CUANTO MÁS SE alejaba Jack del centro con su coche de alquiler, más convencido estaba de que Héctor Torres le ocultaba algo sobre su madre. Pero debía quitárselo de la cabeza, al menos por ahora.
El sedán alquilado le proporcionó una buena distracción. Cada vez que presionaba el embrague que no estaba allí, que buscaba en vano la palanca de cambios, que anticipaba el rugido del motor que se había ido para siempre, lo único que deseaba era haber podido acompañar a Theo en su «interrogatorio minucioso» al baboso que le había prendido fuego a su Mustang. Jack encendió la radio en cuanto abandonó el distrito financiero y llegó a los inmensos rascacielos residenciales de la deslumbrante avenida Brickell. Estaba sintonizada en una emisora en español, por cortesía del arrendatario anterior. El último «ataque» de Jack sobre Alejandro Pintado había puesto en funcionamiento una nueva ronda de fuegos artificiales en los programas de debate cubanos, y el nombre de Swyteck se oía en todas partes. Jack se alegraba de que él y Abuela no llevaran el mismo apellido.
«Los Pintado son las víctimas en todo esto —dijo un oyente en español—, y no esa jinetera que se casó con él.»
«Jinetera.» Jack no podía traducirlo. Entonces se acordó de su viaje a Cuba, de la adolescente que le había llamado a su habitación en el Hotel Nacional y le había dicho que podría ser quien él quisiera y hacerle lo que deseara. Lo único que debía hacer era pedirlo . . . y pagar. «Jinetera.»
Prostituta.
El programa de radio atraía a los extremistas de cualquier idioma. Aunque Jack estaba empezando a pensar que, cuando ya todo estaba dicho y decidido, el estado de ánimo no sería muy distinto entre los miembros del jurado. Tenía que darle la vuelta a la situación.
Miró la hora en el tablero: las cuatro y cuarenta de la tarde. El día siguiente daría comienzo el espectáculo para Lindsey, y les llevaría un montón de trabajo prepararla para ello. Aun así, Jack tenía todavía algo de tiempo libre antes de reunirse con Sofía en la cárcel para la sesión preparatoria más importante de su cliente. Alargó la mano hacia la palanca de cambios inexistente, maldijo su incapacidad para reducir la velocidad del coche de alquiler y dio una vuelta en u justo antes de entrar a Key Biscayne.
En diez minutos estaba frente a la casa de Alejandro Pintado.
Aparcó el coche en el césped junto a la acera, pero no salió del coche. En el callejón sin salida del final de la calle, un niño montaba en su bicicleta. Montaba en círculo una y otra vez, y se reía cada vez que se echaba hacia atrás en el manillar. Estaba intentando levantar las ruedas. Jack sonrió. Él era el rey de los caballitos cuando tenía su edad.
Aquel chico era Brian.
Estaba jugando como Jack solía hacerlo, como cualquier otro niño de diez años, aunque la señal de tráfico en forma de rombo al otro lado de la calle anunciara al mundo que allí estaba jugando un niño sordo. Jack sin duda le veía la parte positiva a la advertencia a los motoristas que pasaran, pero no podía obviar su propia sensación de tristeza mientras se preguntaba cómo debía de sentirse Brian cada vez que montaba en bicicleta, paseaba al perro, jugaba en el jardín o simplemente miraba por la ventana de su dormitorio y veía aquel enorme recordatorio negro y amarillo del cruel golpe que su propio nacimiento le había asestado. El juego de la culpa era siempre inútil, sobre todo en los casos de defectos de nacimiento, pero de pronto Jack se encontró deseando y rezando por que le hubiera legado a Brian aquella debilidad, pero también toda su fuerza.
Un guarda de seguridad le dio un toque en el cristal, con lo que se acabó su momento de reflexión. Jack bajó la luna de la ventanilla del conductor.
—No puede estacionar aquí —dijo el guarda en español.
—He venido a ver a Alejandro Pintado.
—No me ha comentado que hubiera ninguna visita.
—Dígale que soy el abogado de su nuera y me gustaría hablar con él. Extraoficialmente.
Echó otro vistazo al final de la calle y vio al chico.
—Dígale que quiero hacer todo lo posible para evitar que su nieto suba al estrado a declarar.
El guarda se quedó pensando.
—Espere aquí —le dijo mientras subía de nuevo a la acera.
Jack esperó a que desapareciera en el interior de la casa para llamar a Theo a su móvil.
—Hola, soy yo, Jack. ¿Tienes algo más sobre lo de la conexión con las drogas?
Jack se encogió de inmediato. No se podía creer que acabara de decir eso por un móvil que no era seguro, pero Theo estaba ya un paso por delante de él.
—Ah, sí, amigo. Tendré esa aspirina para mañana por la mañana.
—Lo siento, tío.
—No pasa nada, imbécil.
—En serio, ¿tienes alguna pista más sobre lo que hablamos ayer?
—Nada. ¿Por qué?
—Estoy a punto de tener una pequeña charla con Alejandro Pintado.
—Ojalá pudiera ayudarte.
—Está bien, no pasa nada. Creo que con lo que tenemos es suficiente.
—¿Suficiente para qué?
La puerta delantera de la casa se abrió, y Alejandro salió al porche.
—Para un farol —dijo Jack, y a continuación colgó.
Jack observó a Pintado cruzar el césped, dirigirse a la calzada y subirse a la parte trasera de su Mercedes. El guarda de seguridad se acercó hasta donde estaba Jack y lo condujo hasta el coche de Pintado.
—¿Qué? ¿El señor Pintado cree que mi coche está pinchado?
—No —dijo el guarda con sequedad—, pero sabe que usted no ha pinchado el suyo.
El guarda abrió la puerta del coche. Jack entró y se hundió en el asiento de cuero negro. La puerta se cerró y los pestillos se activaron automáticamente. Pintado lo miró con frialdad desde el otro lado del coche. Todavía conservaba su aire distinguido, pero parecía haber envejecido un poco desde el comienzo del juicio.
Pintado dijo:
—Discúlpeme si no lo invito a pasar a mi casa, pero después de cómo me trató en el juzgado, es probable que mi mujer le hubiera soltado a los dóberman.
—Temía que usted sintiera lo mismo.
—Ah, y lo siento. Solo he salido porque usted ha dicho que era un asunto sobre mi nieto. Para mí es muy importante protegerlo de todo este circo.
—También lo es para Lindsey.
Pintado le lanzó una mirada como de no creerlo del todo.
Jack dijo:
—No me gusta involucrar a los niños si no es necesario.
—Lo respeto —dijo Pintado.
—¿Cómo está Brian?
Pintado miró a Jack un rato, como si estuviera preguntándose si realmente le importaba.
—Brian es feliz aquí. Tan feliz como puede serlo cualquier niño justo después de haber perdido a su padre. Su abuela y yo estamos haciéndolo lo mejor que podemos. Tan pronto como termine este juicio, lo enviaremos de campamento a Dunedin durante una semana, más o menos. Le hará bien estar con otros niños con deficiencias auditivas que viven con padres que sí pueden oír. Por ahora, nos limitamos a intentar explicarle las cosas tal como pasan.
—Debe de ser duro.
Pintado miró a través de la ventana al guarda de seguridad que estaba en la calzada.
—He tenido que triplicar la seguridad desde que empezó este juicio. Una cosa es que me sigan a mí como perritos por toda la ciudad, pero cuando han empezado con mi nieto, me han dado ganas de reventar algunas cabezas.
—¿Han estado acosando a Brian?
—La última semana. No sé si fue un periodista con demasiado entusiasmo o algún pervertido el que siguió a Brian hasta el colegio el otro día. Le agarró la mochila mientras estaba en el campo de fútbol. Nos dio a todos un susto de muerte.
—La gente se vuelve loca con un juicio a lo grande como es este. Es bueno que haya tomado usted precauciones, pero es probable que no fuera más que un cazador de recuerdos buscando material para venderlo en eBay.
—¿Qué clase de morboso querría la mochila de un niño?
—El mismo idiota que se pasa el rato esperando en los restaurante de South Miami con la esperanza de poder hacerse una foto con O. J. Simpson y su última novia.
Pintado negó con la cabeza, y luego mostró cierta irritación.
—No es que usted me desagrade personalmente, pero no me gustó la forma en que me acosó en el estrado de los testigos.
—Por si le sirve de algo, no lo habría hecho si no pensara que Lindsey es inocente.
—El jurado es en su mayoría de origen cubano-estadounidense. Al atacarme a mí y a mi familia de esa manera, más bien diría que casi ha sellado el destino de Lindsey.
—Se olvida usted de que no tengo que convencer a todo el jurado. Basta con que siembre en uno solo de ellos una duda razonable.
—Créame. Ese jurado al completo está listo para que tanto usted como su cliente salgan a dar una vuelta por la ciudad subidos en la baranda.3
—Y yo iría con ellos feliz, si eso es lo que hace falta para que una mujer inocente se libre de la cárcel.
—¿Qué le hace estar tan seguro de que es inocente?
—¿Y por qué está usted tan seguro de que no lo es?
—Usted ha visto las pruebas. El dinero de la familia que quería. Sus actividades extracurriculares con el teniente Johnson. ¡Carajo, una de sus huellas dactilares estaba en el arma del delito!
Jack se quedó en silencio, decidiendo su enfoque.
—Señor Pintado, permítame que le haga una pregunta: ¿usted quiere dar con la persona que asesinó a su hijo?
—No me subestime.
—No es mi intención. Solo tengo curiosidad: ¿no le resulta extraño que no hayamos oído ni una palabra del propio teniente Johnson?
Pintado apartó la mirada, sin decir nada.
Jack dijo:
—Johnson era su fuente, ¿no es así? Estuvo pasándole información a su hijo sobre las rutas de la Guardia Costera. Y los Hermanos por la Libertad utilizaron esa información para propiciar la llegada de balseros cubanos a territorio estadounidense.
Pintado miró a Jack y dijo:
—No soy yo el que está siendo juzgado.
—Y no puedo estar más de acuerdo. Por eso habría preferido que hubiera declarado en el estrado Johnson, en vez de usted.
—Mire, lo único que no veo es adónde quiere ir usted a parar con todo esto. No estoy admitiendo nada, que quede claro. Pero ¿y qué si Johnson estaba filtrando información de la Guardia Costera para ayudarnos a traer hasta la orilla a balseros cubanos? Esa no es razón para que nadie mate a mi hijo.
—No, no lo es. No hasta que uno mezcla asuntos de drogas en la ecuación.
Su cabeza estalló.
—¿Drogas? ¡¿Pero de qué coño está hablando?!
—Piense un momento en ello. Ayudó inmensamente a sus operaciones el saber dónde y cuándo estarían patrullando los guardacostas en ciertas áreas de los estrechos de Florida. Usted podría indicarles a los balseros cuándo navegar, por dónde, dónde virar el rumbo de la travesía, dónde buscar ayuda hasta que llegaran a la orilla. ¿Qué valor cree usted que tendría para un traficante de drogas la misma información?
—¡¿Está acusándome de . . .?!
—No —respondió Jack con firmeza—, yo todavía no estoy acusando a nadie, porque sinceramente no tengo los medios. Pero déjeme que le diga lo que pienso. Creo que Damont Johnson estaba utilizando la misma información que le daba a usted para vendérsela a los traficantes de drogas. Creo que su hijo lo descubrió. Y creo que eso fue lo que mató a Óscar.
A Pintado se le pusieron los ojos como platos.
—Es la primera vez que oigo una cosa así.
—No he tenido noticia de ello hasta hace poco. Hasta que descubrí que las personas que le prendieron fuego a mi Mustang son del mundo del tráfico de drogas.
—¿Le ha revelado esta información al fiscal?
—No es información. Es una teoría. Y dos tercios del camino en que se convierte el juicio, Torres los emplea en evitar que la defensa pruebe sus teorías.
—¿Y por qué iba a estar yo interesado en permitir que eso se probara?
—Porque una victoria es una victoria para una egocéntrico como Héctor Torres. Pero si él gana, usted pierde. Si declaran culpable a Lindsey, la persona que mató a su hijo seguirá en la calle.
Pintado tomó aire.
—Esto es . . . esto que me acaba de contar es una barbaridad.
—Sé que es tarde, pero no estaría aquí si no albergara la esperanza de que usted no descarte por completo la posibilidad de que la madre de su único nieto sea inocente.
—¿Qué es lo que me está pidiendo?
—El teniente Damont Johnson.
—¿Qué pasa con él?
—Sé que está en Miami. Y tengo la sensación de que usted sabe dónde lo está escondiendo Torres. Déjeme que consiga una citación y deme la oportunidad de tenerlo en el estrado como testigo, y yo le prometo que no llamaré a Brian para que testifique en favor de su madre.
Pintado miró a través de la ventana y Jack siguió la dirección de su mirada hacia el callejón al final de la calle, donde Brian hacía carreras con su bicicleta.
—Gracias por su tiempo, señor Swyteck.
—¿Tendré noticias suyas?
Pintado miró a Jack mientras le respondía en el mismo tono monocorde.
—Le he dicho que gracias por su tiempo.
Pintado accionó un interruptor que abrió las puertas del coche y luego señaló con un gesto hacia el tirador. Jack la abrió y salió del coche, echando un último vistazo en la distancia a Brian mientras cerraba la puerta y caminaba hacia su coche de alquiler.