Capítulo 6


ALEJANDRO PINTADO ESTABA buscando buenas noticias. Literalmente.

Como era habitual, su búsqueda lo había llevado a los estrechos de Florida, una franja de agua de unos ciento cuarenta y cinco kilómetros que conectaba el golfo de México con el océano Atlántico, que separaba Key West de Cuba, que alejaba la libertad de la tiranía. Durante más de cuarenta años los cubanos habían huido del régimen comunista y opresor de Fidel Castro en balsas improvisadas, botes con fugas o incluso en cámaras de aire parcheadas. Arriesgaban sus vidas en alta mar; muchos de ellos llegaban a las costas de Estados Unidos, muchos otros morían en las tormentas tropicales y bajo las grandes olas, por el sol abrasador y la deshidratación, o se les hundían los barcos o caían en las fauces de los tiburones hambrientos. Era una tragedia que Alejandro había visto desplegarse ante sus ojos, y que comenzó con su primera misión en 1992. Había hecho dos pasadas en una pequeña embarcación. En la primera, contó nueve cuerpos desperdigados por aquí y por allá, como si se hubieran derrumbado de repente. En la segunda pasada, una mujer se movió en la proa y apenas tuvo fuerzas para levantar un brazo. No se volvió a mover. Todo lo que le pudo decir la Guardia Costera fue que una tormenta les había tirado por la borda toda el agua y todos los víveres la primera noche de travesía. En su desesperación, bebieron agua de mar. No hubo supervivientes. No era extrañar, por tanto, que entre la comunidad exiliada en Miami los estrechos de Florida fueran conocidos como el cementerio privado de los cubanos.

Y a pesar del peligro que corrían, seguían llegando. Y mientras estuvieran ahí fuera, Alejandro Pintado había decidido seguir buscándolos.

—Key West, aquí Hermano Uno —dijo él, hablando a través de un transmisor de radio—. Objetivo a la vista.

—Recibido —fue la respuesta.

Alejandro empujó el manillar de control y cayó a una altitud de ciento cincuenta metros, mientras su vieja monomotor Cessna se quejaba con el aumento de velocidad. La escena en la que las aguas se abrían bajo la aeronave le era del todo conocida, aunque todavía provocaba que se le acelerara el corazón. Las crestas de olas blancas y espumosas de entre dos y dos metros y medio rompían en el amplio océano azul y oscuro como la medianoche, una belleza, si no fuera por el peligro que entrañaban. Una pequeña balsa se erigía en lo alto de cada ola, y luego desaparecía tras ella, la vela de lona blanca hecha jirones por los vientos mucho más fuertes de lo que la mayoría de las balsas eran capaces de prever. La embarcación estaba sobrecargada, por supuesto, con tres niños, cinco mujeres (una de ellas con un bebé) y seis hombres. Algunos se habían puesto de pie al ver la avioneta, y agitaban los remos de manera frenética para captar la atención del piloto.

«Ya casi están en casa», pensó Alejandro, sonriendo para sus adentros.

Su avioneta siguió descendiendo. Noventa metros. Sesenta. Los balseros saltaban y gritaban de alegría mientras Alejandro aceleraba al pasar junto a ellos. Hizo un gesto desde la cabina, y empezó a dar vueltas a su alrededor.

—Key West, aquí Hermano Uno —dijo—. Parece un grupo contento. En bastante buenas condiciones, a pesar de todo.

Definitivamente, Alejandro había visto cosas peores. Había comenzado a principios de los noventa como piloto con los Hermanos al Rescate, un grupo de cubanos exiliados que organizaron sus propias misiones de búsqueda y rescate después de que un niño de nueve años muriera por deshidratación en su travesía desde Cuba. No todo el mundo estaba de acuerdo con la postura anticastrista radical de la organización, pero se ganó los elogios de la opinión internacional por haber conseguido un increíble récord en rescates. Como promedio, el grupo salvaba a una persona por cada dos horas de tiempo de vuelo, y había salvado a miles que, de lo contrario, habrían perecido en el mar en su viaje hacia la libertad. Sin embargo, el objetivo de la organización pareció cambiar después de que los MIG cubanos derribaran dos de sus aviones en 1996. Destinaron cada vez más recursos a imprimir y distribuir propaganda anticastrista, y fue entonces cuando Alejandro se desvinculó y formó su propio grupo, los Hermanos por la Libertad. Con el tiempo, los más conocidos Hermanos al Rescate dejaron de volar juntos. Pero Alejandro se había jurado no darse por vencido. Las misiones de rescate eran costosas, y las donaciones privadas escaseaban y eran difíciles de conseguir, por lo que decidió poner dinero de su bolsillo. Los Hermanos por la Libertad, y la búsqueda de una Cuba libre, siguieron adelante.

—Hermano Uno, aquí Key West. ¿Tienes ya la ubicación?

—Recibido. Déjame que haga una pasada más y . . .

Miró por la ventana hacia el horizonte y su ira empezó a aumentar al ver que un buque inconfundible se dirigía hacia los balseros.

—Olvídalo —dijo Alejandro a la radio—. Guardia Costera en camino.

Alejandro pudo oír la decepción en su propia voz, e incluso a él le pareció una ironía. En los primeros años, la sola visión de la Guardia Costera era una bendición. De hecho, él solía llamar por radio a los guardacostas en cuanto veía una balsa. Todo aquello cambió con el giro que el gobierno estadounidense dio a su política de inmigración en 1996. Los balseros que fueran interceptados en alta mar no se dirigirían a Estados Unidos, sino que serían llevados a otro país o de regreso a Cuba. Si volvían a Cuba, aquello se traducía en cinco años de prisión en las cárceles de Castro.

—Malditos hijos de puta, atraparon otra —dijo Alejandro.

—Lo siento, Alejandro. ¿Vas a volver?

—Afirmativo.

—OK. Por cierto, hace veinte minutos recibí una llamada. Un abogado viene desde Miami para verte. Se llama Jack Swyteck.

Alejandro se colocó bien los auriculares para asegurarse de que había escuchado correctamente.

—¿Swyteck? ¿Está relacionado con Harry Swyteck, el exgobernador?

—Me parece que es su hijo.

—¿Y qué quiere?

—Dice que es un asunto legal. Sobre tu hijo.

La garganta de Alejandro se tensó. Habían transcurrido varias semanas desde que había recibido el tipo de noticia que un padre nunca debería oír, pero parecía que hubiera sido ayer.

—¿Cómo se metió en esto?

—Llamó de parte de Lindsey.

Lindsey. Lindsey Hart. La nuera anglosajona que en doce años nunca había adoptado el apellido hispano de su marido.

—No me digas que esa mujer ha ido a contratar al hijo del exgobernador —dijo Alejandro.

—No estoy seguro. Creo que quiere hablar contigo antes de aceptar el caso. Le dije que se pase por acá a eso de las dos.

Alejandro no contestó.

La radio crujió.

—¿Quieres que le devuelva la llamada y lo mande a paseo?

—No —respondió Alejandro—. Me veré con él. Creo que debería escuchar lo que tengo que decirle.

—Recibido. Cuídate, Alejandro.

—Roger. Nos vemos en unos cuarenta minutos. Alejandro echó un último vistazo a los balseros a los que había dejado atrás mientras se le encogía el corazón al ver cómo se movían frenéticamente bajo el avión de rescate que los sobrevolaba. Muy probablemente estarían convencidos de que habían llegado a las puertas de la libertad y que en unas cuantas horas estarían a salvo y secos en los Estados Unidos de América. Sin embargo, los guardacostas estadounidenses tenían otros planes para ellos, y una vez la patrulla fronteriza hubiera interceptado a los balseros en alta mar, no había nada que Alejandro ni nadie pudiera hacer. Lo ponía enfermo tener que dar media vuelta con su avión, a sabiendas de que su breve momento de esperanza se evaporaría tal y como el Cessna desaparecería de la vista de los balseros.

La mano de Alejandro temblaba al palparse el cuello. Alrededor de este pendía una medalla de oro de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, un amuleto de buena suerte que los familiares cubanos en Miami a menudo enviaban a sus parientes en Cuba para que los mantuviera a salvo durante su travesía hacia la libertad. Él había llevado la suya cuando cruzó el estrecho en un bote de remos hacía ya treinta años.

Con tristeza, besó la medalla y tomó rumbo a Key West.