Capítulo 5


JACK SE REUNIÓ con ella en su despacho, cara a cara. Necesitaba poner a prueba la credibilidad de Lindsey, y no podía hacerlo por teléfono.

—¿Por qué no me dijiste que era sordo?

Lindsey se puso rígida ante su tono acusatorio, pero respondió con calma:

—Nació así. Pensé que lo sabías.

—Por favor, no me mientas.

—Es la pura verdad.

Jack tuvo en cuenta sus palabras, pero se centró más en su lenguaje corporal. Su boca se estaba apretando cada vez más.

—No te creo —dijo él.

—¿Por qué iba a engañarte con una cosa así?

—Lo único que sé es que, después de haber leído el informe de la investigación de los SICN, te llamé para decirte que me resultaba extraña la determinación del forense con respecto de la hora del fallecimiento. No le encontraba sentido a que hubieras disparado presuntamente aquella pistola en tu casa antes de las cinco de la mañana, y que además no hubiera ninguna declaración del testimonio de tu hijo en el informe, ni siquiera una mención de él en todo el escrito. Era inconcebible que hubiera seguido dormido después de haberse oído un tiro en la habitación de al lado.

—Y yo estuve de acuerdo contigo.

—Pero te dejaste en el camino esa pieza clave.

—No puede oír, pero eso no significa que sea un mueble. Puede sentir ciertas cosas.

—Entonces, cuando te llamé para decirte que había un vacío enorme en el informe de la investigación, ¿pensaste que me estaba refiriendo a eso, a que tu hijo debería haber percibido el disparo en el dormitorio contiguo?

—Un portazo, los pasos de pánico del asesino correteando por la habitación. Todo ese movimiento genera sensaciones palpables.

—Por favor, limítate a responder a mi pregunta. ¿Fue eso en realidad lo que pensaste?

Jack no se sentía bien al hablarle con tanta rudeza. Sin embargo, si había algo que no podía soportar era que un cliente le mintiera a su abogado.

—No —respondió ella por fin—. Sabía exactamente a lo que te estabas refiriendo. Tu premisa de que él debería haber oído el disparo.

—Tú lo sabías. Y pese a todo, has dejado que vaya corriendo a la oficina del fiscal y sostenga que Lindsey Hart no pudo haber disparado a su marido, no sin que el chico lo oyera.

—No sabía que ibas a ir a hablar con el fiscal. Dijiste que necesitabas un poco más de tiempo para pensarlo, que me dirías si habías decidido aceptar el caso.

—¿Así que crees que ha estado bien mentirme, siempre y cuando quedara entre nosotros?

Ella bajó la mirada y dijo:

—Pensé que estaba librándote de una gran carga al no decirte que es sordo. —Sus palabras parecían sinceras, pero una vez más su boca se apretó de forma delatora.

Jack dijo:

—No creo que eso lo explique todo.

Ella hablaba en voz baja y tranquila, aunque sin mirar a Jack.

—Tienes que entenderme. Después de que leyeras el informe, cuando me llamaste, creí que tenías la convicción de que la hora de la muerte era la prueba de mi inocencia. Yo . . . no quería echar por tierra lo único que tenía a mi favor, cuando esto ni siquiera ha empezado.

—¿Pensaste que podías engañarme para que fuera tu abogado?

De pronto Lindsey se puso a temblar. Como por instinto, Jack sacó una caja de pañuelos del escritorio y le tendió uno.

—Soy inocente —dijo ella con voz temblorosa—. ¿Te imaginas lo que es sentir que te acusan de haber matado al padre de tu hijo y ser inocente?

—Solo puedo imaginármelo.

—Y entonces, ¿no lo ves? En ese momento a mí no importó por qué pensabas que yo era inocente. Lo único que me importaba era que creyeras que yo no lo hice.

—Engañarme no va a ayudar a que crea que es así.

—Si pudiera probarte que soy inocente, entonces no te necesitaría.

Ella se secó una lágrima y Jack dejó que recuperara la compostura.

—Bien, ya es suficiente. Pero si vuelves a mentirme, no te representaré.

—Lo siento. No volverá a ocurrir. Desde que empezó todo esto, siento que no tengo a nadie de mi lado. La policía, todo el mundo; todos parecen haber sacado ya sus conclusiones.

—¿Y por qué crees que es así?

—Creo que es por algo que declaré en el Gazette.

—¿Qué es el Gazette?

—Es el periódico local de la base. Me preguntaron qué pensaba que le habría podido suceder a mi marido, y se lo dije. Y lo publicaron. Desde ese día, piensa que es como si hubiera llevado en la frente un cartel escrito con las palabras «combatiente enemigo».

—¿Pero qué dijiste?

Ella dudó, como si no estuviera muy segura de si Jack estaba preparado para escuchar su teoría.

—Mi marido no fue tanto asesinado como . . . eliminado.

—¿A qué te refieres con «eliminado»?

—Silenciado.

—¿Por quién?

Ella parecía no darse cuenta, pero su mano se había cerrado en un puño firme alrededor del pañuelo que sostenía.

—El informe de investigación de los SICN ha sido completamente cercenado. ¿No hace eso que te preguntes qué están ocultando?

—Por lo que tengo entendido, ese tipo de redacción no es exclusiva de este caso.

—Estoy segura de que pasa con todos. Siempre que la Marina tenga algo que esconder.

Sus argumentos estaban empezando a sonar paranoides, pero Jack midió sus palabras.

—Después de todo lo que has pasado, tienes derecho, sin duda, a mostrar un cierto grado de escepticismo.

—Tal vez no lo sepas, pero la trayectoria de los militares en lo que a investigación de homicidios se refiere deja mucho que desear.

—Esa es una acusación bastante radical.

—No estoy diciendo que sean unos incompetentes. Lo que estoy diciendo es que hay determinadas personas en el ámbito militar que no van más allá del encubrimiento.

—Y tú lo sabes porque . . .

—He estado casada doce años con un oficial de carrera. Y porque he hecho mis deberes. ¿Sabías que en una ocasión los SICN intentaron convencer a unos padres de que su hijo se había pegado un tiro en la cabeza pese a la evidencia científica de que él no habría podido cubrir la trayectoria de la bala a menos que hubiera estado cabeza abajo cuando disparó el gatillo?

—Es terrible.

—Pues aún hay más. En otro caso, los SICN constataron el nueve de julio que un marine se había infligido a sí mismo una herida. ¿Sabes cuándo tuvieron los resultados de balística, los residuos de pólvora y los exámenes de sangre y tejidos? El seis de agosto.

—Está claro que has hecho tus averiguaciones. Pero el caso que nos ocupa no es un homicidio camuflado como un suicidio.

—A lo que voy es a que son capaces de hacer todo lo que se adapte a sus necesidades. Necesitaban quitarse de en medio a mi marido, pero nadie se habría creído que se suicidara. Amaba demasiado la vida. Así que se lo cargaron, y en vez de llamarlo «suicidio», quieren hacer creer que fue su mujer quien lo hizo. Y entonces emiten ese mal llamado informe de investigación que está totalmente lleno de huecos. Toda la información significativa ha sido censurada para proteger sus secretos militares y la seguridad nacional.

Jack la miró con seriedad y durante un rato.

—Por seguir con ese argumento, pongamos por caso que es un encubrimiento. Tú dices que los militares decidieron no pintar esta muerte como un suicidio porque pensaron que nadie se creería que se había quitado la vida.

—Así es.

—Pero por alguna razón los militares llegaron a la conclusión de que nadie tendría inconveniente en creer que tú podías matar a tu marido.

Ella tardó en responder, estaba claro que no se sentía cómoda con la que forma en que Jack había diseccionado la situación.

—Esa es la esencia de cualquier montaje —dijo ella.

—Hablar de montaje es pasarse. Sobre todo cuando no me has mostrado ningún motivo.

—Si hubieras conocido a mi marido, entenderías mis sospechas. Pasamos casi una tercera parte de nuestro matrimonio en ese pequeño terreno cercado de Cuba. Año tras año le pedí que solicitara un cambio de destino. La gente de allí es muy amable y tienen mucho sentido de comunidad. Pero yo odiaba el aislamiento. Óscar, en cambio, fue el señor Guantánamo hasta el final. Él quería crecer tanto como pudiera allí en la isla, y no quería irse a ningún otro sitio. Entonces, de repente, todo saltó por los aires. Dos semanas antes de que lo mataran, y completamente sin venir a cuento, me dijo que había llegado el momento de marcharse.

—Tal vez fuera un cambio de parecer.

—No. Fue un cúmulo de pequeñas cosas: cómo se quedaba despierto por las noches, el hecho de que de pronto se fuera a la cama con un arma cargada en la mesita de noche. Probablemente él pensara que yo no me había dado cuenta de esas cosas, pero sí me di cuenta. Estaba preocupado por algo. De repente empezó a comportarse como un hombre que huía. Como un hombre que sabía algo que se suponía que no debería saber.

—¿Como qué?

—Los militares están llenos de secretos. Y muchas personas han muerto por intentar guardarlos.

—No es suficiente.

—Entonces ayúdame a encontrar más argumentos, maldita sea.

Su frustración era más que obvia, y Jack lo comprendía. Él se levantó, bordeó el escritorio para ponerse delante y sentarse de manera más informal en una de las esquinas, para que no hubiera obstáculos entre ellos.

—Mira, puede ser que estés pensando que los abogados siempre defienden a clientes que son culpables, y por eso te preguntes por qué este tipo está tan obsesionado con el asunto de la inocencia y la culpabilidad. Pero este caso es . . .

—Diferente —dijo ella, terminando la frase por Jack—. Lo sé.

—¿Entiendes por qué?

—Por supuesto. Tú quieres lo que es mejor para tu . . . —Lindsey se interrumpió y a continuación dijo—: para mi hijo. Como yo. Y esa es la razón por la que nunca, ni siquiera si hubiese querido ver a Óscar muerto, nunca habría disparado a mi marido en nuestra casa mientras nuestro hijo dormía en la habitación de al lado. Sordo o no. ¿Tiene esto algún sentido para usted, señor Swyteck?

Jack se encontró con su mirada, y de repente el silencio entre ambos dejó de resultar incómodo. Fue como si la luz por fin hubiera iluminado el camino.

—Sí, lo tiene, Lindsey. Y creo que ya es momento de que empieces a llamarme Jack.