirle que su hijo no puede oír. De pronto, la imagen se transforma. Jack ya no es el padre, sino un recién nacido en los brazos de otro hombre. El hombre que está en el hospital es el padre de Jack, un joven Harry Swyteck, y como por milagro, ese bebé dormido, de nombre Jack, puede oír y entender lo que el médico le está diciendo con calma a Harry Swyteck, su mano posada en el hombro: «Lo lamento muchísimo, señor Swyteck. Hemos hecho todo lo posible, pero no hemos conseguido salvar a su esposa». Jack se siente desfallecer mientras su padre se desploma sobre una silla, siente la agitación del cuerpo de su padre mientras la cruda realidad se adueña de todo, siente el abrazo firme del joven viudo como si no quisiera dejar escapar jamás a su hijo. Harry está diciendo algo, se esfuerza por hablar, su voz está amortiguada y su rostro está enterrado en la manta de algodón que envuelve a su hijo. Las palabras son una mezcla confusa de amor y cólera, una ira que es amarga y persistente. En su mente, Jack sigue envuelto en aquella manta como si los años pasaran volando. Su padre sigue hablando, aparentemente sin saber que el niño está creciendo, convencido de que su hijo no puede oírle. Jack no está muy seguro de qué sucede, pero en un momento dado el médico vuelve. Evita mirar a Jack y a su padre a los ojos, como si no supiera cuál de los dos debería recibir las penosas noticias.
—El niño es sordo —dice el doctor, y es Harry el que solloza, aunque es a Jack a quien le duele saber que tendrán que pasar casi treinta años antes de que recupere la audición, de entender qué era lo que su padre estaba intentando decirle.
Jack se alejó de la ventana y se sacudió aquellos recuerdos distorsionados, a pesar de que no se trataba en absoluto de recuerdos, sino de imágenes dolorosas de un pasado que parecía no dejar de acosarlo, un pasado que él nunca se había permitido explorar a fondo. El hallazgo de la existencia de su propio hijo no iba a hacer que las cosas resultaran mucho más fáciles.
«¿O tal vez sí?»
Al coger de nuevo el teléfono, de pronto volvió a ser el abogado en el que se había convertido. Marcó el número del InterContinental, puso en marcha su voz de profesional y le dijo a la recepcionista:
—Por favor, quisiera hablar con uno de sus huéspedes. Su nombre es Lindsey Hart. Es urgente.