Capítulo 54


JACK VOLVIÓ A una sala llena. Alguien había hecho un gran trabajo al alertar a los medios de comunicación de que iba a anunciarse un veredicto de forma inminente, y Jack sospechó que sus iniciales eran H.T.

Héctor Torres estaba sentado en la mesa más cercana a la tribuna del jurado, tamborileando con los dedos sobre la mesa, expectante. Lindsey se sentó impasible entre sus dos abogados, sin decir nada. Los asientos del público estaban ocupados casi en su totalidad, más de lo que habían estado cualquier día desde que empezó el juicio. Unos periodistas habían disparado preguntas a Jack y Sofía en cuanto entraron en la sala del tribunal. ¿Cómo estaba su cliente? ¿Cuál era la predicción de Jack? Como si algo de eso importara. La señora gorda ni siquiera había cantado, pero al menos ya estaba ejercitando la voz. Todo aquello había terminado, excepto por la lectura de tal vez una, con suerte dos simples palabras escritas en un trozo de papel. El veredicto ya estaba en el bote. La vida de Lindsey, sobre la balanza. El resto de la vida de Brian cambiaría para siempre, de una manera u otra, para bien o para mal.

Jack solo deseaba que él supiera con mayor certeza qué camino era mejor y cuál el peor.

—¡Todos en pie! —exclamó el alguacil.

Los presentes se levantaron rápidamente y el murmullo de numerosas conversaciones cesó. Se abrió una puerta lateral y el juez García entró en la sala procedente de su despacho. Subió a la alta silla de respaldo de cuero, situada sobre el estrado, y dio instrucciones al alguacil para que hiciera pasar el jurado. Siete hombres y cinco mujeres entraron en la sala del tribunal en fila india, y cada uno tomó su asiento asignado en la tribuna del jurado.

—Tomen asiento, por favor —dijo el juez al resto de la sala.

Jack miró por encima del hombro mientras se sentaba. Alejandro Pintado y su esposa estaban detrás del fiscal, en la primera fila de asientos para el público. Estaban cogidos de la mano y abrazados, tan juntos que eran prácticamente una sola persona. Jack no pudo evitar notar el contraste: el dolor y la emoción en los rostros de los padres de la víctima, la completa falta de expresión en la cara de la acusada. Jack sabía que no era porque a Lindsey no le importara. Ella estaba emocional y físicamente tocada por la falta de sueño y el exceso de preocupaciones. En algún momento, los mecanismos de defensa del cuerpo tomaban las riendas. El entumecimiento era siempre la última defensa, el lugar donde las personas aterrizaban cuando ya estaban demasiado cansadas para seguir luchando.

El juez dijo:

—Señora presidenta del jurado, ¿han llegado ustedes a un veredicto?

Una mujer de mediana edad que estaba sentada en la primera fila se levantó y dijo:

—Sí, señoría.

Una ráfaga de pensamientos pasó por la mente de Jack. El jurado había elegido a una presidenta. ¿Era eso algo bueno o malo? ¿Sería menos propensa a condenar en un caso de pena de muerte? ¿Más compasiva con una mujer maltratada? ¿Llena de veneno para una madre cachonda que había engañado a su marido? Especular era inútil. Había llegado el momento de esperar a recibir las buenas noticias y de prepararse para las malas.

Jack tomó a Lindsey de la mano, pero ella la apartó, como si prefiriera sobrellevar aquello por su cuenta y a su manera.

El veredicto por escrito casi parecía flotar a través de la sala del tribunal, y pasó desde la presidenta del jurado al alguacil, del alguacil al juez. El juez García se puso las gafas para leer, miró hacia abajo y leyó el veredicto para sí. En cientos de juicios, Jack nunca había sido capaz de decir de qué manera había ido un veredicto al leer la cara del juez mientras lo examinaba. El juez García era el típico modelo de estoicismo. Devolvió el veredicto al alguacil y dijo:

—Que la acusada se ponga en pie.

Lindsey tardó en encontrar el equilibrio. Jack se puso de pie a su izquierda, Sofía a su derecha.

—Señora presidenta del jurado, por favor, lea su veredicto.

El aire de la sala de audiencias de repente parecía demasiado cargado para respirar. Jack miró por última vez a la familia Pintado en la primera fila. La señora Pintado estaba apoyada en su marido, incapaz de mirar la escena. El señor Pintado exhalaba respiraciones cortas y ansiosas. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Jack fue que su nieto no estuviera allí.

«Eso es bueno —pensó Jack—. En cualquier caso, eso es bueno.»

La presidenta del jurado cogió el veredicto que le tendió el alguacil y lo desdobló. Le temblaba la mano mientras leía en voz alta.

—En el caso número 02-0937 de los Estados Unidos de América contra Lindsey Hart, el jurado dictamina lo siguiente: por lo que al primero de los cargos se refiere, la violación del capítulo decimoctavo del Código Federal de los Estados Unidos, asesinato en primer grado, declaramos a la acusada . . .

La presidenta hizo una pausa y Jack sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta.

—Culpable.

Lindsey se quedó sin aliento mientras se derrumbaba en la silla. Jack se agachó e intentó sostenerla, aunque él también sentía como si las rodillas se le hubieran cortado por debajo. La sala del tribunal se convirtió de inmediato en un hervidero de sorpresa, aprobación e incluso cierta consternación sincera. Jack lanzó una rápida mirada hacia los miembros del jurado, pero ninguno de ellos estaba mirando en su dirección. Detrás del fiscal, las lágrimas fluían. La madre de Óscar Pintado había dejado escapar un grito, ni de felicidad ni de desesperación; era solo un arrebato con el que parecía decir al mundo que se había hecho justicia.

—¡Esto no puede ser! —dijo Lindsey.

—¡Orden! —gritó el juez acompañándose de un golpe de mazo—. Damas y caballeros del jurado, gracias por su servicio. Tienen permiso para retirarse. Abogado, por favor, póngase en contacto con mi despacho para la fecha de la sentencia. Se levanta la sesión.

Con un último golpetazo de martillo, todo había terminado.

Jack miró hacia la multitud, la gente corría hacia las salidas, los periodistas hacían carreras de velocidad para encontrar un lugar privilegiado frente al tribunal donde pudieran emitir en directo sus informes de las noticias de la tarde. Todo era confuso y Jack no podía concentrarse. Finalmente miró a Lindsey. Sus ojos solo mostraban sorpresa e incredulidad.

—Esto no puede estar pasando —decía ella una y otra vez.

Pero estaba sucediendo, y para Jack era uno de esos momentos angustiantes de la vida en los que él no terminaba de llegar a la conclusión de que algo no podía estar pasando hasta que él en realidad sintiera que sí estaba sucediendo. Sin embargo, en el fondo se preguntó si se habría sentido igual si el veredicto hubiera sido inocente.

Jack sintió un tirón firme de la manga. Lindsey se había agarrado a él. Los agentes federales estaban a su lado, dispuestos a escoltarla hasta la cárcel. Eran los mismos agentes que se la habían llevado al final de cada día del juicio durante las últimas dos semanas. Aquella vez, sin embargo, su presencia tenía un significado totalmente diferente, pues el veredicto había sellado una sensación desalentadora de permanencia en su viaje de regreso a la prisión.

—¡Jack, tienes que hacer algo! —dijo ella.

Jack quería que se calmara, pero lo único que consiguió pronunciar fueron unas palabras de aliento a medias.

—No se ha terminado todavía —dijo Jack, pero su afirmación sonó hueca.

Ella lo miró con ojos nublados; Jack no estaba seguro de si estaba a punto de llorar o de arrancarle la cabeza. Siguió mirándolo, con la barbilla sobre el hombro mientras los agentes se la llevaban por la salida lateral.

Jack tomó una bocanada de aire, la cabeza le latía. Detrás de él, al otro lado de la barandilla, los periodistas llevaban a cabo su bombardeo de preguntas. Todo era puro ruido.

Héctor Torres se acercó a la mesa de la defensa, pero no le ofreció un apretón de manos. Sus labios no dibujaban ninguna sonrisa, aunque Jack pudo verla en sus ojos.

El fiscal dijo:

—Bueno, supongo que esto se merece una enhorabuena. Al menos para mí. Nos vemos, Jack.

—Métetela por donde te quepa, idiota —dijo Sofía.

Jack levantó una mano para que Sofía se calmara mientras el fiscal se volvía hacia una bandada de periodistas al otro lado de la barandilla. Jack les dio la espalda mientras recogía su maletín.

—Ese hombre es un idiota —dijo Sofía.

—No te preocupes. El que a hierro mata, a hierro muere.

—¿A qué te refieres?

—Ya lo verás.

Jack tenía una declaración preparada para la prensa, pero no tenía ganas de darla. Ese era uno de esos momentos en los que no sentía la necesidad de explicar nada. Se contentó con permitirle al fiscal tener su momento de fama. Cogió su maletín y se dirigió al pasillo central. Sofía lo siguió. Algunos miembros de la prensa estuvieron correctos con ellos, pero el silencio de Jack pronto los llevó a perder el interés, sobre todo con el fiscal haciendo su aportación periodística en el vestíbulo. Jack salió por las puertas dobles de la parte posterior de la sala del tribunal. Un círculo de periodistas se había reunido en torno al fiscal, que emitía una cita jugosa detrás de otra. Jack lo observó con interés, y se preguntó si alguna vez en su vida había visto a un tío más pomposo. Finalmente, después de casi dos minutos interminables de su interesado discurso del tipo «Sabía que al final se haría justicia», el fiscal se vio interrumpido por una periodista con experiencia que simplemente no pudo aguantarse más sin hacerle una pregunta.

—Señor Torres, ¿es cierto que su nombre en el pasado fue Jorge Bustón?

El fiscal pestañeó de incredulidad.

—¿Cómo dice?

Otro periodista intervino.

—Jorge Bustón. El mismo Jorge Bustón que trabajó en La Habana a principios de la década de 1960 como director de cuadra del Comité para la Defensa de la Revolución.

—Yo . . . yo . . . —El fiscal siguió tartamudeando y las preguntas le seguían lloviendo.

—Señor —dijo otro periodista enfáticamente—, ¿no es cierto que usted se ganó una vez una mención del Partido Comunista por haber delatado a los llamados enemigos de la revolución de su vecindario?

La boca de Torres estaba abierta y el frenesí había comenzado.

—Señor Torres . . . ¿o debería decir señor Bustón? ¿No están algunos de esos disidentes políticos a los que usted delató todavía en prisión?

—¿Qué hubo detrás de que usted dejara de caerle en gracia a Castro en 1964?

—¿Es ese el motivo por el que se cambió de nombre y se volvió tan vehemente contra Castro cuando vino a Miami? ¿Porque lo echaron de la fiesta?

El fiscal se había quedado mudo, y el color había abandonado sus mejillas por completo. Parecía estar muy confundido, hasta que por fin miró al otro lado del pasillo y localizó a su adversario entre la multitud. Jack estaba en silencio, sin mover un músculo, excepto para ofrecerle un amago de sonrisa que confirmaba que el viejo doctor Blanco había sido en realidad una valiosísima fuente de información, y que también Jack había tocado las teclas necesarias con algunas llamadas a los medios de comunicación antes de que se conociera el veredicto. A Jack le habría gustado decírselo al fiscal en la cara, pero no fue necesario. Estaba seguro de que a esas alturas Torres ya se había dado perfecta cuenta de lo que estaba pasando, que podía oír a Jack lanzando su comentario sarcástico directo hacia él, aunque no hubiera palabras de por medio.

«Vive con ello, Jorge. No te va a quedar más remedio.»

Jack se volvió y se dirigió hacia el ascensor, con la esperanza de que tal vez, en algún lugar, una mujer siempre joven llamada Ana María estaría sonriendo.