REPARTIRSE EL MUNDO (1918-1939)
De acuerdo con los planes de Wilson, la formación de la Sociedad de Naciones (SDN), cuya misión era «aportar garantías mutuas de independencia política e integridad territorial tanto a los grandes como a los pequeños estados», fue la primera cuestión que se debatió en la conferencia de paz de París: el 25 de enero de 1919 se votó por unanimidad una resolución para que el «pacto de la SDN» fuese parte integral de todos los tratados de paz.
El pacto se aprobó por unanimidad el 28 de abril y se incluyó en los diversos tratados, de modo que el 10 de enero de 1920, cuando el de Versalles entró en funciones, al ser ratificado por Alemania y por tres de los principales aliados, la Sociedad de Naciones (League of Nations) se fundó oficialmente. Seis días más tarde, el 16 de enero, se celebró en París la primera reunión de un organismo cuyos miembros eran los firmantes aliados de los tratados de paz, a los que en el transcurso de dos meses se unieron trece estados que habían permanecido neutrales durante el conflicto. Los países vencidos no eran admitidos por el momento.
La SDN constaba de tres organismos esenciales: asamblea, consejo y secretariado. La asamblea, que se reunía cada mes de septiembre en Ginebra, estaba integrada por representantes de todos los estados miembros, con un voto para cada uno de ellos, y nombraba un comité ejecutivo y seis comisiones especializadas.
El consejo estaba integrado por cinco miembros permanentes[1] y otros no permanentes, que eran elegidos para participar temporalmente. Aunque el consejo era el poder ejecutivo, el hecho de que muchas decisiones hubieran de tomarse por unanimidad lo convirtió en inoperante: la SDN era una alianza de naciones y no un organismo supranacional. Por otra parte, la ausencia de Estados Unidos debilitó seriamente su capacidad de actuación.
El secretariado, que llegó a tener seiscientos funcionarios, preparaba los documentos, informes y programas. El primer secretario general fue sir Eric Drummond, que estuvo al frente de la organización de 1920 a 1933. Había, además, toda una serie de instituciones auxiliares, como el Tribunal Internacional permanente de Justicia, que se estableció en 1921 en La Haya, mientras que otras, creadas anteriormente, como la Cruz Roja, pusieron ahora sus oficinas bajo el auspicio de la SDN.
La finalidad principal de la institución era, como se ha dicho, preservar la paz y negociar el desarme; pero en caso de agresión las únicas sanciones que podía imponer eran de carácter económico. Las sanciones militares, que habrían de ser recomendadas unánimemente por el consejo, eran facultativas, lo que dejaba a los estados en libertad para seguir o no la recomendación. Esto, por otra parte, perjudicaba las negociaciones para el desarme, que no tenían sentido si no existían garantías que protegiesen al desarmado de una posible agresión.
En octubre de 1925 se reunió en Locarno una conferencia internacional, con la intervención de Gustav Stresemann, Aristide Briand y Austin Chamberlain, ministros de Exteriores de Alemania, Francia y Gran Bretaña, que aprobó una serie de tratados que garantizaban las fronteras entre Alemania, Bélgica y Francia, lo cual facilitó que en 1926 Alemania ingresara en la Sociedad de Naciones y se integrase en su consejo. En 1928 se firmó el pacto Briand-Kellog, por el que un grupo de naciones, que en 1939 llegaron a la cifra de sesenta, se comprometían a no usar la guerra como instrumento para la solución de las controversias internacionales. Era el apogeo de la «pactomanía» que, a falta de garantías, no iba a servir para nada en estos años; pero que inspiró los principios que recogería después de la Segunda guerra mundial la carta de las Naciones Unidas (con una ineficacia parecida).
Cuando estallaron los primeros conflictos internacionales la impotencia de la SDN quedó en evidencia: se pudo ver en 1933, cuando condenó a Japón por la invasión de Manchuria, y el agresor se limitó a retirarse de la Sociedad, sin que ésta pudiese hacer nada para sancionarlo; pero su mayor fracaso se produjo en 1935, cuando la Italia fascista atacó Etiopía y se vio que ni la condena ni las sanciones económicas obtenían resultado alguno.
Entre los aspectos más positivos de su tarea, aparte de su actuación en la administración del Sarre o de la ciudad de Danzig (Gdansk), figuran las realizaciones de algunas entidades afiliadas, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT, ILO en sus siglas inglesas), el Alto comisariado para los refugiados, presidido por el noruego Fridtjof Nansen, que creó el «pasaporte Nansen», que daba una identidad a apátridas y refugiados, o su Organización económica y financiera, que reunió conferencias internacionales para discutir los problemas de la crisis de los años treinta.
La última sesión del consejo se celebró el 11 de diciembre de 1939. La mayoría de los miembros del secretariado regresaron entonces a sus países. Un pequeño número de funcionarios de la Organización económica y financiera permanecieron en Ginebra hasta junio de 1940, cuando Estados Unidos les invitó a seguir trabajando en la Universidad de Princeton. El Comisariado para los refugiados marchó a Londres, la OIT a Montreal y el secretariado para los narcóticos a Washington. El segundo secretario de la SDN, Joseph Avenol, dimitió a fines de agosto de 1940, reemplazado por el irlandés Sean Lester, que fue el tercero y último. Sólo quedó en Suiza un pequeño grupo, encargado del mantenimiento del palacio, hasta que en abril de 1946 se celebró una sesión en que se decidió disolver la Sociedad de Naciones y transferir sus recursos a la ONU y a la OIT.
Pero si la SDN fracasó en sus pretensiones de mantener la paz entre las potencias, todavía fue peor su actuación como protectora de los territorios coloniales, que la llevó a convertirse en un mero instrumento de reparto del mundo al servicio de las grandes potencias europeas.
LA CONSOLIDACIÓN DE LOS IMPERIOS COLONIALES
Los imperios coloniales europeos habían tenido su fase de mayor esplendor entre comienzos del siglo XIX y 1914, en el «primer siglo global» de la economía mundial, con Gran Bretaña a la cabeza, seguida por Francia, Alemania, Holanda, Portugal, Bélgica e Italia en los esfuerzos por controlar todos los territorios susceptibles de explotación, mientras que Rusia se extendía hacia el Pacífico por Asia central y por Siberia (la construcción del ferrocarril Transiberiano y su conexión con el del este de China permitió triplicar el comercio efectuado en este ámbito entre 1895 y 1914), a la vez que pugnaba con Turquía, y con los pueblos nativos, por el control del Cáucaso.
Los imperios coloniales proporcionaban dos tipos de beneficios. Los económicos procedían de las materias primas obtenidas a bajo precio gracias a la explotación, generalmente forzada, del trabajo de los nativos. Es verdad que los costes de la conservación y administración de estos territorios eran con frecuencia superiores a los beneficios globales que proporcionaban a la metrópoli, pero estos costes los pagaban todos los ciudadanos a través de los impuestos y del servicio militar, mientras que los beneficios los recibían sobre todo los grupos dirigentes de la política y de la economía (se ha podido decir que el imperialismo actuaba como un mecanismo para transferir ingresos de las clases medias, que eran las que pagaban sus costes, a las altas, que eran las que recibían los beneficios de la explotación colonial).
Había, además, un beneficio político, que derivaba del hecho de que el conjunto de la sociedad, incitada a ello por la propaganda de sus propios gobiernos, compartiese la ilusión imperial que asociaba el orgullo de la conquista a la promesa de un futuro de prosperidad a cuenta de las riquezas coloniales. Entidades como la Deutsche Kolonialgesellschaft, fundada en Alemania en 1887, estaban ligadas a los intereses industriales y comerciales que esperaban beneficiarse de la expansión colonial, pero una de sus funciones más importantes era la de difundir entre el público la ilusión imperial, en un tiempo en que dominaba la convicción de que, como había dicho Joseph Chamberlain, que dirigió la política colonial británica entre 1895 y 1903: «El tiempo de los pequeños reinos ha pasado. El futuro es de los grandes imperios».
Acabada la Gran guerra, había que poner orden en este panorama. Los representantes de los países colonizados que acudieron en 1919 a la conferencia de París para exponer sus reivindicaciones, ilusionados por la retórica de los discursos de Wilson sobre la autodeterminación, no consiguieron ni siquiera que se les escuchase. Los representantes de China se vieron relegados a un lugar secundario, y los de Irán, Siria o Armenia fueron rechazados. Nguyen Ai Quoc, conocido años después como Hô´ Chí Minh, que vivía pobremente en París, alquiló un traje para pedir una audiencia a Wilson, que nunca le fue concedida. La única simpatía que encontró en Francia fue la que le mostraron los comunistas, fieles a la denuncia que Lenin había hecho del imperialismo.
Incluso Japón, que acudía como uno de los vencedores, fracasó en su demanda de que se reconociera la igualdad racial en la constitución de la Sociedad de Naciones; la petición consiguió un voto mayoritario de los reunidos, pero fue el propio Woodrow Wilson, que era un ardiente defensor de la superioridad de la raza blanca, y que no quería ver más japoneses en California, quien logró que se anulase.
La carta de la Sociedad de Naciones, que no decía nada acerca de los imperios de los vencedores, se ocupaba en su artículo 22 de los territorios dependientes de las potencias derrotadas, habitados «por pueblos que no estaban todavía preparados para mantenerse por sí mismos en las difíciles condiciones del mundo moderno», y creaba para ellos un sistema de tutela ejercido por las «naciones avanzadas» (todas ellas, naturalmente, del bando vencedor), que lo desempeñarían a título de «mandatos» de la Sociedad, con la misión de prepararlos para que asumiesen la independencia. Estos mandatos se dividían en tres categorías, según el grado de desarrollo de los diversos territorios coloniales. Los de tipo A, una categoría que sólo se aplicó a las antiguas posesiones turcas, recibirían auxilio administrativo y apoyo para acceder a la independencia a corto plazo; los de tipo B, menos desarrollados, serían administrados por la metrópoli que los tutelaba, y los de tipo C se consideraban de hecho como parte integrante de la metrópoli.
En realidad las dos potencias vencedoras que, en ausencia de Estados Unidos, podían ejercer mayor influencia en la SDN, Francia y Gran Bretaña, eran también las titulares de los dos mayores imperios coloniales del mundo, y se encargaron de utilizar el sistema arbitrado por la SDN para extender su dominio en Oriente próximo y en África, al propio tiempo que consolidaban sus posesiones asiáticas, en un escenario donde iba a aparecer, con Japón, un aspirante a crear un nuevo imperio.
Lo que en los textos de la SDN aparecía como un proyecto impregnado de idealismo «wilsoniano», se convirtió en la práctica en un instrumento para el reparto del mundo entre las potencias imperiales. El mayor de los fallos del sistema fue, sin duda, su impotencia para conseguir la libertad del trabajo, proclamada por la recién creada Organización Internacional del Trabajo, al aceptar que se usase en las colonias el trabajo forzado para las obras de infraestructura, con la única exigencia de que por lo menos se pagase un salario a quienes lo realizaban, algo que nadie iba a controlar.
Unas infraestructuras que, por otra parte, no estaban pensadas para beneficiar a la población local, sino para explotar mejor los territorios coloniales, favoreciendo la exportación de sus productos. La construcción de puertos y ferrocarriles consumió no sólo trabajo, sino numerosas vidas. El ferrocarril Congo-Océano, que había de unir Brazzaville con la costa atlántica, por ejemplo, obligó a traer trabajadores forzados de otras colonias francesas cuando se agotó la disponibilidad de obreros nativos. Peor fue el caso de Ruanda-Burundi, donde los belgas, empeñados en forzar la construcción de carreteras, provocaron una hambruna que causó unos cuarenta mil muertos.
Aparte de la explotación directa del nativo para la construcción de infraestructuras, portugueses y belgas no tenían inconveniente en alquilar trabajadores a las plantaciones privadas. Al fin y al cabo, sostenía un representante portugués en la SDN, no se podía olvidar que la «obligación de trabajar era el fundamento de toda sociedad civilizada», de modo que resultaba necesario forzar a los negros a hacerlo, si se pretendía civilizarlos. Los australianos, por su parte, consideraban que habían recibido los territorios alemanes de Nueva Guinea como un premio por su actuación en la Primera guerra mundial y no veían motivo alguno para modificar los métodos brutales que se usaban para forzar a los indígenas a trabajar en la producción de copra.
ORIENTE PRÓXIMO: LA DESTRUCCIÓN DEL IMPERIO OTOMANO
Los territorios árabes que habían pertenecido al Imperio otomano, decía la carta de la SDN, «habían alcanzado un grado de desarrollo tal que su existencia como naciones independientes puede ser reconocida provisionalmente, sujeta a la provisión de consejo y asistencia administrativa de un mandatario, hasta que llegue el tiempo en que puedan mantenerse por sí mismas».
En realidad, los primeros planes sobre esta cuestión se habían tomado el 16 de mayo de 1916 en el acuerdo Sykes-Picot, por el que ingleses y franceses, con la conformidad de los rusos, se repartían las zonas de influencia en el Oriente próximo. Los franceses reivindicaban una amplia zona que incluía Siria y el Líbano, y los británicos otra que iba de Irak al Sinaí. Todos estos territorios se pondrían bajo la soberanía de uno o más jefes árabes, salvo Palestina, que quedaría al margen.
Lo primero que hicieron los vencedores una vez acabado el conflicto fue confirmar este reparto en la reunión celebrada en San Remo en abril de 1920, que decidió confiar a Gran Bretaña, como «mandatos» de la Sociedad de Naciones, los territorios de Palestina, Jordania y Mesopotamia, mientras que los franceses recibían el mismo encargo respecto de Siria y el Líbano.
Las peores consecuencias de la destrucción del Imperio otomano se produjeron sin embargo más al norte, en Anatolia. En el tratado de Sè-vres, que el último sultán, Mehmet VI, aceptó el 10 de agosto de 1920 —los dirigentes de los «jóvenes turcos», que habían llevado el país a la guerra, se habían apresurado a escapar, como ya hemos explicado— el imperio quedaba literalmente destrozado. La mayor parte del litoral mediterráneo de Anatolia se ponía bajo la tutela de franceses e italianos, a la vez que se cedían a los griegos Tracia, Esmirna y su entorno, y que el control de las aguas navegables entre el Mediterráneo y el mar Negro se ponía en manos de una comisión internacional, en la que Turquía no podría participar hasta que fuese aceptada como miembro de la Sociedad de Naciones. Armenios y kurdos se repartían por su parte la Anatolia oriental... En palabras de Eugene Rogan, el Imperio otomano quedaba reducido «a aquellas regiones de la Anatolia central que nadie más quería».
Los griegos, que llevaban cerca de un siglo practicando una política de limpieza étnica en los Balcanes, con matanzas y expulsiones de campesinos musulmanes, se habían propuesto usar los mismos métodos para reconquistar la Anatolia occidental, de milenaria tradición helénica, donde habitaban entonces unos cuatro millones de turcos y seiscientos cincuenta mil griegos. El 15 de mayo de 1919 un ejército griego desembarcó en Esmirna, ayudado por los británicos, que habían ocupado previamente las fortificaciones de la ciudad, y comenzó a saquear y masacrar tanto la ciudad como las localidades próximas, aprovechando que los turcos estaban desarmados. Oficiales, funcionarios, periodistas y otros dirigentes de la sociedad civil turca fueron asesinados, con la excusa de proteger a los cristianos griegos.[2]
Se había concedido a los griegos la zona de Esmirna con la idea de que ejerciesen en ella una ocupación temporal pacificadora, con el compromiso de que al cabo de cinco años se celebrase un plebiscito que decidiría su suerte. Pero el propósito de los griegos era ocupar definitivamente la costa y expandirse desde ella hacia el interior. Y aunque una investigación reveló las brutalidades que cometían, estos hechos se ocultaron a la opinión pública europea, porque a los vencedores de la guerra les interesaba que se quedasen.
La expulsión de los turcos de estos territorios se vio facilitada por el hecho de que muchos conocían bien lo que era el terror griego, puesto que era sobre todo en esta zona donde se habían instalado desde 1912 los ciento cincuenta mil fugitivos que huían de las persecuciones en los Balcanes, y esto explica que se apresurasen a huir de nuevo. Los griegos aplicaban en su avance una política sistemática de terror. Cuando se ocupaba una localidad, se desarmaba a los turcos, se encarcelaba a sus dirigentes y se armaba a los cristianos, incitándolos a vengarse, con lo que comenzaba una secuencia de asaltos, profanación de mezquitas, robos y violaciones.
Mustafa Kemal Pachá, el más prestigioso de los militares turcos, héroe de la campaña de los Dardanelos, se negó a aceptar las concesiones hechas por el gobierno del sultán en el tratado de Sèvres y se sublevó en Ankara, donde se constituyó una Asamblea nacional que negaba reconocimiento al gobierno de Estambul. El propósito de Kemal no era recomponer el Imperio otomano, sino crear una nación que se extendiese por todos los territorios habitados mayoritariamente por turcos. Tras haber llegado a un pacto con los soviéticos, combatió a los armenios en el Cáucaso, negoció acuerdos con los franceses y los italianos, que abandonaron el territorio turco que ocupaban a cambio del reconocimiento de otras posesiones y de concesiones económicas, y emprendió la reconquista de la zona ocupada por los griegos en la llamada «campaña de Anatolia», que los turcos consideran su guerra de independencia.
Obligados a retirarse, los griegos se dedicaron a destruir todo lo que no habían destrozado anteriormente, incendiando pueblos y ciudades, talando árboles y matando el ganado: en Karatepe, por ejemplo, encerraron a todos los habitantes turcos en la mezquita y le prendieron fuego; los que trataban de escapar eran muertos a tiros. En Esmirna, con una flota aliada en el puerto en funciones de protección, fueron los turcos los que pegaron fuego a la ciudad, atacando a griegos y armenios, que hubieron de ser evacuados por mar.
La venganza de los turcos fue terrible, no tanto por parte del ejército como de las bandas de campesinos que querían cobrarse los sufrimientos que habían padecido. El resultado final fue la expulsión de ochocientos mil griegos de Anatolia, de donde huían embarcados en buques griegos. La situación se complicó cuando las autoridades turcas ordenaron la expulsión de todos los cristianos del interior y del norte, que se fueron acumulando en los puertos del mar Negro, a los que no podían acceder los barcos griegos, ya que no se les permitía atravesar los estrechos. En enero de 1923 el gobierno griego, que se había visto obligado a acoger más de un millón de fugitivos, declaró que no podía recibir ya más refugiados. Paralelamente cuatrocientos mil habitantes de origen étnico turco se vieron forzados a abandonar Grecia para marchar a Turquía.
Tras los acuerdos con italianos y franceses, sólo quedaban frente a Kemal los británicos, que ocupaban la zona de los estrechos con unas fuerzas que no hubieran podido resistir un ataque del ejército turco. Se evitó finalmente el choque, que estuvo a punto de producirse en Chanak, y la actitud de los británicos cambió a partir del momento en que los conservadores echaron a Lloyd George del poder y renegaron de las aventuras exteriores en que éste se había embarcado. Tras seis meses de negociaciones, la situación se normalizó con el tratado de Lausana de julio de 1923, firmado por el nuevo gobierno nacionalista turco, en que se reconocía la independencia de Turquía con unos límites semejantes a los actuales. El 19 de octubre de este mismo año, tras haber abolido el sultanato, se proclamaba la República turca, que tendría como primer presidente a Mustafa Kemal, a quien se concedió en 1935 el título honorífico de Atatürk (padre de los turcos).
Kemal se dedicó a occidentalizar y laicizar el país, que gobernó hasta su muerte en 1938. En 1926 se suprimió la ley islámica, se adoptó el código civil suizo y tanto el código penal como el comercial se inspiraron en los de Italia y Alemania. Se prohibió el uso del fez, se adoptó el calendario occidental, con el domingo como fiesta, se hizo traducir el Corán y se obligó a llamar a la oración en turco.
La parte sustancial del reparto de las antiguas posesiones otomanas era la que había de beneficiar a británicos y franceses a partir de los territorios árabes que se les asignaron como mandatos. En Siria los franceses hubieron de imponerse a sangre y fuego, llevando tropas africanas para combatir a los rebeldes y bombardeando pueblo a pueblo, en una muestra de lo que significaba realmente la tutela de las potencias sobre sus mandatos.
Los británicos, por su parte, se proponían formar una especie de comunidad de estados árabes regidos por miembros de la familia Hachemita, a cuyo frente estaría Husayn, gobernando Arabia, con sus hijos: Faisal en Irak y Abdullah, al frente de un reino de Jordania establecido sobre un territorio que se desgajó de Palestina en 1923. Todo lo cual se completaría con una especie de protectorado sobre Irán, como una garantía para el control del petróleo (indispensable desde el momento en que Winston Churchill había decidido en 1911 que los buques de la flota quemasen petróleo en lugar de carbón). Ésta fue la razón de que, con motivo de una revuelta contra el dominio británico, emprendieran una acción de reconquista de Mesopotamia con cien mil hombres, artillería pesada y bombardeos aéreos, tras lo cual pusieron al frente de Irak al emir Faisal, hijo de Husayn, quien se había instalado anteriormente como rey de Siria, pero había sido expulsado de Damasco por los franceses. En 1930 se dio la independencia al reino de Irak, con un tratado de alianza que permitía a los británicos estacionar tropas para proteger los intereses de la Iraq Petroleum Company (e impedir que los alemanes reclamasen sus derechos sobre viejas concesiones petrolíferas en la región de Mosul).[3] En Jordania colocaron a otro hijo de Husayn, Abdullah, con un ejército, la Legión árabe, puesto bajo el mando de un inglés, John Bagot Glubb, conocido como «Glubb Pachá».
Husayn, en cambio, rechazó las restricciones a la independencia árabe que implicaban estos arreglos, que traicionaban las promeses que McMahon le había hecho durante la guerra, y renunció a la protección de los británicos. Todo se vino finalmente abajo cuando el emir de Riad, Ibn Saud, de la secta extremista de los wahabíes, se apoderó de las ciudades santas de La Meca y Medina y estableció en 1926 el reino de la Arabia Saudí, que negociaría posteriormente las concesiones del petróleo con los norteamericanos.
La parte más desastrosa de este plan correspondió a Palestina, donde los británicos, condicionados por la presión de los grupos judíos ingleses, dirigidos por Chaim Waizman, aceptaron crear un asentamiento judío. En noviembre de 1917 se hizo pública la declaración Balfour, que creaba un «hogar nacional» judío en suelo palestino, «sin emprender nada que pueda afectar a los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías». El hecho de que en 1922 la Sociedad de Naciones concediese Palestina a Gran Bretaña como un mandato, permitió llevar adelante el proyecto. En 1925 había unos 100.000 judíos, en su mayoría llegados en inmigraciones recientes, y 765.000 palestinos. Los años siguientes vieron producirse grandes inmigraciones judías, que los árabes intentaron en vano frenar, y la situación condujo a un conflicto que sigue en la actualidad sin solución.
ÁFRICA
África es un continente con dos realidades culturales distintas, separadas, salvo en la cuenca del Nilo, por el Sahara, que deja al norte el mundo islámico, orientado hacia el Mediterráneo, y al sur el África negra (lo que se suele designar como África subsahariana o SSA, en sus iniciales en inglés), objeto de una penetración creciente del islam hacia el sur.
El África islámica del norte estaba en grados de desarrollo muy diversos, que iban desde el atraso tribal del Rif o de Libia, a la relativa modernidad de Egipto, donde en el siglo XIX se habían realizado tentativas autóctonas de industrialización. En todo el territorio existía un sentimiento de hostilidad hacia los dominadores cristianos, que se expresó primero en revueltas religiosas inspiradas por los ulemas, hasta que, a partir de la década de los treinta, comenzó a aparecer un nacionalismo de tipo moderno, surgido entre las minorías educadas a la manera europea y difundido entre la población urbana.
La conferencia de París reconoció a Egipto como un protectorado británico —había sido hasta entonces una provincia del Imperio otomano, aunque desde la construcción del canal de Suez la influencia de los británicos era ya considerable—, pero la agitación nacionalista dirigida por el partido Wafd llevó a los ingleses a hacer en 1922 una concesión unilateral de independencia, que el sultán Fu’ad aprovechó para proclamarse rey, como Fu’ad I, admitiendo que los británicos dejasen en el país las tropas suficientes para controlarlo —y sobre todo para proteger el canal de Suez— y un alto comisario que mediatizaba al rey; Sudán era declarado algo tan extraño como un condominio anglo-egipcio. Los ingleses habían llegado a la convicción de que si bien Egipto era un punto esencial para el control del imperio, no necesitaban ocuparlo, sino consolidar su presencia estacionando tropas junto al canal de Suez y controlando Sudán.
La combinación del dominio inglés con una monarquía corrompida fue incapaz de resolver los problemas de una sociedad en que el aumento de la población y el acaparamiento de tierras en manos de los grandes terratenientes llevaron a la acumulación de los habitantes en las ciudades y a un empobrecimiento general. En 1936, a la muerte de Fu’ad, a quien sucedió su hijo Faruq, se firmó un nuevo reconocimiento de la independencia que seguía admitiendo que los británicos conservasen tropas para la protección del canal.
Los franceses habían reunido bajo su poder todo el Magreb, salvo el pequeño territorio del protectorado español en el Rif, y habían contribuido a desarrollarlo económicamente en su propio provecho. En Marruecos, donde figuraban como «protectores» de la monarquía, la revuelta de Abd el-Krim, que se sublevó contra los españoles, les obligó a intervenir para impedir que el movimiento se extendiera hacia el sur, en una campaña en que españoles y franceses no dudaron en usar gases tóxicos lanzados desde los aviones, pese a que habían firmado unas convenciones internacionales que lo prohibían, pero que nadie se preocupaba de aplicar cuando se trataba de gasear a las poblaciones coloniales.
En Túnez los franceses controlaban el protectorado, que tenía a su frente a un bey. El sector acomodado de la sociedad tunecina había fundado ya en la época otomana el partido Destur (Constitución), que pretendía controlar el poder absoluto del bey, pero que no aceptaba explotar el malestar popular para hacer una política de masas. Ésta fue la razón de que en 1934 los más jóvenes y extremistas fundasen el Neo-Destur, un partido netamente nacionalista, que se planteaba el objetivo de la independencia y que, guiado por Habib Burguiba, no vaciló en oponerse violentamente a la represión metropolitana.
Argelia, conquistada en 1830, era en teoría parte de Francia. Se habían instalado en su territorio un gran número de colonos venidos de la metrópoli, mientras que las clases elevadas nativas se educaban en escuelas francesas. Aquí se podían encontrar dos corrientes de opinión muy distintas: unas capas superiores plenamente occidentalizadas que pedían plena igualdad con los franceses, en lugar de una ciudadanía de segunda clase, en contraste con un movimiento popular independentista que se había extendido sobre todo entre las capas populares urbanas, y en especial entre los trabajadores, a lo que había que añadir la oposición religiosa de los ulemas. La presencia de una gran masa de franceses instalados como propietarios de la tierra en la «provincia» creaba una situación especial.
Respecto del África al sur del Sahara, la conquista, basada en la violencia, se había completado ya en 1914, salvo en lo que se refiere a Etiopía, que en 1896 había rechazado el intento de conquista de los italianos en la batalla de Adua. En el suroeste, la guerra de los colonizadores alemanes contra los namas y hereros (1904-1906) acabó en lo que ha sido considerado como el primer genocidio del siglo XX, con la eliminación de sesenta mil a cien mil nativos.[4] Por los mismos años (1905-1907) la revuelta de los Maji Maji contra el dominio alemán, en la actual Tanzania, acabó también en un número incalculable de muertes. Aunque tal vez fuese la brutal explotación del Congo, un negocio personal de Leopoldo II de Bélgica, al que se atribuye la muerte de millones de nativos (de 1885 a 1908 la población del Congo disminuyó de veinte millones a diez millones) lo que sirvió para exponer al desnudo la miseria del colonialismo, en un contexto evocado por Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas y denunciado por Roger Casement en un informe publicado en 1904.
Estas historias de violencia genocida no se iban a repetir en la misma escala después de 1918, pero la suerte de los africanos no mejoró. Cuando la colonia del África del Sudoeste, la actual Namibia, pasó a África del Sur a título de mandato, los nativos se vieron defraudados en sus esperanzas de recuperar la libertad de vivir en sus tierras con sus ganados. La nueva administración sudafricana denunció al mundo los abusos cometidos por los alemanes, pero se apresuró a tranquilizar a los colonos que permanecían en el territorio (a los que se facilitó en bloque una nueva nacionalidad y la participación en una asamblea legislativa «solo para blancos»), y repartió millones de hectáreas a nuevos cultivadores blancos, que lo que querían era forzar a los nativos a trabajar para ellos. Se les arrebataron por ello las tierras de pasto y se les cargó con impuestos —por ejemplo, sobre los perros que necesitaban para su actividad ganadera— acosándolos hasta provocar un intento de revuelta que acabó con la aviación sudafricana bombardeando sus campamentos y matando a mujeres y niños. Los sudafricanos se indignaron de que sus actos fuesen condenados por los europeos, que estaban acostumbrados a emplear estos mismos métodos en sus colonias. No se podía proceder de otro modo, sostenían, con nativos que vivían «hundidos en la barbarie desde hacía incontables siglos».
Aunque el sistema de los mandatos se había creado como una alternativa a la anexión, la entrada de Alemania en la SDN sirvió para que las potencias que habían recibido sus antiguas colonias reafirmasen su autoridad sobre ellas, para evitar que los alemanes las reclamasen. Los belgas, por ejemplo, se esforzaron en blindar sus dominios en Ruanda y Burundi de las apetencias alemanas, y la cuestión volvió a plantearse cuando los británicos pretendieron incorporar el territorio de Tanganica, que era un mandato, a una federación del Este de África, junto a sus colonias de Uganda y Kenia, dentro de su sueño por establecer una ruta del Cabo a El Cairo.
Los británicos procuraban minimizar los costes de la administración, y dar una imagen de gobierno limpio, con el sistema del «indirect rule» (o, más cínicamente, «divide-and-rule»), preconizado por lord Lugard, que sostenía que había que dejar que estos países funcionasen con sus sistemas sociales tradicionales y con sus propios jefes, asociándose a ellos para ayudarlos a evolucionar en un sentido que favoreciese el crecimiento económico, que era lo que interesaba a la metrópoli. El sistema, que se aplicó a grandes territorios como Nigeria y Kenia, dejaba en manos de los ingleses la relación con el exterior, el ejército y los impuestos, y se apoyaba en los jefes tribales nativos para regir el funcionamiento interno de estas sociedades. Los belgas lo aplicaron también en Ruanda y Burundi, contando con los reyezuelos y notables locales.
Una de las ventajas de este sistema era que tendía a diferenciar y contraponer los diversos grupos étnicos de las colonias, con lo que se dificultaba la formación de grupos nacionalistas de oposición. La colonización «indirecta» favoreció la tribalización y la etnicidad, y estuvo en el origen mismo de algunas de las peores catástrofes del África independiente, como la de Ruanda, donde los colonizadores belgas, aplicando el mismo sistema, habían fomentado la división étnica entre hutus y tutsis para facilitar su dominio con el enfrentamiento entre ambos. O como en Darfur, un sultanato que los británicos integraron a Sudán, sin respetar su identidad étnica y cultural, lo que acabó conduciendo, en 1994, a la violencia que causó cientos de miles de muertos y unos tres millones de desplazados.
Un estudio reciente demuestra que en los países dominados por Inglaterra en que se aplicó el sistema de gobierno indirecto se puede advertir, en comparación con los del África francófona, un predominio de la etnicidad sobre el sentimiento de nacionalidad y una mayor debilidad en la construcción del estado.
Los franceses habían adoptado inicialmente una política distinta, la de asimilación, que pretendía imponer una administración directa para acabar absorbiendo los pueblos colonizados como ciudadanos de segunda clase de la metrópoli. Pero esto sólo se aplicó limitadamente en algunos casos, como en Senegal y en Argelia, mientras que en la mayor parte de las colonias se usó la política de asociación, que sostenía que los dos pueblos, dominador y dominado, habían de cohabitar, el uno enseñando y el otro aprendiendo, mientras las estructuras políticas indígenas mejoraban, eliminando de ellas a los jefes incómodos y premiando a los más próximos a Francia, que se convertían así en agentes de la colonización. Los principios centralizadores franceses se impusieron en aspectos como la creación de un sistema estatal de enseñanza en lengua francesa, que favorecía la preparación de los dirigentes coloniales asociados a la metrópoli, a la vez que facilitaba la desarticulación de las sociedades locales. Esta política condujo a que Francia tendiera a formar grandes agrupaciones coloniales, prescindiendo de los marcos originales políticos o tribales.
Los portugueses, que se habían instalado en Angola y Mozambique a fines del siglo XV, contaban con una amplia capa de mestizos en estas colonias, lo que facilitaba una política de asimilación y explica que en 1935, al establecerse en Portugal el Estado Novo, el dictador Oliveira Salazar las proclamase provincias, partes integrantes de la nación portuguesa, lo que no impedía que el gobierno alquilase negros semiesclavos para que trabajasen en Sudáfrica.
En general la población de origen europeo era muy escasa en las colonias tropicales africanas, cuyo clima les resultaba difícil resistir. Sólo hubo grupos colonizadores importantes en los territorios de clima más suave, como eran los más alejados del Ecuador, al norte y al sur (Sudáfrica, la actual Namibia o Argelia), o en aquellos que tenían zonas de altiplano, como Kenia y las dos Rodesias. De entre estos territorios, los de colonización británica aspiraban a convertirse en «dominios» dentro de la Commonwealth, a semejanza de Australia o Nueva Zelanda, ficciones de democracia que exigían que se redujese al mínimo el papel político de los indígenas. En Kenia el gobierno británico aceptó crear un Consejo legislativo en que participaban representantes elegidos de los blancos, los árabes y los indios, mientras que los intereses de los africanos, que eran la inmensa mayoría de la población, los defendía un miembro designado por el gobierno.
El caso de Sudáfrica era distinto. El país entró en el siglo XX después de concluida la guerra de los bóers (1899-1902), en que los ingleses aplastaron las repúblicas afrikaners de cultura holandesa (en el conflicto murió un 10 % de esta población «blanca»). La paz se firmó con la condición de que el tema de las libertades de los nativos negros no se planteara hasta que hubiese autogobierno en la colonia. En 1910 se creó la Unión Sudafricana, que sería un territorio con autogobierno, donde los negros y la gente de color (inmigrantes indios) tendrían los mismos derechos de voto que antes de la guerra (lo que significaba que sólo los tendrían, y muy escasos, en la provincia del Cabo). La inmensa mayoría de los pobladores negros seguirían como ciudadanos de segunda clase, una situación que empeoró cuando se les impuso la separación (apartheid), con el pretexto de protegerlos de los abusos de los blancos.
Sudáfrica alcanzó una gran prosperidad como consecuencia de su riqueza minera —producía más de la mitad del oro mundial y el 70 % de los diamantes— lo cual facilitó la tolerancia internacional de un sistema inhumano y antidemocrático, mientras recibía considerables inversiones de capitales extranjeros, en especial ingleses, y su economía se modernizaba. El general Jan Smuts, que fue su primer ministro de 1919 a 1924, aprovechó su participación en la Primera guerra mundial para intervenir en los tratados de paz y conseguir que se le cediesen los territorios alemanes del suroeste como mandato de la SDN. La Unión entró a formar parte de la Commonwealth británica en 1931, con la condición de que se dejase intacto el problema de los negros.
La explotación económica de las colonias africanas corría normalmente a cargo de grandes empresas europeas que se repartían los territorios y mantenían acuerdos para no competir entre sí: la De Boers Consolidated Mines controlaba la producción de diamantes de Sudáfrica, la Société Générale de Belgique y la Union Minière du Haut Katanga, la minería del Congo, Unilever dominaba la producción del aceite de coco con que se fabricaban los jabones...
Las colonias se dedicaban a la obtención de productos destinados a una exportación que los gobiernos metropolitanos favorecían construyendo puertos, ferrocarriles y carreteras. Este sistema condujo a una etapa de crecimiento de las exportaciones que concluyó después de 1929, cuando la retracción del comercio mundial y la caída de los precios, que fue muy desfavorable para los productos coloniales, mostró la debilidad de este modelo, que había descuidado por completo el desarrollo interno de estos países. La producción para la exportación era una especie de enclave, cuyos beneficios no se reinvertían en el propio territorio. Nada se había hecho, en cambio, para mejorar la eficacia y la productividad de las actividades locales, de las que dependía la subsistencia de los nativos, cuyo desarrollo hubiera estimulado la creación de un mercado interior.
La modernización tuvo, en contrapartida, un efecto negativo para la continuidad del imperialismo. De las escuelas europeas en que se educaban los estratos superiores de la colonia, asociados al «indirect rule», salieron los primeros dirigentes nacionalistas coloniales. Una de las influencias tempranas que recibieron provenía de los negros americanos, como la del «garveyismo», del jamaicano Marcus Garvey, que retomaba el mito del retorno a África, a la vieja tierra madre, y exaltaba el orgullo africano. Más importante fue el panafricanismo, inspirado por el norteamericano William E. B. Du Bois, que sostenía que los negros debían luchar unidos en América contra la desigualdad y en África, contra los abusos de la colonización.
En 1919, mientras se celebraba en París la conferencia de la paz, tuvo lugar también el primer congreso panafricano, que pidió a la Sociedad de Naciones que se reconociesen los servicios que los africanos habían prestado en la Gran guerra, y que se estimulase la liberación de las colonias que habían sido concedidas a los vencedores en condición de mandatos. En los sucesivos congresos panafricanos se reunieron en torno a Du Bois los que habían de ser los dirigentes del nuevo nacionalismo africano, como Nnamdi Azikiwe de Nigeria o Kwame Nkrumah, de Costa de Oro.
Otra influencia fundamental, con especial importancia en Asia, fue la de los comunistas de la Tercera Internacional, que inspiraron la reunión en Bruselas, en 1927, de la Liga contra el imperialismo (un nombre elegido como crítica a la League of Nations, el nombre inglés de la SDN), que reunió a representantes de 134 organizaciones, procedentes de 37 territorios coloniales distintos. Albert Einstein y Romain Rolland figuraron entre los patrocinadores de una reunión a la que acudieron figuras del futuro tan diversas cono Sukarno, Nehru, el peruano Haya de la Torre, el argelino Messali Hadj y una amplia representación del Kuomintang chino. Un año más tarde, en septiembre de 1928, el sexto congreso de la Internacional Comunista publicaba unas Tesis sobre los movimientos revolucionarios en los países coloniales y semicoloniales en que se planteaban los métodos con que ayudar a las «revoluciones democrático-burguesas» de estos países.
Mientras en las colonias se sucedían las revueltas nativas, brutalmente aplastadas por las metrópolis, sin que estos hechos recibieran atención alguna en el Occidente civilizado, los que habían de convertirse en los dirigentes de la independencia se preparaban para un futuro difícil, porque a las experiencias negativas de Etiopía, conquistada por Italia en 1935-1936 para convertirla en una nueva colonia, y del Manchukuo japonés, se unían las reivindicaciones de la Alemania de Hitler, que deseaba recuperar sus territorios africanos (unas reivindicaciones que los colonos de origen alemán de África del Sudoeste, de Camerún y de Tanganica recibieron con entusiasmo). Todo lo cual mostraba que el objetivo de la independencia estaba todavía muy lejano.
UN NUEVO MAPA DE ASIA ORIENTAL
China
A comienzos del siglo XX el gran objetivo de las ambiciones coloniales en el Extremo Oriente era una China derrotada y desmoralizada, que los países europeos se disponían a repartirse en pedazos (de momento controlaban ya más de ochenta de sus puertos, gracias a tratados que les daban el derecho a comerciar en ellos sin sujetarse a la administración local). En el tránsito al siglo XX el imperio estuvo regido por un personaje, la emperatriz viuda Cixi, que se negaba a cualquier intento de reforma y rechazaba seguir un camino de modernización como el que había emprendido Japón hacía unas décadas. En 1900 se produjo la insurrección de los bóxers, un movimiento popular contra los occidentales, cuyo fracaso obligó al gobierno imperial a hacer nuevas concesiones a los europeos: pagar una indemnización de 67,5 millones de libras esterlinas, que había de abonarse en 39 años, y quedar en dependencia de los ejércitos extranjeros. En 1900 los rusos se apresuraron a invadir los territorios del norte para asegurarse la protección del Ferrocarril del sur de Manchuria, y los ingleses ocuparon el Tíbet y lo declararon autónomo.
El máximo representante en China de un reformismo político basado en un programa de «democracia, nacionalismo y justicia social», era Sun Yat-sen (Sun Yixian), nacido en una familia campesina de Guangdong, que se educó en Honolulú y estudió medicina en Hong Kong. En 1894 había intentado promover una insurrección contra la dinastía manchú, por lo que se vio obligado a huir a Japón y a Inglaterra, donde fue secuestrado y estuvo a punto de ser devuelto a China para matarlo.
En 1908 la emperatriz viuda murió, unos días después de que falleciera el emperador Guangxu, de treinta y siete años de edad, a quien parece ser que la emperatriz quiso llevarse consigo. La corona recayó en un niño, Puyi, en cuyo nombre gobernaría su padre, a título de regente. En 1911 el gobierno imperial se desmoronó como consecuencia de las revueltas militares y de la secesión de las provincias. Sun Yat-sen regresó entonces del exilio y el primero de enero de 1912 proclamó en Nanjing una república, cuya presidencia ofreció a Yuan Shikai, jefe de los ejércitos del norte, consciente de que carecía de fuerzas para imponerse.
Lo que hizo Yuan Shikai fue dirigirse a la corte, donde la madre del nuevo emperador aceptó que Puyi abdicase el 12 de febrero de 1912, a cambio de asegurarse unos ingresos millonarios y de seguir habitando en el palacio de la «Ciudad Prohibida». Yuan Shikai se negó entonces a reconocer al gobierno de Nanjing y formó en Beijing un gobierno provisional apoyado por una Asamblea nacional, mientras se redactaba una constitución.
Al anunciarse que iban a celebrarse elecciones en diciembre de 1912, Sun Yat-sen creó el Guomindang (Kuomintang) o Partido Nacional del pueblo, y presentó a uno de sus lugartenientes como candidato a la presidencia. El Guomindang ganó ampliamente las elecciones; pero su candidato fue asesinado cuando se dirigía hacia Beijing, seguramente a instigación de Yuan, quien se apresuró a forzar a la Asamblea para que le nombrase presidente, mediante el expediente de rodear de tropas el edificio y amenazar a los diputados con que no saldrían de allí si antes no le votaban.
Ilegalizó de inmediato el Guomindang (GMD), obligando a Sun Yat-sen a marchar de nuevo al exilio, y liquidó el parlamento y la constitución, reemplazada por un documento que prolongaba su mandato por diez años, renovables sin ningún impedimento, y le autorizaba a nombrar a su sucesor. Para conservar el poder se vio obligado a aceptar las condiciones que le imponía Japón (derechos para controlar una serie de aspectos de la política interior), a la vez que reconocía la posesión de Mongolia Exterior por Rusia y del Tíbet por Gran Bretaña. Una vez consolidado en el poder a este precio, dio en diciembre de 1915 el paso siguiente, que era el de «aceptar las peticiones de su pueblo» y convertirse en emperador. Seguía en esto los consejos de su asesor norteamericano, el presidente de la Universidad Johns Hopkins, que sostenía que una república no era un régimen adecuado para China. Las revueltas que se produjeron de inmediato, y el abandono de todos sus partidarios, marcaron los pocos meses de este imperio, que acabó con la muerte de Yuan en mayo de 1916, sin haber llegado a coronarse.
Desde 1916 hasta 1928 China vivió bajo el dominio de los «señores de la guerra»: los jefes militares que se declaraban independientes en sus provincias, algunos de ellos protegidos por Japón, y que trataban de obtener préstamos del extranjero. Hubo incluso una restauración de Puyi en Beijing, que duró tan sólo doce días, del primero al 12 de julio de 1917.
Sun Yat-sen regresó del exilio en 1916 y estableció un gobierno en Guangzhou, con la idea de emprender un plan de reconstrucción de China con la ayuda de capital extranjero. Pero no era el hombre con el que los banqueros querían hacer negocios. Pese a haberse declarado a favor de la Entente, no se hizo caso alguno a los chinos, que reclamaron en París la devolución del territorio que los alemanes ocupaban en Shandong, sino que las potencias vencedoras aceptaron transferirlo a Japón, vulnerando los pronunciamientos contrarios al imperialismo (británicos y franceses, que tenían sus propios intereses en China, alegaron que había que respetar las promesas hechas a los japoneses al entrar en la guerra). El 4 de mayo de 1919 una gran manifestación de estudiantes protestaba en Beijing por este atropello en lo que se puede considerar como uno de los primeros movimientos del nacionalismo chino moderno.
El Guomindang fue evolucionando de sus orígenes como un partido de la burguesía urbana, aproximándose a los trabajadores y a los campesinos, a quienes daba apoyo en sus revueltas. En 1920 Sun organizó en Guangzhou un gobierno del GMD en oposición al de Beijing, pero fue aplastado por las fuerzas de la derecha, que le consideraban ahora un extremista de izquierdas, y se vio obligado a esconderse en Shanghái. Fue entonces cuando se aproximó a los comunistas, a quienes el Komintern ordenó que se integrasen en el GMD y secundasen su revolución democrática-burguesa, lo que hicieron a título individual.
Sun tenía como jefe de estado mayor a Chiang Kai-shek (Jiang Jieshi), un militar formado en Japón, a quien se envió un tiempo a Moscú para que aprendiese del ejército rojo. Desde Guangzhou, convertido de nuevo en 1923 en sede de su gobierno, Sun trató de obtener el reconocimiento de Beijing. Mientras viajaba hacia la capital para hablar con el señor de la guerra que mandaba allí, cayó enfermo, se le descubrió un cáncer de hígado terminal y murió en 1925.
En 1926 el ejército del GMD, dirigido ahora por Chiang Kai-shek, declaró la guerra al gobierno de Beijing, que estaba en aquellos momentos en manos de Zhang Zuolin, un señor de la guerra manchú protegido por los japoneses. Todo el territorio de China iba cayendo en manos del GMD a medida que avanzaba su «campaña del norte», pero cuando en mayo de 1930 llegó a las cercanías de Shandong, los japoneses se apresuraron a enviar tropas para proteger su enclave y se produjeron choques de una extraordinaria brutalidad. El objetivo de Chiang seguía siendo Beijing, de donde Zhang Zuolin se apresuró a huir (los japoneses, irritados por su fracaso, lo mataron haciendo explotar una bomba bajo su tren). El hijo de Zhang Zuolin, instalado en Manchuria, reconoció entonces al gobierno del GMD, de modo que en octubre de 1928 parecía consolidada una China unida bajo un gobierno del GMD, con capital en Nanking.
Chiang, que aspiraba a obtener el reconocimiento y el apoyo de las grandes potencias, dio ahora un viraje radical a su política: se aproximó a la burguesía y liquidó a los comunistas y al ala izquierda de su propio partido, con lo que provocó una escisión que llevó a los fugitivos de sus persecuciones a refugiarse en el interior, donde se inició la lucha reivindicativa de los rojos, con quienes estuvieron desde los primeros momentos Mao Zedong y Zhou Enlai.
La unificación conseguida por Chiang durante la llamada «etapa de Nanjing» (1928-1937) era, sin embargo, ilusoria. No contaba con una hacienda estatal —había hecho la guerra con las contribuciones sacadas a la fuerza a los industriales de Shanghái—, ni tenía un control local efectivo. Los «señores de la guerra» que le habían ayudado en la campaña del norte mantenían el poder en sus territorios, conservaban sus propios ejércitos y retenían una buena parte de los impuestos.
Mientras tanto los comunistas habían fundado una especie de repúblicas soviéticas rurales que Chiang no logró dominar hasta 1934. Fue entonces cuando los comunistas se vieron obligados a iniciar la «larga marcha», iniciada por unos ochenta y seis mil hombres que llevaban raciones de arroz y sal para siete semanas, acompañados por 35 mujeres (entre ellas las esposas de Mao y de Zhou Enlai). Dejaban atrás la mayor parte de las mujeres y veinte mil enfermos o heridos que no podían resistir tanto esfuerzo y que permanecieron sobre el terreno como guerrilleros. La marcha comenzó el 16 de octubre de 1934 y duró 370 días, hasta el 20 de octubre de 1935, tras haber caminado unos diez mil kilómetros en unas durísimas condiciones, de las que sólo sobrevivieron unas cinco mil personas, a las cuales se fueron uniendo nuevas fuerzas, hasta que se instalaron en 1936 en el Yanan, al norte del país, un territorio árido y desierto, en una de las zonas más pobres de China.
Los japoneses, que no habían abandonado sus aspiraciones a controlar una China dependiente, habían comenzado en 1931 a intervenir en Manchuria, que era una de las zonas más desarrolladas desde el punto de vista económico, con buenos puertos y una densa red ferroviaria, articulada en torno al Ferrocarril del sur de Manchuria, que los japoneses, que se lo arrebataron a los rusos, explotaban desde 1907, utilizándolo como un instrumento de penetración imperialista. Crearon un estado títere en aquella zona y forzaron gradualmente al gobierno chino a hacerles una concesión tras otra, hasta que en 1937 iniciaron la ocupación formal de China y obligaron al gobierno del GMD a retirarse al interior y establecer su capital en Chonqquing.
Fue en estos momentos cuando Chiang se vio forzado a aceptar la propuesta de Mao de formar un frente común para luchar contra la invasión japonesa.
Japón y su imperio
Japón había entrado en los tiempos modernos de súbito, con la llamada «restauración Meiji» de 1868, e inició un rápido proceso de industrialización, a la vez que se armaba para no exponerse a la triste suerte de otros países asiáticos, manipulados por las potencias occidentales. Fue el primer país no europeo que comenzó a crear un imperio colonial propio, no sólo por razones económicas, sino también defensivas. Su primer objetivo fue Corea, que veía como «un puñal apuntado al corazón de Japón», y que era objeto entonces de la penetración de los chinos y de los rusos.
Su victoria sobre China en 1895 le permitió obligar a los vencidos a pagar una fuerte indemnización, a abandonar Corea y a venderles Taiwán y la península de Liaotung, al sur de Manchuria. Su siguiente enfrentamiento, en 1904-1905, fue con Rusia, a la que los japoneses derrotaron en el mar en la batalla de Tsushima, hundiéndoles seis acorazados y cinco destructores. Los rusos hubieron de aceptar una paz, el tratado de Porstmouth, en que reconocían buena parte de los intereses japoneses en la zona. Como indemnización hubieron de cederles además la Compañía del ferrocarril del sur de Manchuria (llamado también del este de China), que quedó bajo el control de los militares y tuvo un papel decisivo en el desarrollo económico de su entorno, hasta convertirse en la empresa más rentable de Japón.
Los japoneses se adueñaron de Corea en 1910, ante la indiferencia de las grandes potencias, que no hicieron caso alguno de las protestas de los coreanos, y la convirtieron en una colonia en la que se instalaron cientos de miles de inmigrantes japoneses, que ocupaban las tierras y se comportaban igual que los representantes del imperialismo europeo en otras partes del mundo.
Japón funcionaba como una democracia formal, pero se ocupaba de liquidar con procesos, y con el establecimiento de una policía especial, cualquier tentación de que se formasen partidos de izquierda. El esfuerzo industrializador proseguía entre tanto, favorecido por la protección oficial y por los bajos salarios que se pagaban a los campesinos arruinados, y en especial a las mujeres. Los protagonistas de este proceso eran los zaibatsu, los grandes grupos financieros e industriales, algunos de los cuales procedían de las viejas casas comerciales, como Mitsui y Sumitomo, mientras que otros eran empresarios surgidos de las capas bajas de los samuráis, como Mitsubishi.
En 1912 murió de diabetes el emperador Mutsuhito, que recibió póstumamente el nombre de Meiji, en reconocimiento del período de «gobierno ilustrado» que había caracterizado su reinado. Yoshihito, su hijo, se convirtió en emperador, adoptando para su reinado el nombre de Taisho, «la gran rectitud», pero pronto se pudo ver que su salud no le permitía gobernar con normalidad, de modo que se recurrió a su hijo Hirohito, que se hizo cargo de la regencia en 1921, a los veinte años de edad, y le sucedió en 1926, para reinar hasta su muerte en 1989.
El hecho de haberse aliado a Gran Bretaña en 1902 lo utilizaron los japoneses para declarar la guerra a Alemania en 1914 y aprovechar la oportunidad para apoderarse de las plazas que los alemanes tenían en China, en la península de Shandong, y de sus islas en el Pacífico (Marianas, Carolinas, Marshall). Sin haber enviado un solo soldado a luchar contra los alemanes en Europa o África, consiguieron que en los tratados de paz se les reconociesen estas conquistas, que completaban un imperio que incluía Taiwán y Corea; pero se sintieron humillados cuando pretendieron que la Sociedad de Naciones incluyese en su carta una cláusula de igualdad racial. Los australianos se opusieron a ello, amenazando con retirarse, puesto que sostenían una política de «Australia blanca» y temían la inmigración japonesa, al igual que sucedía con Estados Unidos, que aprobaron cláusulas restrictivas a la emigración «amarilla», limitando la llegada de trabajadores japoneses a California.
Prosiguiendo en su intento de penetrar en China, Japón presentó a su gobierno una serie de demandas para que se le permitiera participar en la política interior, como el nombramiento de consejeros japoneses que intervendrían en el gobierno, en las fuerzas armadas y en la policía, lo que hubiera conducido al establecimiento gradual de un protectorado. El último capítulo de esta etapa de expansión imperial fue la vergonzosa intervención de japoneses y norteamericanos en Siberia, de 1917 a 1922, con el pretexto de combatir la revolución bolchevique.
La Primera guerra mundial había traído una etapa de prosperidad a la industria japonesa, tanto por la demanda militar como porque le permitió ocupar unos mercados a los que no llegaban los productos europeos o norteamericanos, al paso que la elevación de los precios del arroz enriquecía a los pequeños campesinos. Esta prosperidad acabó con el fin de la guerra, y fue seguida por una época de crisis y conflicto social, en medio de una vida política violenta, dominada por sociedades secretas que no dudaban en recurrir al crimen para conseguir sus fines. Los años veinte fueron en Japón una época de desequilibrios interiores y violencia.
Los problemas se vieron agravados por el gran terremoto de Kantó del 1 de septiembre de 1923, que mató a unas ciento cuarenta mil personas en el área cercana a la capital y destruyó medio millón de viviendas, como consecuencia, sobre todo, de los incendios provocados por los hogares domésticos de carbón en las casas de madera. La reacción inmediata fue el asesinato de unos seis mil residentes coreanos, acusados por rumores sin fundamento de haber incendiado las casas y envenenado los pozos, e incluso de ser culpables del terremoto, al desagradar a los dioses su presencia en territorio japonés. De paso la policía militar aprovechó el desorden para matar a una serie de dirigentes sindicales (un dirigente anarquista fue asesinado con su esposa y un sobrino de seis años).
La situación política era difícil, dominada en el parlamento por unos partidos conservadores, profundamente corrompidos, que estaban estrechamente ligados a los grandes zaibatsu, en especial a Mitsui y Mitsubishi, pero éstos tenían en contra a los militares, cuyo malestar se agravó cuando en la Conferencia Naval de Washington de 1921, que fijaba el número de acorazados que se podían construir, se dio a Japón un rango de potencia de segundo orden en comparación con Estados Unidos y con Gran Bretaña.
Mientras que los partidos dominados por los zaibatsu promovían una política de paz, que favorecía la actividad exportadora, los militares querían una política imperial de guerra, acorde con las necesidades de espacio vital de una población que se había duplicado desde 1868. La crisis rural favoreció que los campesinos se dejaran convencer de que la solución a sus problemas residía en proseguir la expansión imperial.
Los militares comenzaron entonces a combatir a los políticos partidarios de una política internacional pacífica: el primer ministro Hamaguchi resultó gravemente herido en un atentado y el ministro de Hacienda y otros funcionarios fueron asesinados.
Fueron finalmente los propios militares los que tomaron por su cuenta la decisión de iniciar una nueva campaña de expansión imperial. El 18 de septiembre de 1931, con motivo de un sabotaje en el ferrocarril de Manchuria, organizado por los propios japoneses para provocar el conflicto, los militares iniciaron por su cuenta una campaña para apoderarse de Mukden y extenderse por Manchuria, a la que se unieron las tropas estacionadas en Corea, desobedeciendo las órdenes del gobierno, que tuvo que aceptar públicamente lo que habían hecho los militares (quienes habían preparado paralelamente planes para instaurar un gobierno militar).
En 1932 daban un nuevo paso y creaban un estado «independiente», Manchukuo, que comenzó como una república y en 1934 se convirtió en imperio, al poner a su frente a Puyi, el último emperador de China. Se inició entonces un proceso de desarrollo económico controlado desde arriba, con enormes inversiones que hicieron de Manchukuo «la joya de la corona» y favorecieron grandes migraciones de japoneses a su suelo. La Sociedad de Naciones envió una comisión para investigar el «incidente de Manchuria», lo que condujo a la condena de Japón, que basaba su derecho a intervenir en el argumento de que China había dejado de ser un estado organizado desde la muerte en 1916 de Yuan Shikai, el último aspirante a coronarse emperador, y que, como respuesta a la condena de la SDN, se limitó a retirarse de ella.
Los militares, con su policía actuando impunemente, controlaban por entonces la política japonesa. Sus planteamientos «patrióticos» ganaban cada vez más el apoyo de un país en el que la crisis económica mundial había arruinado a los productores de seda y obligaba a los padres de familia campesinos a vender a sus hijas para que se prostituyeran en las ciudades. Convencidos de que los culpables de sus males eran los políticos ligados a los intereses industriales y financieros, los campesinos daban pleno apoyo a estos soldados que predicaban la expansión imperial. El emperador callaba y los militares consideraban que su deber era protegerlo de los malos consejeros. Cuando en 1932 un grupo de chinos, furiosos por la ocupación de Manchuria, mataron en Shanghái a unos clérigos budistas japoneses, el ejército respondió bombardeando la ciudad y causando miles de víctimas civiles.
Desde 1932 esta fracción intervencionista del ejército —inspirada por el movimiento de la «restauración Shōwa», que proponía acabar con el liberalismo de la época Taishō— controlaba cada vez más la política japonesa, lo que les permitió imponer al gobierno el reconocimiento de Manchukuo, en un claro desafío a la condena internacional.
El 26 de febrero de 1936 un grupo de unos mil cuatrocientos soldados, dirigidos por oficiales jóvenes, atacaron edificios del gobierno en Tokio y asesinaron a funcionarios y consejeros imperiales, entre ellos al octogenario ministro de Hacienda Takahashi Korekiyo, artífice de la recuperación financiera en los años de la crisis mundial, con el propósito de instalar una dictadura militar favorable a las ideas ultranacionalistas. Pero los altos mandos del ejército estaban divididos con respecto a esta actuación extrema, y la marina se declaró en su contra. El emperador Hirohito, indignado por lo que habían hecho con sus consejeros, no sólo rehusó hablar con los oficiales rebeldes, sino que les negó el derecho a un suicidio ritual y exigió que se les procesase: 17 fueron ejecutados y 65 encarcelados; pero no se hizo nada contra los mandos superiores que habían simpatizado con ellos.
Ésta fue una excepción en la conducta de Hirohito, que no se oponía en realidad a una doctrina que se basaba en la idea de que el emperador era una divinidad encarnada, el descendiente de Amaterasu («luz del cielo»), la diosa del sol, y que compartía la idea de que era misión de los japoneses liberar Asia de los dominadores europeos, sometiéndola a su autoridad.
Gracias a las inversiones en la producción industrial y a la prudente gestión de Takahashi, Japón había salido de la crisis de los años treinta antes que otros países, convertido en el primer exportador de tejidos de algodón del mundo, aunque esta prosperidad estaba demasiado concentrada en pocas manos: en 1937 los dos zaibatsu mayores, Mitsui y Mitsubishi, reunían una séptima parte del capital comercial e industrial del país. Para contrarrestar su poder el gobierno favoreció la formación de nuevos zaibatsu, dedicados a nuevas actividades, como Nissan y Toyota, que se iniciaron en la industria del automóvil, protegidos por una legislación que concedía exenciones fiscales a las empresas que producían vehículos militares, a la vez que las ponía bajo la autoridad del gobierno. Se estaba desarrollando una situación en que el gobierno controlaba cada vez más la industria y los militares controlaban cada vez más el gobierno.
En julio de 1937, como consecuencia de unos incidentes con tropas chinas, posiblemente preparados por los propios japoneses, se comenzó a ocupar Beijing y Tientsin. En teoría se trataba de un incidente más; pero los japoneses enviaron al continente ciento cincuenta mil soldados, que comenzaron en suelo chino una campaña que vino a representar, de hecho, el inicio de la Segunda guerra mundial, con dos años de anticipación al estallido del conflicto en Europa.
La India y el sudeste asiático
La mayor y más importante de las colonias administradas directamente por una metrópoli europea era la India, que hacia 1931 tenía cerca de cuatrocientos millones de habitantes y era controlada por menos de cien mil británicos. La India había sido gobernada inicialmente por una compañía mercantil, hasta que la revuelta de su ejército de nativos obligó al gobierno británico a tomar la situación en sus manos en 1858 y a establecer un «gobierno de la India», que fue puesto bajo la autoridad de un virrey. La apertura del canal de Suez en 1869 aumentó considerablemente el interés por una colonia con la que resultaba más fácil comerciar directamente.
La India no sólo era un buen mercado para los productos industriales británicos —lo que explica que se preocupasen de desalentar el desarrollo industrial local, como ocurrió con la producción de tejidos de yute, que en 1902 daba trabajo a 196.000 operarios— sino que proporcionaba directamente recursos al estado británico, a costa de abandonar las necesidades del país, que sufrió hambrunas terribles, a consecuencia de las cuales su población disminuyó en la década de 1895 a 1905.
La primera organización nacionalista india, fundada en 1885 por hombres educados a la europea, fue el Congreso Nacional Indio, que sigue siendo en la actualidad una de las organizaciones políticas más importantes del país. Muy pronto fueron los musulmanes quienes plantearon sus propios problemas, porque, siendo menos que los hindúes, sabían que, de llegar a la independencia, serían siempre minoritarios en un sistema parlamentario democrático. La organización que fundaron en 1906, la Liga Musulmana de la India, planteó al virrey la posibilidad de que, en caso de que se celebrasen elecciones, se hiciesen por electorados separados de hindúes y musulmanes. A los ingleses les convenía esta división y la recogieron en las reformas políticas realizadas en 1909, después de una crisis en que se boicotearon los productos ingleses y se lanzaron las primeras bombas contra ciudadanos de la metrópoli.
Después de la Primera guerra mundial los indios, que habían aportado unos novecientos mil hombres a la lucha en Europa y en el Oriente próximo, esperaban reformas políticas sustanciales, pero las introducidas en 1919 eran tan insignificantes que todos los colectivos —hindúes, sijs y musulmanes— las rechazaron. En medio de esta agitación, mientras la llamada «gripe española» causaba doce millones de muertos en 1918-1919, se produjo la masacre de Amristar, donde el general Reginald Dyer ordenó disparar contra una multitud indefensa, reunida para una fiesta en la ciudad santa de los sijs, con el resultado de 379 muertos y 1.200 heridos.
En 1922 había en la India huelgas obreras y malestar generalizado, a lo que en el año siguiente se sumaron revueltas campesinas. Fue entonces cuando comenzó una nueva fase de la política nacionalista del Partido del Congreso, marcada por dos personalidades, distintas pero complementarias, como eran Gandhi y Nehru.
Mohandas Karamchand Gandhi, llamado «Mahatma» («alma grande») había nacido en 1869 en una familia de comerciantes hindúes de castas medias, que le enviaron a estudiar Derecho a Inglaterra. Aceptó un trabajo legal en una empresa de comercio en África del Sur y allí no sólo aprendió a luchar contra la discriminación de los suyos, sino que desarrolló un rechazo contra la civilización europea y sobre todo contra la industrialización, que veía como la fuente de todos los males.
Regresó a la India en 1915, con cuarenta y seis años de edad, considerado por los suyos como un santo y por las autoridades como un «peligroso bolchevique». No era ninguna de estas dos cosas, pero sí el hombre que con el ejemplo de su pobreza y con sus planteamientos tradicionalistas, en la línea de una utopía popular hindú, podía movilizar unas masas a las que no llegaban los nacionalistas del Partido del Congreso. Su filosofía política era la de la «satyagraha», un programa pacífico de no colaboración, de desobediencia civil, que aplicó al boicot de los productos ingleses, lo que favorecía el consumo de los tejidos de los artesanos locales, o a cuestiones que estaban relacionadas con el interés de los campesinos y con la subsistencia de los pobres, que respetaban a este hombre que vivía tan pobremente como ellos.
En marzo de 1930 inició su «marcha hacia el mar», un recorrido a pie de más de trescientos kilómetros para protestar contra el monopolio de la sal, que impedía obtenerla de la naturaleza. Gandhi llegó al mar el 6 de abril e hizo un poco de sal, como una incitación a imitar su conducta y dejar de comprarla en las tiendas oficiales. Un mes más tarde fue encarcelado, y permaneció allí hasta enero de 1931, cuando el virrey comenzó a negociar con él para frenar las campañas de desobediencia civil. Acudió a la mesa de negociaciones que se celebraba en Londres como representante del Partido del Congreso, sorprendiendo con su ropa y con la cabra que lo acompañaba, lo que dio lugar a que Churchill lo describiera como «un faquir medio desnudo». No se logró nada en estas negociaciones, y Gandhi regresó a la India y a la cárcel.
La línea de acción de Jawāharlāl Nehru, miembro de una familia de brahmanes de Kashmir, que se había educado en Cambridge y había abandonado las preocupaciones religiosas, era muy distinta, y se concretaba en una petición de independencia completa para la India. En 1932 los británicos endurecieron su política represiva y el Partido del Congreso hizo lo mismo con su respuesta. La hora de Gandhi había pasado y comenzaba la de Nehru, que no sólo pedía la independencia, sino la nacionalización de las grandes industrias y una reforma agraria.
En 1935 los ingleses dieron un paso adelante con la Government of India Act, que daba facultades a los órganos de gobierno interior sobre las tierras de las provincias —hay que recordar que seguían existiendo unos quinientos cincuenta estados indígenas teóricamente independientes, gobernados por príncipes locales (maharajás)— y dejaba tan sólo al gobernador general británico las cuestiones de defensa y de asuntos exteriores. La ley debía entrar en vigor en 1937, pero Nehru, que ganó las elecciones en todo el territorio, excepto en las regiones de predominio musulmán, estaba ya planteando la creación de una Asamblea constituyente votada por todos los indios para decidir el futuro común, sin aceptar el camino planteado por Gran Bretaña.
No hubo en cambio desarrollos paralelos en las otras grandes colonias del sur y del sudeste asiático, como en Indonesia, gobernada por los holandeses, o en los territorios que se conocían globalmente como Indochina, bajo dominio francés, cuya explotación combatió Jaurès en la cámara en 1911, en una de las más lúcidas denuncias de los errores del colonialismo: «Les habéis arrebatado sus recursos, habéis hecho, no los modestos trabajos que les resultarían útiles: trabajos de regadío para sus arrozales, caminos para sus comunicaciones o para sus pobres vehículos; habéis construido grandes ferrocarriles que han dado lugar a préstamos rentables y a negocios desvergonzados. ¿Por qué? Porque habéis partido del falso principio de que, desde el primer momento, las colonias habían de ser para la metrópoli tierras de ganancia».
Pero tanto en Indonesia como en Indochina (un nombre colonial para designar el conjunto de Vietnam, Laos y Camboya) se estaban preparando ya las fuerzas que habían de llevarlos a la independencia.