Capítulo 53


JACK ESTABA SOLO en la barra del restaurante Joe Allen, comiéndose un sándwich de carne con patatas fritas para cenar, cuando sonó el teléfono. Era Sofía.

—Jack, el jurado ha vuelto.

Miró el reloj: eran las siete y unos minutos. El jurado había estado fuera casi cinco horas. Si era o no demasiado pronto como para que fueran buenas noticias era un detalle insignificante.

—Vale, nos vemos en el juzgado.

Condujo directamente al centro y en un cuarto de hora ya había llegado al juzgado. El fiscal estaba de pie ante el juez. Sofía estaba de pie junto a él. Algunos miembros de los medios de comunicación estaban en la zona de asientos del público, los recalcitrantes que habían decidido acampar en el tribunal hasta que el jurado emitiera su veredicto. Jack dio un paso adelante, pero el juez ya estaba bajando del estrado y se dirigía de nuevo a su despacho. Jack corrió por el pasillo, y Sofía se reunió con él en la barandilla.

—Falsa alarma —dijo ella—. Todavía no hay veredicto. El jurado solo tenía una pregunta para el juez.

—¿Y cuál era?

—Era sobre el testimonio del soldado cubano. Querían saber a qué hora del día dijo que había visto entrar al teniente Johnson en la casa de Pintado.

—El juez debería decirles que confiaran en lo que ellos recuerdan del testimonio.

—Eso es exactamente lo que el juez ha dicho que haría. Solo quería llamarnos a todos para decirnos que habían planteado esa pregunta. Supongo que es algo bueno que estén haciéndolas.

Jack lo desestimó. ¿Cuántas veces en sus años como abogado litigante había tratado de adivinar si era bueno o malo que un miembro del jurado hubiera hecho tal o cual pregunta, hubiera esbozado una sonrisa, hubiera asentido con la cabeza o se hubiera rascado el culo?

—Sí, supongo que es algo bueno —dijo Jack.

—Lindsey lo lleva bastante bien —dijo Sofía—, dadas las circunstancias.

—Eso es bueno —dijo Jack.

Él estaba más preocupado por Brian, pero esa era otra cuestión. Echó un vistazo a la sala y vio a Héctor Torres recogiendo para irse. Se excusó con Sofía y a continuación fue a buscar al fiscal.

—Héctor, ¿tienes un minuto?

—Claro.

—Vayamos a algún sitio donde podamos hablar, ¿de acuerdo?

Torres siguió a Jack a una sala destinada a los abogados a través del pasillo. Jack cerró la puerta, pero ninguno de los dos se sentó. Se quedaron en lados opuestos de la mesa.

—¿Tu cliente quiere declararse culpable? —preguntó Torres.

—Depende de lo que ofrezcas.

—Lo mismo que antes. Vida en prisión, sin pena capital.

—Entonces no hay trato.

—Como quieras. Una reunión breve y agradable, como a mí me gustan.

Torres se acercó a la puerta para irse.

—Ah, una cosa más —dijo Jack.

Torres se detuvo para mirarlo.

—¿Qué?

La boca de Jack se abrió, pero era como si las palabras necesitaran un poco de tiempo para situarse a la par con sus pensamientos.

— Hoy he hablado con un hombre que se llama El Pidio.

—¿El Pidio? —dijo Torres, dando a entender que no lo conocía.

—Es un apodo. Es más probable que lo conozcas como doctor Blanco.

La expresión desapareció del rostro del fiscal. Su voz se tensó, pero de repente se mostró poco convincente.

—¿Y por qué tendría que conocer ese nombre?

—Porque es el médico que trajo al mundo a tu hijo en Cuba. El primer hijo de mi madre.

Torres desvió la mirada y luego dio un paso atrás. Una delgada sonrisa apareció en sus labios, como si estuviera orgulloso de haber sido capaz de guardar aquel secreto tantos años.

—¿Y has hablado ya con tu padre?

—No.

—¿No se lo has contado a nadie?

—Creo que el turno de preguntas me corresponde a mí.

El fiscal dejó su maletín sobre la mesa, y luego extendió los brazos hacia fuera, como si fuese un libro abierto.

—¿Qué te gustaría saber?

—En realidad, no es que me quede mucho por averiguar. El doctor Blanco ha sido una valiosa fuente de información.

Jack miró a través de aquella apariencia fría y vio la preocupación en los ojos del otro hombre. Torres le preguntó:

—¿Y qué te contó?

—Una de las cosas que siempre me han perseguido es el hecho de que mi madre muriera cuando yo nací. Así que te puedes imaginar lo curioso que me resultó saber que su primer hijo murió en el día en que nació. Me pareció una extraña coincidencia. Demasiado extraña.—Yo no sé nada de eso.

—Yo creo que sí, ahora que he hablado con el doctor Blanco. Verás, mi madre murió a causa de la preeclampsia. Es una enfermedad que puede ser mortal para la madre o para el niño. Si el embarazo llega a término, como sucedió conmigo, suele ser mortal para la madre. Si el bebé nace prematuro, como ocurrió con mi medio hermano, entonces es más probable que muera el bebé.

—Bueno, felicidades. Acabas de resolver un misterio que no significa nada para nadie. Excepto para ti.

—Y para ti —dijo Jack.

—Este asunto no tiene nada que ver conmigo. Tu madre ya estaba muerta cuando yo vine a Miami.

—Ese es el punto. Ella no tenía por qué morir. En opinión del doctor Blanco, mi madre no debería haber tenido más hijos después de haber perdido al primero. Sus embarazos eran demasiado arriesgados.

—Entonces debería haber seguido el consejo del médico.

Jack lo miró con frialdad.

—Ese consejo nunca lo escuchó.

—Eso es problema del médico, ¿no crees?

—No. Es tuyo. Él me contó que no le permitiste decírselo.

—Eso es ridículo.

—Era una adolescente. Soltera y embarazada. Le dijiste al doctor Blanco que tú eras el padre, que tu intención era casarte con ella y hacer que fuera una mujer honesta. Pero solo si podía darte un hijo, sobre todo otro niño.

—No recuerdo nada de eso.

—Bueno, a lo mejor sí te acuerdas de esto: dijo que le pusiste un cuchillo en la garganta y lo amenazaste con abrírsela de oreja a oreja si le decía a mi madre que no debería tener más hijos.

Torres negó con la cabeza, pero su actitud cambió, como si ya hubiera dejado de tener sentido negarlo todo, al menos mientras estuvieran ambos a puerta cerrada.

—Yo tenía diecinueve años —dijo él, como si aquella fuera una excusa.

—Mi madre tenía veintitrés cuando murió.

Torres no dijo nada, no mostró emoción alguna.

Jack dijo:

—Siempre pensé que ella había venido a este país buscando la libertad. Y en cambio vino aquí huyendo de ti, ¿no es verdad?

—Yo amaba a tu madre.

—No, tú amabas poder controlarla.

—Yo amaba a tu madre y quería formar una familia con ella. ¿Eso es delito?

—La seguiste hasta Miami.

—Yo vine aquí por mi cuenta.

—Te hiciste amigo de mi padre para saber más cosas de ella.

—¿Y qué, si lo hice? ¡Vaya cosa! Siempre la llevé en el corazón grabada a fuego.

—¿A fuego? Pues debiste de usar un lanzallamas, porque estabas obsesionado.

—Eso es absurdo.

—Visitabas su tumba.

—Alguien tenía que hacerlo. Dios sabe que tu padre no lo hacía.

—Este asunto no va sobre mi padre.

—Yo le llevaba flores a la tumba. Una gran cosa, pero maldita.

—Las flores de mi culo. Sé lo que hacías allí.

Torres se puso rígido. Estaba claro que había comprendido el significado del último comentario, sabía que Jack había hablado con su exmujer.

—No tengo por qué escuchar esta mierda.

Jack lo agarró de la solapa y lo empujó contra la pared.

—¿Qué vas a hacer? ¿Pegarme? ¿Eso es lo que vas a hacer?

Jack lo sujetó con más fuerza. Deseaba pegarle. Pegarle tanto y tan fuerte como para mandarlo de vuelta a Cuba.

Torres estaba empezando a respirar con dificultad. Jack estaba empujándolo con mucha fuerza.

—¿De qué habría servido? —dijo el fiscal con voz tensa—. ¿Qué habría pasado si hubiera dejado que el médico le dijera a tu madre que no tuviera más hijos? ¿Dónde estarías tú, eh, Jack? No habrías nacido siquiera. No tienes nada que echarme en cara. Deberías darme las gracias.

Había algo de verdad en lo que había dicho, pero no el tipo de verdad que hacía que Jack quisiera perdonarlo. Sin embargo, Jack no estaba seguro de cómo le hacía sentir aquello. Solo sentía una oleada de emoción. La tristeza de no haber conocido nunca a su madre. La frustración de haber obtenido pequeños fragmentos de información de su padre y su abuela a lo largo de los años. La consternación de saber que él apenas sabía nada importante acerca de ella. Pero sobre todo sentía ira por el hecho de que, con Héctor Torres o sin él, nunca existió una oportunidad para que Jack y su madre disfrutaran de ningún tipo de final feliz. Al menos no en la década de 1960. Uno de ellos estaba destinado a ser enterrado, Jack o su madre, su madre o Ramón. Todavía no había nadie a quien culpar, no existía un acusado claro. Solo aquella patética excusa del ser humano que tenía de pie frente a él.

Jack inclinó el brazo, listo para clavarle un puñetazo en el careto. Torres retrocedió para intentar defenderse, pero un golpe rápido en la puerta detuvo a Jack en seco.

La puerta se abrió. Sofía entró y sus ojos se abrieron con sorpresa.

—¿Qué ocurre?

Jack soltó al hombre mayor. Torres se recolocó la solapa y dijo:

—Un pequeño desencuentro, eso es todo.

Sofía pareció confundida, pero no preguntó nada más.

—El jurado ya ha vuelto. Esta vez va en serio. Tienen un veredicto.

Pasaron unos momentos antes de que el mensaje calara y los devolviera a la razón por la que habían entrado en aquella sala en un principio.

Torres cogió su maletín y caminó hacia la puerta. Luego se detuvo y miró a Jack.

—Solo para concluir nuestra conversación, abogado. Y supongo que este consejo sirve tanto para el veredicto del jurado como para lo que estábamos hablando antes. —Sus ojos se oscurecieron y su expresión se volvió muy seria, casi amenazante—. Aprenda a vivir con ello, Swyteck. No le quedará más remedio. Hacía mucho tiempo que Jack no sentía tanto odio hacia nadie. El fiscal dio media vuelta y se fue, pero Jack casi pudo sentir el calor que desprendía su propia piel.

Sofía parecía reacia a decir nada, pero al final tuvo que hacerlo.

—Jack, deberíamos irnos. Lindsey está esperando.

Jack se tomó un momento, luego se recompuso. «Lindsey.»

Qué extraño se le hacía oír su nombre. Qué extraño saber que su destino por fin había sido decidido.

Sin mediar palabra, empezó a caminar por el largo pasillo con Sofía a su lado.