JACK FUE DIRECTAMENTE de la prisión al apartamento de Theo. Su amigo se disponía a bajar a la taberna Sparky’s, a prepararse para toda la clientela de la hora del almuerzo, cuando Jack se encontró con él. Theo se sentó en un taburete frente a la barra mostrador de la cocina y escuchó durante casi diez minutos sin interrupción —un récord para él— cómo Jack le contaba toda su conversación con Lindsey. Puesto que Theo era su investigador, Jack no tenía de qué preocuparse por violar ningún privilegio. Y lo que era más importante, así podía contarle a su amigo toda la justificación de su teoría sobre quién había incendiado el Mustang de Jack.
—Definitivamente, Johnson estaba metido en asuntos de drogas —dijo Jack.
—¡Lo sabía! —dijo Theo mientras daba una palmada sobre la barra.
—Él estaba pasándole información sobre las rutas de la Guardia Costera a Óscar, y luego este se la pasaba a su viejo.
—No me digas que Alejandro Pintado es un traficante.
—No, de ninguna manera. Son dos cosas totalmente diferentes las que han pasado aquí. Pintado utilizó la información de Johnson únicamente para esquivar a la patrulla fronteriza y ayudar a los balseros cubanos a llegar a la orilla. Fue Johnson el que se dio cuenta de que el comercio de la droga le pagaría con mucho gusto y de forma generosa por esa misma información. Así que se la empezó a vender.
Theo asintió al ver hacia dónde se dirigía el asunto.
—Y Óscar lo descubrió.
—Así es.
—Y entonces Óscar se tuvo que marchar.
—Lo has pillado —dijo Jack—. Y pensar que casi juego la carta de la droga en el juicio . . . Probablemente lo habría hecho, si hubiera pensado que el jurado no me iba a linchar por decir que los Pintado eran traficantes de cocaína. Resulta que Óscar hizo que lo mataran por ser honrado, por decir que no a las drogas. Vete tú a saber.
—A toro pasado, Jacko, al final todo sale bien.
Theo se metió otro minidonut en la boca, el décimo desde que Jack había empezado a hablar. Había azúcar en polvo por todas partes. Tanto hablar de las drogas, y la barra estaba empezando a parecerse a un festival del esnife en una discoteca de South Beach.
—Hay algo que todavía no tengo claro —dijo Theo con la boca llena—. ¿Por qué le metieron fuego a tu coche los narcos?
—Bueno, desde el principio sabíamos que quienquiera que fuera no quería que Lindsey saliera absuelta.
—¿Y qué más les daba a ellos?
—Lo único que puedo deducir es que estarían más felices sabiendo que Lindsey había sido la asesina antes que el teniente Johnson. Tener a Johnson fuera de la cárcel era la única manera de asegurarse de que seguirían teniendo la información que necesitaban.
—Interesante —dijo Theo, reflexionando—. Así que, en resumen, Óscar todavía estaría vivo si no hubiera metido las narices ni se hubiera enterado de lo que su amigo Damont estaba haciendo con los secretos de la Guardia Costera.
—Así es, más o menos. Mala suerte para el capitán Pintado.
—¿Estás de broma? —dijo Theo—. Él es el afortunado.
—¿Qué quieres decir?
—Ese artículo que han publicado en el periódico de hoy . . . ¿no te acuerdas? Decía que el teniente Johnson está hablando con el fiscal, viendo si decide contarlo todo. ¿Qué crees que van a hacer los que llevan y traen la droga cuando lo lean? ¿Sentarse a esperar a ver si el idiota de Damont suelta algunos nombres?
Jack casi sonrió. No había pensado en eso, pero era el tipo de detalles en los que Theo solía tener razón.
—Supongo que ahora mismo no me gustaría ser el teniente Damont Johnson.
—¡Mierda! —dijo Theo—. ¡No quieras saber cómo estará el teniente Damont Johnson ahora mismo!
Una suave ola tras otra rompía a unos veinte metros de la costa. Las delgadas capas de agua verde esmeralda se enrollaban como una lona en Hallandale Beach, y se batían formando una espuma blanca donde la arena mojada daba paso al polvo, y luego se retiraba hacia el Atlántico. Eran las seis de la mañana, y Marvin Schwartz se había levantado con el sol. Estaba vestido con su habitual uniforme de la mañana del domingo: sandalias con suela de goma, pantalones blancos de algodón enrollados hasta la rodilla, camisa muy fina de manga larga y sombrero de paja de ala ancha. La mañana del domingo, a primera hora, solía ser el mejor momento para cazar; los juerguistas del sábado por la noche eran conocidos por perderlo todo, desde la calderilla hasta relojes Rolex. En realidad, no era un auténtico Rolex, pero de todas maneras los chicos del condominio Golden Beach no sabían distinguir una buena imitación del verdadero McCoy.
El gorjeo de las gaviotas dio paso a la señal sonora de su detector de metales. Él marcaba el lugar mentalmente, luego se arrodillaba y desenterraba la arena con una cuchara para servir que había cogido de la bandeja de ensalada de repollo en el restaurante Pumpernickel en 1986.
La decepción se dibujaba en su rostro bañado por el sol. Una chapa de botella. La novena de aquella mañana. De momento no estaba resultando ser un buen día.
—Marvin, ¿has encontrado ya mis pendientes de diamantes? —Era su mujer gritando desde la chaise-longue de la cabaña. Ella parecía un gran balón de playa desde aquella distancia, un metro y medio de ancho por un metro y medio de alto.
—No, querida —murmuró él sin hacer ningún esfuerzo por alzar la voz para que ella lo oyera.
—Hace diez años que los buscas, ¿y todavía no has dado con los pendientes de diamantes?
—No, querida.
«Pendientes de diamantes —pensó Marvin, burlándose—. Ella quiere pendientes de diamantes; debería haberle hecho caso a su madre y haberse casado con el señor Monopoly.»
Estaba subiendo por una gran montaña de algas cuando el detector de metales de repente se volvió loco, chirriando y pitando frenéticamente. Movió la varita a la izquierda y el chirrido se detuvo. La movió de nuevo a la derecha y volvió a sonar como si fuera un carnaval. Sonrió con el corazón acelerado por la emoción. Hurgó entre los filamentos de las algas marinas. Los percebes y otros crustáceos estaban por todos sitios. Lo único que pudo encontrar fue un trozo de madera, pero tenía que haber algo metálico en alguna parte. Apartó más algas, y luego se detuvo. El sol de la mañana alumbró el oro, y la absoluta belleza de aquel reflejo hizo que los escalofríos corrieran por su espina dorsal.
«¡Un anillo!»
Se arrodilló para mirar más de cerca. Al principio le pareció que era un anillo de la Super Bowl, tan grande y ostentoso. Cuando se acercó a cogerlo, se dio cuenta del grabado en el lateral, y por la destacada insignia «U.S.» supo que se trataba de una de las academias.
«Un anillo de la Guardia Costera.»
Lo cogió, lo levantó y luego lo dejó caer sobre el terreno mientras daba un rapidísimo paso atrás. El anillo estaba todavía unido a un dedo. Y el dedo todavía estaba unido a una mano a medio camino entre el negro y el morado.
La mano había sido cortada a la altura de la muñeca.
—¡Sheila! —Dejó caer el detector de metales, se puso de pie y fue dando tumbos hasta llegar a la cabaña tan rápido como sus piernas huesudas se lo permitieron, gritando sin parar y dejándose la voz—. ¡Sheeeeilaaaaaa!